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· Himno para el 81%


© 2020 Josep Marc Laporta

Corría el año 2006 cuando Donald Trump llegó a la presidencia de los Estados Unidos con el 81% del electorado evangélico; mientras que los demócratas, representados por Hillary Clinton, alcanzaron tan solo el 16%. La cruzada de Trump en aquellas elecciones para asegurarse el apoyo protestante, que aproximadamente representa el 25% del electorado, fue titánica. «Créanme», repetía a diestro y siniestro para convencer a la cristiandad estadounidense, cotejando a grupos sociales que aparentemente los demócratas tenían controlados, organizando encuentros y mítines cuidadosamente dirigidos o codeándose con la élite blanca y evangélica. Sus propuestas avivaron el fervor cristiano ario al pregonar resolutivas acciones respecto a la vida de los no nacidos, la seguridad nacional, el cierre de fronteras a los inmigrantes o el proteccionismo estadounidense, con un cierto nativismo racialmente contaminado.

Pero más allá de las propuestas sociales, es evidente que todo discurso tiene un pensamiento político que lo ampara. Como empresario que está acostumbrado a utilizar el dinero como moneda de cambio para todo lo imaginable, a Donald Trump la democracia le parece un sistema de gobierno aburrido y lento, que contiene métodos y reglas que requieren largos debates y complejos procedimientos para tomar decisiones difíciles con el mayor respaldo posible. Por esa lejanía a veces tan inteligible para el ciudadano de a pie, Trump prefiere la política directa sin un necesario respeto a los procesos democráticos, para poner sobre el tapete público propuestas visibles y efectistas. Esta simbiosis es el principio que empareja a todos los líderes populistas del planeta, tanto de derechas como de izquierdas, y que también conjuga con una psicología evangélica simplista, que busca férvidamente aquel político que alardee de valores tradicionales, de fe, Dios y Biblia, mostrándose muy directo y elocuente en sus propuestas políticas moralizadoras. A falta de reflexiones comparadas, basta una verdad suprema para convencer de virtudes políticas.

Sin embargo, la percepción de un exceso de democracia también es un sentir que aparea votantes y políticos de corte cristiano que en el fondo ansían una teocracia absolutista donde Dios sea el gran centro político de gestión y actuación. El creciente temor a una sociedad occidental aparentemente en descomposición ética y paulatinamente empobrecida en lo económico, impulsa sentimientos resolutivos y determinantes en favor de un gobierno donde la voz de Dios tenga preeminencia sobre cualquier discusión parlamentaria. En realidad es la búsqueda de un gobierno teocrático que les eluda responsabilidades de socialización política. Por ello, los mesías de grandes absolutismos éticos acostumbran a fanfarronear piedades discursivas para conquistar las almas de fieles cuya esperanza es bajar un cielo particular para salvaguardarse políticamente, eximirse socialmente y redimir a la descaminada sociedad. Esta tendencia del evangelicalismo que se preocupa más en calificar los pecados de la carne sin tener en cuenta que todos nacen del corazón, elude muy fácilmente la responsabilidad horizontal de lo social. Abandonados a la supremacía ética de su extractada verdad, auspicia líderes que los representen sin importar los trasfondos curriculares que los sostienen. Pero el diálogo social y político no debiera tener fronteras ni verdades absolutistas.

No obstante, la coalición entre mesías-político cristiano y cristianos de iglesias-mesías-pastores, conduce a escenarios paradójicos y a veces muy contradictorios. Las controversias morales de Donald Trump también están sobre la mesa. Recientemente la revista cristiana más influyente que fundara el evangelista Billy Graham, Christianity Today, señaló que Trump debería ser destituido de su cargo por el impeachment en la Cámara de Representantes. Al parecer y con suficientes evidencias, su catadura moral es cuestionable. Los pecados del cuerpo y de las manos parecerían estar por encima del espíritu si no fuera porque todos pertenecen al ámbito del espíritu (Mateo 5:28). Así que, a pesar de las explícitas palabras de Jesús, para el presidente electo acallar la inmoralidad de la administración es un bien supremo con la lógica del interés propio y nacional. O la contratación de convictos criminales para cargos de relevancia es una práctica necesaria para la cohesión y el justo equilibrio de favores. O sus públicos devaneos con las mujeres de los cuales pruebas fonográficas revelan que se siente orgulloso, vienen a ser actitudes remisibles y disculpables si el proyecto de nación bajo Dios está asegurado. O si las acciones y gestiones inmorales, variopintas y pérfidas, habrán de ser ignoradas mientras la economía claramente dibuje gráficas ascendentes.

Ante todas estas disfunciones, parece que el patrocinio evangélico norteamericano prefiere la primacía de una teocracia de admisiones corruptas a ser una simple, pero honrosa, minoría, a lo que los interesados fieles parecen calificar como un tipo de devaluación en la misión accionarial de la iglesia. Esta parece ser la realidad y sus circunstancias. Así y a final de cuentas, lo cierto es que no debe ser nada fácil ser luz del mundo cuando controlas la red eléctrica, o sal cuando monopolizas todos los saleros. Y tampoco debe ser lo mismo creer que acercamos el Reino de Dios a la tierra cuando en realidad estamos erigiendo soberanías políticas en nuestros reinos privados.


Daniel Deitrich, pastor en la Iglesia de South Bend City en South Bend, Indiana, escribió el Himno para el 81% debido a la frustración que le suscitó el apoyo evangélico a Donald Trump. Cuando le preguntaron por qué lo escribió, respondió que «en 2016, el 81 por ciento de los cristianos evangélicos blancos votaron por Donald Trump después de, entre otras cosas, escuchar una grabación de audio presumiendo de agredir sexualmente a las mujeres. E incluso después de promulgar políticas deliberadamente crueles para destrozar familias y poner a los niños en jaulas en el sur en la frontera, el apoyo evangélico se manifestó tan ferviente como siempre».

La perplejidad de Daniel contrasta con ese 81% que ven en el presidente la mano de Dios para Norteamérica: «Fui criado en el mundo evangélico y me enseñaron a tomar en serio las palabras de Jesús: ama a Dios, ama a tu prójimo, alimenta al hambriento, lucha contra la injusticia (…) Es por eso que he estado tan confundido y profundamente triste por la inquebrantable lealtad a un hombre que tan claramente encarna lo contrario de estos valores». Y no sale de su asombro cuando observa que, al final de todo, existe una versión del cristianismo que canta sobre un Dios que derriba muros pero apoya a un presidente que los construye. Y sospecha que las mismas personas que escriben canciones de adoración a Jesús defienden a un presidente cuyas políticas y prioridades son una contradicción directa con las enseñanzas fundamentales del Maestro, con cosas como acoger al extraño, atender a los pobres y amar a nuestros enemigos.

Pero ante la capa de denuncia y acusación que aparenta, Daniel prefiere indagar y ahondar en un ejercicio de honestidad personal para no caer en errores de suficiencia religiosa: «Mira, no soy perfecto y tengo por delante mucho por crecer y aprender. No estoy gritando desde lo alto de mi caballo; simplemente estoy tratando de repetir las palabras de Jesús y los profetas, aunque pueda ser incómodo escucharlo». Por eso compuso el Himno para el 81%. Y como apunta Shane Claiborne en su entrevista a Daniel Deitrich en Red Letter Christians,(1) a veces la adoración también es resistencia. En este caso un claro mensaje profético y de denuncia:




Crecí en tus iglesias,

domingo por la mañana, culto de la tarde,

arrodillado entre lágrimas al pie de una cruz escarpada.

Me enseñaste que cada vida es sagrada,

alimentar al hambriento, vestir al desnudo.

Aprendí de ti que la ley más alta es el amor.


Te creí cuando dijiste

que debería confiar en las palabras escritas en rojo

para guiar mis pasos en medio de un mundo malvado.

Asumí que harías lo mismo,

así que imagina mi consternación

cuando te vi conducir las ovejas a los lobos.


Dijiste que amabas a los perdidos,

así que ahora te amo.

Dijiste decir la verdad,

entonces te estoy pidiendo cuentas.

Por qué no vives las palabras

que dejaste en mi  boca,

que el amor venza y la justicia pierda.


Comenzaron a poner a los niños en jaulas,

arrancando a las madres de sus propios bebés.

Y te busqué para hablar en su nombre,

pero todo lo que oí fue silencio,

o  lo justificaste de mal en peor:

cantando gloria, aleluya e izando la bandera.


Tu miedo se había convertido en odio,

pero lo bautizaste con un lenguaje

arrancado de las páginas del Gran Libro.

Tú armaste la religión

y te preguntas por qué me voy:

para encontrar a Jesús en el lado equivocado de tus muros.


Vuelve a casa,

vuelve a casa.

Eres mejor que esto.

Me enseñaste mejor que esto.



     [1] https://www.redletterchristians.org/when-worship-is-resistance-hymn-for-the-81/


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