© 2019 Josep Marc Laporta
1-
Espiritualidad
global
2-
Creer o
creer que se cree
3-
La
espiritualidad optimista
4-
La
ausencia de la idea de pecado
ESPIRITUALIDAD GLOBAL

Este ejemplo de cómo
las letras, las palabras o el lenguaje escrito ha ido cambiado su soporte de
transferencia con los años y los siglos, nos sirve de analogía para observar
cómo la espiritualidad cristiana también ha transitado desde una percepción exclusivista
clerical mediante papiros y pergaminos hasta la universalización masiva en red.
Es una similitud sociológica del cambio progresivo de comprensión de lo
espiritual: un proceso de adaptación al medio que genera nuevas conceptualizaciones.
La privacidad de la fe, auspiciada y controlada por una casta clerical de
escribanos de papiros y pergaminos, entrañaba una suprema exclusividad del
conocimiento bíblico que, posteriormente, dio un gran paso adelante en un
proceso de socialización a gran escala con la aparición de la imprenta (s.
XV). La espiritualidad cristiana socializó su contenido.
Los desarrollos mecánicos de producción literaria propiciaron una gran
accesibilidad a las fuentes bíblicas de la fe. Fueron tiempos de renacimientos,
no solo científicos y seculares, sino también espirituales. El acceso masivo a
la Palabra abasteció la cualidad interpretativa, engendrando nuevas ramas
cristianas de dinámicas básicamente comunitarias. Fue una época en que nuevas
denominaciones y familias cristianas emergieron, iniciando un auge eclesiológico
que decenios más tarde se multiplicaría con infinidad de grupos cristianos. Pero
nuevos cambios se sucederían. La imprenta dio paso a medios de producción más
privados con, primero, las rotuladoras y, seguidamente, el ciclostil, por lo
que paralelamente la espiritualidad cristiana mutó a percepciones más
individualistas respecto a la revelación divina. Aquel apogeo de comunidades
cristianas que mediante la lectura bíblica buscaban una mayor santidad y virtud
cristiana (s. XVII al XIX), cedió el paso a
iluminados espirituales dentro del mismo cristianismo protestante. La
privatización de la revelación se impuso, con nuevas iglesias y denominaciones
muy sujetas a la visión de un líder iluminado o pastores con revelaciones
específicas (s. XIX y XX). Sin embargo, la
tecnología impresa dio un paso más hacia un tipo de producción más especializada
con el ófset. A partir de su aparición no solo se realizaron masivas reproducciones
de las Escrituras, sino que emergieron numerosos libros de autores cristianos,
pastores y teólogos de todo tipo y contenido, ofreciendo un gran abanico de modelos
de espiritualidades cristianas, con grandes posibilidades de elección y
consumo. Es la época donde las editoriales cristianas emergen con gran fuerza (s.
XX) apoyándose en el ófset y sus posibilidades de edición
y producción a razonable bajo coste. Consecuentemente la espiritualidad
cristiana evangélica se vio muy influida por las múltiples perspectivas de la
fe.
La diversificación de
la espiritualidad prosiguió análogamente con las grandes posibilidades que
ofreció la fotocopia. Las editoriales cristianas, concretamente las
protestantes y católicas, ya no tenían en exclusiva la ascendencia escritural y
espiritual sobre la gran masa de creyentes, sino que millares de pastores de
pequeñas congregaciones también tuvieron los mandos no solo de la dogmática
bíblica, también de la eclesial. Es evidente que desde la aparición de la
imprenta en el siglo XV y su implementación occidental y universal, la
espiritualidad cristiana se ha visto afectada a la par por unos determinantes
cambios tecnológicos. Pero en toda esta historia de sucesos, cambios y
transformaciones, la llegada de los ordenadores y de la red World Wide Web (WWW)
ha significado un importante cambio en cuanto a la percepción psicológica
de la espiritualidad. A día de hoy el poder de la escritura y su difusión ya no
pertenece exclusivamente a una élite empresarial o local, como los pastores o
líderes eclesiales o sectoriales, sino que ahora el conocimiento y compresión
bíblica y su afectación a la espiritualidad implica a todo ser humano conectado
en red, que ya puede escribir y ser leído universalmente. El papiro, el
pergamino, el papel o el libro ya no tienen una ascendencia unidireccional
sobre el cristiano. El cambio más significativo es que la escritura y la
transmisión del conocimiento bíblico ya no depende del monopolio del papel ni
tampoco de la prerrogativa de selectos autores. Ahora la exclusividad es
universal, globalizada por la multiplicación de información y experiencias
particulares, amplificando la individualización de la espiritualidad y,
paradójicamente, convirtiéndola en común a través de las redes.
Consecuentemente, la
dogmática bíblica y eclesial se verá muy afectada por una nueva y particular
modalidad de espiritualidad liberada de imposiciones ajenas, por lo que muy probablemente
la clase clerical nunca más volverá a tener un control de la psicología
espiritual del feligrés tan absolutista como antaño. Y si lo quisiera
persuadir, o lo hará con una avasalladora capacidad de persuasión psicológica o
con una gran seducción bíblica. En la primera hipótesis, la dogmática emocional
e irreflexiva será su fuerte; y, en la segunda, el ejercicio de una alta dosis
de humildad expositiva y coherencia vivencial será su mayor valor y aliado.
A día de hoy la
espiritualidad de la postcristiandad es un auténtico y complejo conglomerado de
creencias universales y al mismo tiempo privadas que se pueden copiar, duplicar
o imitar desde cualquier intimidad con tan solo acceder a la red. Incluso
pueden no ser necesarias grandes afiliaciones presenciales ni ingresos y fidelidades
congregacionales o parroquiales para vivir la espiritualidad. Por ello, la
nueva espiritualidad ya no es creencia sino el cultivo del espíritu humano;
incluso en el cristianismo, con un gran crisol denominacional que explica a la
perfección el predominio de la espiritualidad a la carta. Y, en muchos casos,
una espiritualidad de conveniencia.
CREER O CREER QUE SE CREE
Creer que se cree o
creer muy subjetivamente es la configuración posibilista de la espiritualidad
actual y, por ende, del nuevo cristianismo de la postcristiandad. Las
sociedades estáticas, las de antaño, que vivían de hacer siempre lo mismo, necesitaban
creencias que fijaran el pensar, el sentir, la organización y las actuaciones. Todas
aquellas formas de pensar quedaban sedimentadas en una forma de creer estática,
con producciones y acciones estacionadas en una mentalidad aún agraria: si
planto grano de trigo, producirá espigas de trigo y obtendré harina de trigo.
Así que en las sociedades de rutinas estáticas la espiritualidad tenía que
expresarse como exclusiva creencia, al modo consecuente de plantar grano de
trigo y producir espigas de trigo. Pero las sociedades dinámicas no se apoyan
solo en rutinas creyentes sino en supuestos, hipótesis, postulados, proyectos
y, muy especialmente, en expectativas y emociones. Y ahí la espiritualidad no
puede identificarse como creencia exclusivamente, puesto que creer no es el fin
del hombre y la mujer de la postcristiandad sino percibir, indagar
posibilidades de fe, sentir que se cree y comprender la espiritualidad de
manera expectante y más emotiva. Es por esta razón que las comunidades
cristianas que fomentan la expectación espiritual, la pasión o la emoción del
espíritu en sus cultos, proyectos y actividades son las que más crecen
numéricamente, precisamente porque este tipo de creencia no es un asunto de convicción
y confirmación de fe sino de expectativas y cultivo de la espiritualidad.
Evidentemente, crear
posibilidades y expectativas múltiples y muy variadas es una de las grandes
propuestas de la red World Wide Web. Los sentimientos espirituales de
proyección del yo son la base de la
espiritualidad en red. Mientras la creencia antigua se centraba más en la dogmática clerical y su aplicación ciega en todas las áreas de la vida
personal, familiar y social, en la postcristiandad la dogmática no es un asunto
de pertenencia bíblica, pese a que las fortificaciones congregacionales contienen
una importante carga dogmática, muchas veces irreflexiva. La creencia de hoy
bascula entre la expectativa del yo
satisfecho, que se place de un tipo de sensaciones espirituales globalizadas, y
la resolución de conflictos mediante una espiritualidad cristiana muy emotiva,
a veces usada más como amuleto de fe que de convicta responsabilidad de fe.
Los hombres, las
mujeres y la cultura de las nuevas sociedades globalizadas están más interesados
en satisfacer su cuota de espiritualidad que de asumir el precio de la negación
de ese yo proyectado y del desembolso personal que significa
asumir creer por certidumbre de fe responsable. Y lo que no les interesa son
las creencias, las ortodoxias, las filiaciones y las jerarquías. Como apunté
anteriormente, cada vez más se hace patente que lo que atrae del cristianismo
no son sus creencias, con sus preceptos y responsabilidades, sino la supuesta realidad
que ofrece, convirtiendo la fe en una variada oferta de experiencias
espirituales renovables dominicalmente. Es la necesidad de lograr, a través de
la experimentación espiritual, certificaciones emotivas que acrediten lo que se
cree, como si fuera un expendedor automático al uso. Al movernos dentro de una
sociedad en constante innovación y en la continua creación de ciencias,
tecnologías, productos y servicios, la espiritualidad resultante es, también,
la búsqueda incesante de expectativas litúrgicas, cúlticas y socioeclesiales,
de emocionantes experiencias solidarias —aunque
resulten infructíferas o intrascendentes en su destino—
y de la incentivación a suponer que se cree, elaborando marcos litúrgicos que
inviten a la espiritualidad. Es imaginar que se cree aplicando condiciones de
fe fast food, de consumo rápido e inmediato que necesita ser
rellenada semanalmente de nuevas expectativas, sin una profunda afección
a las evidencias del yo implicado y a la
radicalidad de conducta. Creer que se cree es la esencia de la espiritualidad
del siglo XXI, aunque en realidad viene a ser un
tipo de negación de la fe en Cristo y la asunción de que las virtudes, capacidades
y superaciones espirituales propias son medio y fin de complacencia y perfección
del espíritu humano. Es la disposición a creer en algo superior creyendo en las
posibilidades espirituales de uno mismo: un modelo que alcanza las bancadas de
muchas congregaciones evangélicas, con creyentes muy persuadidos de ser más
espirituales que siervos del Dios viviente.
LA ESPIRITUALIDAD OPTIMISTA
La velocidad de las
sociedades de la postcristiandad obliga a sus cosmopolitas habitantes a correr
al mismo ritmo para alcanzar un tipo de satisfacción espiritual paralela en que
el espíritu pueda regodearse en sí mismo. Existe una seria contradicción entre
el hombre y la mujer de vida vertiginosa de este siglo y la pausa que requiere
creer con convicción y certidumbre. No acostumbran a coincidir ni a concordar. La
vida moderna, permanentemente situada en la psicología de la nube y la red, nos
obliga a estar muy conectados a realidades paralelas que no son presenciales.
El desdoblamiento persistente de la personalidad al convivir constantemente en
dos contextos sociales tan dispares —uno
presencial y el otro ausencial—, induce a una posición
y percepción psicológica inalcanzable para la identidad espiritual. De esta
manera la espiritualidad propia se aborda desde un estado psicológico trámite,
incidental o circunstancial. Por lo tanto, creer ya no es un acto consciente de
la voluntad sino una expresión tanteadora del espíritu, una constante exploración
espiritual de múltiples variables éticas, morales y estético-espirituales.
La tradicional búsqueda
de lo divino en el silencio y en la intimidad con Dios parece que ya no es la
preferencia del creyente. Los rituales de siglos atrás que compaginaban la
comprensión del Eterno con el paso de la naturaleza y sus estaciones ya no
forman parte de la espiritualidad cristiana. La lectura pausada de textos
bíblicos, las plegarias silenciosas, los cantos a media voz o la exposición del
espíritu a la llamada íntima de Dios, tampoco tienen gran aceptación en esta
presente espiritualidad de expectativas consumistas. De aquellas prácticas sólo
se reconoce la gran belleza que poseen, pero se admite sin rubor que ya no
pueden formar parte de la postcristiandad, puesto que los tiempos han cambiado
y la dispersión de pensamiento, acción y reacción no sólo lo impiden sino que
no tienen ninguna predilección ni utilidad práctica.
En su lugar, la
dogmática utilitarista de muchas iglesias de la postcristiandad ha introducido una
modalidad de espiritualidad optimista que en realidad no es más que una
práctica sincrético-lúdica muy antigua. Los griegos ya la habían explorado con sumo
éxito, convirtiendo la adoración a sus diferentes dioses y diosas en fiestas
familiares y sociales donde la devoción era realmente un auténtico espectáculo
del espíritu y carnalidad humana, con vistosas expresiones festivas, bailes y
jolgorios. De ahí el apunte sociocultural del apóstol Pablo al escribir a las
iglesias de Éfeso y Colosa incluyendo el término Odaes
Pneumaticaes —cánticos declamados
del espíritu— a la tradicional interpretación hebrea
de salmos e himnos (Colosenses 3:16; Efesios 5:19), más formal. Con que había tantos dioses que atender, los griegos celebraban y atendían su
propia espiritualidad de manera que ellos mismos se convertían en sus propios
dioses. La espiritualidad optimista se caracteriza por un gran cuidado del
espíritu del hombre y la mujer hasta el punto de hacer del culto un acto lúdico
donde el espíritu se alboroza y satisface en sí mismo, y en que la comprobación
y justificación de la fe va muy ligada a la efusión e intensidad de la propia
experiencia.
Inevitablemente todo
ello es consecuencia directa de la velocidad inventiva y expositiva de nuestro
mundo globalizado, y de la definitiva liberación de la pesada carga del deber,
la sumisión y el poder restrictivo de las religiones de la cristiandad. Y,
también, del deseo y la pretensión de convertir la fe y el cristianismo más en
una fiesta del espíritu humano que en un sacrificio vivo, santo y agradable a
Dios (Romanos 12:1). La sustitución es
significativa si tenemos en cuenta que las palabras del apóstol Pablo aluden
directamente a un culto racional y razonado donde la presentación de
credenciales de fe es la esencia del acto. Esta no es una experiencia
espiritual lúdica donde preferente o pretenciosamente el espíritu del adorador
se ensalza y se regodea en su proyección espiritual y lúdica hacia Dios, sino
la presentación ante el Dador de un acto sacrificial; es decir, una relación de
deberes y compromisos adquiridos y satisfechos elevados en alabanza. Esta es la
diferencia.
La espiritualidad
optimista de la postcristiandad tiende a crear un espacio festivo marcadamente visual
y de secuencias religiosas entretenidas, incluso con dinámicas puramente televisivas,
donde el creyente pueda encontrar, satisfacer y culminar su gran deseo de felicidad
y goce cristiano. Evidentemente esto no está reñido con la expresión gozosa de
la fe ni con el gozo de la salvación; pero sí tiene que ver con la construcción
de modelos cúlticos y contenidos espirituales en los que todo lo que sucede es
una expectativa de cristianismo ahuecado, donde lo aparentemente más importante
es el gozo escenificado y una espiritualidad atractiva saciada de experiencias
del espíritu. En consecuencia, la espiritualidad optimista clona su prototipo a
todas las actividades eclesiales, tanto en las de los jóvenes, adultos, ancianos,
matrimonios o niños. Es un modelo de entretenimiento cristiano donde el
continente tiende a prevalecer sobre el contenido, y la forma por encima del
fondo. Y si, por ejemplo, para los jóvenes la vida cristiana son básicamente divertidos
y amenos encuentros donde la espiritualidad es experimentación y deleite, ¿dónde
queda el precio que significa negarse a uno mismo, tomar la cruz cada día y
seguirle? (Lucas 9:23).
LA AUSENCIA DE LA IDEA DE PECADO
Los hombres y las
mujeres de las sociedades de la postcristiandad no tienen consciencia de la
idea de pecado y, en consecuencia, no pueden comprender que deban ser redimidos.
Y si no la tienen no es porque sean unos depravados o degenerados sino porque en
su pensamiento y estructura espiritual no tienen a Dios como referencia y, por
tanto, es difícil que puedan llegar a tener conciencia de ofenderle. Y si
bien es cierto que nuestras culturas occidentales y orientales tienen un
sentido ético que marca un horizonte o un norte, su proceder carece de
conciencia de pecado. Es decir, posee la esencia prima que establece un básico
y permanente concepto del bien y del mal, aunque sin el componente más esencial: no
tiene conciencia de que exista Dios, por lo tanto tampoco tiene
conciencia de ofender a Dios.
Para nuestras
sociedades postcristianas, esa ausencia no impide la asistencia de una
dirección ética que permita resolver los asuntos generales de convivencia más
usual. Pueden entender donde está la verdad o la mentira de cualquier cuestión,
deducir las decisiones más correctas o las menos correctas, concebir y elaborar
conceptos de derechos humanos o respeto al prójimo, pero sin la conciencia de
ofensa al Creador que es la razón objetiva que permite cerrar el círculo ético de la
sabiduría. De este modo la espiritualidad resultante de los habitantes de la
postcristiandad es un fuerte deseo de cultivo y comunión espiritual pero sin el
concurso del factor Dios. Así el círculo se convierte en absolutamente vicioso:
la espiritualidad es una actitud y una forma de vivir y convivir en la
persecución de un estado psicológico espiritual ideal, pero sin Dios.
Pese a que este modelo general
no se reproduce al cien por cien en el cristianismo actual, sí que en la
espiritualidad cristiana se aprecia una creciente ausencia de conciencia de
pecado y del sentido de ofensa a Dios, y, al mismo tiempo, una posesiva supremacía
del cultivo de la espiritualidad. Los encuentros religiosos tienden a ser
modernos y apetecibles regalos para el espíritu humano, con formatos, cantos, alocuciones,
estructuras, decorados y escenografías que evocan muy latamente la belleza
espiritual del acto mientras eluden el santo temor y el supremo reconocimiento
de estar ante el Gran Yo Soy, el Altísimo. Es una fiesta espiritual, una celebración
o acto de gozo comunitario, como si fuera una liberación de la naturaleza humana
para dar paso al reino de la espiritualidad, también humana.
En la mayoría de los
cultos cristianos el concepto pecado va muy ligado al sacrificio vicario de
Jesús en la cruz, convirtiendo las celebraciones dominicales en continuas referencias
al acto supremo de dos mil años atrás. La unívoca referencia al pecado como un
asunto saldado en la cruz el cual preferentemente hay que recordar y celebrar,
invita a pensar que aquel acto fue tan culminante y suficiente que no es
necesario demasiadas reconsideraciones en tiempo presente, sino la rememoración
y celebración comunitaria como una expresión de agradecimiento rendido. Sin
embargo, esta persistente y absolutista mirada a la salvación inaugural, sin
pretenderlo implica eludir la idea de pecado como incidencia habitual y
consustancial de la raza humana y del creyente, por lo que aparentemente los
cultos se introducen en una emotiva tendencia de pura delectación espiritual; o
lo que es lo mismo, en el cultivo de una espiritualidad consumada y satisfecha,
y bastante ajena a la responsabilidad santa en tiempo presente.
La práctica dominical
de la misma mesa del Señor, el partimiento del pan y el vino, entra dentro de
esta dinámica recordatoria del consumado y definitivo sacrificio pascual, que,
según como sea presentado, vacuna al creyente de toda conciencia de pecado
presente. Pero el texto bíblico fundacional sobre el que a menudo se pasa muy
de puntillas invita a la más radical reflexión frente a la realidad del pecado
en tiempo presente: «…quien come del pan o bebe de la copa del Señor de
manera indigna, se hace culpable de haber profanado el cuerpo y la sangre del
Señor. Examine, pues, cada uno su conciencia antes de comer del pan y beber de
la copa, porque quien come y bebe sin advertir de qué cuerpo se trata, come y
bebe su propio castigo» (1ª Corintios
11:27-29).
Los mecanismos
psicológicos de una espiritualidad cristiana muy henchida y satisfecha en el
acto cumbre de la cruz, ha reducido el precio y la percepción real de la condición
pecaminosa presente a una cuestión menor y sin demasiadas derivaciones e
implicaciones tangibles. Consecuentemente, en muchos casos la predicación dominical
se convierte más en una condenación de actitudes o deslealtades eclesiales y llamadas
a una implicación y compromiso eclesial, que a la madre de todas las
santidades: un absoluto rechazo al pecado, consustancial y natural de nuestra
raza caída. El apóstol Pablo lo observa de esta manera: «Porque
yo sé que en mí, es decir, en mi naturaleza débil, no reside el bien; pues
aunque tengo el deseo de hacer lo bueno, no soy capaz de hacerlo. No hago lo
bueno que quiero hacer, sino lo malo que no quiero hacer. Ahora bien, si hago
lo que no quiero hacer, ya no soy yo quien lo hace, sino el pecado que está en
mí. Me doy cuenta de que, aun queriendo hacer el bien, solamente encuentro el
mal a mi alcance. En mi interior me gusta la ley de Dios, pero veo en mí algo
que se opone a mi capacidad de razonar: es la ley del pecado, que está en mí y
que me tiene preso. ¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará del poder de la muerte
que está en mi cuerpo? Solamente Dios, a quien doy gracias por medio de nuestro
Señor Jesucristo. En conclusión: yo entiendo que debo someterme a la ley de
Dios, pero en mi debilidad estoy sometido a la ley del pecado»
(Romanos 7:18-25).
La endogámica
espiritualidad postmoderna, presuntuosa y cautiva de expectativas y
experiencias de deleite espiritual, acostumbra a eludir la idea de pecado de
naturaleza cotidiana. Asidos del gran y supremo valor del acto salvífico de
Jesús en la cruz, pasa por alto que la espiritualidad no se cultiva como si
fuera un bonsái, sino que se libera una y otra vez en la cruz, en
reconocimiento del pecado que nos persigue y en la victoria que vez tras vez debemos
alcanzar por la fe y por acciones consecuentes a la fe. Y que librarnos del
pecado no es censurar y vapulear una y otra vez a los fieles con miedos
ancestrales de condenación ni obligaciones de santidad eclesial o compromisos corporativos
sustitutivos, sino rescatarlos de la amnesia del pecado. Y que cualquier falta,
desliz, error o fallo es una deuda llamada pecado que Jesús pagó definitivamente en la cruz,
pero que siempre será necesario revisar espiritualmente en una santa manera de
vivir, conociendo y reconociendo una y otra vez su Gracia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario