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· Nosotros lo hemos dejado todo

(La sociedad judía del primer siglo y el desarraigo social) 
  

 © 2011 Josep Marc Laporta

«Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido» (Lucas 28:18). Las espontáneas palabras de Pedro a Jesús es la respuesta del curtido pescador tras la exposición del Maestro de quién entrará en el Reino de los Cielos. La analogía del rico, la aguja, el camello, los bienes, la venta de pertenencias, los pobres y la decisión de seguirle, provoca en Pedro una réplica fulminante. El discípulo se escuda en que ellos habían dado un paso importante en sus vidas, por lo que no podría reprocharles nada.

Pero detrás de su creyente franqueza, se esconde la verdadera situación social de la Palestina del siglo I d. C. Leído el pasaje con mirada espiritual, la aseveración de Pedro es una invitación universal a seguir a Jesús sin dilaciones. No obstante, una segunda lectura nos invita a observar apuntes y detalles sobre distintos aspectos sociológicos de la sociedad judía de principios del primer siglo. El desarraigo social, la inestabilidad familiar, el abandono del lugar de vivienda originario con cambio de modos de comportamiento o las conductas anómalas, son aspectos que inciden o, como mínimo, participan en la permeabilidad del mensaje de Jesús.

Los relatos de invitación y seguimiento de Marcos 1:16 ss., «Venid en pos de mí y yo os haré pescadores de hombres»; de Mateo 8:19, «Maestro, te seguiré adondequiera que vayas»; o Mateo 10:38, «El que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí», son breves bosquejos de la sociología del desarraigo social judío. Los discípulos de Cristo tienen una característica común: dejar familia y hogar, y practicar una vida itinerante. El mandato del Maestro no fue la dirección y administración de comunidades religiosas sino la misión permanente, sanando, curando enfermos y anunciando el evangelio de la paz (Marcos 3:13 ss.). Este perfil de inherentes condiciones de vida sería, en gran parte, fruto de la composición social de aquellos tiempos.
Posteriormente a la muerte y resurrección de Jesús, los discípulos y apóstoles no estuvieron siempre en el mismo lugar. Por ejemplo, Pedro no estuvo siempre en  Jerusalén, también estuvo en Samaria (Hechos (8:14), en Lídia y Jope (9:32 ss.), en Cesarea (10:1 ss.), en Antioquía (Gálatas 2:11 ss.), es posible que también en Corinto (1ª Corintios 1:12) y en Roma (1ª Clemente 5:4). Incluso el apóstol Pablo afirma que vive en escasez y se contenta en cualquier situación que le toque vivir (Filipenses 4:11-14). Todo ello prueba, por una parte, que las enseñanzas de Jesús invitaron a la acción comprometida con la misión y el mensaje; y, por otro lado, a un modus operandis aprendido durante el ministerio del Salvador, azuzado por la grave crisis que atravesaba la Palestina invadida.

La incorporación al seguimiento desarraigado tiene, inicialmente, motivaciones religiosas o espirituales. El valor más importante fue la llamada de Jesús; pero los textos también aluden a condicionantes de tipo social. El joven rico fue llamado a seguir a Jesús, pero su riqueza se lo impidió (Marcos 10:22). El pasaje bíblico dice que se fue triste porque tenía muchas posesiones. La llamada de Jesús persuade a aquellos que están cansados y trabajados (Mateo 11:28 ss.). Las imágenes de yugo y descanso que cita en los versículos siguientes implica inconformidad, desasosiego, afiliación y sosiego no sólo por la condición pecadora que el Salvador redimirá, sino por las fuertes tensiones sociales que la mayoría de la población estaba sufriendo.
En el relato de la pesca milagrosa se observan complejidades sociales. La ausencia de buena pesca en la anterior noche es resuelta por Jesús con un espectacular milagro (Lucas 5: 1 ss.), mientras anuncia las buenas nuevas del Evangelio eterno. No obstante, cabe remarcar que el estamento de los pescadores no era, socialmente, el más bajo. El caso de los hijos de Zebedeo que abandonaron a su padre junto a los jornaleros para seguir a Jesús (Marcos 1:20) es un claro ejemplo de que habían patrones y asalariados en el arte de la pesca; si bien no tenían una situación socialmente alta, sí que estaban bien considerados. No obstante, el evangelio de los nazareos menciona al propio Zebedeo como un «pobre pescador». Pero por Flavio Josefo sabemos que los «marineros y desposeídos» protagonizaron una rebelión en Tiberias al principio de la guerra judía. El rudo y entregado trabajo de la pesca los hacía sufrientes, aunque también los situaba dentro del grupo social de los que cada día podían disponer de comida, un bien que en muchos momentos significaba cierto poder, pero que en ningún caso los dejaba ajenos a la auténtica realidad de pobreza social por la que atravesaba Palestina y Judea.
Es interesante notar como durante su ministerio, Jesús no hace referencia a su primer oficio, el de carpintero. No aparece prácticamente en ninguna parábola. En sus alegorías más bien aparecen temáticas agrícolas. Esto puede indicar, con toda probabilidad, que el Maestro de Nazaret se dirigía esencialmente a personas de una cierta clase social medio-baja, cuya situación no era ni mucho menos segura. Eran gente del campo, jornaleros, arrendatarios, siervos, esclavos. Es cierto que el Salvador tuvo contacto con poderosos, como por ejemplo el joven rico, o Juana, esposa de Chuza (Lucas 8:3), o José de Arimatea, miembro noble del Concilio, que esperaba el Reino de Dios y pidió el cuerpo de Jesús; pero no se significan como el primer grupo que dejaron sus bienes y siguieron a Jesús, sino que parece ser que permanecieron junto a sus pertenencias. Entre los que le siguieron dejándolo todo, se puede registrar el pequeño recaudador de impuestos Leví, pero no el rico jefe de los publicanos, Zaqueo, que se subió al sicómoro para verle. A pesar de que Jesús anunció que la salvación había llegado a su casa, no parece que fuera un seguidor que abandonara su profesión, riquezas y estatus. Quienes seguían a Jesús eran personas zarandeadas por una necesidad propia que las movilizaba y las acercaba al Maestro. Un ejemplo, el ciego Bartimeo, al que Jesús sanó acosado por los gritos que le identificaba como Hijo de David (Marcos 10:46 ss.).

La convulsa situación en Palestina y Judea estaba propiciada por la continua presencia extranjera en el país. Los romanos habían invadido el territorio, provocando que los ciudadanos judíos se sintieran extranjeros y extraños en su propia tierra. Ello fustigó al pueblo en gran manera, generando mercenarios, esclavos y exiliados judíos. Muchos hebreos fueron vendidos como esclavos. Herodes intentó de esta manera deshacerse de sus opositores, aunque la ley prohibía la venta de judíos a paganos. Por esta razón, la mayoría de esclavos fueron prisioneros de guerra de potencias extranjeras, de Pompeyo, de Gabinio, de Casio, de Sosio o de Varo. Si tuviéramos las estadísticas reales de los diferentes censos de aquella época, con total seguridad nos ofrecerían unos resultados sorprendentes: los judíos emigrados eran más que los judíos que vivían en su propia tierra. Otros, simplemente exiliados, dejaron sus casas huyendo hacia Egipto y Fenicia.[1] De alguna manera todo ello influyó a que el mensaje de liberación que Jesús predicaba obtuviera reacciones equivocadas respecto a su motivación divina. Muchos creyeron que su liderazgo público era para liberarlos de la opresión dominante (Mateo 16:1, 13 y 14).
Diferentes pasajes bíblicos presentan a Jesús en contacto con los mendigos (Marcos 10: 46 ss.; Lucas 14:16 ss.; Juan 9:1; Hechos 3:2). Su ministerio tuvo especial relevancia entre los desheredados de la economía, por la situación política y social del país. La pobreza, muy latente en las calles por las causas conocidas, resultaba ser casi un modo de vida, hasta el punto de que si algún asalariado era despedido de su trabajo, tenía en la mendicidad su sustento natural. En el evangelio de los nazarenos, el hombre de la mano dañada suplica al Maestro en los siguientes términos: «yo era albañil y ganaba mi sustento con mis manos, te ruego, Jesús, que me devuelvas la salud para que no tenga que mendigar vergonzosamente la comida».[2] Junto a los enfermos físicos, entre los incapacitados para el trabajo también se encontraban numerosos enfermos psíquicos que también limosneaban o eran objeto de amparo por su absoluta indefensión (Marcos 9:14 ss.).
Pero la mendicidad no era exclusividad de los pobres y mendigos, también los itinerantes cristianos primitivos vivían de una cierta limosna (Mateo 10:7 ss.; Lucas 14:26-27). Es evidente que el ministerio de Jesús no era un movimiento de mendicidad, aunque sí que asumió algunos modelos de relación socioeconómica en los que la limosna, aportaciones, donaciones o ciertas subvenciones serían el sustento diario. La advertencia a sus discípulos sobre no afanarse en lo que habrían de comer o beber o valorar más la vida que el alimento o el cuerpo, es una referencia ineludible a una itinerancia desarraigada (Mateo 6:25). La Dijadé narra que era habitual que los discípulos solamente recibieran un trozo de pan para el camino y que permanecieran alojados sólo una noche (13:6). No obstante, para los contemporáneos del siglo I, este tipo de vida errante no era visto como algo desdeñable o extraño. Cabe recordar que algunos grupos sociales, como las comunidades de los esenios de Qumrán o los movimientos de resistencia dentro del país, tenían comportamientos mucho más carentes y desamparados que los del grupo de discípulos que seguían a Jesús.
Los elementos ascéticos y austeros que se perciben en el ministerio del Salvador no emergen exclusivamente de la ausencia de consistencia social, sino que también es producto de una connotación familiar. El primo de Jesús, Juan el Bautista, se definió a sí mismo como «la voz que clama en el desierto» (Juan 1:23), una denominación que lo domicilia en un inhóspito y deshabitado paraje donde comía miel silvestre y langostas e iba vestido de manera austera y abstinente. En lo social, Juan el Bautista y Jesús fueron referentes mutuos. La diferencia de edad, seis meses mayor Juan, constituiría una relación de actitudes, modelos o formas que se reproducirían simpáticamente.

Palestina era una sociedad en profunda crisis. En cuanto a lo político, la situación era de permanente invasión extranjera y privación de derechos históricos, tanto políticos como sociales. Referente a lo cultural, inestabilidad y dejación de representaciones propias. En lo religioso, una constante lucha interna entre fariseos, saduceos y zelotes, con el Sanedrín como foro, además de tensiones político-religiosas con las autoridades romanas. Y en cuanto a lo social, disturbios, estafas, piraterías, malversaciones, secuestros, fraudes, chantajes y asaltos (Lucas 10:25-37). A todo ello hay que sumar los cambios de estatus de muchos ciudadanos judíos. Algunos, a pesar de seguir manteniendo su nivel social y categoría, sufren una transformación que les supone un marcado descenso de nivel adquisitivo.
Tenemos algunos claros indicios de que en el siglo I empeoró trágicamente la situación económica de las clases modestas, viéndose degradadas y expuestas a una anomia social. Los romanos administraban directamente y de manera inflexible el cobro de los impuestos en Judea. La situación era tan dramática, que Herodes había concedido por dos veces la reducción de tributos a fin de evitar disturbios sociales, mientras que los recién asentados disfrutaban de una total exención de ellos. Por otro lado, hay signos evidentes para pensar que Herodes se había apoderado —por medio de confiscaciones— de una cantidad enorme de terrenos, negociado después en venta a su favor. Esas transacciones hicieron más ricos a los ricos, con grandes fortunas que contrastaban con la mínima capacidad de subsistencia de gran parte de la población. Algunos patrimonios y capitales privados daban para vivir una población entera de la época,[3] apoderándose de las tierras más fértiles y de las exportaciones. Es por ello que Jesús utiliza parábolas de carácter feudal, ejemplarizando con mensajes del Reino situaciones cotidianas. Revelador del contexto socioeconómico del país es la conclusión de la parábola de las minas, con la sentencia final: «al que tiene se le dará; y al que no tiene se le quitará aún aquello que tiene» (Lucas 19:26).

Para acabar de completar la crisis social de la Palestina y Judea del siglo I a. C., Flavio Josefo constata hambrunas, provocadas por una sequía en el 65 a. C., un ciclón en el 64 a. C., un terremoto en el 31 a. C., una peste en el 29 a. C. Por tanto, tenemos datos suficientes para pensar que el primer siglo de nuestra era fue una de las etapas más tumultuosas y turbulentas de la historia hebrea. Los ricos se enriquecieron más y los pobres, las clases humildes, labradores, arrendatarios, pescadores y artesanos, se encontraron en auténticos apuros estructurales, tanto sociales como económicos.
El reclutamiento de los seguidores de Jesús se produjo en medio de esas circunstancias tan desoladoras. El ministerio del Salvador llegaría al mundo en uno de los escenarios más desvastados socialmente. La afirmación de Pedro a Jesús de «nosotros lo hemos dejado todo», en parte es la respuesta a la propia debacle política, social y económica, y una afirmación que delata la angustia del desarraigo de los ciudadanos judíos en su propia tierra y condición. Pero, por otra parte, la afirmación expresa la firme convicción de que Jesús era el Mesías esperado, por lo que seguirlo obligaba a altas renuncias, tanto de corte social, espiritual o de ritos costumbristas. Desabrigarse de los elementos religiosos del judaísmo más puro fue, sin duda, un auténtico salto de fe, al que Pedro, con su afirmación, se alistó decididamente, a pesar de las impertinentes negaciones en el camino al Calvario.


[1] De las inscripciones antiguas nos han llegado pocas referencias y nombres de emigrantes. Sabemos de personas deportadas de Safaris, Cesarea, Tiberias y Jerusalén, pero difieren de los datos que da Flavio Josefo que se conocen y que hacen que la diáspora fuera mayor que los que permanecieron en la propia Palestina.
[2] Fragmento 10 del evangelio de los nazarenos.
[3] Como referencia estadística, se puede confirmar que Galilea era una provincia con más de 200 ciudades con población superior a los 5.000 habitantes y 30 ciudades por encima de los 15.000 habitantes. Por ejemplo, Nazaret se contaría entre esas 200 ciudades de 5.000 habitantes. 

© 2011 Josep Marc Laporta
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