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· La liturgia (3)

(Cristianismo en la postcristiandad)


© 2019 Josep Marc Laporta

1-     Antropología litúrgica
2-    La zona de confort de la fe

 

1- ANTROPOLOGÍA LITÚRGICA


En sus dos mil años de historia, la antropología litúrgica cristiana ha estado marcada por el encuentro entre las propuestas neotestamentarias y las distintas personalidades de cada pueblo. La forma en que de acuerdo a costumbres sociales y pasados ancestrales cada personalidad colectiva ha entendido el culto público, ha determinado y definido sus liturgias y ritualidades. Esta particular cosmovisión, denominada influjo antropológico, ha creado nuevas formas de expresión comunitarias, muchas de las cuales se mostraron más influyentes y vigorosas que las directrices neotestamentarias. En algunos casos la propia pujanza determinaría novedosas formas de comprensión y expresión cultual. Clásicos ejemplos de ello son la liturgia latina, la copta, la siria-caldea o la oriental.[1] Todas tuvieron la particularidad de vincular muy estrechamente el culto cristiano con su cultura, sin embargo y por lo general, desvirtuando o adulterando el fondo de las propuestas originales.

Junto a este factor interno y peculiar de cada pueblo, coexiste una segunda conceptualización: la preponderancia de la cultura hebrea, con sus tradicionales componentes rituales veterotestamentarios. Las formas de celebración y los protocolos de ritualización del Antiguo Testamento también tendrían una jerarquía conductual en cada particularidad local y/o regional del incipiente cristianismo: serían referencia y modelo. Y pese a que algunas de ellas no resultarían determinantes, otras se convertirían en concluyentes para fijar un rígido prototipo litúrgico que permanecería inmanente en el tiempo. La traslación de las festividades hebreas a la nueva realidad cristiana el tiempo litúrgico imprimiría a las congregaciones un determinado sentido de pertenencia espacial. La gran importancia que para las antiguas civilizaciones y pueblos tenía la medición del tiempo a través de festividades y celebraciones, también se convirtió en materia prima de lo litúrgico. Por lo tanto, lo religioso y la ritualidad se conjugarían como parte imprescindible en la manera de estructurar el propio tiempo, meses y años.

Del primer concepto expuesto los influjos antropológicos, muy tempranamente en los textos neotestamentarios se aprecia una primera muestra. Respecto a la lengua surgen las primeras variables. Y aunque la comunidad de Jerusalén aparenta ser el punto de partida del modelo litúrgico, en su seno ya surge un sesgo importante. Los judeocristianos hablaban arameo, pero también estaban los helenistas (Hechos 3:9-11, 6:1), por lo que hubo «murmuración de los helenistas contra los hebreos» con motivo del trato injusto a sus viudas y pobres. Esta primera discrepancia de carácter convivencial influyó en la liturgia: la lengua sería una de las primeras disconformidades cúlticas. Seguidamente se formaron nuevas comunidades: en Samaria (Hechos 8:5-25), en Cesarea (8:40), Damasco (9:1), Antioquía (13:1), Chipre (13:4ss), y luego en toda Asia Menor y en Grecia y, finalmente, en Roma e Hispania. Por lo tanto, la gran diversidad de lenguas es un hecho evidente para la nueva Iglesia: en unos lugares el arameo, en otros el griego koiné, la lengua común en la cuenca del Mediterráneo, la oikouméne de la época, y, consecutivamente, el latín. Para el culto y la liturgia, estas nuevas circunstancias lingüísticas implicó la distinción entre el hebreo-arameo de la Biblia y su traducción griega denominada de los Setenta.

La gran dispersión de la Iglesia, que alcanzó a las grandes ciudades y regiones de la época Éfeso, Filipo, Colosas, Roma, Antioquía o Alejandría—, impuso nuevas formas cúlticas. Los dos archiconocidos pasajes bíblicos dirigidos a los efesios y colosenses que narran tres supuestas variedades de cantos himnos, salmos y cánticos espirituales—, implícitamente están descubriendo nuevas formas y contenidos litúrgicos (Efesios 5:19; Colosenses 3:16). La adición por vez primera en la historia de la Iglesia de un término griego cantos espirituales, sugiere que nuevas composiciones, propias de la cultura helénica, se estaban imponiendo progresivamente. Esto nos lleva a considerar el hecho antropológico como determinante para la concepción litúrgica de las nuevas congregaciones. Esta pequeña y aparente fugaz alusión al canto es una primera muestra de la gran avalancha sociológica y antropológica que sobrevendría. Sin embargo, el apóstol Pablo no desecha el modo de los cantos espirituales. Los acepta e incluye como parte litúrgica de la Iglesia en ambas ciudades.

Así como en la música existe una iniciática mutación, respecto a la lengua litúrgica también se produce una latinización de la Iglesia. Progresivamente el griego desaparece y se origina una traslación hacia el latín, lengua impositiva en todo el arco mediterráneo. Como ejemplo de influjo antropológico, en el norte de África aparece una de las litúrgicas considerada más antigua: la copta, en lengua árabe o copta. Nacida en los monasterios egipcios se caracteriza por un estilo muy penitencial, con formas contemplativas, solemnes y bastante monótonas. El Evangelio se canta, pero a un ritmo y cadencia muy lento, lo que para sus oficiantes y congregantes parece suponer una comprensión más completa del contenido bíblico. La lentitud de expresión y exposición invita a la interiorización; una fórmula inspirada en sus ancestros faraónicos. El pausado ritmo de los timbales o los triángulos que acompaña la voz del oficiante denota la gran ascendencia de las religiosidades egipcias anteriores al cristianismo.

Es interesante observar cómo la antropología se constituye en dialecto, pretendiendo ser comprensión de la fe al convertirse en interlocutora semántica y semiótica en los procesos litúrgicos. Y aunque estas propuestas rituales parecen muy distantes de las sencillas pautas neotestamentarias, la realidad es que la cultura antropológica de cada pueblo establece unas tendencias que en algunos casos puede llegar a constreñir la espontaneidad y naturaleza horizontal del culto primitivo. Si el modelo neotestamentario es la vida en comunidad basada en la comunicación, con formas litúrgicas de relación socioespiritual, consecuentemente la dependencia antropológica a rituales escenográficos ancestrales fácilmente se podría convertir en una mochila sociológica que paralizara la verdadera razón del culto cristiano. Sin embargo y como observaremos más adelante, esta circunstancia antropológica no queda tan distante de las liturgias contemporáneas de la postcristiandad. La agotada antropología postmoderna, de pasado pop y avanzadamente postcristiana repite los mismos parámetros de anclaje a una socioliturgia basada en elementos antropológicos muy dependientes de la absorción cultural.


2- LA ZONA DE CONFORT DE LA FE


La subordinación ética y estética a la liturgia es una realidad ancestral que se da en todas las culturas y sociedades del planeta. En su particular costumbrismo antropológico, todo pueblo ha tejido distintos tipos de ritualidades religiosas con las cuales escenificar su creencia y vincular su humanidad y finitud a alguna divinidad. La necesidad de creer en algo más allá y el desahogo que significa expresarse mediante unos símbolos religiosos o mediante una representación de la creencia, dota a la espiritualidad individual y colectiva de ciertas protecciones psicológicas.

Hay tres supuestos antropológicos que explican la fuerte tendencia del hombre y la mujer a la ritualización de la fe. El primero tiene que ver con la colectividad y la socialización. Uno de los instintos más primarios de supervivencia individual dentro de un medio social es la agrupación de personas bajo una alianza de sentimientos e intereses espirituales, cediendo al grupo la representación de su intimidad religiosa. En muchos casos, la dejación o transmisión de representación espiritual viene dada por la imposición sociocultural mediante fuertes estructuras de pensamiento social inducidas por líderes religiosos. En otras ocasiones, esa necesidad de agrupación religiosa y representatividad litúrgica es un afanoso deseo de explicación visual de aquello que resulta incomprensible. Cuando alguien asiste regularmente a un acto religioso, sea de la confesión que sea, habita en la psicología conductual del individuo una necesidad de elucidación temporal o atemporal del misterio divino y su propia trascendencia. Esa puntual reflexión espiritual o religiosa, representada en la liturgia y en los rituales, viene a ser una delegación de la propia responsabilidad que proporciona consolación y apaciguamiento de espíritu; aunque no necesariamente implique afectación integral.

Un segundo supuesto antropológico va muy ligado al innato deseo humano de ser parte de algo o de alguien, también en lo religioso. En este caso, la representación litúrgica se convierte en un acto necesario por ese innato deseo de trascendencia vital acompañada, que dota de sentido espiritual siempre y cuando esté pertinentemente escenificada en grupo. En sí no es fe profunda y manifiesta, sino más bien una vehemente adicción a un tipo de ritualidad corporativa que produce sentido de pertenencia y sosiego espiritual. Y el tercer supuesto tiene que ver con la seductora dependencia al misterio y su incomprensibilidad, con lo que el acto ritual o la escenificación religiosa se convierte en elemento aglutinador.

Esta genérica y general perspectiva antropológica nos lleva a considerar hasta qué punto el acto litúrgico tiene mucha más relación con las necesidades psicosociológicas humanas que con la verdadera experiencia de fe y arrepentimiento cristocéntrico. A menudo lo ritual suple o reemplaza la fe personal mediante la puesta en escena del frontal litúrgico. Tanto el individuo, como la comunidad que le acompaña, abandona su responsabilidad ante la representación y representatividad de los elementos rituales y la clerecía. Es la zona de confort de la fe. Al conjugar el instinto antropológico del individuo con el ritual y la liturgia, fácilmente la creencia se abandona a la puesta en escena: un espacio común tranquilizador de conciencias.

Asimismo, esta zona de confort espiritual se alimenta de un mito teológico: el misterio. El manejo litúrgico del misterio confiere al congregante la convicción de que Dios es inalcanzable e incomprensible, por lo que el misterio se convierte en un primordial elemento explicativo de la naturaleza divina y, en consecuencia, en silenciador de preguntas innecesarias. Es cierto que Dios supera nuestra capacidad de comprensión y, por eso, se dice que es un misterio. Pero a pesar de su grandeza y magnificencia, Él se ha revelado en la persona de su Hijo, por lo que el misterio eterno de salvación tiene, al menos en buena parte, válidos elementos de clara explicación e incluso de resolución.

Administrar la liturgia dependiendo de esqueletos y componentes rituales básicamente asentados en reiteraciones del misterio divino mediante elementos cúlticos relacionados, es desvirtuar el principio vital del culto cristiano: el sacrificio vivo, santo y agradable a Dios (Romanos 12:1). En consecuencia, la racionalidad reclamada en el texto paulino colisiona frontalmente con la persistente inmisión en la fascinación del misterio por el misterio.

La pregunta que surge tras esta mirada general a las tendencias y condiciones antropológicas que cruzan los tiempos es si la liturgia cristiana de la postcristiandad también es un mecanismo de interacción escénica muy dependiente de tendencias sociológicas contemporáneas. Si bien el misterio, en su sentido clásico católico-romano de magnetismo ritual, no aparece como un factor evidente en la liturgia protestante, sí se puede constatar que en su lugar han aparecido otras variables de carácter enigmático. Algunas se presentan y constituyen mágicamente como la solución a todos los problemas del cristiano; y otras pretenden acaparar un poder que, por su reincidente representación, no les pertenece. Sin embargo todas tienen un poso sociológico contemporáneo que ralla lo que denominaríamos antropología de la postcristiandad. No obstante, etiológicamente también tienen su respuesta.




     [1] Aparte de los mencionados, en la historia ha habido otras liturgias, como el tipo siríaco; el rito antioqueno-jerosolimitano; la Misa siro-antioqueña de las Constituciones Apostólicas; el rito siro-caldeo o persa; el rito bizantino; la Divina Liturgia de San Juan Crisóstomo; el rito armeno; el tipo alejandrino; el tipo copto-egipcio y etíope; el rito Galicano; la misa galicana del siglo VI; el rito celta; el rito Ambrosiano; el rito Romano.

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