jml

· Psicología de la espiritualidad (4)

(Cristianismo en la postcristiandad)


© 2019 Josep Marc Laporta
1-     El pensamiento positivo
2-    El pensamiento mágico

EL PENSAMIENTO POSITIVO

 

El pensamiento positivo no es una concepción psicológica propiamente dicha de la postcristiandad. Ya en el siglo XIX apareció como una formulación sistemática entre un diverso grupo de filósofos, místicos, curanderos y personajes de clase media. La mezcolanza venía dada por la expectativa de superación de una espiritualidad social protestante marcadamente calvinista que restringía el pensamiento, se mostraba poco ilustrada y desconfiaba de las posibilidades del ser humano. El positivismo fue la vía de salida para una sociedad, que aún sumida en la cristiandad, pretendía alcanzar su emancipación universal.
Las teorías del filósofo Ralph Waldo Emerson (1803-1882) en el siglo XIX derivaron en una corriente llamada Nuevo Pensamiento que postulaba un Dios amoroso, situando al hombre en su espiritualidad como participante de una mente única. Emerson, que había estudiado teología y fue pastor en la Second Church, una congregación unitarista de Boston, se fue distanciando de la fe recibida, ahondando en una espiritualidad no religiosa y en el trascendentalismo. Entre sus propuestas se encuentran las siguientes aseveraciones que parecen escritas en pleno siglo XXI por un gurú de la autoayuda: «Lo que está detrás de ti o lo que está frente de ti, palidece en comparación con lo que está dentro de ti»; «Siempre haz lo que tengas miedo de hacer»; «Te conviertes en lo que piensas todo el día»; «Sé tú mismo; no imites a otro, sé tu mejor yo. Hay algo que puedes hacer mejor que otro. Escucha tu voz interior y obedécela valientemente. Haz las cosas para las que eres grandioso, no para lo que nunca fuiste hecho»; «Haz tu propia Biblia. Selecciona y recopila todas las palabras y oraciones que en todas sus lecturas te han gustado como el sonido de una trompeta».
Bajo este impulso conceptual de Emerson, en la segunda mitad del siglo XIX se fundaría una nueva religión que en la siguiente centuria se consolidaría mediáticamente. La Ciencia Cristiana sostenía que no existía el mundo material sino que no había más que pensamiento, mente, espíritu, divinidad y amor. Desde la Ciencia Cristiana se entendía la enfermedad como una ilusión negativa, y se postulaba que el Nuevo Pensamiento tenía aplicaciones terapéuticas. Y pese a que su práctica no se relacionaba ni vinculaba con el método científico, sustentaba la tesis de que la Biblia tiene respuestas positivas, intentando demostrar que la ley de Dios y su eficiente ascendencia en el ser humano le da a este último un nuevo sentido de confort espiritual e independencia psicológica.
Al llegar el siglo XX, la Ciencia Cristiana y el pensamiento positivo ya se había convertido en una moda que poco a poco fue ganando proyección y aceptación. Especialmente el pensamiento positivo se extendió rápidamente gracias al patriotismo estadounidense, que en realidad es nacionalismo pericéntrico y liberal. La unión entre nacionalismo y capitalismo, junto a la concepción de que la nación norteamericana era el pueblo elegido por Dios en aquella etapa de la historia, dio al pensamiento positivo un matiz suprareligioso. La nación más grande de la Tierra, la más próspera, la más dinámica, la más avanzada tecnológicamente, la de la libertad y con la religión más transferible y universal, transversalmente confiaba en el pensamiento positivo, otorgándole a la individualidad un plus de fiabilidad y certeza social. Por ello, tradicionalmente la cultura norteamericana ha valorado tanto el individuo, sus capacidades y las posibilidades de la persona.
El siglo XX finaliza con un pensamiento positivo ubicuo, sin rival en la cultura norteamericana, emergiendo en el XXI como la gran solución existencial de realización personal. Entre sus promotores estaban varios de los programas de debate más vistos de la televisión, como el de Larry King o el de Oprah Winfrey. Sus principios fueron el eje de libros superventas como El Secreto, aparecido en 2006, y que desde el último tercio de la anterior centuria ya se había ido convirtiendo en la teología de los predicadores evangélicos más famosos del país. También se había hecho un hueco en la medicina, bajo la forma de tratamiento complementario potencial para mitigar prácticamente cualquier dolencia. Y hasta había llegado a colarse en el ámbito académico, como una nueva disciplina llamada ‘psicología positiva’, en cuyos cursos los alumnos aprendían a levantar los ánimos y a fomentar sus sentimientos positivos. A partir de ahí, su alcance se fue extendiendo, primero a las demás culturas anglosajonas, a las latinas, y finalmente a países emergentes como China, Corea del Sur y la India.

 Sin embargo, el pensamiento positivo no es en absoluto casual ni inesperado. Encaja perfectamente en la filosofía vital del hedonismo y consumismo frenético contemporáneo, que no es nada inocente sino que existe en diversos ámbitos sociales y que incluso se ha implantado como ideología dominante, ya que se encuentra indistintamente tanto en boca de gurús de la new age espiritualista como en la de directores de grandes departamentos de recursos humanos. Y, lo que es más eminente, invade continuamente desde los más variados medios de comunicación y sus reportajes sobre bienestar, salud y vida diaria, hasta la espiritualidad evangélica.
La modulación del positivismo filosófico-religioso al positivismo cristiano-evangélico fue una natural transmutación sociológica que ha afectado a la ética espiritual con un marcado comportamiento individualista y consumista de la fe. Si la cultura inspirada en el modelo norteamericano, acaparadora y derrochadora, fomenta el que los individuos quieran más más coches, casas más grandes, mejores televisores, móviles de última generación y todo tipo de utensilios de servicio y placer doméstico, el pensamiento positivo está ahí a punto para decirle a cada uno que se merece más y que puede conseguirlo si de verdad lo desea y, evidentemente, si está dispuesto a alcanzarlo con su esfuerzo.
La traslación al cristianismo evangélico conduce a la hipótesis de que el cristiano habrá de vivir de victoria en victoria espiritual y, consecuentemente, material, pues merece más y más porque Dios es un Dios grande y nada puede interferir en las abundantes promesas de todo tipo que Él prometió. En este supuesto, creer con proyección positiva es la fuente de todo y absoluto poder espiritual de lo humano. En realidad la fe se convierte en principio y fin de la teología evangélica, en la que Dios aparece como un agente básicamente dador de bendiciones espirituales y materiales, gracias a la aplicación de las numerosas promesas bíblicas reclamadas en la mente. La fe en la fe. Por lo tanto y bajo este supuesto, el creyente sólo ha de creer con un pensamiento positivo y con una proyección de acaparamiento, consumando así los beneficios de su espiritualidad proeficiente. Sin embargo, esta tesis es absolutamente inconexa con la moción al pensamiento positivo que presenta el apóstol Pablo en Romanos 8:26: «el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles».

Una de las variables del pensamiento positivo cristiano es el evangelio de la prosperidad y los proyectos de mega-iglesias que predican la bonanza material como un estado natural y consustancial de la vida cristiana. Pensar fuertemente de que Dios va a bendecir con cosas materiales es el proceder de pretendidos líderes o pastores que atizan a las masas con esperanzas de superación espiritual, pero también social, material y particular. El tipo de prospección espiritual del pensamiento positivo, disimulado tras la oración de fe y la liberación del miedo psicológico, es la fantástica fórmula para alcanzar aquello que la sumisión y aceptación de la voluntad divina no parece suplir ni proveer. Pero prosperar económica, material o socialmente no siempre ha sido para los hijos de Dios una consecuencia directa de su fe. Así lo atestigua Hebreos 11 cuando afirma que «aunque alcanzaron buen testimonio mediante la fe, no recibieron lo prometido» (v. 39). Y mientras unos por la fe «conquistaron reinos, hicieron justicia, alcanzaron promesas, taparon bocas de leones, apagaron fuegos impetuosos, evitaron filo de espada, sacaron fuerzas de debilidad, se hicieron fuertes en batallas, pusieron en fuga ejércitos extranjeros» (vs. 33-35), otros «experimentaron vituperios y azotes, y a más de esto prisiones y cárceles. Fueron apedreados, aserrados, puestos a prueba, muertos a filo de espada; anduvieron de acá para allá cubiertos de pieles de ovejas y de cabras, pobres, angustiados, maltratados, de los cuales el mundo no era digno; errando por los desiertos, por los montes, por las cuevas y por las cavernas de la tierra» (vs. 36-38).
Un evangelicalismo de pensamiento positivo, a imagen y semejanza de la teología consumista de la fe, conduce a un cristianismo utilitarista donde el fin máximo de la propia fe es conseguir lo que se desea, simulando gran beatitud. Sin embargo, el pensamiento positivo también se entremete en la manera de entender el valor divino de la Gracia. Si la Gracia es un don, un regalo absolutamente gratuito, el pensamiento positivo es la justificación del cristiano mediante su conjura mental, convirtiendo la Gracia en un salario o en los honorarios de una capacidad de superación psicológica y en una mercancía utilitarista. Pero ni la Gracia, ni la salvación, ni la fe, ni tampoco sus evidencias son atribuibles al poder del hombre (Efesios 2:8-9). Y, por supuesto, el divino orden transmisor de la Gracia no se somete a la capacidad humana de alcanzar a Dios mediante una positiva proyección o prospección psicológica de persistencia, influencia y poder de obtención, sino de la fe como acto de testimonio ante el Dador (Hebreos 11:2). La fe: manifestación y testimonio de certidumbre puesta en el Salvador; no una declaración de intereses compartidos entre la plausibilidad del hombre y la obligada benevolencia de Dios.

La otra variable del pensamiento positivo en el cristianismo de la postcristiandad es la levitación mediante rituales cúlticos preferentemente auspiciados por la música y los cantos, creando un espacio de seguridad existencial y temporal, amparados por un cierto tipo de variadas teologías de alabanza y adoración. Esta acepción, muy propia del evangelicalismo, promueve la plenitud existencial mediante el bienestar psicológico y espiritual de que Dios, por encima de todo, otorgará bendiciones de todo tipo si existe una entregada actitud adoracional y una proyección positiva en alabanza. Y si bien es cierto que la levitación adoracional de pensamiento positivo ha sido una de las más claras traslaciones de la cultura individualista y liberal norteamericana a la construcción de la teología pentecostal, también es constatable la notable renovación que ha significado para el cristianismo contemporáneo la remoción de aquella espiritualidad tan analítica y metódica del protestantismo tradicional. No obstante, la fuerza de la prueba que nos atañe no está en la emancipación de liturgias anquilosadas en el tiempo sino en el postulado pseudoteológico de que la levitación adoracional del pensamiento positivo es, en realidad, la verificación de una fe prospectiva, proponiéndose como la verdadera espiritualidad. Pero si esto fuera así, los salmos serían la antítesis de la alabanza y la adoración, puesto que más del 80% son cantos u oraciones de súplica, auxilio, socorro, petición, demanda de ayuda, protección y amparo. No obstante, el pensamiento positivo cristiano acostumbra a reflejarse en ellos, en los salmos, bajo el supuesto de que sus contenidos son preferente o exclusivamente demostraciones de entregada y poderosa alabanza en exaltación y glorificación de Dios.

Otra consecuencia del pensamiento positivo es la extrema individualización de la experiencia cristiana. Es una de sus trampas: el pensamiento positivo privatiza al máximo la realidad e inhabilita el sentido de colectividad participativa y la reflexión. Habitualmente se culpa al que no tiene confianza en sí mismo hasta el punto de evitarlo, calificarlo como perdedor o quejica. Según la norma de la psicología positiva, «si no tienes un trabajo y no eres rico, no puedes culpar a nadie más que a ti mismo…». Lógicamente la individualización de la responsabilidad es totalmente exigible. Sin embargo, cuando lo individual se postula como el centro absoluto de la superación personal, es innegable que la socialización se convierte en secundaria e, incluso, molesta y prescindible. Por otra parte, ésta es exactamente la proposición del neoliberalismo: hacer del individuo el todo de la responsabilidad con el fin de separarlo psicológicamente del contexto, ya sea familiar, grupal, social, nacional o eclesial. En palabras de la exprimera ministra británica Margaret Thatcher, en 1987: «No hay tal cosa como la sociedad. Hay hombres y mujeres, y hay familias», intentando reducir el peso de la colectividad en la psicología política de su país.
El interés en separar la opinión del individuo de la del grupo es una constante en el liberalismo ideológico, que al mismo tiempo se previene de cualquier tipo de crítica organizada o resistencia. Al individualizar reclamando un espíritu de autosuperación positiva individual, se agrupa el colectivo exclusivamente desde arriba. La diversidad, variedad y pluralidad del grupo se abandona en favor de la direccionalidad directiva hacia la persona en singular, con una dirección que agrupa, piensa y define todos los términos del colectivo al incidir directamente en la individualidad. Consecuentemente, el pensamiento positivo individual se convierte en el bien supremo psicológico, pretendiendo pasar por encima de la realidad y del contexto, eludiendo también la autocrítica.
Anteriormente apunté a la retórica de la psicología positiva individualista: «Si no tienes un trabajo y no eres rico, no puedes culpar a nadie más que a ti mismo…». Trasladada esa argumentación al campo cristiano se afirma que «Si no alcanzas una mayor espiritualidad, o no tienes un mejor trabajo es porque no lo has deseado de verdad y en fe en tu corazón». Es la propuesta tipo del pensamiento positivo de la postcristiandad, que también dice: «Dios quiere que seas rico». La alta individualización de la experiencia cristiana mediante el pensamiento positivo, hasta el punto de desligarla de la participación y correlación social de la iglesia, es una de las evidencias de la mirada acrítica que sus miembros profesan. La carrera de obstáculos psicológica para lograr un acceso directo a la divinidad se convierte en medio y fin. Esta extrema subjetividad centrada en la persona constituye el centro propulsor de la ekklesía de la postcristiandad: un cuerpo que muchas veces se expresa como una suma de individualidades paralelas que conjugan entre sí básicamente por las relaciones sociales que de su existencia se derivan.
Las propuestas del pensamiento positivo cristiano de la postcristiandad reducen el valor de la iglesia a las particularidades, por lo que no es extraño oír a predicadores pontificar desde sus púlpitos en permanente primera persona con un mensaje que va más allá de la invitación a la salvación, el arrepentimiento, la santidad o la responsabilidad ante Dios, sino a la superación personal y espiritual como medio de alcanzar la venia divina. Sin embargo, pocas veces leeremos al apóstol Pablo señalar en sus cartas a personas en particular. Y aunque apunta a algunos individuos, más bien sus alocuciones parecen dirigirse a la totalidad: a los corintios, a los efesios, a los gálatas, a los filipenses…, dando a entender la responsabilidad que todo el cuerpo tiene en la madurez cristiana individual y colectiva. Por lo tanto, la visión comunitaria y neotestamentaria de Ekklesía parece desvanecerse cuando el individualismo del pensamiento positivo y la superación personal toman el púlpito y alcanzan a la congregación con mensajes que simulan ser una autoayuda evangélica.

EL PENSAMIENTO MÁGICO

 

La ley de la atracción o el pensamiento mágico ha tenido en El Secreto uno de sus máximos exponentes en la postcristiandad. El libro escrito por Rhonda Byrne en el 2006, basado en la escuela de pensamiento y trabajos previos de William Walker Atkinson, reivindica el enfoque en las cosas positivas y la ley de la atracción como medio para modificar resultados, incluyendo mejoras en la salud, riqueza y felicidad. No obstante, en 2012 Byrne escribió La Magia, dando un paso más y abogando por el uso del agradecimiento como una poderosísima herramienta de la ley de la atracción.
Básicamente, el pensamiento mágico consiste en atribuir un efecto a un suceso determinado sin existir una relación de causa-efecto comprobable entre ellos. Atribuir relaciones causales entre acciones y eventos no conectados entre sí es, por ejemplo, lo que sucede con la superstición y diversas creencias de rango popular. Pero también es lo que históricamente se imputa al cristianismo. Sin embargo, las antiguas supersticiones y magias se han modernizado con leyes de atracción o pensamientos mágicos, invadiendo aún más la psicología de los cristianos de este siglo. La providencia de Dios o su voluntad, servida como causa-efecto aleatoria de la fe, pese a que no haya evidencias y sólo se proyecte en la mente del individuo, también es parte de ese tipo de superstición ancestral que busca en lo proyectado su realización.
Es innegable que el pensamiento mágico no es una exclusiva invención del pensamiento positivo o de la ley de atracción moderna, sino que tiene una gran tradición en el comportamiento popular del cristianismo, cuando aleatoriamente alinea causas y sucesos según convenciones o conveniencias de la espiritualidad privada. Que lo inexplicable se explique precisamente por lo inexplicable, no deja de ser un contrasentido empírico, donde la razón desiste de la potestad de su lógica y deja paso a cualquier deducción particular, a veces, acertada; a veces, fantasiosa; y otras, presuntuosa. Por lo tanto, sería muy saludable para el espíritu humano que la reacción usual del creyente ante lo incomprensible y lo inexplicable sea dejarlo, agradecidamente, en manos de los misterios divinos, como un acto de su libre voluntad y divina providencia, sin apadrinarlo con vanas justificaciones de participación humana.
Pero el plus que el pensamiento mágico o la ley de la atracción ha aportado al cristianismo de la postcristiandad pretende ser una más que perfecta o ajustada comprensibilidad de un suceso con la causa desencadenante. La facilidad con que se relacionan hechos y consecuencias es tal, que a veces produce un cierto desconcierto observar cómo cada vez más el cristianismo parece tener una bola de cristal en lugar de una Biblia. Esta mezcla entre pensamiento mágico, voluntad totalmente cognoscible de Dios y profecías deterministas han llevado al cristianismo de la postcristiandad a ser, por antonomasia y en contraste con otras confesiones universales, la religión de los deseos cumplidos y las promesas de obligada consecución divina en tiempo requerido y establecido por el orante. Por lo tanto, poco a poco se está transmutando en una religión mágica por su ambición de clarividencia, interpretación causal y colmado discernimiento de las voluntades divinas.
¿Qué es, si no, una modalidad cristiana de la ley de la atracción que un pastor determine que un enfermo deba de sanarse de una grave enfermedad o que establezca que dentro de un año en su iglesia serán el doble de congregantes? ¿O cuando se afirma que Dios no nos bendice tan abundantemente porque no se declara ni se pide con suficiente fe, sosteniendo implícitamente que las promesas bíblicas han de ser de obligado cumplimiento por exigencia de la parte contratante? Ciertamente muchos textos apuntan a la necesidad de pedir con fe y a creer que Dios proveerá (Marcos 11:24; Santiago 1:6; Juan 11:40; Marcos 9:23; Mateo 7:7-8), pero también los mismos textos se expresan y ensamblan en su contexto invitando al perdón relacional (Marcos 11:25-26), a la paciencia y a la sabiduría (Santiago 1:3-5), a la gloria de Dios manifestada en el Hijo (Juan 11:42), a la oración y el ayuno (Marcos 9:29), y a la interrelación humilde con los semejantes (Mateo 7:12).
El pensamiento mágico cristianizado puede conducir a creer que deseos personales proyectados en fe, por sí solos, pueden ocasionar efectos espirituales o materiales en la realidad o que pensar concentradamente en algo equivale a que sea hecho. Esto es lo que enseñan algunos oradores evangélicos a través de sus libros, como Joyce Meyer, que en los capítulos de Pensamientos de poder reclama el poder de un yo positivo o pensar exitosamente, proponiendo una actitud positiva de fe acaparadora, como si la mente creara la realidad. Otro de los más destacados es el predicador Kenneth Copeland, que sostiene que «Dios no puede hacer nada, aparte o independientemente de la fe, porque la fuente es la fe del poder de Dios». Pero como bien apunta José de Segovia, «Según esta enseñanza, Dios no es más que un ser de fe, que depende de sus criaturas para actuar. Ya no es el Dios soberano de la Biblia, sino un patético títere a las órdenes de su creación, dependiendo de unas leyes espirituales y la fuerza de la fe. Es un Dios impotente, en vez de omnipotente, limitado, en lugar de trascendente. Dios no tiene fe, sino que es el objeto de la fe».(1)
Confundir persistentemente correlación con causalidad, e incluso con casualidad, es la psicología de la fe utilitarista y un principio equívoco que invita a suponer que el creyente tiene poderes a través de la fe. Pero «esto no es de vosotros, sino es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe» dice Efesios 2:8-9. Según el apóstol, no existen leyes de la atracción ni teorías de magnetismos cristianos, sino la divina ley de la sumisión y la única realidad de que el ser humano es criatura de Dios, no el creador de la benevolencia divina mediante una fe proyectada.

No hay comentarios:

Publicar un comentario