© 2019 Josep Marc Laporta
1-
El pensamiento positivo
2-
El pensamiento mágico
EL PENSAMIENTO POSITIVO

Las teorías del
filósofo Ralph Waldo Emerson (1803-1882)
en el siglo XIX derivaron en una corriente llamada
Nuevo Pensamiento que postulaba un Dios amoroso, situando al hombre en su
espiritualidad como participante de una mente única. Emerson, que había
estudiado teología y fue pastor en la Second Church,
una congregación unitarista de Boston, se fue distanciando de la fe recibida,
ahondando en una espiritualidad no religiosa y en el trascendentalismo. Entre sus
propuestas se encuentran las siguientes aseveraciones que parecen escritas en
pleno siglo XXI por un gurú de la autoayuda: «Lo que está detrás de ti o lo que está frente de ti, palidece en
comparación con lo que está dentro de ti»; «Siempre haz lo que tengas miedo de
hacer»; «Te conviertes en lo que piensas todo el día»; «Sé tú mismo; no imites
a otro, sé tu mejor yo. Hay algo que puedes hacer mejor que otro. Escucha tu
voz interior y obedécela valientemente. Haz las cosas para las que eres
grandioso, no para lo que nunca fuiste hecho»; «Haz tu propia Biblia.
Selecciona y recopila todas las palabras y oraciones que en todas sus lecturas
te han gustado como el sonido de una trompeta».
Bajo este impulso
conceptual de Emerson, en la segunda mitad del siglo XIX
se fundaría una nueva religión que en la siguiente centuria se consolidaría
mediáticamente. La Ciencia Cristiana sostenía que no existía el mundo material
sino que no había más que pensamiento, mente, espíritu, divinidad y amor. Desde
la Ciencia Cristiana se entendía la enfermedad como una ilusión negativa, y se
postulaba que el Nuevo Pensamiento tenía aplicaciones terapéuticas. Y pese a
que su práctica no se relacionaba ni vinculaba con el método científico, sustentaba
la tesis de que la Biblia tiene respuestas positivas, intentando demostrar que la
ley de Dios y su eficiente ascendencia en el ser humano le da a este último un
nuevo sentido de confort espiritual e independencia psicológica.
Al llegar el siglo XX,
la Ciencia Cristiana y el pensamiento positivo ya se había convertido en una
moda que poco a poco fue ganando proyección y aceptación. Especialmente el
pensamiento positivo se extendió rápidamente gracias al patriotismo estadounidense,
que en realidad es nacionalismo pericéntrico y liberal. La unión entre
nacionalismo y capitalismo, junto a la concepción de que la nación
norteamericana era el pueblo elegido por Dios en aquella etapa de la historia,
dio al pensamiento positivo un matiz suprareligioso. La nación más grande de la
Tierra, la más próspera, la más dinámica, la más avanzada tecnológicamente, la
de la libertad y con la religión más transferible y universal, transversalmente
confiaba en el pensamiento positivo, otorgándole a la individualidad un plus de
fiabilidad y certeza social. Por ello, tradicionalmente la cultura
norteamericana ha valorado tanto el individuo, sus capacidades y las
posibilidades de la persona.
El siglo XX
finaliza con un pensamiento positivo ubicuo, sin rival en la cultura norteamericana,
emergiendo en el XXI como la gran solución existencial de
realización personal. Entre sus promotores estaban varios de los programas de
debate más vistos de la televisión, como el de Larry King o el de Oprah Winfrey.
Sus principios fueron el eje de libros superventas como El Secreto, aparecido en 2006,
y que desde el último tercio de la anterior centuria ya se había ido
convirtiendo en la teología de los predicadores evangélicos más famosos del
país. También se había hecho un hueco en la medicina, bajo la forma de
tratamiento complementario potencial para mitigar prácticamente cualquier
dolencia. Y hasta había llegado a colarse en el ámbito académico, como una
nueva disciplina llamada ‘psicología positiva’, en cuyos cursos los alumnos
aprendían a levantar los ánimos y a fomentar sus sentimientos positivos. A
partir de ahí, su alcance se fue extendiendo, primero a las demás culturas
anglosajonas, a las latinas, y finalmente a países emergentes como China, Corea
del Sur y la India.
Sin embargo, el pensamiento positivo no es en
absoluto casual ni inesperado. Encaja perfectamente en la filosofía vital del
hedonismo y consumismo frenético contemporáneo, que no es nada inocente sino
que existe en diversos ámbitos sociales y que incluso se ha implantado como
ideología dominante, ya que se encuentra indistintamente tanto en boca de gurús
de la new age espiritualista como en
la de directores de grandes departamentos de recursos humanos. Y, lo que es más
eminente, invade continuamente desde los más variados medios de comunicación y
sus reportajes sobre bienestar, salud y vida diaria, hasta la espiritualidad
evangélica.
La modulación del
positivismo filosófico-religioso al positivismo cristiano-evangélico fue una natural
transmutación sociológica que ha afectado a la ética espiritual con un marcado
comportamiento individualista y consumista de la fe. Si la cultura inspirada en
el modelo norteamericano, acaparadora y derrochadora, fomenta el que los
individuos quieran más —más coches, casas más grandes, mejores
televisores, móviles de última generación y todo tipo de utensilios de servicio
y placer doméstico—, el pensamiento positivo está ahí a
punto para decirle a cada uno que se merece más y que puede conseguirlo si de
verdad lo desea y, evidentemente, si está dispuesto a alcanzarlo con su
esfuerzo.
La traslación al
cristianismo evangélico conduce a la hipótesis de que el cristiano habrá de
vivir de victoria en victoria espiritual y, consecuentemente, material, pues
merece más y más porque Dios es un Dios grande y nada puede interferir en las
abundantes promesas de todo tipo que Él prometió. En este supuesto, creer con
proyección positiva es la fuente de todo y absoluto poder espiritual de lo humano.
En realidad la fe se convierte en principio y fin de la teología evangélica, en
la que Dios aparece como un agente básicamente dador de bendiciones
espirituales y materiales, gracias a la aplicación de las numerosas promesas
bíblicas reclamadas en la mente. La fe en la fe. Por lo tanto y bajo este
supuesto, el creyente sólo ha de creer con un pensamiento positivo y con una
proyección de acaparamiento, consumando así los beneficios de su espiritualidad
proeficiente. Sin embargo, esta tesis es absolutamente inconexa con la moción
al pensamiento positivo que presenta el apóstol Pablo en Romanos 8:26: «el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como
conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con
gemidos indecibles».
Una de las variables del
pensamiento positivo cristiano es el evangelio de la prosperidad y los
proyectos de mega-iglesias que predican la bonanza material como un estado
natural y consustancial de la vida cristiana. Pensar fuertemente de que Dios va
a bendecir con cosas materiales es el proceder de pretendidos líderes o
pastores que atizan a las masas con esperanzas de superación espiritual, pero
también social, material y particular. El tipo de prospección espiritual del
pensamiento positivo, disimulado tras la oración de fe y la liberación del
miedo psicológico, es la fantástica fórmula para alcanzar aquello que la
sumisión y aceptación de la voluntad divina no parece suplir ni proveer. Pero prosperar
económica, material o socialmente no siempre ha sido para los hijos de Dios una
consecuencia directa de su fe. Así lo atestigua Hebreos 11 cuando afirma que «aunque alcanzaron buen testimonio mediante la fe, no recibieron lo
prometido» (v. 39).
Y mientras unos por la fe «conquistaron reinos, hicieron
justicia, alcanzaron promesas, taparon bocas de leones, apagaron fuegos
impetuosos, evitaron filo de espada, sacaron fuerzas de debilidad, se hicieron
fuertes en batallas, pusieron en fuga ejércitos extranjeros»
(vs. 33-35), otros «experimentaron
vituperios y azotes, y a más de esto prisiones y cárceles. Fueron apedreados,
aserrados, puestos a prueba, muertos a filo de espada; anduvieron de acá para
allá cubiertos de pieles de ovejas y de cabras, pobres, angustiados, maltratados,
de los cuales el mundo no era digno; errando por los desiertos, por los montes,
por las cuevas y por las cavernas de la tierra» (vs.
36-38).
Un evangelicalismo de
pensamiento positivo, a imagen y semejanza de la teología consumista de la fe,
conduce a un cristianismo utilitarista donde el fin máximo de la propia fe es
conseguir lo que se desea, simulando gran beatitud. Sin embargo, el pensamiento
positivo también se entremete en la manera de entender el valor divino de la
Gracia. Si la Gracia es un don, un regalo absolutamente gratuito, el
pensamiento positivo es la justificación del cristiano mediante su conjura
mental, convirtiendo la Gracia en un salario o en los honorarios de una
capacidad de superación psicológica y en una mercancía utilitarista. Pero ni la
Gracia, ni la salvación, ni la fe, ni tampoco sus evidencias son atribuibles al
poder del hombre (Efesios 2:8-9). Y, por supuesto, el
divino orden transmisor de la Gracia no se somete a la capacidad humana de
alcanzar a Dios mediante una positiva proyección o prospección psicológica de
persistencia, influencia y poder de obtención, sino de la fe como acto de
testimonio ante el Dador (Hebreos 11:2). La fe: manifestación y
testimonio de certidumbre puesta en el Salvador; no una declaración de intereses
compartidos entre la plausibilidad del hombre y la obligada benevolencia de
Dios.
La otra variable del
pensamiento positivo en el cristianismo de la postcristiandad es la levitación
mediante rituales cúlticos preferentemente auspiciados por la música y los
cantos, creando un espacio de seguridad existencial y temporal, amparados por
un cierto tipo de variadas teologías de alabanza y adoración. Esta acepción,
muy propia del evangelicalismo, promueve la plenitud existencial mediante el
bienestar psicológico y espiritual de que Dios, por encima de todo, otorgará bendiciones
de todo tipo si existe una entregada actitud adoracional y una proyección
positiva en alabanza. Y si bien es cierto que la levitación adoracional de
pensamiento positivo ha sido una de las más claras traslaciones de la cultura individualista
y liberal norteamericana a la construcción de la teología pentecostal, también
es constatable la notable renovación que ha significado para el cristianismo
contemporáneo la remoción de aquella espiritualidad tan analítica y metódica
del protestantismo tradicional. No obstante, la fuerza de la prueba que nos
atañe no está en la emancipación de liturgias anquilosadas en el tiempo sino en
el postulado pseudoteológico de que la levitación adoracional del pensamiento
positivo es, en realidad, la verificación de una fe prospectiva, proponiéndose
como la verdadera espiritualidad. Pero si esto fuera así, los salmos serían la
antítesis de la alabanza y la adoración, puesto que más del 80% son cantos u
oraciones de súplica, auxilio, socorro, petición, demanda de ayuda, protección y
amparo. No obstante, el pensamiento positivo cristiano acostumbra a reflejarse
en ellos, en los salmos, bajo el supuesto de que sus contenidos son preferente
o exclusivamente demostraciones de entregada y poderosa alabanza en exaltación
y glorificación de Dios.
Otra consecuencia del
pensamiento positivo es la extrema individualización de la experiencia
cristiana. Es una de sus trampas: el pensamiento positivo privatiza al máximo la
realidad e inhabilita el sentido de colectividad participativa y la reflexión. Habitualmente
se culpa al que no tiene confianza en sí mismo hasta el punto de evitarlo,
calificarlo como perdedor o quejica. Según la norma de la psicología positiva, «si no tienes un trabajo y no eres rico, no puedes culpar a nadie más que
a ti mismo…». Lógicamente la individualización de la
responsabilidad es totalmente exigible. Sin embargo, cuando lo individual se
postula como el centro absoluto de la superación personal, es innegable que la
socialización se convierte en secundaria e, incluso, molesta y prescindible.
Por otra parte, ésta es exactamente la proposición del neoliberalismo: hacer del
individuo el todo de la responsabilidad con el fin de separarlo
psicológicamente del contexto, ya sea familiar, grupal, social, nacional o eclesial.
En palabras de la exprimera ministra británica Margaret Thatcher, en 1987:
«No hay tal cosa como la sociedad. Hay hombres y
mujeres, y hay familias», intentando reducir el peso de la
colectividad en la psicología política de su país.
El interés en separar
la opinión del individuo de la del grupo es una constante en el liberalismo
ideológico, que al mismo tiempo se previene de cualquier tipo de crítica
organizada o resistencia. Al individualizar reclamando un espíritu de
autosuperación positiva individual, se agrupa el colectivo exclusivamente desde
arriba. La diversidad, variedad y pluralidad del grupo se abandona en favor de
la direccionalidad directiva hacia la persona en singular, con una dirección
que agrupa, piensa y define todos los términos del colectivo al incidir
directamente en la individualidad. Consecuentemente, el pensamiento positivo
individual se convierte en el bien supremo psicológico, pretendiendo pasar por
encima de la realidad y del contexto, eludiendo también la autocrítica.
Anteriormente apunté a
la retórica de la psicología positiva individualista: «Si no tienes un trabajo y no eres rico, no puedes culpar a nadie más que
a ti mismo…». Trasladada esa argumentación al campo cristiano se
afirma que «Si no alcanzas una mayor espiritualidad, o no
tienes un mejor trabajo es porque no lo has deseado de verdad y en fe en tu
corazón». Es la propuesta tipo del pensamiento positivo de la
postcristiandad, que también dice: «Dios quiere que seas
rico». La alta individualización de la experiencia
cristiana mediante el pensamiento positivo, hasta el punto de desligarla de la participación
y correlación social de la iglesia, es una de las evidencias de la mirada
acrítica que sus miembros profesan. La carrera de obstáculos psicológica para
lograr un acceso directo a la divinidad se convierte en medio y fin. Esta
extrema subjetividad centrada en la persona constituye el centro propulsor de
la ekklesía de la postcristiandad:
un cuerpo que muchas veces se expresa como una suma de individualidades paralelas que conjugan entre sí básicamente por las relaciones sociales que de su
existencia se derivan.
Las propuestas del
pensamiento positivo cristiano de la postcristiandad reducen el valor de la
iglesia a las particularidades, por lo que no es extraño oír a predicadores
pontificar desde sus púlpitos en permanente primera persona con un mensaje que
va más allá de la invitación a la salvación, el arrepentimiento, la santidad o
la responsabilidad ante Dios, sino a la superación personal y espiritual como
medio de alcanzar la venia divina. Sin embargo, pocas veces leeremos al apóstol
Pablo señalar en sus cartas a personas en particular. Y aunque apunta a algunos
individuos, más bien sus alocuciones parecen dirigirse a la totalidad: a los
corintios, a los efesios, a los gálatas, a los filipenses…, dando a entender la
responsabilidad que todo el cuerpo tiene en la madurez cristiana individual y
colectiva. Por lo tanto, la visión comunitaria y neotestamentaria de Ekklesía parece desvanecerse cuando el individualismo del
pensamiento positivo y la superación personal toman el púlpito y alcanzan a la
congregación con mensajes que simulan ser una autoayuda evangélica.
EL PENSAMIENTO MÁGICO
La ley de la atracción
o el pensamiento mágico ha tenido en El Secreto
uno de sus máximos exponentes en la postcristiandad. El libro escrito por Rhonda
Byrne en el 2006, basado en la escuela de
pensamiento y trabajos previos de William Walker Atkinson, reivindica el
enfoque en las cosas positivas y la ley de la atracción como medio para
modificar resultados, incluyendo mejoras en la salud, riqueza y felicidad. No
obstante, en 2012 Byrne escribió La Magia,
dando un paso más y abogando por el uso del agradecimiento como una poderosísima
herramienta de la ley de la atracción.
Básicamente, el pensamiento
mágico consiste en atribuir un efecto a un suceso determinado sin existir una
relación de causa-efecto comprobable entre ellos. Atribuir relaciones causales
entre acciones y eventos no conectados entre sí es, por ejemplo, lo que sucede
con la superstición y diversas creencias de rango popular. Pero también es lo
que históricamente se imputa al cristianismo. Sin embargo, las antiguas
supersticiones y magias se han modernizado con leyes de atracción o
pensamientos mágicos, invadiendo aún más la psicología de los cristianos de
este siglo. La providencia de Dios o su voluntad, servida como causa-efecto aleatoria
de la fe, pese a que no haya evidencias y sólo se proyecte en la mente del
individuo, también es parte de ese tipo de superstición ancestral que busca en
lo proyectado su realización.
Es innegable que el
pensamiento mágico no es una exclusiva invención del pensamiento positivo o de
la ley de atracción moderna, sino que tiene una gran tradición en el comportamiento
popular del cristianismo, cuando aleatoriamente alinea causas y sucesos según convenciones
o conveniencias de la espiritualidad privada. Que lo inexplicable se explique
precisamente por lo inexplicable, no deja de ser un contrasentido empírico,
donde la razón desiste de la potestad de su lógica y deja paso a cualquier
deducción particular, a veces, acertada; a veces, fantasiosa; y otras,
presuntuosa. Por lo tanto, sería muy saludable para el espíritu humano que la
reacción usual del creyente ante lo incomprensible y lo inexplicable sea
dejarlo, agradecidamente, en manos de los misterios divinos, como un acto de su
libre voluntad y divina providencia, sin apadrinarlo con vanas justificaciones
de participación humana.
Pero el plus que el
pensamiento mágico o la ley de la atracción ha aportado al cristianismo de la
postcristiandad pretende ser una más que perfecta o ajustada comprensibilidad
de un suceso con la causa desencadenante. La facilidad con que se relacionan
hechos y consecuencias es tal, que a veces produce un cierto desconcierto
observar cómo cada vez más el cristianismo parece tener una bola de cristal en
lugar de una Biblia. Esta mezcla entre pensamiento mágico, voluntad totalmente cognoscible
de Dios y profecías deterministas han llevado al cristianismo de la
postcristiandad a ser, por antonomasia y en contraste con otras confesiones
universales, la religión de los deseos cumplidos y las promesas de obligada consecución
divina en tiempo requerido y establecido por el orante. Por lo tanto, poco a
poco se está transmutando en una religión mágica por su ambición de clarividencia,
interpretación causal y colmado discernimiento de las voluntades divinas.
¿Qué es, si no, una
modalidad cristiana de la ley de la atracción que un pastor determine que un
enfermo deba de sanarse de una grave enfermedad o que establezca que dentro de
un año en su iglesia serán el doble de congregantes? ¿O cuando se afirma que Dios
no nos bendice tan abundantemente porque no se declara ni se pide con suficiente
fe, sosteniendo implícitamente que las promesas bíblicas han de ser de obligado
cumplimiento por exigencia de la parte contratante? Ciertamente muchos textos
apuntan a la necesidad de pedir con fe y a creer que Dios proveerá (Marcos
11:24; Santiago 1:6; Juan 11:40; Marcos 9:23; Mateo 7:7-8),
pero también los mismos textos se expresan y ensamblan en su contexto invitando
al perdón relacional (Marcos 11:25-26), a la paciencia
y a la sabiduría (Santiago 1:3-5), a la gloria de Dios
manifestada en el Hijo (Juan 11:42), a la oración y el ayuno
(Marcos 9:29), y a la interrelación humilde con los semejantes (Mateo
7:12).
El pensamiento mágico cristianizado
puede conducir a creer que deseos personales proyectados en fe, por sí solos,
pueden ocasionar efectos espirituales o materiales en la realidad o que pensar concentradamente
en algo equivale a que sea hecho. Esto es lo que enseñan algunos oradores evangélicos
a través de sus libros, como Joyce Meyer, que en los capítulos de Pensamientos de poder reclama el poder de un yo positivo o pensar exitosamente, proponiendo una
actitud positiva de fe acaparadora, como si la mente creara la realidad. Otro
de los más destacados es el predicador Kenneth Copeland, que sostiene que «Dios no puede hacer nada, aparte o independientemente de la fe, porque la
fuente es la fe del poder de Dios». Pero como bien apunta
José de Segovia, «Según esta enseñanza, Dios no es más que un ser de
fe, que depende de sus criaturas para actuar. Ya no es el Dios soberano de la
Biblia, sino un patético títere a las órdenes de su creación, dependiendo de
unas leyes espirituales y la fuerza de la fe. Es un Dios impotente, en vez de
omnipotente, limitado, en lugar de trascendente. Dios no tiene fe, sino que es
el objeto de la fe».(1)
Confundir persistentemente
correlación con causalidad, e incluso con casualidad, es la psicología de la fe
utilitarista y un principio equívoco que invita a suponer que el creyente tiene
poderes a través de la fe. Pero «esto no es de vosotros,
sino es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe» dice
Efesios 2:8-9. Según el apóstol, no existen leyes de la atracción ni teorías de
magnetismos cristianos, sino la divina ley de la sumisión y la única realidad
de que el ser humano es criatura de Dios, no el creador de la benevolencia
divina mediante una fe proyectada.
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