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· Nilda Fernández (1957-2019)

© 2019 Josep Marc Laporta


Hay temas de amor que seducen el alma, tan sencillos y compactos como para glosar en unas pocas estrofas la nobleza de este universal sentimiento. Entre todos ellos, la historiografía futura describirá Mon amour como una de las mejores canciones de amor de todos los tiempos. Hace unos años, cuando la tocaba al piano en pequeños y selectos auditorios, a menudo se me acercaban personas preguntando sobre esa desconsolada y expectante canción. La respuesta era resumidamente su título y su autor. Y se entendía todo; porque el amor que pretende ser cierto e infalible siempre posee en su interior una extraña argamasa de desconsuelo, persistencia y esperanza que lo verifica.



       Cuando en 1991 Nilda Fernández delineó Mon amour entre notas y palabras, atrajo hacia su interior la observación más profunda del amor, aquella que traspasa cualquier romanticismo demostrativo para descubrir la definición espiritual del dolor. Por lo general no ha sido fácil describir en un solo texto y en una sola melodía el complejo sufrimiento del amor del alma. Las innumerables aproximaciones artísticas nos han deparado tiernos y arrebatados lienzos. Pero a pesar de cientos y miles, como I Will Always Love You, Paraules d’amor o Je l'aime a mourir, lo cierto es que al hurgar en las profundidades del instinto del querer, Mon amour escudriña el retazo más invisible y obstinado de este sentimiento.
Mon amour fue parte de 500 años, un mítico LP de 1992 junto a otras composiciones de Nilda tan señeras como Madrid, Madrid, Entre Lyon y Barcelona o Luisita. Sin embargo, la canción encuentra su gran eco internacional en Buenos Aires. Al retornar Nilda a la ciudad porteña para una serie de conciertos en la célebre y ecléctica sala La Trastienda, Mercedes Sosa, que ya había quedado prendada de Mon amour, fue expresamente para escucharle en directo. Y desde la emoción compartida con más de 700 personas, esa misma noche fue a buscar a Nilda a los camerinos. La improvisada conversación acabó con una invitación para cantar juntos en el teatro Ópera donde La Negra estaba actuando. Nunca antes se habían visto; nunca antes habían compartido nada; pero para Mercedes Sosa Mon amour fue, además de un gran tema de amor, un enamoramiento a primera vista, un flechazo. Dos años más tarde, en 1994, La Negra incluiría el dueto en su álbum Gestos de amor, iniciando el disco, con Nilda cantando en francés y ella en castellano, y los arreglos orquestales de Carlos Franzetti.

Pero la aguda, tersa y delicada voz de Nilda decayó definitivamente a sus 61 años; el 19 de mayo de 2019. Un infarto medio anunciado acabaría con quien pudo ser una estrella pero prefirió ser un juglar, dejando tras de sí una abundante y ambulante obra que le representa. Su repertorio, mayormente melancólico, tiene la virtud de explicar historias y trovas de su trashumancia humana. Nómada de la vida y los sucesos, Nilda acostumbraba a decir que «Mi casa y mi patria se define por la frontera de mi piel». Y concretaba: «Yo me arraigo hacia adentro. Porque si no es así, sufres. Es el principio mismo del nomadismo. Las culturas originarias eran nómadas. Iban detrás del alimento. Lo mismo hacen los que emigran ahora. Es el nomadismo natural del ser humano».
De tan trashumante que era, su muerte la lloraron tanto en París, Lyon, Madrid, Barcelona, La Habana, Moscú, Kiev, Santa Cruz, Buenos Aires, Kinsasa como en Quebec. El tema Innu Nikamu, que en el dialecto de los indios del norte de Quebec significa ‘El ser humano canta’, fue la más egregia representación musical de su nómada vida. Su acercamiento y convivencia con la cultura indígena de la región canadiense ilustra con suma precisión su interés universal. Fue su destino vital. Y así fue cómo en otro momento anuló un excelente contrato con Sony para emigrar durante seis años a Rusia y conquistar los corazones soviéticos con su voz. Había viajado solo con lo puesto y con un incierto futuro artístico por delante. Pero la trashumancia vital no acabaría aquí, sino que tanto cantaría con el artista congoleño Sam Mangwana, con el italo-belga Salvatore Adamo o con el argentino Pedro Aznar, como compondría un álbum en honor del poeta español Federico García Lorca: Castelar 704. La participación flamenca de Tomatito y del peruano-argentino Lucho González a las guitarras escenifica una vez más su amor por las culturas universales y su mezcolanza.
A pesar de su relación con Miguel Bosé, quien popularizó en un disco una de sus composiciones más famosas, Madrid, Madrid, nunca siguió la estela populista y popista del español. En Nilda habitaba la poesía, la metáfora y la parábola propia, de modo que su atajo artístico le condujo a pisar su propio camino y estilo sin querer depender de la industria discográfica. Tampoco permaneció en el tiempo su relación artística con Lluís Llach, a pesar del inmenso éxito que supuso un concierto conjunto en el Olimpia de París y de la colaboración y atención que se prestaron. Pero ciertas distancias sociológicas lo impidieron. Nilda lo resumió con estas palabras: «Él fue muy generoso conmigo, pero preferí quedarme con el sueño de haber cantado con él, que fue un regalo de la vida».
Su intensa mirada transcultural impregnó de sentido todas sus acciones: «Me interesa indagar diferentes culturas. Cualquier ser humano en este planeta es un emigrante o, por lo menos, descendiente de alguna trashumancia». Precisamente Innu Nikamu, el disco que grabó en Nueva York con el pianista de jazz latino Michel Camilo, lo presentó yendo y cantando de pueblo en pueblo a bordo de dos carromatos tirados por cuatro caballos. Más de mil kilómetros de trashumancia artística compartiendo música al modo ancestral: con la vida por delante y con lo puesto; un juglar postmoderno. Su condición inasible y peregrina le impidió echar raíces en picos donde otros plantarían la tienda, la casa y el futuro. Cuando hizo pie en Moscú durante unos años formando dúo con el famoso cantante ruso Boris Moisseev, pronto traspasó más fronteras viajando a Ucrania, los países bálticos y a Israel. Y gracias a antiguos vínculos entre Cuba y los países soviéticos estuvo tocando con el pianista Aldo López Gavilán en La Habana. Fue y volvió de un lugar a otro con su espíritu inconformista y, a pesar de ello, obligadamente resignado de las incoherencias humanas. Nilda pasó de paso por la vida, porque prefirió ser peregrino a colonizador.

Esa trashumancia integral le vino de antaño. Sus padres, José y Emilia, emigrantes de Barcelona a Lyon, pronto entendieron los entresijos de los caminos de la vida. Emilia, que anteriormente había emigrado de Andalucía siendo acogida por familiares en Barcelona, tuvo que enfrentar su futuro a golpe de cambios y aprendizajes forzosos. José, su querido padre, escultor de profesión y delicado artesano, vivió de niño el exilio francés durante la Guerra Civil española. Pero anteriormente la madre de José, María, conocería a Juan, otro emigrante que como su futura esposa había partido de joven desde Cartagena a Cataluña y a otros territorios francófonos huyendo de la carestía social y humana.
Juan y María fueron nuestros abuelos comunes. De Maribel, Daniel, Juan Manuel y Anne; de Gloria, Juan Miguel y Albert; de Jorge, Víctor y Pablo; y de Basi y Josep Marc. Desde muy jóvenes Juan Fernández Osete y María Ballester Ballester salieron de su tierra para habitar Barcelona, Lyon o Villeurbane. Los días que cada uno compartimos con ellos fueron y son también parte de nuestra herencia como peregrinos. Junto a las sopas de pan y los bocadillos con una porción de chocolate, acontecieron impulsos en los columpios, sencillos cuentos, amables palabras, cosquillas risueñas y un profundo amor también trashumante: de idas y venidas, de llegadas y partidas, y de contactos intermitentes pero penetrantes.
La biografía oficial de Nilda no incluye todas esas pequeñas-grandes cosas que nos han hecho nómadas y amantes de la vida en su plenitud universal. Tampoco recoge la discografía anterior a Nilda. La de Daniel Fernández: Le bonheur compant, de 1981, o Si tu me perds, de 1982. Asimismo prácticamente no hay vestigio de su primer grupo, Les Reflets, formado a mediados de los años 70 por dos amigos, su hermana Maribel y su prima y futura pareja Magdalena. Con continuos viajes y conciertos por Francia, Bélgica y Holanda, Les Reflets fueron uno de aquellos muchos grupos del movimiento Jesus People que desde el protestantismo predicaron un Evangelio de Jesús más moderno, accesible, cercano y de consumo inmediato. En uno de los tres discos que Les Reflets grabaron y que editó Jeunesse pour Christ en 1974 De l'abondance du coeur, la bouche parle, quedó indeleblemente archivada una de sus canciones cristianas que aún sigue vigente en cancioneros de Jeunesse en Mission:
«Ma vie est remplie de roses,
C'est un grand jardin fleuri;
Je ne désire autre chose
Que ce qui te glorifie.

Ma vie est bien peu de chose
Face à ton grand infini,
Mais je sais qu'elle repose
Sur l'amour et la folie.

Ma vie est un long poème
Qui s'élève en mélodie,
Il commence par un "je t'aime"
Et jamais ne se finit

Ma vie est un long voyage
Où mon soleil s'obscurcit,
Mais dans ce pèlerinage,
Il est l'aurore de ma vie».

Aquella pequeña fe de Daniel, siempre en incesante lucha y vacilaciones, impregnó de algún sentido su jardín particular. Y a veces la muerte no es la que llega, sino que es la vida transeúnte y pasajera que se va para alcanzar la verdadera vida plena: «Mi vida es un largo viaje donde se oscurece mi sol; pero en este peregrinaje Él es la aurora de mi vida».



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