© 2024 Josep Marc Laporta
1-
Joseph W. Mefford y Lila Pritchard
2- Los
coritos
1- Joseph W. Mefford y Lila Pritchard
Fue el 14 de enero de 1921 cuando en el estado de Colorado, en pleno Far West norteamericano, nació Joseph Wilson Mefford (1921-2005). Sus padres, Joseph y Helen, fueron descendientes de aquellas familias pioneras que emigraron hacia el Oeste en la época de la expansión. Hijo de granjeros y agricultores, Joseph Mefford pasó sus primeros años de vida en Timnathnom, donde los abuelos maternos de su padre constan como los fundadores de la población y colaboraron en la construcción del edificio de la única iglesia del lugar, de adscripción presbiteriana. Allí fue donde por primera vez «escuché los preciosos himnos que tanto han tenido que ver con mi vida», relataba Joe en 1998. Posteriormente, por un traslado familiar a Fort Collins empezó a asistir a una iglesia bautista invitado por el hijo del pastor. Y cuando aún era adolescente allí se produjo el suceso más trascendente de su vida: «una noche de domingo cantamos un himno muy popular en los Estados Unidos: The Old Rugged Cross (En el monte Calvario). Lo había cantado muchas veces, pero aquella noche el Señor tocó el corazón del chico de 14 años…, y aquel chico era yo. Por primera vez comprendí el significado de la cruz en la que Cristo murió. Y empecé mi peregrinación cristiana».
Unos años más tarde, tras acabar los cursos en la escuela
superior de Fort Collins, inició los estudios en el Colorado State College of
Agricultural and Mechanical Arts, pero después de dos años dejó la Universidad porque
el país había entrado en la Segunda Guerra Mundial. A mediados de mayo de 1942 fue
alistado como soldado durante cuatro años, un tiempo «en el que comprobé la dirección del Señor en mi vida». En medio de la milicia se casó con Lila M. Pritchard (1921-2012), una amiga del grupo de jóvenes de aquella iglesia bautista de Fort Collins;
pero tras dos años de matrimonio tuvo que salir del país para ir a Europa. La
guerra acabó en el mes de mayo de 1945 y «me enviaron como ayudante en la prisión de Nuremberg, Alemania, donde
juzgaban los criminales nazis. Estuve en los juicios del Tribunal Internacional
y escuché los horrores que contaban y se exponían. Precisamente fue en este
periodo de seis meses que sentí en mi corazón que el Señor me llamaba a su
ministerio».
Durante aquellos meses en Alemania, en Estados Unidos nació
Sílvia Diane, la primogénita, mientras Joseph tuvo la oportunidad de servir
como organista en la capilla de la prisión donde se acusaban a los nazis: «aún recuerdo oírlos cantar himnos como Ein feste Burg
ist unser Gott (Castillo fuerte es nuestro Dios). Y pude observar muy de cerca
el ministerio del capellán Gerike, del ejército americano, que estaba a cargo
de aquellos prisioneros. El pastor Gerike consiguió que tres de aquellos
criminales se arrepintieran de sus pecados (cosa que no habían podido hacer los
tribunales) y que hiciesen profesión de fe en sus celdas. Aquel hombre de Dios
dejó una impresión imborrable en mi vida».
Con uno de los presos que custodiaba en la prisión, que siempre
se mostraba extremadamente educado y amable, tuvo una significativa experiencia.
Cuando en su turno de acusado lo condujo a la sala del tribunal para ser
juzgado, descubrió que detrás de aquella gran amabilidad y corrección había un
largo historial de horrores. Los cargos que el tribunal presentó estaban repletos
de atrocidades y crueldades, que el reo aceptó como ciertas. Joe Mefford, que
estaba presente en la vista muy cerca del acusado, quedó profundamente consternado
ante tal discordancia ética y moral. No podía ser que aquel hombre tan correcto
y amable fuera el mismo que el que estaba siendo acusado de tanta ignominia. Sin
embargo, ante la definitiva sentencia, al reo se le dio la opción de poder
recibir una visita en su celda, solicitando que fuera un pastor. El encuentro
fue una profunda catarsis, con sentidas lágrimas que ahogaron la voz del
acusado ante las palabras de su interlocutor, quien le estaba presentando el
valor supremo del sacrificio de Jesús por sus pecados y la oportunidad de
reconciliarse con Dios. Entre grandes sollozos suplicó el perdón de Dios, de
sus actos y de su vida. Pocos días más tarde, al ser trasladado al patíbulo
donde sería ajusticiado en la horca, en el camino Joe pudo escuchar la
conversación entre el pastor y el reo: «¿Nos veremos allí?». «Sí, allí nos veremos», le respondió Gerike.
Acabada la guerra y con las experiencias vividas y
sentidas a flor de piel, Joe Mefford prosiguió con su preparación para el
ministerio. Junto a su esposa Lila y la pequeña Silvia Diane, se trasladaron a
Arkadelphia, Arkansas, donde estudió en la Universidad Bautista de Ouachita. Mientras
estudiaba pastoreó por tres años la pequeña iglesia bautista de Shorewood
Hills. Más tarde ingresó en el New Orleans Baptist Theological Seminary, en
Louisiana, siendo al mismo tiempo pastor en la Osyka Baptist Church, Mississippi,
con un especial ministerio entre niños y jóvenes. Pero cada vez que en el
Seminario se enfatizaba sobre misiones, tanto Joseph como Lila sentían que el
Señor los llamaba a ser misioneros.
El llamado y el objetivo cada vez más se hacía tangible mediante sucesos y acontecimientos que les formarían integralmente. Pocos años después, Joseph rememoraba una significativa anécdota en el Congreso Mundial Bautista que se celebró en Cleveland, Ohio, en 1950: «Una de las cosas más emocionantes entre las muchas buenas del Congreso fue la música. Hubo un gran coro de 5.000 voces que cantó como los ángeles… Pero me acuerdo de un momento en el Congreso: una noche cuando unos 25.000 bautistas esperábamos que empezara el programa y, sin tener director ni nada, empezó un grupo a cantar el corito: “Él vive, Él vive, hoy vive el Salvador; conmigo está y me guardará, mi amante Redentor; Él vive, Él vive, imparte salvación… Sé que Él viviendo está porque vive en mi corazón”; … y poco a poco los demás se unían, hasta que todos cantábamos este corito tan conocido, cada uno en su propia lengua. Fue un momento que jamás podré olvidar. Y yo pensaba…, pues éste es nuestro lema, que Él vive… y espontáneamente surgió este corito… la gran verdad: que Cristo vive, nuestro Salvador».
Los deseos misioneros del matrimonio Mefford pronto se concretaron.
En mayo de 1953 fueron encomendados a las misiones por el Foreign Mission Board
de la Convención Bautista del Sur. El acto se celebró en Richmond, Virginia. Pero
cuando pensaban que iban a recalar en Nigeria, donde la Junta Bautista tenía
una misión destacada, les comunicaron que en España la UEBE había solicitado
tres parejas de misioneros, puesto que tras la partida de David Hughey y su
esposa al Seminario Bautista de Rüschlikon no quedaba en el país ningún
misionero.
El sueño de Joe y Lila se formalizó un 13 de septiembre
de 1953 a las ocho de la mañana. La pareja y sus tres hijos –Silvia Diane, Tony
Joe y Janie Lee– llegaron a Barcelona a bordo del barco Saturnia (siete años más tarde nacería Susana Alicia), junto a los también misioneros Roy y Joyce Wyatt. Dos
meses antes lo habían hecho Charles y Nela Whitten. Tras un año de estudio del
castellano en Barcelona, los Mefford se trasladaron a València, su primer
destino en tierras españolas, y posteriormente a Barcelona, Alicante, Dénia...
En medio de unos tiempos difíciles para las iglesias españolas, con la
dictadura de Franco y las limitaciones en cuanto a libertad religiosa, José y
Lila supieron adaptarse con fidelidad, entrega y loables aptitudes,
vinculándose estrechamente con sus hermanos españoles, hasta el punto de que
permanecieron entre ellos el resto de sus vidas.
El ministerio en el país fue, según palabras del propio José Mefford, «de lo más variado». Sirvió como pastor en nueve iglesias, habitualmente como interino; fue profesor de varias asignaturas en el Seminario, entre ellas la música; predicó por toda la geografía española; fue el primer presidente de la Misión Bautista Española; coordinó campamentos de verano en diferentes lugares; y también fue uno de los pioneros del ministerio radial con ‘Maravillosa Gracia’, un programa de quince minutos que se emitía desde Radio Montecarlo y para el que grababa coros y solistas de entre las iglesias. Aunque, sin lugar a duda, una de las constantes del ministerio fue la música, con los coritos que enseñaban a las congregaciones y los cantos especiales que entonaba el matrimonio. En los meses previos a la llegada a España, los jóvenes de la Osyka Baptist Church en Mississippi les habían regalado un acordeón para que les sirviera de instrumento misionero: «Mi acordeón fue el compañero fiel en muchas campañas, campamentos, etc. y de mucha utilidad. La música siempre ha estado una parte importante de nuestro trabajo. Me gustaría saber cuántas veces Lila y yo habremos cantado acompañados del acordeón himnos como ‘Oh, amor de Dios’, ‘Yo quisiera hablarte de amor de Cristo’, ‘Oh, Cordero celestial’, etc., y coritos… y más coritos». Seguidamente se puede escuchar versiones actuales de los himnos mencionados.
2- Los coritos
Son innumerables las veces que las crónicas de la época
relatan el ministerio musical de los Mefford, con sus cánticos acompañados del
acordeón. Unos eran especiales; es decir, himnos nuevos o que para ellos eran
significativos, cantando para edificación espiritual de los creyentes
asistentes. Y otros eran coritos, cantos comunitarios, más cortos, pegadizos y fáciles de
aprender y entonar.
Corito es diminutivo de coro, por lo que este apelativo ilustra su brevedad y una
cierta simplicidad estructural, pero con mensajes concisos y claros, así que no
es de extrañar que estos estribillos fueran muy apreciados por los creyentes de
las iglesias. Su historia se entronca con la tradición musical estadounidense,
con los Gospel Songs de los Camp Meetings, las reuniones de
campo que se hicieron muy populares en las zonas rurales a principios del siglo
XIX. Las iglesias de aquellos tiempos estaban bastante dispersas
geográficamente y, generalmente, los predicadores eran itinerantes, con
dedicación parcial. Por ello, tras la siembra de nuevos cultivos o después de la
recolección de las cosechas y al disponer de menos trabajo y más tiempo libre,
en este periodo la gente viajaba a un lugar acordado previamente donde
acamparían durante varios días para tener unos cultos denominados ‘de
avivamiento’. Normalmente las reuniones eran interdenominacionales; se reunían
metodistas, presbiterianos y también bautistas, con diversidades y mezclas
raciales. El estilo de los Camp
Meetings también tuvo un
gran impacto en la música de los avivamientos urbanos durante el siglo XIX. Si
bien la música en las iglesias rurales tendía a ser algo más ordenada y
estructurada que la de los Camp
Meetings, el patrón tenía ciertas
similitudes: simplicidad de texto, cantos que apelaban a inconversos o
descarriados y una forma de simple estribillo o coro. Entre los Gospel Songs de los Camp Meetings y los cantos de las Escuelas Dominicales –la Sunday’s School–, poco a poco la música eclesial incorporó elementos más emotivos que
reflexivos, con supremacía de la oralidad respecto al discurso letrado, y de la
espontaneidad a la formalidad litúrgica, tanto del espacio como del tiempo.
A ciencia cierta no se puede apuntar con exactitud a una
fecha concreta para establecer el origen de los coritos. Pero tomando como
referencia los Gospel Songs de los Camp Meetings, su gestación
podría vincularse a los Movimientos de Santidad (Holiness
Movement) en Estados Unidos
a finales del siglo XIX, prácticamente coincidiendo con la aparición del
pentecostalismo a principios del XX. Aquellos cantos llenos de espiritualidad y
fervor eran un medio de expresión de una fe más vivencial e inmediata, y también
un medio de evangelización más directo. El pastor norteamericano Charles
Alexander (1867-1920) sería un destacado popularizador del uso de estos
cánticos en las campañas evangelísticas al aire libre, con un formato
himnológico más escueto, un contenido menos plenario, con frases repetidas
varias veces y una estructura melódica muy simpática al oído, que por su
brevedad y repetición captaba mejor la atención de los oyentes.
Si atendemos a que el pentacostalismo nace en la primera
década del siglo XX, por una parte con el bautismo espiritual de un grupo de
cristianos en el Bethel Bible College de Charles Fox Parham (1873-1929) en Kansas, en 1900; y, por otra, por el denominado avivamiento de Azusa
Street en Los Ángeles en 1906, se puede admitir que los cantos cortos y
emotivos de los Movimientos de Santidad del siglo XIX y los que entonaron los
primeros pentecostales a principios del siglo tienen una estrecha relación
simbiótica. Son concomitantes y simiente del devenir adoracional del futuro
evangelicalismo. Una realidad patente
a lo largo de la última centuria es que el pentacostalismo ha aportado al
protestantismo un acortamiento de los cantos, tanto respecto a la duración como
a la exposición tópica; aunque los nuevos tiempos y la cultura pop también han
facilitado la constricción. No obstante, la espontaneidad y consecuente
simplicidad a menudo es consonante con una alta pretensión experiencial del
objeto a atesorar. En otros términos: un excesivo reduccionismo estético e
ilustrado de los contenidos, inevitablemente tiende a desnudar la profundidad que
aparenta sustentar. Todos estos cambios en el imaginario protestante llevaron a
una reformulación de los formatos litúrgicos y a la forma de relacionarse con
lo sagrado, de manera que la popularización de estos breves cantos aportó una notable
diferenciación: los himnos pertenecían a la disposición jerárquica eclesial,
mientras que los coritos eran propiedad de la comunidad de fieles. La aparente
discordia la resolvió el paso del tiempo y los devenires socioeclesiógicos: los
coritos se convirtieron en el prototipo de canto congregacional de las futuras
generaciones, por lo general más breves, repetitivos y de menor intensidad
teológica.
Pero un hecho a destacar es que la popular innovación que
supusieron los coritos en las iglesias bautistas españolas a mediados del siglo
XX fue, en cuanto a impacto, conceptualmente equivalente a la renovación adoracional
y musical que advino hacia mediados de los años ochenta en las mismas
congregaciones. Son sucesos concomitantes cuyos orígenes tienen reminiscencias pentecostales, por lo que se puede conjeturar que las
congregaciones bautistas ya tuvieron a mediados del pasado siglo su primer encuentro
con la renovación carismática, aunque sin percibirse como tal. La gran mayoría
de los coritos que se cantaban en la década de los cincuenta y sesenta tenían
trasfondo pentecostal, lo que indica una notable permeabilización de la denomminación mediante unos cantos informales que, en su haber, tenían la habilidad
de resumir escuetamente algunos de los fundamentos bíblicos de la fe cristiana a modo de proclama.
Coritos como ‘No hay Dios tan
grande como Tú’ expresaban con
acierto la supremacía de Dios: «no hay Dios que pueda hacer las obras como las que haces Tú». Y también el sustento bíblico: «No es con espada ni con ejército, mas con tu Santo
Espíritu» (Zacarías 4:6). Otros cantos se afirmaban en el testimonio personal: «Sólo el poder de Dios puede cambiar tu ser, la prueba yo
te doy, Él me ha cambiado a mí», concluyendo con una bíblica convicción: «nueva criatura soy, nueva soy» (2ª Corintios 5:17).
Uno de los cánticos más populares de aquellos años era Solamente en Cristo, solamente en Él, reproduciendo fielmente las palabras de Pedro en Hechos
4:12: «…la salvación se
encuentra en Él, no hay otro nombre dado a los hombres…». Otros coritos narraban el futuro advenimiento del
Salvador con suma precisión gráfica: «Cuán gloriosa será la mañana cuando venga Jesús, el Salvador […]
No habrá necesidad de la luz el resplandor, ni el sol dará su luz ni tampoco su
calor; allí llanto no habrá ni tristeza ni dolor, porque entonces Jesús, el Rey
del cielo, para siempre será Consolador». Pero también se cantaban estribillos de algunos himnos
como coritos: «En la cruz, en la
cruz do primero vi la luz y las manchas de mi alma yo lavé…», canto cuya primera estrofa empieza con una afirmación
de arrepentimiento: «Me hirió el pecado
fui a Jesús». Otro ejemplo es Fija tus ojos en Cristo, con su primera estrofa: «Oh, alma cansada y turbada». Asimismo, el ya mencionado Él vive, Él vive, hoy vive el Salvador también entra dentro de este grupo de estribillos
convertidos en coritos, sin necesariamente entonar todas las estrofas.
Los orígenes o aparición de los coritos en nuestro país son bastante inciertos. No podemos certificar con certeza de qué manera, en qué forma ni cuando nos llegaron, ni tampoco sabemos quién o quiénes los introdujeron. Aparentemente fueron diversas y múltiples circunstancias, básicamente por la influencia de las misiones foráneas en España y el trabajo evangelístico de los colportores. Una de las primeras referencias mejor documentada la encontramos en 1934 en el rotativo España Evangélica. El colportor Severiano Millos González (1872-1970) de Vigo se trasladó a la comercial y pintoresca villa de La Estrada para predicar y distribuir Evangelios, y «como la gente quería oír más, procuré enseñarles un coro, y pronto estaban cantando con nosotros, añadiéndose nueva gente al numeroso corro. Era el siguiente, que habla tan elocuentemente: ‘Perder los bienes es mucho, perder la salud es más, pero si pierdes el alma no la recobras jamás’.
El coro o el estribillo cantado en el colportoraje era
una forma rápida y sencilla de compendiar en poco tiempo un mensaje claro y
directo de salvación. Tanto se podía usar como reclamo a un acto evangelístico
callejero o como iniciación o instrucción de la fe evangélica. Por lo general se
usaban estribillos de himnos, independientes de las estrofas, aunque también observamos
que algunos de aquellos coros podrían haber sido compuestos directamente en el
campo de misión, al estilo de los predicadores estadounidenses en los Camp Meetings. De todos modos, los oyentes también participarían en la popularidad y
divulgación de los coros en detrimento del contenido completo, puesto que la
fácil y rápida memorística del estribillo facilitaría su retención y la
subsiguiente transmisión.
Veinte años más tarde de aquella acción de Severiano
Millos en 1934, en 1954 el hijo del pastor de la Iglesia Bautista de Madrid, Miguel
Fernández Clemente (1931-), visitó la iglesia que se reunía en Vilafranca del
Penedés, participando en la reunión de la Unión Bautista de Jóvenes. Según
recoge el corresponsal vilafranquino, su presencia fue confortadora: «alentándonos a que siguiéramos adelante en la Obra del
Señor; además nos enseñaron varios coritos muy bonitos». Años más tarde, en los cultos bautismales en su iglesia
en Madrid, Miguel Fernández acostumbraba a iniciar algún corito apropiado
después de cada inmersión de los bautizados. Por su estilo enérgico y decidido,
y como director del coro de la iglesia que era, la congregación esperaba a oír
su voz entonando las primeras notas para sumarse con gozo.
Pocos meses después de esta visita madrileña a Vilafranca
del Penedés, José Bonifacio Andrés (1906-?), pastor en Elx, predicó en unos cultos
evangelísticos en una semana especial en Alicante. La noche del lunes habló
sobre el Dios eterno, «teniendo también a
su cargo cada noche la enseñanza de numerosos coritos que sirvieron para
levantar el ánimo y preparar el ambiente para recibir el mensaje de salvación».
Dos años más tarde, en una semana evangelística en Manresa con varios predicadores invitados, «todos los días el coro de la Iglesia entonó escogidos himnos, que ayudaron a hacer interesantes los cultos, así como los hermosos coritos que antes de cada sermón enseñaba a cantar el señor Bonifacio, con la gracia que le es peculiar». Cerca de la capital del Bages, en la inauguración de una capilla en una barriada extrema de Terrassa, en 1967 «el coro [terrasense] entonó un himno adecuado a la ocasión y luego toda la congregación cantó el corito ‘La iglesia sigue caminando…’». El siguiente vídeo presenta una versión del mizmo, probablemente diferente en cuanto al texto respecto a la entonada en Terrassa: «y nada la detiene para predicar», en lugar de «sólo se detiene para predicar».
La eclosión de los coritos en las congregaciones
bautistas también promovió himnarios específicos, generalmente recopilados por
los jóvenes. De este modelo tenemos bastantes referencias de algunas iglesias,
como de Bona Nova y la Barceloneta en Barcelona, de la Primera Iglesia Bautista
de Madrid o en la región valenciana, donde el joven Daniel Grau Albí (1953-)
compiló y promovió un Himnario de Coritos en 1973 para uso de las doce iglesias
bautistas de la región. Al parecer, el Himnario tuvo gran aceptación, ya que en
pocas semanas se agotó la primera edición. Según las crónicas, «la buena encuadernación y la abundancia de material
antiguo y nuevo con sus respectivas referencias musicales» le dio crédito y rédito entre las iglesias, fortaleciendo
una paralela himnología bautista.
Una de las personas que más promovió los coritos fue José
Mefford. Acompañado de su inseparable acordeón, sus cantos por toda la
geografía española fueron un vivo testimonio de alabanza a Dios. Aunque a esta faceta también habría
que añadir su excelente acompañamiento de himnos congregacionales al piano, con
su vibrante y grandilocuente estilo interpretativo. Otros promotores
posteriores representativos fueron Antonio Gómez Carrasco (1936-2016) y James Austin [Santiago] Williams (1926-2015), acompañados de acordeón y bandoneón respectivamente.
En definitiva, los años cincuenta y sesenta fueron muy fecundos para los coritos. Su irrupción entre las iglesias fue general y masiva, abriendo nuevas puertas de testimonio y alabanza a Dios. Muchos de aquellos cantos permanecieron indelebles en el tiempo y en la memoria de los creyentes, aunque prácticamente son desconocidos para las nuevas generaciones. Y pese a que sería imposible reunir todos ellos en un solo volumen, el siguiente vídeo recoge algunos de los más conocidos y populares, interpretados por cantantes actuales de este siglo, exceptuando el coro Solamente en Cristo, que fue grabado en 1992. El acercamiento histórico a este modo de alabanza y canto popular nos permitirá observar su participación en la formación espiritual de toda una generación de bautistas.
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