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· La Iglesia confinada de 1783


1- La Iglesia confinada de 1783
2- La Iglesia confinada de 2020
3- La coartada de la oportunidad
4- El neoliberalismo eclesial
5- El reverendo Jón Steingrímsson

© 2020 Josep Marc Laporta

 

Sucedió en Islandia el 8 junio de 1783, cuando una fisura del volcán Laki con el contiguo Grímsvötn provocó una catástrofe ambiental y social que traspasaría las fronteras de la isla. Precedido de una serie de terremotos, la erupción de unos 42 mil millones de toneladas y la expansión de 14 km3 de lava basáltica con grandes nubes de ácido fluorhídrico con dióxido de azufre, contaminaron la totalidad del suelo y ensombrecieron totalmente el cielo de Islandia. El desastre causó la muerte a más del 60% de la población ganadera de la isla, la destrucción de prácticamente la totalidad de los cultivos, provocando una gran hambruna que finó a una quinta parte de sus habitantes.

Pero el desastre no se circunscribió exclusivamente a Islandia. La erupción del Laki causó una marcada caída en las temperaturas globales, con unos 120 millones de toneladas de dióxido de azufre sobrevolando el hemisferio norte, envenenando de flúor la tierra, produciendo cosechas contaminadas en toda Europa y encerrando los barcos en los puertos durante meses. Además de la persistente lluvia ácida, se sucedieron terremotos y grandes mortalidades en Francia, Polonia, Portugal y Sicilia. En el continente europeo la temperatura descendió bruscamente una media de tres grados, mientras que en el Magreb subió dos. La tragedia alcanzó de lleno África y la India con grandes sequías, debilitando la circulación de los monzones en los continentes del hemisferio sur del planeta. Todo ello provocó bajas precipitaciones, afectando incluso el valle del Nilo, río que durante dos años no tuvo sus habituales crecidas, haciendo inviable la siembra por falta de agua. Consecuentemente, Egipto sufrió una gran falta de alimentos con miles de decesos. La gran y espesa neblina tóxica que inundó el continente europeo desdibujó el sol, descrito como ‘de color sangre’, y contaminó los pastos y los cultivos, provocando miles de muertes por falta de alimentos en el segundo semestre de 1783 y durante el largo y helado invierno de 1784.

En América del Norte, aquel invierno de 1784 fue interminable y uno de los más fríos registrados en los últimos cuatrocientos años, con una gran hambruna en Alaska debido al descenso térmico y las escasas cosechas. Fue el período histórico más largo de temperaturas bajo cero en Nueva Inglaterra, con la mayor acumulación de nieve en Nueva Jersey y la congelación más larga de la Bahía de Chesapeake, en Annapolis, Maryland, entonces la capital de los Estados Unidos. Una gran tormenta de nieve azotó el sur. El río Mississippi se congeló en Nueva Orleans y se constataron témpanos de hielo en el Golfo de México y una gran crisis en toda la región. Al otro lado del Pacífico, en Japón, además de inviernos excepcionalmente fríos, sufrieron terribles sequías y desastrosas inundaciones. Gran parte del planeta quedó condenado a la pobreza, la malnutrición o la muerte durante los siguientes tres años por causa de un volcán en una pequeña isla del atlántico norte.


1- La Iglesia confinada de 1783 


Un mes después de la inicial erupción del volcán Laki, el pastor luterano del condado islandés de Vestur-Skaftafellssýsla, Jón Steingrímsson (1728-1791), tuvo que implicarse de manera trascendente en su comunidad. Una rama del flujo de lava que descendía a menos de dos millas de distancia amenazaba con destruir el pueblo. No había salida entre el mar y la lava. La gente huía despavorida entre una espesa y borrosa tormenta de calor, prácticamente sin visibilidad. Las descargas eléctricas se sucedían, la tierra se removía bajo sus pies y las casas empezaban a incendiarse. La corriente de lava iba en todas direcciones, de manera que pocas opciones quedaban para salvar la vida. Ante el desespero de sus conciudadanos, Steingrímsson les instó determinantemente a asumir toda la voluntad de Dios y a congregarse en la capilla de Kirkjubæjarklaustur, que quedaba algo apartada del núcleo poblacional, al lado del río Skaftá. Era el domingo 20 de julio de 1783.

En medio de la angustia, el miedo y la confusión vital de sus conciudadanos, el reverendo decidió de todos modos oficiar un servicio que se preveía el último de sus vidas. Jón se dirigió a la congregación en unas circunstancias absolutamente trascendentales y nunca antes experimentadas. Ante el trágico final que se avecinaba, su ‘sermón de fuego’ (eldmessa) se convirtió en la más urgente y sincera manifestación de fe y dependencia del Eterno. Mientras la lava seguía serpenteando su curso por la ladera, los habitantes del pequeño asentamiento de Kirkjubæjarklaustur quedaron apiñados y confinados en la capilla parroquial. Y Steingrímsson predicó un contundente mensaje de clara admisión de la voluntad divina y consolación de almas:

    «Oremos a Dios con la piedad correcta, para que Él en su gracia no quiera destruirnos apresuradamente. Todos y cada uno oren sin miedo. Y todos y cada uno estén listos para morir si Dios lo decide. No en el nuestro, pero en tu nombre, oh, Señor, alabamos tu gloria. Algunos hacen discursos impíos, braman y actúan mal, pero incluso ellos serán humildes y perseverantes. ¡Para Dios sea toda la honra y honor! Clamad a Dios y sufrid pacientemente lo que Él nos impone. Dios hace todas las cosas bien y nada injustamente. Él sabe mejor que los hombres lo que es bueno para nosotros. Dale a Dios la gloria y alaba su alto y bendito nombre».


2- La Iglesia confinada de 2020

El cuadro sociológico actual de la pandemia mundial por causa del coronavirus tiene mucha similitud con la provocada por la erupción del volcán islandés. A pesar de la similitud de nombre y causa, las anteriores epidemias y pandemias de la historia no tienen gran relación con los presentes episodios, especialmente respecto a la incidencia global y las afectaciones poblacionales. Son muy distintas en la capacidad de influenciabilidad social y sucesión de consecuencias. Así que el efecto dominó del volcán Laki en la salubridad natural y humana de su tiempo y sus derivadas sociales y económicas, coincide muy congruentemente con las implicaciones de la presente pandemia.

Sin embargo, la confinación de la Iglesia universal en las casas ha aparecido en la escena histórica de manera particularmente sorprendente. Por primera vez en dos mil años la iglesia universal se ha visto obligada a volver al lugar de donde salió: los hogares. Los pequeños o grandes templos, los magníficos edificios multiusos y las dispuestas comodidades eclesiales con todas sus tecnologías a punto para una perfectible adoración, han quedado desiertas. Y si en 1783 los feligreses huían de las casas confinándose en la capilla de Kirkjubæjarklaustur, en 2020 los creyentes se han visto obligados a abandonar los agradables y multifacéticos templos para enclaustrarse en sus hogares.

Ante la estupefacción por los imprevisibles acontecimientos pandémicos, la elección preferencial de pastores y supervisores cristianos ha sido asistir y dar esperanza y consuelo a la comunidad en el confinamiento y separación física; una apropiada decisión a la que las tecnologías informáticas han participado de manera decisiva. Mantener el sentido de cuerpo e iglesia en la dispersión presencial es una tarea encomiable; más aún si diversas circunstancias personales y familiares han provocado ausencias íntimas irrecuperables. Es evidente que después de esta crisis todos habremos perdido a alguien que amamos.

No obstante, la histórica tendencia congregacional de comunidad circunscrita a un edificio, en parte ha inmovilizado o paralizado las iglesias locales ante los sucesos. En los inicios de la pandemia algunos pastores muy atrevidamente incluso llegaron a exclamar: «¡no nos pueden obligar a que cerremos nuestras iglesias!», entendiendo como iglesias a cristianos dentro de edificios. Otros aceptaron a regañadientes las directrices gubernamentales, aceptándolas por imperativa obediencia. Mientras tanto, en plena expansión del virus, algunos solo están anhelando volver cuanto antes al lugar donde creen que de verdad son iglesia y se comportan como iglesia.

Pese a muchas y loables excepciones, la postmoderna mentalidad cristiana de templo de piedra y cultura del entretenimiento adoracional ha sustituido la propuesta más fidedignamente evangélica: la oración y adoración elevada en la responsabilidad privada y la misión hacia otros desde y a través del hogar. Aún y a pesar del confinamiento, y aún y a pesar de las duras pruebas que en no pocos casos sufrimos por contagios, hospitalizaciones y pérdidas familiares, el compañerismo, la comunión y celebración en los edificios se aprecia y es deseada como el merecido final al confinamiento. Pero, ¿es que no hay un gran campo de adoración, misión e identidad de la Iglesia en el espacio que hay entre los dinteles de las puertas de los hogares y los portalones de los templos de piedra?

La Iglesia ha vuelto a las casas, pero psicológicamente aún continua comportándose y manifestándose con una profunda dependencia de las estructuras eclesiales físicas, como si éstas fueran el salvoconducto para una misión evangélica efectiva y coherente. Aún persiste cierta sintomatología eclesial de permiso clerical o diaconal para las buenas obras o para el amor al prójimo expresado en dar y darse integralmente. Pero las buenas obras no son siempre y necesariamente consecuencia directa o indirecta de cabales estructuras organizativas diaconales. Tanto el anuncio del Evangelio como el servicio al prójimo en todas sus modalidades y formas tiene en el trayecto del camino diario muchas veces lleno de polvo e incomodidades su espontánea y más eficiente expresión. Exactamente al modo del samaritano que descendía de Jerusalén a Jericó, sin servidumbres espirituales a los templos de piedra (Lucas 10:29-37).


3- La coartada de la oportunidad

Habitualmente los sucesos o eventos sociales que acontecen extraordinariamente fuera de la normalidad son calificados por el evangelicalismo como una oportunidad para mostrar la Gracia de Dios y predicar el Evangelio. En realidad, la palabra oportunidad es usada como amuleto o pretexto para decidir que éste o aquel momento parece el más oportuno para ser sal y luz en la sociedad, porque supuestamente en ese tiempo las gentes estarán más abiertas y necesitadas.

Como mínimo en la forma, la palabra oportunidad se convierte en un psicológico recurso exculpatorio para eximirse de anteriores o posteriores ausencias en la misión. Y tal vez en el fondo también ocurra lo mismo. Pero, precisamente, en la sociedad del camino la Iglesia, la oportunidad no tiene picos ni trazados en gráficas que anuncien idoneidad. La oportunidad sucede a cada instante, y ni una pandemia o la erupción de un volcán poseen mejor calificativo para ser una oportunidad. La redención del síndrome del oportunismo cristiano es una urgente necesidad ante una sociedad que a diario reclama innumerables acciones de servicio y amor al prójimo sin condiciones. Ni antes o después de la llamada oportunidad hay menos responsabilidad para hacer exactamente lo mismo.


4- El neoliberalismo eclesial

Sociológicamente, las iglesias cristianas son una copia social y costumbrista de su círculo humano y ambiental. Mimetizan en sus comportamientos todos los vectores de la sociedad que les ha tocado vivir. Por esto y por otras consideraciones que ya expresé en su momento en un libro, considero un mito la pretensión de muchos próceres del evangelicalismo el sostener que el cristianismo y, por ende, la Iglesia,  es contracultura. Primeramente, porque los parámetros de jerga o argot eclesial sostienen una estructura léxica y de estética modal ajena a la contracultura, sino de innegable subcultura. En segundo lugar porque las verdaderas contraculturas son absolutamente aislantes y aisladoras, y esta posibilidad, a pesar de que en algunos círculos pueda ser tendencia, no se aviene con la globalidad del comportamiento de las iglesias cristianas. Y como tercer aspecto entre otros, la Iglesia ha sido llamada a mezclarse o integrarse con las culturas y sociedades de manera que su luz alumbre los caminos, sino siendo un pueblo santo que camina entre sus conciudadanos y sus culturas (1ª Pedro 2:9). Pero observando las coordenadas socioespirituales de la eclesiología cristiana, muchas veces la pretensión de contraculturalidad puede denotar más un deseo de reputación, notoriedad o distinción que de identidad diferenciada, sea cultural o no.

Como todos los cristianismos y cristiandades de la historia, el cristianismo actual se articula y expresa en una particular mimesis sociocultural de su entorno que, en nuestro siglo XXI, tiene un comportamiento extraespiritual marcadamente neoliberal. La globalización neoliberal que emergió a principios de los años 80 del pasado siglo y que profusamente se desarrolló en la primera década de este milenio, ha impuesto como modelo universal la socialización individualizada y el beneficio perpetuo y obligadamente progresivo de las actividades económicas, mercantilizando aspectos básicos y necesarios de la vida, supeditando la convivencia social al modelo e, incluso, condicionando la supervivencia de los ciudadanos. Esta atrayente y egoísta disfunción ha ido creando una cultura absolutamente mercantilista e individualista en su autogestión y autosuperación, imponiendo un comportamiento de ciudadanía intencionalmente consumista.

El cristianismo ha absorbido y se ha sumido en la mentalidad neoliberal residente. Es la mimesis sociocultural que corresponde a nuestro siglo. El comportamiento subcultural por el que habitualmente se expresa, despliega unos modos determinantemente consumistas, donde la autogestión en la autosuperación espiritual son moneda de cambio y transformación, provocando nuevas variables respecto, por ejemplo, al bíblico concepto de santidad. El modelo de espiritualidad de alcance, logro o conquista de lo más imposible posible o, directamente, de lo imposible, ha generado un tipo de pensamiento mágico de la santidad que a final de cuentas mercantiliza la fe y sus experiencias vitales. Convierte la creencia en superación personal; y la fe en producto consumista. Es un tipo de cristianismo que a pesar de su buena voluntad con los pecadores, en realidad persiste en el cultivo de una santidad de beneficios distintivos comunitarios: un paso previo para la construcción de un modelo iglecéntrico de comunidad. Y, al final, en lugar de «perfeccionar la santidad en el temor de Dios» (2ª Corintios 7:1), cada santidad particular se convierte en un producto de suma en la realización eclesial al modo de dividendos empresariales.

La Iglesia, la comunidad de pecadores redimidos en permanente proceso de restauración, vive y coexiste con el sistema neoliberal que domina y define nuestros tiempos. Es parte de ella. Y pese a legítimos deseos identitarios y de pertenencia, un elitista neoliberalismo estructural que no necesariamente ha de tener una directa relación con el liberalismo teológico— invade las estructuras organizativas de las congregaciones, enfocándolas en la producción y el consumismo espiritual. El resultado más plausible es una Iglesia que se retroalimenta desproporcionadamente; que sobrecarga unas estructuras funcionales que a la par la limitan; que relaciona crecimiento y contabilización de fieles; y que uno de los objetivos espirituales más apetecidos, pero también más disimulados, es la repetitiva consumición de productos eclesiales.
 

5- El reverendo Jón Steingrímsson

Ante el acecho de la lava, el reverendo Jón Steingrímsson levantó la voz y oró al Señor por misericordia y gracia: «La gran angustia que ahora está en camino y sobresaliendo me enseña a mí y a otros a orar a Dios con justificación, que por su Gracia no nos destruirá apresuradamente. Y así es su poder, excepcional en nuestra debilidad» (Kristján Albertsson; 1973: 362).

Algunas crónicas, de las cuales el mismo pastor también dejó constancia, relatan que milagrosamente la lava se detuvo gracias a una acequia de riego que la desvió del camino de la capilla. El históricamente calificado como milagro nos lleva a observar la profunda convicción con la que el reverendo Jón congregó a sus conciudadanos frente a toda adversidad, el profundo contenido de su predicación y la oración de fe que elevó. Pero sobretodo nos conduce a considerar la sublime Gracia de Dios manifestada no solo en protección y refugio ante los eventos físicos sino frente a las difidencias espirituales.


No obstante y a pesar de su entregada misión en aquel confinado domingo de julio de 1783, el reverendo Steingrímsson no había vivido un pasado muy dichoso. Nació en una familia de clase baja, perdió a su padre de joven, se educó gracias a la ayuda de algunas almas benevolentes. Y por la insistencia de unos ante el obispado de Hólar fue admitido en su escuela. Al acabar sus estudios fue nombrado diácono en la iglesia Reynistaður. Tras la muerte de su pastor, Vigfússon, Jón comenzó un noviazgo con su viuda, Þórunn Hannesdóttir Scheving (1718-1784). Pero la inicial relación trajo un hijo fuera del matrimonio, por lo que sufrió las más infaustas críticas y condenaciones. Además se rumoreaba que el reverendo Vigfússon había muerto en circunstancias sospechosas y algunos incluso sugirieron que Jón intervino. El caso fue llevado a los tribunales y al final se dictaminó que Jón era inocente de los graves cargos que le imputaban. Sin embargo, su persistente observación naturalista de los sucesos volcánicos y sus estudios y práctica de la medicina le convirtió en un referente de la época, recibiendo al final de su vida honores de la corona danesa, de la cual Islandia formaba parte.

Después de que la pareja se casara oficialmente en 1753, el escándalo de la concepción extramatrimonial impidió que Jón pudiera ser ordenado pastor. Con su esposa Þórunn tuvieron cinco hijas, conviviendo, además, con tres hijos más que ella había tenido con el reverendo Vigfússon. Las relaciones entre Jón y los hijos de su esposa no fueron nada fáciles ni llevaderas. A pesar del profundo amor marital, los caracteres de Jón y los hijastros no congeniaban, por lo que se produjeron serias dificultades de entendimiento en el hogar. Además, los chismes y las críticas que persistían sobre su vida anterior obligó a la familia a cambiar del norte al sur de la isla para mudarse en una pequeña propiedad que su esposa había heredado en Reynir. En el proceso de cambio Jón vivió durante unos meses en una cueva mientras construía una pequeña casa. Finalmente, en 1761, Jón Steingrímsson sería ordenado pastor en la catedral de Skálholt y destinado al condado de Vestur-Skaftafellssýsla. Aparentemente había transcurrido suficiente tiempo para que su anterior relación extramatrimonial fuera perdonada.

Los días siguientes al inicial confinamiento en la capilla de Kirkjubæjarklaustur fueron extremadamente dolorosos. Aunque fueron salvados físicamente del fuego, gran parte de las propiedades y pertenencias habían perecido bajo una espesa capa de lava que aún seguía acechando lo que quedaba de la población. La falta de alimento, el hambre y la crudeza sanitaria provocada por el desastre volcánico llevó a Jón y a Þórunn a hospedar en la pequeña capilla a todos aquellos que perdieron sus casas, que se convirtió en oratorio, hogar y sala de velatorio ante las partidas eternas. En los siguientes meses de ese mismo año, 76 feligreses murieron y desde el confinamiento de la parroquia-hogar Jón cargaba con el difunto hacia el cementerio, subiéndolo en el único caballo que había por falta de ataúdes. En ocasiones tenía que enterrar seis, ocho o diez cadáveres en una misma tumba por la imposibilidad de cavar en una tierra plagada de lava.

El año siguiente, 1784, fue aún más difícil para Jón. Su esposa Þórunn falleció por las mismas causas que los demás. El hambre acumulado, el veneno atmosférico que diariamente respiraban y el intenso trabajo en la capilla-hogar cuidando de todos le llevó a un estado irreversible de desnutrición y desfallecimiento. Su muerte envió al pastor Jón a una depresión casi suicida. Nunca se recuperó. Pero pese a la ausencia de la persona con la que había formado un inquebrantable equipo, los últimos años de su vida los dedicó a los demás, a los que sufren, sin importar de dónde vienen ni si saben a dónde van.

No solo el confinamiento cúltico del domingo 20 de julio de 1783 y los milagrosos sucesos que le siguieron marcó la vida del reverendo Jón Steingrímsson. Continuó reafirmándose en su lucha por las necesidades de los demás, aunque a él mismo le costara la vida. Después de la partida de su esposa en 1784, ese mismo año tuvo que atender a unas cuarenta personas indigentes que llegaban expulsadas de sus distritos. El pastor Jón los recibió y acogió. Y elevó una oración por ellos y por la urgente necesidad de sustento. Al poco rato divisó a lo lejos que llegaba un cargamento de víveres suficiente para una semana. «La fidelidad de Dios  dijo Jón siempre sorprende, aún en medio de las circunstancias más adversas».

En los últimos años de vida se casó de nuevo y recobró cierta apariencia de felicidad, aunque en el fondo nunca se recuperó por completo de la pérdida de su primera esposa, Þórunn. Murió ocho años después, en el permanente confinamiento de la capilla-hogar de Kirkjubæjarklaustur, en 1791, a los 63 años de edad.


En la realidad y particularidad de su tiempo, Jón Steingrímsson el pastor de los confinados aprendió que la misión pastoral y espiritual de la Iglesia es acompañar a los que sufren por cualquier causa, en cualquier lugar y en cualquier circunstancia, administrando de multiformes formas y maneras la completa, íntegra e inclusiva Gracia de Dios, al modo de aquel samaritano que descendía por el camino de Jerusalén a Jericó. 

 

© 2020 Josep Marc Laporta

1 comentario:

  1. Me ha gustado, hay cosas que no entiendo muy bien, aunque si he entendido el "alma". Gracias.

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