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· Sociología de las pandemias (3)

© 2020 Josep Marc Laporta

1-Confinamiento ecológico

2-Léxicos y costumbrismos

3-Las víctimas sociales

 

1- CONFINAMIENTO ECOLÓGICO

 
    El concepto de confinamiento ecológico es otra de las evidencias transversales del cambio de rasante de la presente pandemia. Como en el caso del confinamiento capitalista abordado anteriormente y prisionero desde los años 80, el ecológico también tiene un largo recorrido de pensamiento confinado. Ya en los años 60 aparecieron los primeros síntomas de que la tierra estaba siendo afectada de manera determinante por la acción humana. El movimiento hippy fue una corriente juvenil contracultural, pacifista y libertaria en que, aparte de su desenfreno sexual, moral y de consumo de estupefacientes, mostró una profunda inconformidad ante la imposición de un modelo de sociedad y gestión planetaria errática. Y aunque sus propuestas no fueron ni las más convenientes ni perdurables en el tiempo, sí que mostró las primeras evidencias de desacuerdo social ante una realidad que el resto de la sociedad quiso ocultar tras su porfiado desarrollismo.
       Años más tarde aparecieron otras variables sociopolíticas, que desligadas de la vorágine de los 60 tomaron una progresiva conciencia social de la realidad ambiental del planeta. Tímidamente emergieron los primeros partidos políticos que presentaron propuestas ecológicas acorde con la realidad planetaria que se vislumbraba. La mayoría hicieron una mudanza programática y política desde el comunismo. Ante la debacle de aquel pensamiento en Europa y la poca influencia de sus postulados en las políticas estatales y regionales, los partidos prosoviéticos encontraron en la ecología una nueva razón de ser. Las primeras evidencias de la catástrofe planetaria certificaban sus postulados hasta el punto de ser los abanderados de la ecología y las políticas sostenibles.
       Ya en los años 90 del pasado siglo se empezaron a celebrar las primeras reuniones mundiales sobre el clima, observando ciertas perspectivas sobre la emergencia climática que se suponía que se avecinaba. Sin embargo fueron conferencias sin suficiente resonancia en la sociedad en general ni en las obtusas estructuras políticas de los países. Poco a poco y año tras año fue creciendo una mayor conciencia de responsabilidad planetaria, aunque sin llegar a imponerse. Y lo cierto es que hasta hace muy poco no ha alcanzado cierta notoriedad mundial.
       Es por estas razones que podemos sostener que el confinamiento ideológico respecto al riesgo de desastre ecológico, climático y ambiental del planeta ha perdurado hasta el día de hoy, manteniéndose en las agendas de manera latente como una amenaza sin posibilidad de resolución. Sin embargo, la irrupción de la pandemia del coronavirus obligará a un cambio de ciclo. Exigirá a los estados a dar pasos definitivos hacia una resolución más efectiva. Ya no es un cambio climático, sino una emergencia climática. La sustitución de la nomenclatura y que 38 de los 195 Estados del planeta ya hayan reconocido la urgencia de la situación, con compromisos firmes para reducir las emisiones de gases contaminantes en un 45% de cara al 2030 y a cero neto en el 2050, indica un importante cambio de rumbo y ritmo respecto a la mentalidad prisionera y confinada de años precedentes. La superación de la pandemia acelerará la perspectiva de emergencia ecológica y climática, y muy probablemente precipitará una mayor y más efectiva actuación de los Estados.
 

2- LÉXICOS Y COSTUMBRISMOS

 
       Toda pandemia histórica tiene sus nomenclaturas, algunas erróneas y otras con definiciones y directrices inadecuadas o inoportunas. Desde la llamada Plaga Justiniana del siglo VI en referencia al emperador Justiniano que precisamente sobrevivió, pasando por la Peste Negra del siglo XIV que en realidad era una epidemia bubónica, septicémica o neumónica, hasta la Gripe Española cuando en realidad el país hispano no fue el origen y fue el menos afectado, la historia de las pandemias es una colección de léxicos de incorrecta denominación, tanto del suceso sanitario como de las ordenanzas sociales.
       El concepto peste ya aparece en el Levítico (26:25), libro del Antiguo Testamento bíblico, al anunciar Dios en el monte Sinaí las consecuencias del incumplimiento del Decálogo: «Haré descargar sobre vosotros la espada, por haber roto mi alianza. Y si os refugiareis en las ciudades. Os enviaré peste, y seréis entregados a los enemigos». Es así como los términos peste o pestilencia han sido utilizados desde la antigüedad para designar cualquier enfermedad contagiosa y, por extensión y de forma metafórica, aplicarse a cualquier tipo de calamidad: pestis imperio de Cicerón, para hacer referencia a la ruina del estado, o pestis belli de Virgilio. Sin embargo, la peste también tiene una referencia apocalíptica o de los últimos tiempos de la historia, narrada por el apóstol Juan en Apocalipsis 6:8. La alusión a pestes es una aseveración bíblica que sitúa dichos ataques biológicos en todo el arco de la historia, hasta los últimos días. Por lo tanto, el concepto peste parece ser tan antiguo como la vida y la muerte, aunque, como en la actualidad sucede con otras nomenclaturas pandémicas, nunca han sido muy concretas y precisas para definir lo que realmente estaba sucediendo.
 
       A menudo el léxico que se usa para identificar la realidad y proveer de indicaciones cívicas para una buena gestión de la pandemia acostumbra a ser insuficiente y, muchas veces, erróneo y contradictorio. En la actual pandemia, conceptos como ‘distancia social’, ‘nueva normalidad’ o ‘toque de queda’ son anacronismos que conducen a la desorientación. La distancia nunca puede ser social, porque no tiene ningún sentido excluir o alejar a las personas en sus relaciones sociales, aún más con la ventaja que proveen los grandes medios de comunicación en red que disponemos. En todo caso se debería denominar ‘distancia interpersonal’ o ‘distancia física’; conceptos más apropiados y explícitos. Anunciar una ‘nueva normalidad’ es proclamar un mensaje inconexo con la auténtica realidad en un tiempo de grandes dificultades sociales. Tanto ‘nueva’ como ‘normalidad’ son palabras claramente positivas que no encajan con el complicado futuro que se prevé. Sería mejor haber apostado por conceptos como ‘tiempos de adaptación’ o ‘procesos de ajuste de la vida social’ que podrían resumirse en eslóganes más definidos y explicativos. Por su parte, la locución ‘toque de queda’ es un formulismo que tiene claras reminiscencias de tiempos de guerra, muy poco idónea y útil en tiempos de paz, donde la conciencia cívica es el activo más esencial para coordinar la población. Es más correcto e idóneo denominarlo ‘confinamiento nocturno’.
       En la actualidad, los diseños de las campañas comunicativas en tiempos epidémicos han tenido grandes y graves lagunas. Muy a menudo se ha abusado de los números de contagiados o de muertos para informar a la población del grave riesgo pandémico. Y si bien es cierto que contabilizar vidas y decesos ofrece una concreta perspectiva del alcance real de la situación, también es evidente que la mente humana no se ha desarrollado evolutivamente con los números sino con las historias. Desde muchos siglos antes de Cristo, los humanos nos hemos explicado historias para entender cognitiva e integralmente los sucesos diarios y coetáneos que nos competían. Un ejemplo oriental: en los orígenes de la civilización china nacieron cuentos y leyendas que explicaron valores y conocimientos trascendentes para la población. La leyenda del Rey Mono, los Amantes Mariposa, la Dama Serpiente Blanca o la Creación de Universo con un huevo negro donde cielo y tierra estaban concentrados con un único ser durmiente, P'an-Ku, son mitos que revelan no solo conocimientos ancestrales sino una manera de comprender y aprender la vida. Son formas de transmisión y comprensión que permiten captar toda la dimensión, con sus detalles, particularidades y globalidades. Así también lo hizo Jesús en el siglo I cuando con sus parábolas revelaba el mensaje eterno y hacía recapacitar a sus coetáneos. El recurso de las parábolas fue una manera de comunicación social muy didáctica e impregnada de cotidianeidad que involucraba integralmente al oyente y lo hacía partícipe en todos sus detalles narrativos.
       Hoy en día los números han sustituido las historias. En la presente pandemia, la contabilización de personas afectadas y decesos ha sustituido la cruda realidad de las personas que han sufrido y sufren, que han sido ingresadas en hospitales y que se han visto al borde de la muerte. Sus particulares historias tienen más didáctica social que los números de afectados y muertos. Las administraciones estatales han ofrecido números y más números esperando que la población reaccionara con ellos hasta llegar a la sensibilización. Pero ha conducido al hartazgo. Tanto los Estados como los medios de comunicación han saturado de información numérica, muchas veces redundante y excesiva, sin tener en cuenta que la mente humana ha sido formada y modelada a lo largo de los siglos por historias. Un ejemplo sencillo son los cuentos para niños. El de Caperucita Roja, aparte de que su mensaje pueda ser controvertido, ejemplifica perfectamente una socializada educación infantil basada en una simple y aleccionadora historia. Detrás de cualquier leyenda hay muchas moralejas y muchos pensamientos que crean coordenadas de comprensión. Es por ello que la gestión de la crisis pandémica centrada informativamente en estadísticas, en el fondo provoca insensibilización. Primeramente porque una cifra o muchas cifras de hospitalizados o muertos nunca podrá alcanzar a explicar toda la profundidad social de la situación ni es la más idónea para la concienciación y creación de nuevos hábitos. Y, segundo, porque los números son información sin contexto, normalmente fríos y calculados, mientras las historias provocan muchas comprensiones y consideraciones, y, consecuentemente, reflexiones empáticas que desarrollarán emociones e implicaciones más integrales y personalizadas.
 
       Los distintos grupos humanos que componen una sociedad no son toda la sociedad, aunque se acostumbre a generalizar para llegar a todos ellos. Especialmente en una situación de grave crisis, como la pandémica, donde el mensaje ha de alcanzar a todas las capas y segmentos, es muy necesario tener en cuenta que un solo mensaje con un solo patrón comunicativo es irrelevante e insuficiente para el fin comunicativo. Dirigirse a jóvenes no es lo mismo que hacerlo a adultos, a niños o a ancianos. Cada segmento tiene sus medios, coordenadas de comprensión y diferentes capacidades de asimilación según su contexto social. Para los jóvenes, TikTok o You Tube es su acceso rápido a la información y, también, la manera más fácil de llegar a ellos; para los adultos son los medios de comunicación más generalistas, tanto periódicos como internet y televisión; y, para los ancianos, básicamente la televisión es su medio de conexión social. Bajo este prisma es absolutamente paradójico y denunciable que en los momentos más graves de la pandemia el gobierno de España hiciera una extensa campaña publicitaria en los diarios de mayor tirada de la prensa nacional con un sobreportada o encartado con el lema ‘Este virus lo paramos unidos’. Aún más teniendo en cuenta que la inmensa mayoría de la población española estaba totalmente confinada y no podría comprar prensa diaria, se puede observar cómo aquella propaganda era, básica y exclusivamente, una campaña de marketing gubernamental. Dos meses más tarde, otra autopublicidad afirmaba: ‘Salimos más fuertes’, cuando las víctimas se contaban por miles. Paradójico.
       Los mensajes que una población recibe con mejor y mayor capacidad de asimilación y asunción deben tener, sobretodo, sencillez de aplicación. De nada sirve anunciar que se deben lavar las manos para prevenir el contagio si en los supermercados o en cualquier establecimiento no hubiera dispensadores. Hay que hacer fácil el comportamiento de la sociedad. Lavarse las manos es un concepto sencillo de aprender, sobre todo si hay dispensadores en los mercados. ¿Por qué la gente aprendió a lavarse las manos? Porque era un gesto sencillo que se enseñaba mediante un dispensador antes de entrar a un establecimiento. El acierto y rapidez de los comercios con los dispensadores facilitó el aprendizaje del consejo gubernamental. Consecuentemente, este concepto nos enseña que la información en sí misma no es suficiente para el logro de un fin si no está apoyada por un acto sencillo, una acción factible y una disposición concreta.
 
       Tanto el léxico como los mensajes que se emiten tienen una gran importancia para el fin que se persigue. Es un teorema ineludible para una buena comunicación, sobre todo en tiempos de crisis. La facilidad con que las administraciones estatales han desestimado la participación de sociólogos y antropólogos en la comunicación pandémica, en muchos casos ha conducido a una gran publicidad de la misma pandemia y a elevar a los altares la crisis sanitaria. Sin embargo, la contribución de los profesionales es muy necesaria no para realizar buenas campañas publicitarias, sino para entender la sociedad en su complejidad global, para comprender cómo actúa y cuáles son sus automatismos naturales en tiempo de dificultad. Los grupos humanos tienen sus particulares parámetros de comprensión y asimilación de un hecho o de una realidad, por lo que conocerlos para acercarse a ellos de manera adecuada y ajustada a sus necesidades es el camino más pertinente para una sabia comunicación más allá de eslóganes y frases hechas.
 

3- LAS VÍCTIMAS SOCIALES

 
      Toda pandemia tiene sus víctimas: implicados e implícitos sujetos que habitualmente viven y pertenecen a los estratos más humildes de la sociedad. En todas las crisis sanitarias del planeta los más afectados siempre han sido los más pobres y menesterosos. Ya sea en la Plaga de Justiniano de la primavera del 542, cuando un brote de peste bubónica alcanzó la populosa ciudad de Constantinopla que vivía sus días más gloriosos de la mano del famoso emperador que, precisamente, sobrevivió, como en la Peste Negra del siglo XIV que mató a unos 75 millones de personas en todo el planeta, o como en las epidemias transportadas al Nuevo Mundo por los conquistadores españoles, en todas ellas las más perjudicadas han sido las capas más humildes de la sociedad. Innumerables ejemplos históricos dan prueba y fe.
 
       En el año 1848, el gobierno prusiano envió a un joven médico llamado Rudolf Virchow para investigar una epidemia de tifus en la Alta Silesia. Virchow no sabía qué causó la devastadora enfermedad, pero se dio cuenta de que su propagación era posible debido a la desnutrición, las condiciones de trabajo peligrosas, las viviendas hacinadas, el saneamiento deficiente y la falta de atención de los funcionarios públicos y los aristócratas. Ante esa hecatombe, Virchow afirmó que «la medicina es una ciencia social», «y la política no es más que medicina a gran escala». Este punto de vista quedó medio en el olvido después de que la teoría de los gérmenes se generalizara a fines del siglo XIX. Cuando los científicos descubrieron los microbios responsables de la tuberculosis, la peste, el cólera, la disentería y la sífilis, la mayoría se obsesionó con esas némesis recién identificadas. Los factores sociales se vieron como distracciones excesivamente políticas para los investigadores que buscaban ser lo más 'objetivos' posible.
       En Estados Unidos, la medicina se partió en dos. Los nuevos departamentos de sociología y antropología cultural se centraron en el aspecto social de la salud, mientras que las primeras escuelas de salud pública del país se centraron en las luchas entre gérmenes e individuos. Esta brecha se amplió a medida que las mejoras en la higiene, los niveles de vida, la nutrición y el saneamiento alargaron la esperanza de vida: cuanto más mejoraran las condiciones sociales, más fácilmente se podían ignorar.
       El giro ideológico que se aleja de la medicina social comenzó a revertirse en la segunda mitad del siglo XX. Los movimientos por los derechos de las mujeres y los civiles, el auge del ambientalismo o ecologismo y las protestas contra la guerra crearon una generación de académicos que cuestionaron la legitimidad, la ideología y la práctica de cualquier ciencia que ignore la desigualdad social y económica. A partir de la década de 1980, una nueva generación de epidemiólogos sociales volvió a estudiar cómo la pobreza, los privilegios y las condiciones de vida afectan la salud de una persona, hasta un grado que ni Virchow habría imaginado. Pero como ha demostrado la Covid-19, la reversión aún no está completa.
 
       Inicialmente, científicos norteamericanos describieron la Covid-19 como un ‘gran ecualizador’, es decir, un virus socialmente generalista pero de mucha incidencia gremial. Pero cuando los diferentes estados de los EUA empezaron a publicar sus datos demográficos, de inmediato quedó manifiesto que la enfermedad estaba infectando y matando de manera desproporcionada a personas de color. Lógicamente estas disparidades no son biológicas. Proceden de décadas de discriminación y segregación que dejaron a comunidades minoritarias en vecindarios más pobres, con trabajos mal pagados, más problemas de salud y menos acceso a la atención médica. El mismo tipo de problemas que Virchow identificó unos 170 años atrás.
       La Covid-19 no es solo una enfermedad de entidad biológica, sino que también es un difusor dentro de las relaciones humanas y sus enclaves de socialización y comunicación. Tan solo recordar el lugar donde el coronavirus se identificó por primera vez en diciembre de 2019 y su sencillo entorno social en un mercado mayorista de mariscos en la ciudad de Wuhan, en China, podremos tener una idea mucho más aproximada de que las víctimas sociales al final siempre son las mismas. Por lo tanto, la Covid-19 no es un problema sanitario, también es social. Lo que parece un solo problema, en realidad son muchas más cosas: todas a la vez. Consecuentemente, lo que debemos valorar y estudiar es, literalmente, todo en la sociedad, en todas las escalas, desde las cadenas de suministro hasta las relaciones individuales y colectivas, porque todo es salud y toda salud global es sanitariamente un asunto social en que las víctimas siempre están en los estratos más bajos de la sociedad.
       Las pandemias no saben ni de territorios y ni de ricos y pobres; pero mayormente los pobres son los que ponen los muertos. El 60% de los fallecidos en EUA son negros. Los migrantes son los siguientes, los que cuidan a los desprotegidos. Y en España más del 40% de los decesos han sido en geriátricos, por lo que, contando los no internados, el tanto por ciento global de ancianos de más de 65 años fallecidos se sitúa por encima del 60%. En México la irrupción de la pandemia llegó de parte de ejecutivos financieros que habían estado en un resort en EUA. Fueron los primeros muertos: los que tenían posibilidades de tener vacaciones en otros países. Pero la expansión de la pandemia llegó a los más indefensos socialmente y económicamente con un ingente número de muertos entre los más pobres. Al final, la pandemia afecta a los más menesterosos: los negros y latinos en EUA; los ancianos y débiles en Europa; los indígenas en las conquistas españolas; y los mendicantes en el siglo VI y XIV.
 
       Por lo general, las cifras son muy reveladoras de la fatal relación que hay entre economía y salud, y entre economía, salud y pobreza. La discusión de si hay que priorizar la salud por encima de la economía o ésta por encima de la salud no es un asunto puramente científico y sanitario, sino sociológico. Acostumbrados a que los ricos y sus centros de poder acostumbran a estar siempre más protegidos de cualquier enfermedad que las clases bajas, es previsible pensar que mientras que a ellos no les afecte muy directamente, la economía siempre ha de estar por encima de la salud. Pero en la presente pandemia esta ecuación parece ser un espejismo. Los muertos han estado más cerca de los centros de poder, por lo tanto su directa afectación ha influido en cómo se resuelve el binomio salud-economía.
       Es evidente que el SARS-CoV-2 se ha propagado más lejos y más rápido que cualquier virus nuevo en un siglo. Para los poderosos políticos y científicos occidentales en sus grandes despachos gubernamentales y empresas farmacéuticas no era una amenaza tan lejana como el Ébola o el Sida. Realmente el coronavirus amenazó con infectar e inflamar sus propios pulmones. Por lo tanto ya no era una cuestión entre ricos y pobres, heterosexuales y homosexuales, europeos y africanos, o primer mundo y tercer mundo. El virus también afectó a los más poderosos y la secuencia ya fue un asunto mayor. Por lo tanto, ante la gran expansión que les amenazaba, el genoma del SARS-CoV-2 fue decodificado y compartido por científicos solo 10 días después de que se notificaran los primeros y alarmantes casos. En dos meses se habían secuenciado más de 197.000 genomas del SARS-CoV-2. Se aprendió más rápido que nunca sobre cualquier virus de la historia, que afectaban también a las altas esferas sociales y políticas. Consecuentemente, el dilema entre economía y salud entró en conflicto. Y la disyuntiva entre economía, salud y pobreza también entró en una lucha de preferencias o priorizaciones.
       Al parecer se pretendió cercar el virus paralizando y confinando momentáneamente la economía, que, aunque lo parezca, no es lo mismo que priorizar la salud. Más bien fue un asunto de equilibrios entre ambos elementos, en el que los más perjudicados fueron las capas más débiles, que son los que sostienen una estructura económica más precarizada y previsiblemente de más fácil afectación. De esta manera se pretendió parar el primer golpe, con la economía prácticamente suspendida para proteger los centros sanitarios, no la salud. Sin embargo, para los obligados a cerrar sus negocios no hubo suficientes contrapartidas en tiempo real que compensaran sus pérdidas, aún salvaguardando su salud. Así que si paralizando la economía se puede detener la avalancha sanitaria a los centros hospitalarios y, consecuentemente, la salud, seguramente los siguientes pasos irían por los mismos derroteros, que lógicamente conduciría a una elección fatal: ¿poner más muertos o salvar la economía sanitaria y gubernamental? La resolución de la mayoría de los Estados fue poner más muertos sin salvar la salud real, pero salvando la economía de las estructuras de poder. Es decir, priorizar y proteger la economía sanitaria y gubernamental del Estado dejando que las capas trabajadoras no salven ni su economía ni, tal vez, su salud. Una anomía social y sanitaria.
       Éticamente, la elección entre salud y economía tan solo tiene una verdad social: optar siempre por la salud, y, en cualquier caso y para protegerla, adoptar diversas medidas de choque muy comprimidas y decisivas temporalmente. Es decir, cortocircuitar en muy poco tiempo la expansión del virus con confinamientos y cierres perimetrales universales y paralizaciones totales y absolutas, con la finalidad de neutralizarlo de cuajo para volver rápidamente a una cierta normalidad. Una buena salud de la población siempre proporcionará o facilitará una buena economía. Mientras que una mala salud individual y social nunca posibilitará una buena economía. La elección es sencilla. El miedo a tomar medidas decididas, directas, rápidas y de choque, quedándose a medio camino entre la elección de salud o economía y con intereses en lo segundo, puede llevar muy fácilmente a la pobreza económica y sanitaria de los estratos más humildes de la sociedad, que son los que siempre acabarán pagando la factura de la salud y la economía de todos. 

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