1- La espiritualidad del yo
2- Préstamos religiosos
LA ESPIRITUALIDAD DEL YO

Los valores
democráticos y la economía de mercado han acentuado notablemente la dimensión
individual frente a la perspectiva comunitaria. A pesar de las apariencias, el
grupo ya no es el preferente protagonista del relato humano; tampoco
necesariamente el referente. El individuo emerge con fuerza auspiciado por la
democratización de la vida cotidiana representada en el derecho a voto. El
acceso masivo a una clase media lo suficientemente pudiente como para
administrarse recursos mínimos o medianos ha ido encumbrando al individuo al
altar del protagonismo y a la construcción de un proyecto vital, con total
autoridad social para diseñar sus propios horizontes de futuro. La tradición,
el grupo o la asociación ya no son marcos referenciales sólidos en tiempos de
cambios constantes. Por ello, el individuo se recluye en su fortín, resolviendo
desde su soledad decisoria el camino por el que debe discurrir su existencia.
La tribu postmoderna —el
grupo— existe y se forma siempre y cuando sintonice
individualidades, como un conglomerado de minorías que reflejan actitudes
personalistas y privadas. Es en este sentido cuando la fe se convierte aún más
en una elección de la conciencia individual, no una transmisión de una verdad
revelada. Pero el análisis habrá de ser mucho más minucioso y detenido. Para creer
ya no sirven las grandes generalidades eclesiásticas, con sus tradiciones,
dogmas y ritos, sino que se personaliza hasta el punto de llegar a la
proliferación de espiritualidades, incluso en las mismas iglesias cristianas, según
la particularidad y peculiaridad de cada individuo. Esto conduce a una
disociación entre creencia y pertenencia. Es decir, la fe sin adscripción, o la
fe agregada a más o menos minúsculos grupos de afinidad socioespiritual,
incluso dentro de marcos eclesiales mayores. Como ejemplo de ello es
ilustrativo considerar cómo en muchas congregaciones evangélicas se observan notables
diferencias o apreciaciones teológicas de fondo entre sus miembros, que evidencia
la gran individualización, subjetividad y disociación de creencias y pertenencias.
Harold Bloom
(1)
define la
individualidad de la espiritualidad contemporánea como una herencia del
pietismo inglés emigrado al nuevo mundo en los siglos XVII
y XVIII. Sus reflexiones
apuntan al fundamentalismo y a una muy acentuada personalización del acto
vicario de Jesús.
(2)
Los movimientos
avivamentistas —del pietismo inglés colonizador de las tierras de
América del Norte— se caracterizaron por una gran individualización de
la experiencia de fe. Bíblicamente y desde la óptica evangélica, la conversión
cristiana es un acto personal e intransferible; un asunto unidireccional de
relación con el Creador. Sin embargo, un permanente y abusivo énfasis también induce
a la privatización de la fe, lo que fácilmente puede dar lugar a nuevas y
dispersas interpretaciones y revelaciones teológicoreligiosas.
Desde esta perspectiva
se observa cómo muchas de las nuevas confesiones religiosas del ocaso de la
cristiandad nacieron en América del Norte, gracias a la hiperinterpretación o
hiperrevelación; al fin y al cabo nuevos formatos de individualismo religioso.
Los Mormones, la Cienciología, los Adventistas del Séptimo Día, los Testigos de
Jehová, incluso el pentacostalismo, así como la Nueva Era o las nuevas
espiritualidades sociales, son confesiones o manifestaciones cien por cien norteamericanas,
fruto de la tendencia a la individualidad espiritual y sus consiguientes hiperrevelaciones
e hiperinterpretaciones.
En este contexto de
religiosidad estadounidense, en el que la experiencia individual se convierte
en criterio de validez universal, se ubica la matriz de los nuevos formatos de
espiritualidad. Ello entronca con el ocaso de la modernidad y la cristiandad, y
el sustrato de una postcristiandad tecnocientífica, con el individualismo como
seña de identidad del hombre postmoderno. El diversificado fundamentalismo
norteamericano ha aportado un importante plus en la construcción postcristiana
de una espiritualidad de intereses particulares, que aunque no siempre mira por
lo propio en cuestiones de sociabilidad, sí que en lo teológico conforma nuevos
contenidos y formatos con la finalidad de abastecer su propia particularidad y
perspectiva.
La espiritualidad del yo
es la resultante de este proceso individualizado de la postcristiandad,
multiplicado también por el yo proyectado
a través de compartir experiencias, imágenes y aspectos que en otro tiempo
pertenecían exclusivamente a la intimidad. El yo proyectado ahora también se construye en la constante
aprobación del otro, gracias al I like de las redes sociales y a la consecuente
retroalimentación del ego. Este modelo I like también interviene en
la psicología de las congregaciones actuales. La gratificación constante y
tentativa de lo religioso mediante una espiritualidad de consumo instantáneo
provoca y facilita un tipo cristianismo de experiencia espiritual individualizada:
tocar el cielo y lograr un I like personal, para volver radiante y complacido de
haber alcanzado la conexión con la divinidad; un
modelo de espiritualidad que difiere al de la cristiandad, más contemplativo, expectante
y caviloso.
Especialmente en los
cultos y rituales de las iglesias evangélicas y, concretamente, en el
evangelicalismo, a día de hoy se cubren paso a paso todas las expectativas de
la individualidad religiosa de la postcristiandad: deseo, intención,
acercamiento, conexión, acaparamiento, culminación, plenitud, satisfacción, clímax
existencial, confort, apaciguamiento y reposo. Un circuito completo de
autosatisfacción espiritual y complacencia psicológica. Pero, pese a la
aparente beatitud del proceso, éste es un proceder religioso marcadamente
individualista y autónomo, que se asemeja más al desconcierto espiritual de
Pedro al pretender construir una enramada particular para Jesús, Moisés y Elías
en lo alto del monte (Lucas 9:28-36), que a la realidad de
un cristianismo que cree, vive y se goza en la salvación en su contexto
comunitario de ekklesia incrustada en su
sociedad. Sin embargo, el
individualismo del yo espiritual de la postcristiandad va más allá: en su
placidez y complacencia espiritual y psicológica parece prescindir incluso de
Moisés y Elías.
Aunque aparenta un
cristianismo eclesial corporativo y de relación asociada, muchas de las
congregaciones actuales se refugian en la individualidad colectivizada. Por lo
general, el culto dominical es el espacio donde se aprecian las más curiosas dinámicas
de la llamada subjetividad individual. A modo de ejemplo ilustrativo, tan sólo
en la abstracción semiótica de muchos de los llamados tiempos de alabanza cantados
se puede observar cómo existe una significativa ausencia de convergencia
comunitaria que, por otro lado, busca su contrapeso en actividades paralelas eclesiales
o socioeclesiales. La proyección de los cantos y las alabanzas en grandes
pantallas individualiza exponencialmente la espiritualidad, propiciando una
expresividad semiótica de línea directa entre creyente, canto proyectado y
experiencia unilateral y autónoma. La mirada colectiva pero al mismo tiempo muy
individualizada y absolutamente direccionada hacia la pantalla, posibilita un
tipo de absentismo situacional, también inducido por la expresión postural
autónoma y liberada de manos alzadas, ojos cerrados y orientación cenital.
Cuando en tiempos de la
cristiandad desde la presidencia cúltica se anunciaban los himnos y los
creyentes debían buscarlos por número en sus himnarios de libro,
inevitablemente se producía un intercambio de información contextual y una
innata perspectiva situacional. A esta circunstancia se le añadía la avenencia
de compartir el himnario de cantos con el compañero de bancada, fuere conocido
o no. La lectura cercana de los himnos emplazaba a los creyentes a una
orientación común respecto a lo sustantivo del acto: la alabanza como cuerpo
eclesial. Al menos semióticamente, los cantos se expresaban con una mayor
relación e interacción comunitaria. Y aunque es evidente que en la actualidad
la liberación corporal ha facilitado una mejor expresividad y, posiblemente, una
mayor involucración en la alabanza cantada, también cabe resaltar que,
precisamente por esa liberación particular, se satisface una superior
subjetividad experiencial y una alharaca religiosa.
Sin embargo, la
espiritualidad del yo no sólo se aprecia en
los cantos comunitarios. También en la individualización de las predicaciones existe
una gran dependencia y sometimiento al yo emisor y al yo
receptor. Por un lado, los mensajes parecen presentados más desde una identidad
referencial en primera persona que desde una exposición bíblica liberada de
prejuicios y aprensiones personales: el yo
predicador acaparando y poseyendo al yo
predicado. Y, por otra parte, la direccionalidad de los sermones pretende la
transmisión de un Evangelio de conveniencia, donde ciertas insuficiencias
éticas o morales de individuos de la congregación se convierten en predilectos
y competentes argumentos de exposición bíblica. Es decir, una predicación con
destinatarios predefinidos y preidentificados que se constituyen en sujetos
activos de la inspiración divina y bíblica. En otras palabras, el predicador y el
predicado definiendo desde su yo espiritual cuál deberá ser el contenido de la
exposición bíblica.
Todas estas descripciones,
con sus distintas y particulares variables, manifiestan la gran
individualización y subjetividad de los servicios religiosos cristianos y cómo
la potenciación del yo espiritual se ha convertido en un particular dios
del cristianismo de la postcristiandad. El culto a la experiencia espiritual
individualizada es un estado común en las religiosidades actuales. Sin embargo,
en el evangelicalismo se ha acuciado hasta ciertos extremos que cada vez más su
praxis se asemeja a las contexturas psicológicas de las filosofías religiosas orientales.
PRÉSTAMOS RELIGIOSOS
La fascinación por las
espiritualidades orientales ha permeabilizado las sociedades de la
postcristiandad. Desde que The Beatles,
allá por los años 60, declararon haber encontrado un nuevo
sentido tras viajar a la India, a Rishikesh, en busca del maharishi Mahesh Yogi
(1917-2018), progresivamente la cultura occidental se ha ido
interesando por distintas formas de espiritualidad y meditación trascendental
orientales. Esta seducción se explica por un cierto desencanto respecto a la
propia tradición religiosa occidental, por la motivación hacia todo lo nuevo y
por los elementos de practicidad de sus recursos espirituales, como la serenidad,
el autoconocimiento o el autocontrol.
El desencanto respecto
a un modelo de cristianismo monopolizador, sujeto y objeto de la cristiandad,
es una de las razones de la apertura occidental hacia lo oriental. El
cristianismo tradicional y evolucionado no parece haber satisfecho el anhelo de
liberación psicológica y autoconocimiento personal. Y con que las sociedades de
la postcristiandad han hecho un proceso de individualización, cada vez más el
hombre y mujer de nuestros días busca conocerse desde el ámbito de la
experiencia. Es por ello que las religiones filosóficas orientales tienen tanta
predilección en Occidente, transfiriendo al cristianismo dos de los aspectos que
mejor le definen: la individualización y subjetividad de lo religioso y la búsqueda
de experiencias espirituales introspectivas.
Una de las principales motivaciones
de las religiones filosóficas orientales consiste en profundizar en la
experiencia del yo y conocer sus mecanismos
psicológicos mediante la introspección. Es el llamado camino interior, de
autoconocimiento, de buscar una identidad propia que calme y sosiegue el alma. En
consecuencia, las distintas filosofías religiosas orientales fomentan la
pretensión máxima de la individualidad, que se constituye como medio y fin para
el supremo conocimiento existencial.
Algunas de sus
prácticas, como distintas modalidades de yoga, introducen aspectos de
relajación para alcanzar un bienestar general de la persona, reducir el estrés
y obtener un equilibrio emocional. Asimismo las técnicas meditativas del
budismo zen pretenden la pacificación del alma mediante prácticas de
interiorización y reposo psicológico, en algunos casos mediante mantras y
repeticiones silábicas. Y la práctica del Tai-Chi procura incrementar el
autocontrol y la armonía entre cuerpo y mente. Junto a estos tres elementos, la
incorporación de nuevos modelos filosófico-religiosos, como la conexión no-teísta
del budismo o la no-violencia social, han aportado a la cultura occidental un plus
que ha sido imitado o copiado en buena parte.
El cristianismo transformado,
evolucionado o renovado, como son distintas ramas o denominaciones evangélicas,
ha recogido algunos aspectos de la psicología filosófica oriental. A modo de
ejemplo social, el pastor bautista Martin Luther King adoptó el espíritu
pacifista del movimiento de la no-violencia y resistencia hindú. Mahatma Ghandi,
el abogado hinduista conocido por discursos que combinaban política y pasajes
de los libros sagrados de distintas religiones orientales, escribió en 1927:
«Existen muchas
causas por las cuales estoy dispuesto a morir, pero ninguna por la cual esté
dispuesto a matar», o «me opongo a la violencia porque cuando parece causar el bien, éste sólo
es temporal. El mal que causa es permanente». Estas
afirmaciones, pronunciadas después de estudiar derecho en Inglaterra y sufrir
prejuicios y discriminación debido a su raza en su estancia en Sudáfrica, fueron
razonamiento de fondo en la realización de la Marcha de la
Sal a lo largo de trescientos kilómetros hasta el océano
Índico, reclamando el derecho de su pueblo a producir sal. Es interesante observar
cómo el modelo filosófico-religioso oriental de la no-violencia social fue
adoptado posteriormente por Martin Luther King en su Marcha por el Trabajo y la Libertad de 1966.
Y aunque Jesús también habló de no-violencia y de poner la otra mejilla (Mateo
5:38-39), lo cierto es que el préstamo entre religiones tuvo uno
de sus corolarios contemporáneos en el pacifismo social militante.
La conexión espiritual no-teísta
del budismo y otras religiones orientales, como el hinduismo y el jainismo,
también ha tenido una notable influencia sobre el cristianismo de la
postcristiandad. La concepción de espiritualidad centrada en la experiencia
personal y el consecuente confort psicológico es uno de los efectos más
visibles de la ascendencia oriental. La búsqueda y demanda de un Dios a medida
de la autorealización personal en el yo
espiritual y psicológico es una dependencia que sitúa la fe en el ámbito del
no-teísmo. Si la trascendencia suprema de Dios es constantemente sometida a la subjetiva
validación del cristiano en su estricta individualidad ritual, de facto se
produce una negación de la deidad, puesto que la revelación ya no es un don
divino sino una potestad del creyente que implícitamente evalúa al Creador a
partir de su personal prerrogativa (Juan 1:14-18; Romanos
1:18-32; Hebreos 1:1-2; 1ª Juan 5:20).
Esta variable, que ensalza la particular experiencia de fe por encima de la
soberana gracia de Dios (Efesios 2:8; Tito
2:11-14; Hechos 15:11;
Romanos 5:15), genera un cristianismo muy dependiente de sus obras
de demostración y validación rituales, absolutamente subordinado a la reproducción
y repetición de probidades espirituales. Sin embargo, éste es simplemente un
mecanismo psicológico de validación de su supuesta honorabilidad espiritual, aunque
sin una palpable y verificable confrontación de su auténtica realidad ante Dios.
O, lo que es lo mismo, una nueva modalidad de fe auspiciada y sostenida por obras litúrgicas del yo espiritual, subjetivo e individualizado (Romanos
11:6).
Los préstamos entre
religiones son habituales y no deberíamos extrañarnos que constantemente se
produzcan y deban ser identificados con rigurosidad. Entre el judaísmo y el
cristianismo primitivo acontecieron múltiples préstamos que dieron lugar a
comportamientos de la nueva Iglesia que, en algunos casos, convino
reconducirlas. La sinagoga informal que en sus inicios se convirtió la Ekklesía (Hechos 13:5; 18:4) o la
conveniencia de la circuncisión de nuevos creyentes (Hechos
15; Filipenses 3:1-3), fueron asuntos que tuvieron gran importancia y
tratamiento. Sin embargo, algunos aspectos que atañen a lo ritual en la
práctica religiosa no sólo inciden en la espiritualidad litúrgica sino también
en la psicología del orante.
La influencia oriental
en ambientes cristianos es manifiesta. Algunas comunidades han incorporado similitudes
de meditación zen a su vida de oración. Una
concreta posición del cuerpo y una absorta disposición cenestésica en la
plegaria son formas que el cristianismo ha ido incorporando o renovando en sus
rituales. El discernimiento espiritual también se ha visto afectado con
técnicas como el eneagrama, aplicándose en ejercicios espirituales y retiros. Asimismo
se han llegado a utilizar mandalas
como herramienta de conexión profunda del yo
espiritual, instaurando ashrams
cristianos que integran la práctica de la meditación trascendental, creando
espacios de amor y luz. Y también se han incorporado mantras o repeticiones silábicas, que transportados a la
alabanza musicada han dotado de un concepto mántrico
a los cantos cortos repetidos hasta la saciedad. Pero la realidad es que estos
modelos se circunscriben a la utilización de la música y el lenguaje como
emancipación de la mente y la liberación de sus límites metafísicos, para dar
lugar a sentidos de espiritualidad psicológicamente superiores.
Aparte de la idoneidad o
no de las propuestas, estas dinámicas religiosas de préstamo han de ser
entendidas a la luz del proceso de mundialización. La desregulación del mercado
conlleva la homogeneización de los productos. En consecuencia, la creación de
un mercado religioso homogéneo supone el distanciamiento respecto de los marcadores
de la cultura originaria para que las formulaciones religiosas se conviertan en
un producto exportable. Sucede así en todas las direcciones: del cristianismo a
las religiones filosóficas orientales y de lo oriental a lo occidental. Un
ejemplo de esto último lo encontramos en los Hare Krishna,
movimiento fundado en Nueva York en 1966
para difundir el hinduismo entre los jóvenes procedentes de los grupos
contraculturales norteamericanos. Es un caso de hinduismo preparado para la
exportación, ya que rompe con algunos aspectos de la cultura original —por
ejemplo, rechaza el sistema de castas— y adopta formas de la sociedad que
lo acoge, como el hecho de celebrar oraciones especiales los domingos.
En general, las nuevas
formas de religiosidad nacen de este nuevo contexto socioeconómico y encuentran
en la globalización un espacio idóneo donde difundirse. La contingencia de la mundialización
provoca que a fin de que las creencias puedan funcionar en un entorno cultural
diferente, es imprescindible configurarlas con un formato compatible con otras
maneras de creer. Actualmente, si una religión aspira a ser universal o global
debe esforzarse en ser culturalmente neutra y genéricamente inclusiva. La
disociación entre religión y territorio, es decir, la desterritorialitzación,
conlleva un proceso de desculturación, de desconexión de la cultura matriz y de
apertura a procesos de hibridación y mestizaje.
Algunos decenios atrás,
el historiador de las religiones y novelista rumano Mircea Eliade
(3)
aludía a algunas
manifestaciones religiosas modernas con términos muy peyorativos. Hablaba de la
algarabía mágico-religiosa degradada hasta niveles de caricatura. Según Eliade,
el proceso desacralizador de la existencia humana ha desembocado, no en la
desaparición del hecho religioso, sino en el surgimiento de formas híbridas de
magia ínfima y de religiosidad simiesca, pequeñas religiones, sectas y escuelas
pseudoocultistas, neoespiritualistas, pretendidamente herméticas.
(4)
De estos impulsos que en su día apuntaba Mircea Eliade, también surgen formas cristianas muy individualizadas, a veces con características excéntricas, pintorescas, llamativas o estrafalarias. De ahí se puede colegir el extraño interés del evangelicalismo contemporáneo por los hechos insólitos, el deseo de lo maravilloso, la fascinación por los milagros o cualquier atisbo de suceso sobrenatural aunque sea en el marco de la más simple ritualidad. De alguna forma, tras ese préstamo religioso y su mundialización se está trivializando lo sagrado, banalizando la espiritualidad, devaluando la creencia que, en vez de adentrarse en las profundidades de la fe, nos mantiene inmovilizados en una superficie psicológica que a menudo se convierte en vulgaridad espiritual, con la fragmentación de lo sagrado como eufemismo de la misma fe.
De estos impulsos que en su día apuntaba Mircea Eliade, también surgen formas cristianas muy individualizadas, a veces con características excéntricas, pintorescas, llamativas o estrafalarias. De ahí se puede colegir el extraño interés del evangelicalismo contemporáneo por los hechos insólitos, el deseo de lo maravilloso, la fascinación por los milagros o cualquier atisbo de suceso sobrenatural aunque sea en el marco de la más simple ritualidad. De alguna forma, tras ese préstamo religioso y su mundialización se está trivializando lo sagrado, banalizando la espiritualidad, devaluando la creencia que, en vez de adentrarse en las profundidades de la fe, nos mantiene inmovilizados en una superficie psicológica que a menudo se convierte en vulgaridad espiritual, con la fragmentación de lo sagrado como eufemismo de la misma fe.
Los préstamos
religiosos de nuestro tiempo están propiciando una intensa y extensa
psicologización; es decir, una sacralización del comportamiento psicológico
espiritual, que se expresa mediante un incontenible afán de conocer y
experimentar el propio yo
espiritual bajo un fantástico paraguas de beatitud santificada. Ejemplo de ello
es la industria de la música cristiana y sus influyentes tentáculos en los
cultos cristianos y celebraciones eclesiales. La conjunción de la marca pop con
los mantras cantados mediante
breves y repetidas estrofas, crean una cierta sensación psicológica de plenitud
espiritual y existencial. Ser llenos del Espíritu Santo se confunde con ser
llenos de la experiencia de cantar, tocando el cielo con el aura mágica y
milagrosa de la alabanza. Pero previo al cantar es la plenitud (Efesios
5:18). El préstamo religioso oriental del mantra cantado y repetido está incitando al cristianismo a
estar más pendiente de la experiencia psicológica del yo espiritual complacido que al absoluto sujeto, objeto
y hacedor de nuestra alabanza.
La sacralización del
comportamiento psicológico espiritual mediante distintas fórmulas modernas de
meditación absentista o trascendental está afectando al desarraigo de la verdadera
naturaleza de la fe cristiana —receptora, transmisora y
transferidora. Este desarraigo está vinculado a un desinterés gnóstico hacia la
realidad, fortaleciendo un espiritualismo desencarnado que posterga el
compromiso con los demás, la solidaridad personal y la justicia —entendida
ésta última como alta responsabilidad universal con la Creación y lo creado. Es
por esta ausencia de consciencia y competencia universal que en los cultos
cristianos se persigue la excelsitud del yo
espiritual y la enramada interior, tal vez para evadirse de las
responsabilidades externas que implica una justicia de acción cotidiana. La fe
cierta, tangible, comprobable y evidenciada acostumbra a cotizar a un precio humano
más alto que la excelsitud de una experiencia religiosa individualizada en
primerísima persona del singular.
Clarividente y muy completo. Gracias por tu esfuerzo en ilustrarnos. Especialmente esta última seria de la psicología de la espiritualidad es oro al menos para mí. Un saludo desde Puerto Rico de Ricardo López Ares.
ResponderEliminarGracias Josep Marc. Paco Hidalgo
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