Capítulo
del libro ‘El mito de la contracultura cristiana’
© 2020
Josep Marc Laporta

La gran industria editorial evangélica ha copado las
librerías cristianas de todo el mundo con textos de todo tipo con la finalidad
de saciar la sed de conocimiento teológico y, también, de satisfacer la comezón
de oír de unos cristianos postmodernos que a veces parecen desear más
profundizar en nuevas experiencias espiritualistas que en aplicar las verdades
que ya conocen. No son pocas las editoriales que pugnan por su cuota de mercado
cristiano, buscando la viabilidad de sus negocios para sostener sus propias
líneas de opinión teológica. Pero pese a la positiva labor que entre unas y
otras realizan, una de las tendencias que subyace es la gran retroalimentación
de un cristianismo de puertas adentro que, aunque numéricamente es
minoritario, se muestra muy elitista por la gran complacencia de sentirse la
reserva espiritual de la sociedad. Esta es una conducta claramente
contracultural, sostenida en una subcultura estanca.
Por su parte, la potente industria discográfica cristiana
ofrece al gran público, especialmente el joven, un vasto mercado de cantantes,
grupos, música y composiciones con pretensiones de monopolio espiritual y
adoracional. La pedagogía de alabanza que la industria musical cristiana
comparte y proclama a través de conciertos de adoración, discos compactos o por
Internet, estandariza los cantos de todo el planeta a un solo concepto musical
y de adoración. Más allá del modelo de negocio discográfico y del
mantenimiento de un tipo de ministerio cristiano basado en la masiva
producción y el entretenimiento, se descubre la transmisión de un estrecho
abanico de temas, teologías y formas cúlticas que pretenden pasar como
exclusivamente ciertas e irrefutables espiritualmente. Sin embargo, también más allá de
su implantación universal subyace un cristianismo abusivamente contracultural:
una estructura medular de iglesia muy agrupada alrededor de sus propias
experiencias musicales y sociocultuales.
La industria de los predicadores inspiracionales itinerantes
presenta un tipo de cristianismo interno a la carta, capaz de inspirar y
enfervorizar a los eventuales asistentes de campañas, retiros o campamentos
cristianos con retadoras prédicas espiritualmente desafiantes en un ambiente de
gran inflamación del espíritu y las emociones. Aunque, sin embargo, también en
evidente detrimento de la directiva autoridad pastoral de sus congregaciones
que a cada uno de los asistentes correspondería. Acostumbrados a la dinámica
locuacidad de su particular industria comunicacional, los predicadores
inspiracionales itinerantes acostumbran a saber cómo tocar las fibras
sensibles de los asistentes, logrando el objetivo de animar, alentar o
inspirar, al menos temporáneamente, a un auditorio con comezón de oír.
Estas tres industrias de la mercadotecnia cristiana influyen
de manera decisiva en el modelo de subculturalidad de las iglesias del siglo XXI, al tiempo que se aprestan a imponer una contracultura de modelo
cristiano como adverso o contrapeso de la cultura dominante. La tendencia de la
Iglesia cristiana de querer ser la versión perfecta de la sociedad,
inconscientemente le impulsa a la apresurada copia o a la versión cristiana de
los léxicos y las estéticas del mundo al que pertenecen. Pero también le empuja
hacia la cueva del gueto y el suburbio cultural. Y todo por no querer mezclarse
decididamente con las culturas a las que fue comisionada, pretendiendo ser un
modelo de cultura que, en realidad, nunca fue llamada a ser.
Alejados en tiempo y espacio de la industria subcultural o
contracultural del cristianismo del siglo XXI, la
interculturalidad del pozo que presenta el evangelista Juan (cap. 4) en el cual Jesús se encuentra con una ciudadana samaritana, mujer que ha
tenido cinco maridos y que pertenece a otro segmento cultural, es una clara
muestra de cómo el Evangelio es interculturalidad y relaciones abiertas por
encima de privacidades sociocostumbristas o acaparamientos mercantiles
cristianos. Ubicándolo en su cultura hebrea, Jesús no debía hablar con una
mujer a solas, y mucho menos siendo samaritana. Situándola también en su
cultura, una mujer samaritana no podía salir de casa a esa hora, ni hablar privadamente
con un varón en público, y, ni mucho menos, entablar una profunda conversación
sobre aspectos costumbristas, nacionales o religiosos. Pero, de repente, una
mujer excluida, considerada inferior, impura, pecadora, despreciada y
desvalorada, pasa a ser mujer atendida, incluida, valorada y reconocida. La
interculturalidad que expresa el texto bíblico es una clara evidencia de la
profundidad y alcance de un Evangelio tan universal como individualizado. Dos
culturas y distintas maneras de entender la vida, los sucesos, las costumbres o
la religión, conversan sin renunciar a los perímetros formales de su propia
cultura ni tampoco sometiéndose dialectalmente a la del otro, descubriendo
definitivas conclusiones espirituales más allá de la propia y particular
realidad.
Cuando el apóstol Pablo afirma que «ya no hay judío ni griego…, ni hombre ni mujer…» (Gálatas 3:28), expresa muy oportunamente la interculturalidad
del Evangelio que anunciamos. Ya no hay hegemonías, ni contraculturas
religiosas, ni dependencias coyunturales, por muy cristianas que sean, sino que
la esencia redentora de Jesús rompe todas las barreras sociales, raciales,
sexistas, étnicas y culturales. Circunscrito en su tiempo y peculiaridades
costumbristas, el pozo de Jacob representa la sed global, la paritaria
necesidad corporal, afirmando la igualdad al dignificar la mujer y suprimiendo
cualquier superioridad cultural o religiosa. Ni aquí ni allá —ni Garizín ni Jerusalén—, afirmaría Jesús (v. 20-21), al declarar que el nuevo contrato espiritual de salvación no dependería
ni de una supremacía cultural ni de un lugar o formato de adoración
predilecto. La nueva adoración será en espíritu y en verdad en medio de
cualquier cultura, en cada cultura y a través de sus particulares elementos de
comprensión cultural.
Los pozos son lugares privilegiados de encuentro y también
de conflicto, pero, sobre todo, de reconciliación. En la tradición judaica el
pozo se había convertido en un elemento mítico que sintetiza los pozos de los
patriarcas y el manantial que Moisés abrió en la roca en el desierto (Génesis 24;
29:2-10; Números 21:16-18). Isaías dice: «Sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación» (12:3). Y en otro texto asegura: «Todos los
sedientos, venid a las aguas…» (Isaías 55:1). El pozo es un lugar
simbólicamente insondable, culturalmente compartido, donde surge y se mantiene
la vida, lugar de encuentro y conversación. Con la mujer samaritana Jesús
instaura una comunicación íntima y profunda por encima de distancias culturales
y sin los guetos propios de cada grupo social. Su relación con la mujer rompe
tanto las barreras propias de su nacionalidad como las de ella. Quiebra los
prejuicios sociales y sitúa la salvación en el punto medio de la relación, más
allá de las discrepancias sociales y religiosas, y de las evidentes distancias
culturales.
Las insondables y profundas aguas del Evangelio de salvación
no pueden pertenecer ni permanecer en los antros de una supuesta y elitista
contracultura cristiana o de sus acomodadas subculturas. El Evangelio ya no es
propiedad de un monte u otro —ni Garizín ni Jerusalén— (v. 20-21), sino que por la Gracia de Dios mediante su Hijo
en la cruz ya es parte de todas las culturas, sin posesiones religiosas ni
sesgos particulares. La simbología del agua viva de Jesús expresándose
mediante el agua de manantial que corre y que siempre se renueva
dinámicamente, va en contraposición del agua de las cisternas (Génesis
26:19; Jeremías 2:13) y de los pozos estancos, dejándolos como simples
lugares de contacto intercultural. El agua de vida, Jesús, supera el pozo y el
inicial «dame de beber», dialogando, convirtiéndose en no judío, en extranjero, necesitado,
marginado con la marginada y excluida. Y la mujer deja el cántaro y también se
dispone a abandonar su espacio de seguridad, su tradición y el lugar que su
cultura y sociedad le habían asignado. El pozo intercultural da paso al agua
viva universal, sin contraculturas ni subculturas y sin cristianismos de
refugio sociocultural. Porque el Evangelio «es poder
de Dios para todo aquél que cree» (Romanos
1:16).
QUe verdad y que acertado es! Somos parte de un mundo subcultural, escondidos de los demás creyendo que como dice: somos la reserva espiritual del planeta. Lo somos! Pero somos también tan elitistas...!!!! ...que nos perdemos en nuestros refugios. Que Dios le bendiga por sus acertados artículos, hermano. Salva.
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