Corría el año 2006 cuando Donald Trump llegó a la
presidencia de los Estados Unidos con el 81% del electorado evangélico;
mientras que los demócratas, representados por Hillary Clinton, alcanzaron tan
solo el 16%. La cruzada de Trump en aquellas elecciones para asegurarse el apoyo
protestante, que aproximadamente representa el 25% del electorado, fue
titánica. «Créanme», repetía a diestro y siniestro
para convencer a la cristiandad estadounidense, cotejando a grupos sociales que
aparentemente los demócratas tenían controlados, organizando encuentros y
mítines cuidadosamente dirigidos o codeándose con la élite blanca y evangélica.
Sus propuestas avivaron el fervor cristiano ario al pregonar resolutivas acciones
respecto a la vida de los no nacidos, la seguridad nacional, el cierre de
fronteras a los inmigrantes o el proteccionismo estadounidense, con un cierto
nativismo racialmente contaminado.
Pero más allá de las propuestas sociales, es evidente que todo
discurso tiene un pensamiento político que lo ampara. Como empresario que está acostumbrado
a utilizar el dinero como moneda de cambio para todo lo imaginable, a Donald
Trump la democracia le parece un sistema de gobierno aburrido y lento, que
contiene métodos y reglas que requieren largos debates y complejos procedimientos
para tomar decisiones difíciles con el mayor respaldo posible. Por esa lejanía
a veces tan inteligible para el ciudadano de a pie, Trump prefiere la política
directa sin un necesario respeto a los procesos democráticos, para poner sobre
el tapete público propuestas visibles y efectistas. Esta simbiosis es el
principio que empareja a todos los líderes populistas del planeta, tanto de
derechas como de izquierdas, y que también conjuga con una psicología
evangélica simplista, que busca férvidamente aquel político que alardee de
valores tradicionales, de fe, Dios y Biblia, mostrándose muy directo y
elocuente en sus propuestas políticas moralizadoras. A falta de reflexiones
comparadas, basta una verdad suprema para convencer de virtudes políticas.
Sin embargo, la percepción de un exceso de democracia también
es un sentir que aparea votantes y políticos de corte cristiano que en el fondo
ansían una teocracia absolutista donde Dios sea el gran centro político de
gestión y actuación. El creciente temor a una sociedad occidental aparentemente
en descomposición ética y paulatinamente empobrecida en lo económico, impulsa
sentimientos resolutivos y determinantes en favor de un gobierno donde la voz
de Dios tenga preeminencia sobre cualquier discusión parlamentaria. En realidad
es la búsqueda de un gobierno teocrático que les eluda responsabilidades de
socialización política. Por ello, los mesías de grandes absolutismos éticos acostumbran
a fanfarronear piedades discursivas para conquistar las almas de fieles cuya
esperanza es bajar un cielo particular para salvaguardarse políticamente,
eximirse socialmente y redimir a la descaminada sociedad. Esta tendencia del
evangelicalismo que se preocupa más en calificar los pecados de la carne sin
tener en cuenta que todos nacen del corazón, elude muy fácilmente la
responsabilidad horizontal de lo social. Abandonados a la supremacía ética de su
extractada verdad, auspicia líderes que los representen sin importar los
trasfondos curriculares que los sostienen. Pero el diálogo social y político no
debiera tener fronteras ni verdades absolutistas.
No obstante, la coalición entre mesías-político cristiano y
cristianos de iglesias-mesías-pastores, conduce a escenarios paradójicos y a
veces muy contradictorios. Las controversias morales de Donald Trump también
están sobre la mesa. Recientemente la revista cristiana más influyente que
fundara el evangelista Billy Graham, Christianity Today,señaló
que Trump debería ser destituido de su cargo por el impeachment en la
Cámara de Representantes. Al parecer y con suficientes evidencias, su catadura
moral es cuestionable. Los pecados del cuerpo y de las manos parecerían estar
por encima del espíritu si no fuera porque todos pertenecen al ámbito del
espíritu (Mateo 5:28). Así que, a pesar de las
explícitas palabras de Jesús, para el presidente electo acallar la inmoralidad
de la administración es un bien supremo con la lógica del interés propio y
nacional. O la contratación de convictos criminales para cargos de relevancia
es una práctica necesaria para la cohesión y el justo equilibrio de favores. O
sus públicos devaneos con las mujeres de los cuales pruebas fonográficas
revelan que se siente orgulloso, vienen a ser actitudes remisibles y
disculpables si el proyecto de nación bajo Dios está asegurado. O si las
acciones y gestiones inmorales, variopintas y pérfidas, habrán de ser ignoradas
mientras la economía claramente dibuje gráficas ascendentes.
Ante todas estas disfunciones, parece que el patrocinio evangélico
norteamericano prefiere la primacía de una teocracia de admisiones corruptas a
ser una simple, pero honrosa, minoría, a lo que los interesados fieles parecen
calificar como un tipo de devaluación en la misión accionarial de la iglesia. Esta
parece ser la realidad y sus circunstancias. Así y a final de cuentas, lo
cierto es que no debe ser nada fácil ser luz del mundo cuando controlas la red
eléctrica, o sal cuando monopolizas todos los saleros. Y tampoco debe ser lo
mismo creer que acercamos el Reino de Dios a la tierra cuando en realidad
estamos erigiendo soberanías políticas en nuestros reinos privados.
Daniel Deitrich, pastor en la Iglesia de South Bend City en
South Bend, Indiana, escribió el Himno para el 81% debido
a la frustración que le suscitó el apoyo evangélico a Donald Trump. Cuando le
preguntaron por qué lo escribió, respondió que «en
2016, el 81 por ciento de los cristianos evangélicos blancos votaron por Donald
Trump después de, entre otras cosas, escuchar una grabación de audio
presumiendo de agredir sexualmente a las mujeres. E incluso después de
promulgar políticas deliberadamente crueles para destrozar familias y poner a
los niños en jaulas en el sur en la frontera, el apoyo evangélico se manifestó
tan ferviente como siempre».
La perplejidad de Daniel contrasta con ese 81% que ven en
el presidente la mano de Dios para Norteamérica: «Fui
criado en el mundo evangélico y me enseñaron a tomar en serio las palabras de
Jesús: ama a Dios, ama a tu prójimo, alimenta al hambriento, lucha contra la
injusticia (…) Es por eso que he estado tan confundido y profundamente triste
por la inquebrantable lealtad a un hombre que tan claramente encarna lo
contrario de estos valores». Y no sale de su asombro cuando
observa que, al final de todo, existe una versión del cristianismo que canta
sobre un Dios que derriba muros pero apoya a un presidente que los construye. Y
sospecha que las mismas personas que escriben canciones de adoración a Jesús
defienden a un presidente cuyas políticas y prioridades son una contradicción
directa con las enseñanzas fundamentales del Maestro, con cosas como acoger al
extraño, atender a los pobres y amar a nuestros enemigos.
Pero ante la capa de denuncia y acusación que aparenta, Daniel
prefiere indagar y ahondar en un ejercicio de honestidad personal para no caer
en errores de suficiencia religiosa: «Mira, no soy perfecto y
tengo por delante mucho por crecer y aprender. No estoy gritando desde lo alto
de mi caballo; simplemente estoy tratando de repetir las palabras de Jesús y
los profetas, aunque pueda ser incómodo escucharlo». Por
eso compuso el Himno para el 81%. Y como apunta Shane Claiborne
en su entrevista a Daniel Deitrich en Red Letter Christians,(1) a
veces la adoración también es resistencia. En este caso un claro mensaje
profético y de denuncia:
Crecí en tus iglesias,
domingo por la mañana, culto de la tarde,
arrodillado entre lágrimas al pie de una cruz escarpada.
Me enseñaste que cada vida es sagrada,
alimentar al hambriento, vestir al desnudo.
Aprendí de ti que la ley más alta es el amor.
Te creí cuando dijiste
que debería confiar en las palabras escritas en rojo
para guiar mis pasos en medio de un mundo malvado.
Asumí que harías lo mismo,
así que imagina mi consternación
cuando te vi conducir las ovejas a los lobos.
Dijiste que amabas a los perdidos,
así que ahora te amo.
Dijiste decir la verdad,
entonces te estoy pidiendo cuentas.
Por qué no vives las palabras
que dejaste en mi
boca,
que el amor venza y la justicia pierda.
Comenzaron a poner a los niños en jaulas,
arrancando a las madres de sus propios bebés.
Y te busqué para hablar en su nombre,
pero todo lo que oí fue silencio,
o lo justificaste de
mal en peor:
cantando gloria, aleluya e izando la bandera.
Tu miedo se había convertido en odio,
pero lo bautizaste con un lenguaje
arrancado de las páginas del Gran Libro.
Tú armaste la religión
y te preguntas por qué me voy:
para encontrar a Jesús en el lado equivocado de tus muros.
Gracias Josep Marc, nítido y fresco tu escrito. Un abrazo
ResponderEliminarGràcies Josep
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