© 2019 Josep Marc Laporta
1- Dinámicas litúrgicas primitivas
2- Una liturgia participativa
3- Sacerdocio universal a medias
1- DINÁMICAS
LITÚRGICAS PRIMITIVAS

Si pudiéramos aislarnos de esa mirada tan anquilosada por
el paso de siglos y siglos de disposición espacial constantiniana,
apreciaríamos cómo el modelo o, mejor dicho, la inspiración neotestamentaria
invita a una dinámica bastante diferente a la que nos hemos acostumbrado tan
aferradamente. De entrada percibiríamos que la Iglesia primitiva estructuró su
eclesiología sobre el valor de la interrelación y correspondencia mutua; y no
bajo la norma de la representación pública. El frontal litúrgico que desde
Constantino dominó cualquier forma de culto o misa, ya fuere protestante o
católico, no tiene mucha conexión con el latir espiritual de los cristianos del
primer siglo. Cantar, orar, compartir las enseñanzas o partir el pan no eran
actividades enfocadas o encaradas en o hacia unos oficiantes que asumían una
exclusiva y preferencial representatividad o conducción ritual. Nada de ello
tenía sentido, hasta el punto de que una de las señas más eminentes de la
Iglesia primitiva era la corporatividad y intercomunicación cúltica.
En las postrimerías de su ministerio el mismo Jesús marcó la
tendencia relacional que deberían seguir las futuras congregaciones: «En esto conocerán todos que sois mis
discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros» (Juan
13:35). La interacción principal de la vida de la Iglesia debería
ser el amor. Muy pronto esta pauta fraternal se hizo realidad en las primeras
reuniones de Pentecostés al «perseverar
en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el
partimiento del pan y en las oraciones» (Hechos 2:42). Más
allá de la reiteración semántica del término en el Nuevo Testamento, la
etiqueta ‘de unos a otros’ se
convirtió en la verdadera marca que definiría la relación de las primeras congregaciones.
‘De unos a otros’ se
convirtió en un modelo no solo relacional sino litúrgico.
Parece evidente que la anquilosada percepción postmoderna y
postcristiana, pasada por el tamiz de siglos de constantiniana, luterana,
reformada, bautista, metodista o pentecostal construcción, nos impide ver que
esta formulación tan repetida en las epístolas paulinas también atañe al culto cristiano;
algunas veces incluso preferencialmente. Buena parte de las citas ‘de unos a otros’ aluden
al encuentro litúrgico y a la comunión espiritual de la Iglesia en acto
público. Y a pesar de nuestra tendencia a observarlas preferentemente fuera de
la liturgia, como si fuera un simple consejo para un mejor compañerismo
extraculto, la realidad es que se refieren al culto cristiano.
De entrada, la marca se instituye en el concepto de la corporatividad
eclesial: «porque siendo
muchos, somos un cuerpo en Cristo, y todos miembros los unos de los otros» (Romanos
12:5; Efesios 4:25). Una corporatividad que, como anticipó Jesús, se funda en
el supremo modelo del amor: «Amaos
los unos a los otros con amor fraternal; en cuanto a honra, prefiriéndoos los
unos a los otros» (Romanos 12:10; 13:8; 1ª Tesalonicenses 4:9; 3:12; 1ª Pedro
1:22; 1ª Juan 3:11, 23; 4:7, 11, 12; 2ª Juan 1:5). Y así
como el apóstol Pablo invita, en comunidad, a esperarse a comer unos a otros (1ª
Corintios 11:33), también insta a que los «miembros todos se preocupen unos de los otros» (1ª
Corintios 12:25; Efesios 4:2). También el ósculo santo es la muestra de
que el cuerpo permanece conjuntado en la señal del amor (1ª
Corintios 16:20; 2ª Corintios 13:12; Romanos 16:16; 1ª Pedro 5:14; Hebreos
10:24). Y, al mismo tiempo, el privilegio de la hospitalidad y
acogimiento son otros de los distintivos del cuerpo eclesial: «Por tanto, recibíos los unos a los otros,
como también Cristo nos recibió, para gloria de Dios» (Romanos 15:7;
1ª Pedro 4:9).
Pero poco a poco el apóstol se
introduce en aspectos que cada vez más identifican la vida de Iglesia como organismo
que se edifica mutuamente: «Pero estoy seguro de vosotros, hermanos míos, de
que vosotros mismos estáis llenos de bondad, llenos de todo conocimiento, de
tal manera que podéis amonestaros los unos a los otros» (Romanos 15:14;
Hebreos 3:13). Según el contexto, la
amonestación o exhortación no parece ser una condición que deba darse unilateralmente
fuera de las relaciones eclesiales, como si se tratase de un acto individual o
privativo entre dos personas aisladas. Amonestar, corregir o reconvenir es una
invitación a la comunidad a «desechar la mentira, hablando verdad cada uno con
su prójimo; porque somos miembros los unos de los otros» (Efesios 4:25;
Colosenses 3:9), puesto que es necesario ser «benignos unos
con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os
perdonó a vosotros en Cristo» (Efesios 4:32; Colosenses 3:13), en el sometimiento mutuo (Efesios 5:21).
Parecería inverosímil que todas
estas instrucciones fueran dadas a las iglesias exclusivamente para uso
individual entre cristianos fuera de las actividades congregacionales y
asamblearias o directamente a los pastores y responsables eclesiales. Cuando el
apóstol escribe sus cartas, a no ser que fueren personales con designación concreta
(Tito, Timoteo Filemón, etc.), nunca especifica los nombres de los presbíteros o
ancianos, sino que íntegramente se dirige a toda la comunidad eclesial (Iglesia en Roma, Colosas, Tesalónica, Filipos,
Corinto, Éfeso, etc.). Es por ello que la particularidad
de ‘unos
a otros’ es absolutamente comunitaria no
solo por su terminología sino también por la intención corporativa a los
destinatarios. Además de exhortar a «servíos
por amor los unos a los otros» (Gálatas 5:13) y a «sobrellevar las cargas los unos a los
otros» (Gálatas 6:2), también anima a alentarse «los unos a los otros con estas
palabras» (1ª Tesalonicenses 4:18; 5:11); en
concreto las del mismo apóstol al referirse a la segunda venida del Salvador.
Pero las entrañas interactivas del culto cristiano quedan claramente
reflejadas en Colosenses 3:16, cuando el apóstol afirma: «la palabra de Cristo more en abundancia
en vosotros, enseñándoos y exhortándoos unos a otros en toda sabiduría,
cantando con gracia en vuestros corazones al Señor con salmos e himnos y
cánticos espirituales». Y en Efesios 5:19 vuelve a apuntar parecida
fórmula: «hablando entre
vosotros con salmos, con himnos y cánticos espirituales, cantando y alabando al
Señor en vuestros corazones; dando siempre gracias por todo al Dios y Padre, en
el nombre de nuestro Señor Jesucristo». La amonestación y exhortación
de los pasajes mencionados anteriormente quedan consolidados en la pauta de que
la Palabra de Cristo sea el centro interactivo de la relación asamblearia y cúltica,
mediante el canto y la exhortación mutua: «entre vosotros».
Es por estas razones que la comunión de los santos no era
una exclusividad directiva que partía explícitamente de un frontal litúrgico,
sino un cometido y responsabilidad interactiva de todo el cuerpo eclesial. Como
parte inclusiva de este tipo de experiencia grupal, Santiago aconseja
encarecidamente: «Confesaos
vuestras ofensas unos a otros, y orad unos por otros, para que seáis sanados.
La oración eficaz del justo puede mucho» (Santiago
5:16). Y como un aspecto consecuente a la oración, el perdón
público entre hermanos era una de las evidencias comunales del crecimiento del
cuerpo: «Soportándoos unos a
otros, y perdonándoos unos a otros si alguno tuviere queja contra otro. De la
manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros» (Colosenses
3:13; Efesios 4:32).
La edificación del cuerpo de Cristo mediante la relación participativa
y recíproca fue uno de los distintivos de su identidad: «animaos unos a otros, y edificaos unos
a otros, así como lo hacéis» (1ª Tesalonicenses 5:11). La
interactuación instructiva se expresaba en la manera como todos contribuían al
bien común: «que
amonestéis a los ociosos, que alentéis a los de poco ánimo, que sostengáis a
los débiles, que seáis pacientes para con todos» (1ª
Tesalonicenses 5:14). No obstante,
cuando el apóstol se refiere a una de las marcas de Pentecostés, especifica muy
diáfanamente la realidad sociolitúrgica de la Iglesia primitiva en una larga y
detallada exposición, que se resume en «¿Qué hay, pues, hermanos? Cuando os reunís, cada uno de
vosotros tiene salmo, tiene doctrina, tiene lengua, tiene revelación, tiene
interpretación. Hágase todo para edificación» (1ª
Corintios 14:26). En el texto se insinúa una gran diversidad de participación
litúrgica, con una libertad de intervención tal que permite presuponer que ésta
era la normalidad. Sin embargo Pablo parece reconvenir a los corintios al
orden, a la coordinación y a la preservación de una espiritualidad fructífera.
Podría haber corregido radicalmente la línea litúrgica de los corintios y determinar
que solo los presbíteros debieran suministrar toda doctrina, lengua, revelación
o interpretación. Pero no lo hizo. Recondujo la situación con la prescripción
de que todo tendría que hacerse con orden y con la finalidad de la edificación
del cuerpo.
Por lo general, el escenario que desvelan estos pasajes
bíblicos es el de comunidades muy interactivas. Como ya apunté en anterior
capítulo, la lógica bíblica invita a pensar que las Iglesias eran pequeñas
congregaciones que se coordinaban entre sí, formando un cuerpo mayor en cada
ciudad. Sin esta viabilidad demográfica y hogareña, prácticamente sería
imposible crear esa atmósfera de relación libre y conversacional entre los creyentes
que señalan las epístolas que, dicho sea de paso, daría frutos de testimonio y
cohesión eclesial verificable. Es por todo ello que la predicación no era un largo
e intelectual monólogo, al modo griego (1ª Corintios 2:1-5), sino
que tanto podían ser discursos de tiempos y formas bastante concisas, colmadas de
referencias a la vida y obra del Salvador, como alocuciones que podían ser interrumpidas
o interaccionadas con los asistentes (Hechos 2:14-39; 3:12-26;
4:8-12; 10:34-44; 13:16-41; 17:16-34; 22:1-21; 23; 26). Tampoco
los cantos estaban diseñados o programados directivamente, sino que se
compartían libremente entre los creyentes para edificación del cuerpo (Colosenses
3:16; Efesios 5:19). Y mucho menos la doctrina se impartía al modo de una sesuda
clase de estudio bíblico, sino se comunicaba dialogadamente con sendas
interlocuciones entre creyentes, nuevos conversos e invitados: un discipulado
interactivo y en el camino (Hechos 8:26-39; 4). Todo
ello nos da una idea mucho más aproximada de que el culto neotestamentario no
se celebraba ante un frontal litúrgico directivo y representativo, sino que el
formato estaba supeditado a facilitar la interactuación y relación comunicacional
entre los creyentes. Una liturgia absolutamente horizontal y de mesa circular.
2- UNA
LITURGIA PARTICIPATIVA
Uno de los documentos más antiguos que disponemos de
liturgia cristiana data del año 150 d.C. Es un registro muy temprano que de
manera bastante precisa narra cómo eran los cultos primitivos, herederos contiguos
de los neotestamentarios. Son tiempos en los que Pedro, Lucas, Juan y Pablo ya habían
desaparecido físicamente, así como los subsiguientes discipulados, y donde las sucesivas
generaciones de cristianos esparcidas por todo el Imperio Romano empezaban a adoptar
distintas personalidades según la zona geográfica. Sin embargo, el documento al
que aludiré no ha gozado de una gran popularidad por parte del protestantismo
reformado ni del evangelicalismo. No así en el catolicismo, sobre el que siglos
más tarde el Concilio de Trento asentaría su teología eucarística. La razón
estriba en una alusión a la transustanciación de los elementos. Según el documento,
tras la plegaria de consagración, el pan y el vino cambiarían su substancia
convirtiéndose en el cuerpo y la sangre de Jesús. La diferencia de criterios
entre el protestantismo evangélico y el catolicismo es evidente. No obstante, en
este capítulo prescindiré de la discusión antropológica, sociológica y teológica
sobre los orígenes y certitud de la transustanciación para dar paso a la
perspectiva que Justino Mártir, el escritor de la carta, nos ofrece del culto.
Justino Mártir fue uno de los primeros y más destacados
apologistas cristianos. Samaritano por región de nacimiento y de familia pagana
latina, se convirtió al cristianismo después de desechar la filosofía griega en
la que había crecido y conocido profusamente. A pesar de pertenecer a una época
en que la liturgia neotestamentaria ya estaba iniciando su transformación, de él
hemos recibido uno de los relatos más evidentes de la mesa circular u
horizontal del culto primitivo. En el año 155 d.C., en una carta al Emperador
Antonino Pío relata algunos de los elementos básicos de la liturgia del segundo
siglo:
«Después de ser bautizado de ese modo, y adherirse a nosotros quien ha creído, le llevamos a los que se llaman hermanos, para orar juntos por nosotros mismos, por el que acaba de ser iluminado, y por los demás esparcidos por todo el mundo. Suplicamos que, puesto que hemos conocido la verdad, seamos en nuestras obras hombres de buena conducta, cumplidores de los mandamientos, y así alcancemos la salvación eterna.
«Después de ser bautizado de ese modo, y adherirse a nosotros quien ha creído, le llevamos a los que se llaman hermanos, para orar juntos por nosotros mismos, por el que acaba de ser iluminado, y por los demás esparcidos por todo el mundo. Suplicamos que, puesto que hemos conocido la verdad, seamos en nuestras obras hombres de buena conducta, cumplidores de los mandamientos, y así alcancemos la salvación eterna.
Terminadas las oraciones, nos damos el ósculo de la paz. Luego, se
ofrece pan y un vaso de vino mezclado con agua a quien preside, que los toma, y
da alabanza y gloria al Padre del universo, en nombre de su Hijo y por el
Espíritu Santo. Después pronuncia una larga acción de gracias por habernos
concedido los dones que de Él nos vienen. Y cuando ha terminado las oraciones y
la acción de gracias, todo el pueblo presente aclama diciendo: Amén, que en
hebreo quiere decir así sea. Cuando el primero ha dado gracias y todo el pueblo
ha aclamado, los que llamamos diáconos dan a cada asistente parte del pan y del
vino con agua sobre los que se pronunció la acción de gracias, y también lo
llevan a los ausentes.
A este alimento lo llamamos Eucaristía. A nadie le es lícito participar
si no cree que nuestras enseñanzas son verdaderas, ha sido lavado en el bautismo
de la remisión de los pecados y la regeneración, y vive conforme a lo que
Cristo nos enseñó. Porque no los tomamos como pan o bebida comunes, sino que,
así como Jesucristo, nuestro Salvador, se encarnó por virtud del Verbo de Dios
para nuestra salvación, del mismo modo nos han enseñado que esta comida —de la
cual se alimentan nuestra carne y nuestra sangre— es la Carne y la Sangre del
mismo Jesús encarnado, pues en esos alimentos se ha realizado el prodigio
mediante la oración que contiene las palabras del mismo Cristo. Los Apóstoles —en
sus comentarios, que se llaman Evangelios— nos transmitieron que así se lo
ordenó Jesús cuando tomó el pan y, dando gracias, dijo: Haced esto en
conmemoración mía; esto es mi Cuerpo. Y de la misma manera, tomando el cáliz
dio gracias y dijo: ésta es mi Sangre. Y sólo a ellos lo entregó […]
Nosotros, en cambio, después de esta iniciación, recordamos estas cosas
constantemente entre nosotros. Los que tenemos, socorremos a todos los
necesitados y nos asistimos siempre los unos a los otros. Por todo lo que
comemos, bendecimos siempre al Hacedor del universo a través de su Hijo
Jesucristo y por el Espíritu Santo.
El día que se llama del sol, se celebra una reunión de todos los que
viven en las ciudades o en los campos, y se leen los recuerdos de los Apóstoles
o los escritos de los profetas, mientras hay tiempo. Cuando el lector termina,
el que preside nos exhorta con su palabra y nos invita a imitar aquellos
ejemplos. Después nos levantamos todos a una, y elevamos nuestras oraciones. Al
terminarlas, se ofrece el pan y el vino con agua como ya dijimos, y el que
preside, según sus fuerzas, también eleva sus preces y acciones de gracias, y
todo el pueblo exclama: Amén. Entonces viene la distribución y participación de
los alimentos consagrados por la acción de gracias y su envío a los ausentes
por medio de los diáconos.
Los que tienen y quieren, dan libremente lo que les parece bien; lo que
se recoge se entrega al que preside para que socorra con ello a huérfanos y
viudas, a los que están necesitados por enfermedad u otra causa, a los
encarcelados, a los forasteros que están de paso: en resumen, se le constituye
en proveedor para quien se halle en la necesidad. Celebramos esta reunión
general el día del sol, por ser el primero, en que Dios, transformando las
tinieblas y la materia, hizo el mundo; y también porque es el día en que
Jesucristo, nuestro Salvador, resucitó de entre los muertos; pues hay que saber
que le entregaron en el día anterior al de Saturno, y en el siguiente —que es
el día del sol—, apareciéndose a sus Apóstoles y discípulos, nos enseñó esta
misma doctrina que exponemos a vuestro examen».
(1)
De este relato es
interesante observar el orden y el contenido litúrgico. En primer lugar,
resaltan dos ordenanzas: el bautismo y el partimiento del pan. La primera se
realiza en las aguas de algún río, baños comunitarios o en el mar, y tiene un claro
cariz de celebración inclusiva y testimonio público. Y la segunda adquiere gran
trascendencia litúrgica, siendo uno de los eventos neurálgicos de la comunidad
cristiana. Pero aparte de la evolución hacia una teología de la
transustanciación, hay una destacada diferencia entre el partimiento del pan
neotestamentario y el posterior narrado por Justino.
Fue durante la comida social relacionada con la fiesta de
la Pascua cuando Jesús asoció el pan y el vino con su propia persona y obra. Así
que mientras 1ª Corintios 11 revela que los creyentes de Corinto observaban la
Cena en relación a una comida social de todo el grupo, en el relato del
apologeta se entrevé que ésta queda separada de la comida social. La diferencia
es sugerente, ya que para los discípulos del primer siglo, comer juntos
compartiendo los alimentos era una manera de ayudar a los necesitados y al
mismo tiempo dar a conocer la fe en el Salvador, para concluir el acto con los
símbolos del partimiento de pan y el vino. Es decir, la Iglesia se reunía adoracionalmente,
solidariamente, evangelísticamente y litúrgicamente en un mismo acto.
Esta confluencia es muy significativa, porque aglutinaba en
un mismo evento todo el ministerio y misión de la Iglesia. Por ello el apóstol
Pablo amonesta a los corintios diciendo: «Porque al comer, cada uno se adelanta a tomar su propia
cena; y uno tiene hambre, y otro se embriaga. Pues qué, ¿no tenéis casas en que
comáis y bebáis? ¿O menospreciáis la iglesia de Dios, y avergonzáis a los que
no tienen nada? ¿Qué os diré? ¿Os alabaré? En esto no os alabo» (1ª
Corintios 11:21-22). La alusión a «los que no tienen nada» revela
claramente el ministerio solidario de las congregaciones ante las necesidades
de los necesitados, al tiempo que era antesala de comunión cristiana en
recuerdo de la muerte de Jesús mediante los símbolos del pan y del vino. Sin
embargo y a pesar de los desórdenes que salen a la luz, el apóstol no cambia su
parecer con alguna improvisada modificación del formato litúrgico, sino que
simplemente aplica su máxima reguladora: «Si alguno tuviere hambre, coma en su casa, para que no os
reunáis para juicio. Las demás cosas las pondré en orden cuando yo fuere» (v.
34).
La narración de Justino
del siglo segundo presenta un paso adelante en el proceso de identificación de
lo importante y significativo del culto cristiano. Por un lado aparece el
concepto de la transustanciación, probablemente muy influido por una
interpretación excesivamente literal de las palabras de Jesús; pero tanto en lo
antropológico, sociológico como en lo teológico no hay ninguna prueba
consistente del valor de esa literalidad. Así que, a pesar de esta desviación
eucarística, ya en el siglo II la comida de los creyentes y el partimiento del
pan quedan distanciadas. Aquella cena que era conocida como Ágape o fiesta de
amor quedó separada del recuerdo pascual del Salvador, dotando a éste último de
personalidad propia dentro de otros componentes litúrgicos. De la noche se
había trasladado a la mañana. No obstante, el perfil comunitario y relacional
se mantiene.
Entre los componentes de
la liturgia que expone Justino a Antonino resalta la oración como un acto común
y grupal. Los creyentes oraban unos por otros de manera habitual y espontánea,
con un tiempo especialmente dedicado. Tan solo se observa una larga oración por
el que preside el acto del partimiento del pan. A diferencia de la actualidad,
en que la oración común del cuerpo de la Iglesia se relega a una menor y específica
reunión en un día de entre semana, en las congregaciones primitivas era parte
inclusiva y constitutiva de la liturgia mayor. Orar unos por otros no estaba
relegado a un día menor, sino que era parte muy substancial de cualquier
encuentro litúrgico por derecho propio.
Por otra parte, Justino no menciona el canto como
componente del culto. Pero cuarenta y tres años antes, Plinio el Joven, al
escribir un informe a Trajano alrededor del 112 d.C., sí que lo menciona con
cierto detalle: «…consiste
en reunirse algunos días fijos antes de la salida del sol para cantar en
comunidad los himnos en honor a Cristo que ellos reverencian como a un Dios. […]
Luego de esta primera ceremonia ellos se
separan y se vuelven a unir para un ágape en común, el cual, verdaderamente,
nada tiene de malo».
(2)
A
diferencia de Justino, Plinio destaca el canto en unos encuentros matinales. Que
Justino no mencione el canto en su relato, podría ser por tres razones: por descuido,
por causa de la persecución o porque la disgregación del cristianismo en
distintos grupos obligara a que las liturgias también se diferenciaran entre sí.
No obstante, tanto en Plinio el Joven como en Justino se advierte un proceso de
adaptación del culto cristiano a las necesidades regionales o geográficas del
incipiente cristianismo. En algunos casos, ya sea por la persecución o, en
otros, por la prioridad de reunión en horas compatibles, se aprecia cómo la
Iglesia busca espacios de comunión según necesidades y posibilidades. No
obstante, en todas ellas la interacción y la comunión son marcas señeras.
Otro de los aspectos
reseñables de la narración de Justino es la profusa lectura de textos
memoriales, para seguidamente dar paso a la explicación y aplicación del
presidente de la reunión: «…se
leen los recuerdos de los Apóstoles o los escritos de los profetas, mientras
hay tiempo. Cuando el lector termina, el que preside nos exhorta con su palabra
y nos invita a imitar aquellos ejemplos». El relato apunta a un
hecho primordial para los primeros cristianos: el gran deseo que tenían de
conocer de primera mano la vida y los hechos de Jesús y los apóstoles. La
lectura de los textos que más tarde conformarían el canon bíblico fue una de
las grandes prioridades de los cristianos del segundo siglo. Y el siguiente
paso, la exhortación y la aplicación por parte del que presidía: una
predicación absolutamente centrada en los textos y en los sucesos salvíficos.
Como colofón al acto, la
acción solidaria es otro de los grandes componentes del culto cristiano del
segundo siglo. En el mismo encuentro se organizan las ayudas a todos los
necesitados, que Justino detalla profusamente. Así que la solidaridad y el
cuidado de todos los necesitados es parte implícita de la liturgia cristiana.
En el primer siglo lo fue dentro del propio culto, que empezaba con una comida
solidaria, seguida de los cantos, las oraciones, la lectura de las cartas
apostólicas, la exposición de los acontecimientos salvíficos, la comunión, las
profecías, la predicación o las enseñanzas. Todo era litúrgico y todo tenía
sentido en la edificación del cuerpo de Cristo. Podría ser que por ciertos
desmanes o desbarajustes en el momento de tomar los alimentos, la solidaridad
quedara desligada de aquella comida social que era parte integrante del culto.
Sin embargo Plinio el Joven apunta a dos actos diferenciados: primeramente un
acto litúrgico al amanecer; y en otro momento del día una comida comunitaria.
Pero es totalmente seguro que ambos encuentros tendrían personalidad litúrgica.
Otra de las
referencias a la liturgia primitiva quedó reflejada en el acta que recoge el
interrogatorio previo a la ejecución de Justino. En las ciudades y lugares públicos
se publicaban edictos contra los cristianos con el fin de obligarles a sacrificar
a los ídolos. Ante su concluyente testimonio de ser cristiano y de no querer venerarlos,
Justino fue presentado al prefecto de Roma, por nombre Rústico. El siguiente
relato proviene de las actas y son parte del interrogatorio anterior a su muerte:
—¿Dónde os reunís?
Justino respondió:
—Donde cada uno prefiere y puede, pues sin duda te imaginas que todos nosotros nos juntamos en un mismo lugar. Pero no es así, pues el Dios de los cristianos no está circunscrito a lugar alguno, sino que, siendo invisible, llena el cielo y la tierra Y en todas partes es adorado y glorificado por sus fieles.
El prefecto Rústico dijo:
—Dime donde os reunís, quiero decir, en qué lugar juntas a tus discípulos.
Justino respondió:
—Yo he vivido hasta ahora cerca de la casa de un tal Martín, al lado de las termas de Timiolino. Es la segunda vez que he venido a Roma y no conozco en la ciudad otra morada que esta. Allí, si alguien quería venir a verme, yo le comunicaba las palabras de la verdad.
El prefecto Rústico dijo:
—Luego, en definitiva, ¿eres cristiano?
Justino respondió:
—Sí, soy cristiano. (3)
—¿Dónde os reunís?
Justino respondió:
—Donde cada uno prefiere y puede, pues sin duda te imaginas que todos nosotros nos juntamos en un mismo lugar. Pero no es así, pues el Dios de los cristianos no está circunscrito a lugar alguno, sino que, siendo invisible, llena el cielo y la tierra Y en todas partes es adorado y glorificado por sus fieles.
El prefecto Rústico dijo:
—Dime donde os reunís, quiero decir, en qué lugar juntas a tus discípulos.
Justino respondió:
—Yo he vivido hasta ahora cerca de la casa de un tal Martín, al lado de las termas de Timiolino. Es la segunda vez que he venido a Roma y no conozco en la ciudad otra morada que esta. Allí, si alguien quería venir a verme, yo le comunicaba las palabras de la verdad.
El prefecto Rústico dijo:
—Luego, en definitiva, ¿eres cristiano?
Justino respondió:
—Sí, soy cristiano. (3)
Este corto relato esboza cómo eran las comunidades
cristianas hacia el 165 d.C., fecha aproximada de la muerte de Justino. En
realidad no aporta muchos datos litúrgicos, pero sí deja entrever que los
cristianos se reunían de manera aleatoria, como podían o también como el
Imperio Romano les permitía, por lo que es probable que unas congregaciones no
tuvieran conocimiento de otras. Esta particularidad pudo facilitar la rápida
expansión del cristianismo. Ante las dificultades de relación y por la
persecución es posible que las comunidades fueran mucho más conscientes de su
misión. No obstante, la disgregación también aportaría unos formalismos cúlticos
mucho más variados y variables.
3- SACERDOCIO
UNIVERSAL A MEDIAS
Los elementos anteriormente expuestos presentan unas congregaciones
neotestamentarias algo distintas a las de la postcristiandad. Es innegable que después
de casi veinte siglos de cristianismo absolutamente ordenado y dirigido desde
el frontal litúrgico, se ha establecido una clase clerical tendente a la autoprotección
y, en algunos casos, al envanecimiento. A día de hoy todavía se sigue observando
cómo las iglesias locales son centros de cultos donde un grupo de actores
litúrgicos ejecutan, mientras los fieles acompañan el transcurso del servicio
en diversos grados de participación. Y si bien es cierto que desde el
movimiento pentecostal del siglo XX los
cultos han alcanzado un mayor grado de interacción litúrgica, a los efectos de un
auténtico sacerdocio universal, la distancia con la Iglesia primitiva es aún
lejana.
Una de las marcas de la Reforma Protestante del siglo XV fue
el sacerdocio universal de todos los fieles, basado en 1ª Pedro 2:9 y
Apocalipsis 1:6 y 5:10. Este principio, que implica que todo
creyente es sacerdote y ministro en todo momento y circunstancia, significó un
gran avance en la historia de la Iglesia. Fue el paso de la Edad Media a la
Moderna y también la vuelta a las raíces neotestamentarias. Martín Lutero lo
resumió en estos términos: «En consecuencia,
ten la seguridad, y que así lo reconozca cualquiera que considere que es cristiano,
que todos somos igualmente sacerdotes, es decir, que tenemos la misma potestad
en la Palabra y en cualquier sacramento».
(4)
Estas
palabras de Lutero afirmando y defendiendo el sacerdocio universal de los
creyentes, significaron un gran salto en la historia cristiana ante la gran
marca constantiniana del siglo IV que había dividido la Iglesia
en clero y feligreses. Unos tenían los derechos de dirección, autoridad e interpretación,
mientras que el pueblo solo tenía derecho a mirar, observar y aceptar. Con la
llegada de la Reforma todos son sacerdotes. No obstante, fue una revolución
eclesiológica, pero no concretamente litúrgica.
Es evidente que, especialmente en el catolicismo, la
doctrina del sacerdocio igualitario de todos los creyentes está prácticamente ausente.
Aunque en el protestantismo evangélico de la postcristiandad —pese a
las distintas transformaciones teológicas de la historia—, el
sacerdocio universal como concepción de libertad y participación interactiva de
los fieles en el culto no ha penetrado en la reminiscente mentalidad clerical
ni tampoco en la liturgia. Como anteriormente vimos, la reunión eclesial
neotestamentaria fue planificada de manera interaccionada con todos sus componentes
con el fin de cumplir un propósito eterno: que «Cristo sea formado en vosotros» para
que «cada miembro reciba su
crecimiento edificándose en amor» (Gálatas
4:19; Efesios 4:11-16).
Sin embargo, a través del control litúrgico presbiteral,
todas las tradiciones reformadas, protestantes y evangélicas han configurado un
estricto ámbito censor y compresor del sacerdocio universal de los creyentes.
La ordenada y organizada ritualidad de las reuniones como único punto de
partida, la participación estrictamente controlada y estandarizada de los
fieles, y la disposición de los espacios hacia un frente litúrgico son algunas
de las carencias más destacables. Son la horma del zapato del culto cristiano del
siglo XXI y del igualitario sacerdocio universal. La exhortación
entre creyentes es un ministerio común que ha pasado bastante desapercibido en
la Iglesia de la postcristiandad (Hebreos 3:12-14). La
máxima de que «somos
hechos partícipes de Cristo, si es que retenemos firme hasta el fin el
principio de nuestra seguridad» en la «exhortación de unos a otros» es una
convicción muy endeble en la actividad litúrgica de las congregaciones
actuales. El miedo al desorden y al descontrol supera la visión y necesidad de
ser literalmente Ekklesía. Es
decir, una verdadera Asamblea, como su nombre indica.
En el sentido etimológico, ser Asamblea (Ekklesía) en
realidad es una interactuación e interacción espiritual de los asamblearios. Y
mientras leemos con fruición cómo el autor de Hebreos insta a «no dejar de congregarnos, como algunos
tienen por costumbre», dejamos de observar la inmediata
aseveración en primera persona del plural sobre la liturgia comunitaria: «exhortándonos…». No se
trata solo de asistir a ese lugar santificado que muchos llaman iglesia y que desde
el frontal litúrgico se deciden los límites comunitarios del sacerdocio
universal, sino de practicar uno de los principales propósitos y actividades de
la Asamblea: la exhortación, el ánimo y el aliento de unos a otros mediante los
elementos expuestos de la relación litúrgica. Así que una buena parte del
crecimiento y vitalidad espiritual de una congregación radica en que sus
reuniones se caractericen por el ministerio participativo, interactivo y
recíproco de sus congregantes. Porque si este valor se dejara fuera de la
actividad litúrgica, vendría a ser como dejar en manos de una clerecía autosuficiente
y autocomplaciente la vitalidad del sacerdocio universal de todos creyentes.
En el extenso y desarrollado pasaje de 1ª Corintios 14
sobre las lenguas, Pablo explica muy gráficamente cómo era la interactividad en
la Asamblea: «en
la Iglesia prefiero hablar cinco palabras con mi entendimiento para enseñar
también a otros…» (14:19); «el que habla en lengua extraña, a sí mismo se edifica;
pero el que profetiza, edifica a la iglesia…» (14:4); «porque si bendices sólo con el
espíritu, el que ocupa lugar de simple oyente, ¿cómo dirá el amén a tu acción
de gracias? pues no sabe lo que has dicho…» (14:16);
«Porque tú, a la verdad,
bien das gracias; pero el otro no es edificado…» (14:17). Estos
y otros versículos del mismo capítulo expresan con bastante precisión la
dinámica litúrgica de la Iglesia primitiva. Mas, como colofón didáctico, el
apóstol establece que todo habrá de hacerse «decentemente y con orden» (14:40): un
apunte regulador de carácter organizativo. En esta línea de comunidad
interactiva, es interesante observar que esta invitación la remite a toda la
Iglesia, incluyendo, claro está, a los ancianos y pastores.
Una
de las premisas que durante siglos se ha constituido como verdadera y suprema es
que Jesús fundó una Iglesia absolutamente jerárquica y monárquica. Jerárquica
por la obvia descripción neotestamentaria de ancianos, obispos y pastores (Hechos
14:23; 15:2; 20:17; Tito 1:5; Santiago 5:14;
Efesios 4:11). Y monárquica por la interpretación respecto a la declaración
de Jesús de que Pedro sería la piedra sobre la que edificaría su Iglesia (Mateo
16.18); tesis absolutamente auspiciada por el catolicismo romano.
Sin embargo, ambas presuposiciones, jerárquica y monárquica, quedan diluidas
por el mismo apóstol Pedro al afirmar en su epístola: «Acercándoos
a él, piedra viva, desechada ciertamente por los hombres, mas para Dios
escogida y preciosa, vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como
casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales
aceptables a Dios por medio de Jesucristo» (1ª Pedro 2:4-10). Y pese
a que en el protestantismo el principio monárquico parece pasar inadvertido, no
deja de ser cierto de que múltiples pequeños papados reinan en muchas
congregaciones ejerciendo una autoridad piramidal, jerárquica e incluso
monárquica. Y respecto a lo litúrgico, la excesiva dependencia a una clerecía omnipresente
y omnipotente anula la responsabilidad de los creyentes a ejercer un sacerdocio
universal dinámico y empoderado de la misión.
El vigor de la Iglesia neotestamentaria radicaba en una
eclesiología propia, con señas de participación paritarias. La relación
eclesial y litúrgica era concomitante. Y pese a que la organización paulina
establece un preciso ente supervisor con figuras análogas —ancianos,
pastores y obispos—, nada de ello presupone que existían clases religiosas al
modo del clericalismo o laicismo que anularan el sacerdocio universal. En
primer lugar, la nomenclatura que se usa en Hechos 20:17, 28 en relación al
cuerpo supervisor enlaza semánticamente ancianos (Hechos 10:17) y
obispos (Hechos 17:28). La forma semasiológica en
ambos casos es la de supervisores o vigilantes, lo que indica que la función
principal no era dirigir o mandar como una actividad estrictamente directiva o arbitraria,
sino ejercer la administración del cuerpo de Cristo. Al escribir a Tito enumerando
las virtudes éticas y espirituales de los obispos, Pablo especifica la
obligatoriedad de éstos a ejercer como ‘administradores de Dios’ (Tito
1:5-9), indicando una función pastoral dependiente de la cabeza
hacia el cuerpo. Y si bien es cierto que en sus manos poseían toda la autoridad
para dirigir, coordinar, amonestar o reprender, nada de ello invita a pensar en
unas castas acomodadas que monopolizaran las dinámicas litúrgicas.
La distinción clerical y
laical que durante siglos ha permeabilizado la cristiandad en todas sus ramas
denominacionales no era aceptada en la Iglesia primitiva. Apacentar la grey y
alimentarla de sana enseñanza implicaba tanto una cualidad ética en lo familiar
como de una sabia retención de las verdades aprendidas (Tito
1:5-9; 1ª Pedro 5:1-4), que en ningún caso situaba a los obispos o pastores en un
plano de preponderancia de clase. La análoga figura de ancianos, como personas
venerables por sus años, sensatez y sabiduría en la fe, dotaba al ministerio
encomendado de una innata respetabilidad y dignidad que sería aceptada por la
equivalencia y coherencia familiar. Como parte del cuerpo se situaba entre el
grupo, no por encima de él o en un plano aparte. El concepto ‘presidir’,
incorporado tanto en algunos textos bíblicos (1ª Tesalonicenses
5:12) como en documentos del segundo y tercer siglo, muestra la
gran trascendencia de la administración espiritual del cuerpo de Cristo; un
valor muy alejado de la posterior disfunción clerical y litúrgica, anuladora
del sacerdocio universal de todo creyente.
© 2019 Josep Marc Laporta
[1] Justino, Carta a Antonino Pío,
Emperador, año 155. (Apología 1, 65-67), cuya dedicatoria dice: “Al
emperador Antonino Pío y a los hijos adoptivos Marco Aurelio y Lucio Vero, al
senado y al pueblo romano dirijo esta alocución y súplica en defensa de los
hombres de toda estirpe, injustamente odiados y perseguidos”.
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