© 2019 Josep Marc Laporta
1-
La huída de la realidad
2-
La neurosis de la culpa
LA HUÍDA DE LA REALIDAD

Aquellas percepciones
de la modernidad han pasado a la historia con la irrupción de la postmodernidad
y las subsiguientes diversificaciones de las sociedades globalizadas. En la
postcristiandad la mirada aparenta ser más equilibrada, aceptándose también que
una espiritualidad sana puede contribuir a una correcta estructuración de la
personalidad y contribuir a la salud mental. Un ejemplo de este nuevo paradigma
es el hecho de que la administración tenga en consideración las creencias y
prácticas religiosas en los hospitales, incluyendo los centros psiquiátricos,
además de la aceptación general de una multitud de espiritualidades a la carta
y de consumo propio que buscan una mejor salud personal. Así que, por lo
general, la espiritualidad o las espiritualidades se aceptan, sin predilección
por la cristiana, abriendo un amplio abanico de posibilidades de creencias,
emociones pneumáticas,
búsquedas de sentido último o elevaciones sensoriales.
Sin embargo, la
espiritualidad cristiana, al estar dentro de un marco u horma religiosa, queda
encuadrada dentro de las respuestas psicológicas dominantes. Por su propia
esencia dogmática, para un religioso la fe tiene connotaciones más absolutistas,
pudiendo convertir su relación con la divinidad en una categórica y concluyente
norma de conducta y habituación psicológica y social que progresivamente le
puede conducir a una huída de la realidad contextual. A diferencia del ser espiritual
sin ligazón religioso que busca más abiertamente su paz íntima introduciéndose
en distintos ámbitos, desde la música, la meditación a las experiencias
sensoriales, etc., el cristiano puede aislarse más de la realidad precisamente por la
impuesta o autoimpuesta autoridad dogmática de su creencia.
Como religión
conceptual que lucha y se revela ante una sociedad globalizada, laica, laicista
y generalmente atea, agnóstica o escéptica de un Dios eterno revelado, el
cristianismo de la incipiente postcristiandad fue muy propenso a la huida de su
propia sociedad. Así que muchas de las celebraciones, misas o cultos cristianos
promovieron o instaron litúrgicamente al aislamiento psicológico de la realidad
social que les rodeaba. Fue una de las grandes herencias de la cristiandad. Por
lo general, el tiempo de reunión religiosa se convirtió en un temporáneo espacio
de huida, no solo por la amenaza que podía llegar a significar la sociedad residente,
sino por la posición psicológica de los fieles que preferentemente asumieron la
ekklesía
como un lugar de refugio y absentismo social. Evidentemente esa posición les
incapacitaba para ser luz y sal en el mundo al que pertenecían y que era su
verdadera razón de ser como Iglesia. Pero esta actitud del cristianismo en la
incipiente postcristiandad se fue corrigiendo en los sucesivos decenios con una
mejor disposición y contextualización. Sin embargo, pese al acercamiento mediante
programas solidarios o actividades sociales externas, psicológicamente aún persiste
en la iglesia y en el cristiano de la postcristiandad un subrepticio alejamiento
de la realidad social residente.
Este tipo de cristianismo
aislado y retraído en sus fortificaciones comunitarias, implícitamente produce
un fanatismo religioso de baja intensidad. Un fanatismo no agresivo, simplemente
conservador de su condición de certidumbre religiosa, pero al fin y al cabo un
fanatismo que huye de la interactuación directa y abierta con sus semejantes no
cristianos y no religiosos. Al mismo tiempo, esta posición produce una
dependencia psicológica al circuito cerrado de la iglesia local y sus
actividades. Puesto que todo lo que espiritualmente necesita se ve colmado en
ese círculo cerrado de subordinación litúrgica y de comunión entre iguales
religiosos, proclivemente el mundo exterior no es del todo bienvenido, por lo
que en algunos casos tanto se pueden refugiar en sus convicciones sin
interrelacionar demasiado con sus desemejantes o fácilmente pueden aparecer
paranoias o monomanías religiosas, algunas inofensivas, otras bastante nocivas.
El narcisismo o la megalomanía espiritual presenta una posición de superioridad
moral que le aísla conceptualmente de su entorno, a pesar de que las relaciones
sociales, más bien superficiales y generalistas, se puedan considerar
saludables. Sin embargo, la tendencia de refugio ético y religioso que el grupo
proporciona, conduce a la conglomeración y el monopolio de la certidumbre espiritual.
La verdad, preponderantemente teológica y dogmática, estereotipada como una fe
entregada a un tipo de creencia autócrata y absolutista, muy a menudo encamina la
experiencia cristiana a formas de megalomanía espiritual, llevando incluso a
una superioridad psicoreligiosa destructiva. Ejemplos de ello se encuentran
tanto entre líderes y pastores cristianos como en fieles enardecidos o
enajenados en su propia y exclusiva verdad.
La huída de la realidad
a la que aludo es una posición espiritual y psicológica que en no pocos casos también
puede llegar a producir un
desdoblamiento de la personalidad. Y de esta doble cara hay suficientes
evidencias en los círculos cristianos, ya que el aislamiento psicológico en
comunidad produce dos lados parecidos de la misma verdad, aunque en realidad sean
incompatibles. Mientras internamente se cree teológicamente y conceptualmente, asumiendo una serie de valores cristianos
supremos, fuera de los ámbitos de comunión religiosa se opta por una actitud
defensiva y no incordiante respecto a los principios asumidos. Es decir, dentro
se muestra una gran virtud moral, mientras que afuera esa condición queda
matizada e incluso disimulada, llegando en muchos casos a pasar desapercibida o
muy diluida. Todo ello también puede conducir a una distorsión de la realidad social
y a una fe pletórica de puertas adentro, pero ausente y con comportamientos displicentes
externamente. En definitiva, un desdoblamiento de la personalidad cristiana.
Esa huída de la
realidad también conduce a una actitud evasiva ante la realidad hostil. Durante
años, muchos cristianos crecieron pensando que las injusticias del planeta se
arreglarían cuando Jesús volviera por segunda vez y que éstas eran
consustanciales con el mundo y no se podrían arreglar por mucho que se
intentase. Las aspiraciones máximas y más íntimas de algunos cristianos era
esperar que Jesús volviera cuanto más pronto posible para así liberarlos de los
sufrimientos de este mundo tan cruel. Basados en la literalidad de algunos textos
paulinos, la palabra mundo se utilizaba para
denominar lo maligno que estaba fuera de la Iglesia, que en la mayoría
de los casos era absolutamente todo (1ª Corintios 6:2; 2ª
Corintios 7:10; Gálatas 4:3; Efesios 2:2; Santiago 1:27; 4:4; 1ª Juan 2:15).
Esta distorsión de la realidad, usada mayormente con fines espirituales de exclusivo
bien propio, manifiesta una de las herencias de la fortificada cristiandad,
proyectándose con fuerza hacia el cristianismo de la postcristiandad y dejando
profundas huellas en el comportamiento psicológico del creyente.
LA NEUROSIS DE LA CULPA
Desde una perspectiva
filosófica, el cristianismo se manifiesta como la religión simbolizada por la
culpabilidad universal. La falta del hombre ante Dios a causa del pecado
original es un elemento formativo de la psicología cristiana. El hombre y la
mujer se separan de su Creador al tomar un camino distinto al designado por
Dios en el Edén. Como consecuencia, se rompe la relación, aparece la desnudez
como paradigma visible y vergonzante de la separación y se establece una nueva
forma de comunicación que pivotará sobre la admisión del error y la
reconciliación como procedimiento efectivo de perdón eterno.
Resumido filosóficamente,
el cristianismo es la religión que otorga a la culpabilidad el impulso metafísico
y medular de su existencia. Y esta evidencia no es nada baladí. Si no existiera
la culpa original y universalmente consecutiva, no existiría cristianismo ni
tampoco el sentido del bien y del mal sería el barómetro que determinaría la
ética personal y la validez moral de las relaciones sociales. Puesto que hubo fractura
ética y espiritual entre el ser humano y Dios es porque la comunión entre
semejantes también se ve afectada y la culpa adquirida tiene connotaciones
psicológicas.
El sentimiento de culpa
se remonta a los albores del pueblo hebreo cuando se relaciona con el pecado,
por lo que la opinión divina sobre lo que es bueno y malo o correcto e
incorrecto confiere al hombre y la mujer un perturbador y persistente
sentimiento de insatisfacción vital. Es un estado afectivo doloroso que se
deriva de la sensación más o menos consciente de haber transgredido las normas
éticas, espirituales y sociales, y haber causado algún mal. Son sentimientos y
emociones que surgen cuando se ha realizado algo indebido. En el Nuevo
Testamento, las palabras del apóstol Pablo son muy explícitas: «no hago lo que quiero, sino lo
que aborrezco» (Romanos 7:15b). También
cuando se deja de hacer algo debido, de nuevo el apóstol se manifiesta en el
mismo sentido: «no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero» (Romanos
7:19). Es la aparición de un sentimiento de
responsabilidad tanto por acción «hago lo que aborrezco» (Romanos
7:15b), como por omisión, «no hago el bien que quiero»
(Romanos 7,19), que aparecen cuando entramos en contradicción con el
sistema de valores divinos y, en consecuencia delegada, humanos. Es la culpa
consciente de la distancia ética respecto al Creador; la conciencia moral de
que Dios es la referencia primera y última del orden universal y personal.
Las sociedades de la
postcristiandad son más laxas que las anteriores respecto a la conciencia de la
culpa situacional. Y pese a ser más tolerantes al relativizar los principios
morales, justificando comportamientos objetivamente inadecuados y considerándolos
influencias sociales o errores educativos, la percepción de la culpa
situacional, como elemento a tener en cuenta para una buena salud psicológica,
sigue siendo inherente al ser humano. La proclamación de lo que es bueno y malo
en la universalidad divina tiene su reflejo en el discernimiento particular.
Cuando alguien hace algo que no es aceptado socialmente —connotación
moral que se repite en prácticamente todas las culturas—
es porque hay una luz roja interna de culpabilidad que le advierte, aunque haya
aprendido a eludirla o ignorarla. Por lo tanto, en la intimidad de cada
conciencia hay un discernimiento interno, también aprendido en sociedad, que
indica cuáles son los límites y dónde está la verdad objetiva.
(2)
No obstante y a pesar de lo expuesto, ya en 1887 Friedrich Nietzsche apuntaba a que el origen del sentimiento de culpa se crea y fomenta a través del mecanismo de represión e interiorización. Y aunque este concepto filosófico tiene su expresión en la disputa interior entre el bien y el mal, según Nietzsche existe una influencia externa que fomenta y habitúa un sentimiento y comportamiento de culpa. No solo la separación de Dios sería la causa genética de un sentimiento de responsabilidad moral universal, sino que la injerencia y ascendencia externa también genera un sentimiento culpable. La mirada del filósofo alemán nos introduce en la idea de la culpa inducida.
No obstante y a pesar de lo expuesto, ya en 1887 Friedrich Nietzsche apuntaba a que el origen del sentimiento de culpa se crea y fomenta a través del mecanismo de represión e interiorización. Y aunque este concepto filosófico tiene su expresión en la disputa interior entre el bien y el mal, según Nietzsche existe una influencia externa que fomenta y habitúa un sentimiento y comportamiento de culpa. No solo la separación de Dios sería la causa genética de un sentimiento de responsabilidad moral universal, sino que la injerencia y ascendencia externa también genera un sentimiento culpable. La mirada del filósofo alemán nos introduce en la idea de la culpa inducida.
En los niños, el
sentimiento de culpabilidad inducido aparece en situaciones de disciplina
cuando los padres les hacen ver las consecuencias negativas de sus acciones. Establecen
pautas y límites para su bien. No obstante, el uso indiscriminado y aleatorio
de la disciplina verbal fácilmente puede conducir a una culpabilización baldía
y perniciosa, afectando profundamente a su autoestima. Si los padres señalan permanentemente
lo mal que hacen las cosas, avergonzándolos o diciéndoles con frecuencia que «ha sido por tu culpa»,
crearán niños inseguros que se sentirán culpables de no ser como los padres
esperan. Y, a la larga, les crearán nuevas frustraciones conductuales que les
conducirán a una dependencia psicológica de la recriminación y la aceptación de
inferioridad social.
El cristianismo de la
postcristiandad ha heredado de la cristiandad la fuerte tendencia a crear
sentimientos de culpa a los fieles que se reúnen dominicalmente. A imagen y
semejanza del ejemplo de los niños, los creyentes de la postcristiandad
acostumbran a recibir sus dosis de culpabilidad universal mediante discursos y
predicaciones que en lugar de edificarlos pretenden amilanarlos, muchas veces
con fines de sumisión y obediencia eclesial. Aunque con distintas formas de
persuasión y oratorias modernas, este sistema controlador de personas sigue
teniendo una grandísima eficacia en muchas de las congregaciones actuales. La
culpa universal del hombre y la mujer con Dios se ha convertido en resumen
conceptual de toda elocuencia religiosa, con múltiples derivadas represivas y
culpabilizaciones teologales enmascaradas de santidad y beatitud cristiana cuyo fin, a menudo, es el control eclesial. Exhortar sobre el pecado o sobre la
redención de Jesús en la cruz aludiendo a la aceptación de la propia
culpabilidad, no es óbice para crear un corpus estructural de reproche y
censura de vidas cristianas no dignas de tan supremo don.
Muchos de los sentimientos
de culpa disfuncionales son el resultado de falsos conceptos de Dios (Isaías
43:16-21; Juan 3:17; 2ª Timoteo 1:9-10). La imagen de un
Dios que decreta y prohíbe, o la presentación de la ley divina más como norma
que como un camino de crecimiento y maduración, contribuyen a alimentar una
relación de actos normativos cuyo incumplimiento originará un permanente
sentimiento de culpa. La pastoral del miedo, que sistemáticamente presenta la
imagen de un Dios que castiga o atemoriza, puede llegar a generar un temor
superior al del niño frente al castigo paterno. Mientras que el castigo paterno
tenía una duración limitada, el castigo divino se presenta como eterno y
consustancial con la vida cristiana diaria. Anunciar un Dios que salva, redime
y perdona, pero que después prosigue una cruzada acusadora contra el creyente
arrepentido, es una imagen tan errónea como no bíblica en la que muchos
pastores y responsables de iglesia se afilian tal vez por su propia inseguridad
e incompetencia ministerial, que, aunque aparenta una gran efectividad, se
ejerce bajo una superioridad moral atemorizadora. Esta imagen tan propia de la pastoral
del miedo, todavía está muy arraigada en muchas comunidades cristianas actuales,
incluso en las de mayor crecimiento numérico, enfatizando más aspectos como
muerte, juicio y aprensiones espirituales en lugar de destacar el amor de Dios
y las bendiciones de la vida con Él.
Por lo general, las
religiones acostumbran a pautar la vida de las personas través de un listado de
acciones y actitudes permitidas o no permitidas. Y las iglesias cristianas de
la postcristiandad, también, especialmente las del evangelicalismo. La lista de
preceptos más o menos generales, absolutamente teológicos y atiborrados de
citas bíblicas o de condicionamientos espirituales, aparentemente es una cómoda
fórmula para someter a la grey bajo control eclesial, tanto para sustentar una ascendencia
jerárquica y clerical venerable, como para ejecutar un enmascarado dominio
sobre sus emociones de temor más primarias. Sin llegar a presentarse estrictamente
como una lista de mandamientos o prescripciones concretas, los mecanismos de
culpabilidad socioeclesiales en realidad son pautas de dirección y suposición
impositiva que pretenden circunscribir la vida cristiana a una serie de
preceptos de estricto cumplimiento eclesial de puertas adentro, o al menos de
visibilización interna.
Esta férrea directriz
moral y eclesial provoca en el creyente una creciente heteronomía; es decir una
ausencia de autonomía de la voluntad. Muchos
pastores prefieren la heteronomía del feligrés a la autonomía cristiana de la
responsabilidad. Y para lograrlo, ilusoriamente aparentan disfrazar de beatitud
y virtud el legalismo bíblico y el oficialismo religioso que predican. Como
dato semiótico adyacente, es interesante observar cómo muchos líderes de
iglesia predican con el dedo índice totalmente extendido y direccionado, como
marcando el itinerario moral a seguir por la grey. El dedo índice acusa,
responsabiliza o culpabiliza directamente al otro. Estas tres ilaciones son tres
sintaxis gestuales de la direccionalidad y superioridad moral.
La semiótica del dedo
acusador es tan clara y evidente que muestra y demuestra lo que de verdad esconde.
Detrás del gesto que apunta y señala asoma la autocracia de la espiritualidad;
es decir, el perfil psicológico eclesiástico. Si se contabilizaran las veces
que un ministro se dirige a la congregación con el dedo denunciante y
censurador, prácticamente podríamos determinar con bastante exactitud el grado
de manipulación y dependencia nociva de la congregación, así como establecer un
ajustado perfil psicológico del orador. Y en todas ellas toparíamos con la naturaleza
de la culpabilidad disfuncional: la que genera un sentimiento de culpa como
resultado de ser repetidamente instado e instigado, de la previsible incapacidad
de no lograr el grado de espiritualidad requerido y de la constante
insatisfacción por el incumplimiento de una norma sacralizada por su origen
religioso. Esta, la culpabilidad disfuncional, es un trastorno propio de congregaciones
altamente espiritualizadas, pero psicológicamente inmaduras y estancadas en su
círculo vicioso de reconvenciones religiosas. Y así y de este modo, muchos creyentes
sinceros viven cristianamente muy angustiados por no alcanzar el nivel de
exigencia que su adiestrada conciencia les señala. Son el resultado de un modernísimo
legalismo moral evangélico, totalmente impuesto y absolutamente mimetizado e
interiorizado.
[1] Escuela de
la sospecha es una famosa expresión del filósofo Paul Ricoeur, cuya
nomenclatura apareció por primera vez en su libro Freud: una interpretación de la cultura (De l'interprétation. Essai
sur Sigmund Freud, 1965). Ricœur dijo que « la escuela de la sospecha la
dominan tres maestros que aparentemente se excluyen entre sí: Marx, Nietzsche y
Freud». Ricœur diferenció entre una hermenéutica de la sospecha y una hermenéutica
de la afirmación.
Muy acertado Josep Marc. Es necesario conocer el "pequeño mundo" -eclesial- donde tantos y tantas, desarrollamos nuestro seguimiento de Jesús.
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