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· Hiperespiritualidad&Hemiespiritualidad

© 2009 Josep Marc Laporta 

El Sistema Internacional de Unidades define siete medidas básicas para verificación unitaria en el comercio y en la ciencia: el metro, el kilogramo, el segundo, el amperio, el kelvin, el mol y la candela. El metro mide la longitud; el kilogramo, la masa; el segundo, el tiempo; el amperio, la intensidad de corriente eléctrica, el kelvin, la temperatura; el mol, la cantidad de sustancia; y la candela mide la intensidad luminosa.
Como es de suponer, entre todas estas medidas de unidad no se encuentra la que evalúa la espiritualidad. Disponer de una medida exacta, teórica y científicamente probada sería muy útil para definir qué es y qué no es espiritualidad, si existe especulación e inflación, si todo lo que es ánima —espíritu humano— es espiritualidad o si inflando e inflamando los componentes que excitan la fe se es más espiritual.
Pero ante la cualquier confusión,[1] es necesario remarcar que el Nuevo Testamento bíblico presenta claramente lo que es fruto del Espíritu y lo que no es, por tanto, especifica qué es espiritualidad. Gálatas 5:22 y 23 expone que el amor, el gozo, la paz, la paciencia, la benignidad, la bondad, la fe, la mansedumbre y la templanza son las consecuencias propias de vivir en el Espíritu; una serie de evidencias que nacen de la acción integral del Espíritu Santo en el hombre y la mujer creyentes, contrarias a las consecuencias de la carnalidad. No obstante, el índice de espiritualidad que tradicionalmente se asume como excelente, admirable y recomendable es aquel que se autoeleva introspectivamente y extravertidamente, trascendiendo su propia humanidad hasta el punto de perder ciertas referencias terrenales para alcanzar un estado de espiritualidad superior, excesiva o excedente.
Si el resultado de la acción del Espíritu Santo en el creyente es el amor, la paz, la paciencia, la benignidad, la bondad, la fe, la mansedumbre y la templanza, ¿dónde situamos la espiritualidad que se autoexcita y que se enaltece de manera inflacionada?

Textos pretextos de la hiperespiritualidad

            Toda religión es, inicialmente, de origen humano.[2] Los elementos genéricos y fundacionales de cualquier religión es la búsqueda de lo divino y trascendente por el hombre. No obstante, en el cristianismo es Dios quien se acerca al ser humano de manera única, enviando a su propio hijo Jesús al mundo. La Biblia aporta todas las certidumbres para considerar que el cristianismo —como religión formal— no se genera exclusivamente por la necesidad del hombre de acercarse a la divinidad, sino por la revelación de ésta a la humanidad. Este hecho es trascendental para valorar la fe cristiana como una fe cierta por las pruebas objetivas, históricas y reveladas.
            El testimonio de las Escrituras aporta al creyente muchas certezas para conocer a Dios y comprender su revelación. No obstante, esta supuesta ventaja sobre otras religiones también incorpora ciertos conflictos de carácter interpretativo. Algunas afirmaciones bíblicas pueden convertirse en elementos constituyentes de hiperespiritualidad por su formato conclusivo. Aseveraciones realizadas por Jesús durante su ministerio y ciertas prácticas estáticas del cristianismo primitivo son observadas y apropiadas más como un enaltecimiento de lo espiritual que como un sabio consejo bíblico de renovación de la mente y forma de pensar.[3]
A modo de ejemplo, uno de los pasajes troncales de los textos pretextos es la respuesta de Jesús a sus discípulos de por qué no pudieron echar fuera un demonio: «Por vuestra poca fe; porque de cierto os digo, que si tuviereis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: pásate de aquí allá, y se pasará; y nada os será imposible» (Mateo 17:14 ss.). La radicalidad del ejemplo invita a pensar que la fe es un producto que, procesada en grandes dosis, puede proveer facultades potencialmente utilitarias. No obstante, el texto bíblico (no el contexto) desvela cómo ejercer la fe: «pero este género no sale sino con oración y ayuno» (17:21). Es decir, Jesús usa una figura pedagógica sobre las posibilidades de la fe, pero, conjuntamente, también presenta una imagen de fuerte contenido alegórico para despertar las mentes de sus discípulos, al tiempo que explica la cualidad y conducta de fe que deben poner en práctica en el caso que se les presenta.
Otros pasajes bíblicos sobre la iglesia primitiva que resaltan la vivencia plena en el Espíritu y manifestaciones místicas, son interpretadas con pretensiones de clonación contextual. Es cierto que un retorno a las maravillosas experiencias de Pentecostés puede ser, en principio, uno de los legítimos anhelos del creyente ante la creciente secularidad que nos rodea y envuelve. Pero aunque somos peregrinos y no somos de este mundo (Filipenses 3:20), estamos, vivimos y, precisamente, hemos sido enviados al mundo (Juan 16:17-18). No obstante, como un resorte de compensación y/o neutralización de los modelos de este siglo, el cristianismo moderno —contemporáneo y postmoderno— ha revitalizado aquellos textos que, interpretados extáticamente, podrían ser el mejor y definitivo antídoto contra lo mundanal y perecedero: una contemporánea enramada bíblica, como Pedro propuso a Jesús: «una para ti, otra para Moisés, y otra para Elías» (Mateo 17:4).
El codicioso propósito que se puede esconder detrás de este deseo es ascender al Reino de los Cielos por la vía directa, sin advertir que el auténtico ministerio de Jesús fue acercar el Reino de los Cielos a la tierra, no a la inversa.[4] La pretensión de la hiperespiritualidad es alcanzar la dicha de ya estar en los lugares celestiales, sin valorar que es el Reino de los Cielos el que ha de venir a esta tierra y que nosotros somos los depositarios y responsables de ese cometido. La oración de Jesús no presenta ninguna duda sobre la razón de ser de nuestra misión: «Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra» (Mateo 6:10).

La teología de la espiritualidad límite

La primacía de la experiencia sobre el discernimiento y la predilección de sentir para creer, es el alma de la teología de la espiritualidad límite. Su energía vital nace de la necesidad del creyente de observar y sentir en primera persona la realidad espiritual en todas sus dimensiones. Si Dios es tan trascendente y absoluto —tanto en el universo como en el interior del ser humano— se ha de gustar y experimentar de manera completa, absoluta y satisfecha para ser altamente espiritual.
            Esta orientación se fundamenta en un supuesto de carácter antropológico y psicológico: si un hecho espiritual, histórico y tan trascendente —como es Dios haciéndose hombre para salvarlo— ha significado una transformación integral en tantas personas a lo largo de la historia y en la propia vida, necesariamente debo entrar en el espacio santo de ese Dios para conocerlo, percibirlo y disfrutar plenamente de todos sus favores y bendiciones.[5] Es lo que en otras religiones se denomina elevación, trascendencia o animismo;[6] pero que en algunas prácticas cristianas puede llegar a presentarse como una contemporánea conducta de creer sobrenaturalmente en elementos, actos y actividades adoracionales como una idolatría de las formas y formatos, transustanciándose en sí mismas. Una mezcolanza psicoespiritual entre el objeto transmisor y la propia adoración. Esta perspectiva se manifiesta como una teología de espiritualidad límite: la que habita en lo novedoso o en lo último, en el manipulable binomio estimulo-respuesta, en la confusión ética, en la reproducción de modelos que fomentan reacciones de experiencia individual en alianza con convenidas y propiciadas manifestaciones colectivas.
Avivar el propio espíritu, intensificando y enardeciendo la propia fe, deseando traspasar la limitada y finita humanidad, ha sido y sigue siendo la pretensión de muchos religiosos en todas las culturas. Desde el budismo, que se ampara en los mantras para trascender e iluminarse, hasta los islamistas que repiten innumerables oraciones para persuadirse a la obediencia,[7] la hiperespiritualidad o la espiritualidad inflacionada es el mecanismo de las mentes para proyectarse por encima de lo terrenal como receta para entender la divinidad, gozarla y, en cierta manera, trascender.[8] Pero para llegar a Dios, alcanzarlo, entenderlo y comprenderlo, no es necesario trascender o entrar en un lugar o espacio privilegiado de espiritualidad traspuesta, porque Dios mismo ya fue, ha sido y es quien se reveló de manera suficiente y completa al hombre y la mujer que han creído en Él.

El contraste ético

La hiperespiritualidad acostumbra a alimentar la elevación e inflación de la fe como la única o preferente fórmula de alcanzar la santidad. Ciertas prácticas cristianas tienen como formato común la motivación y estimulación emotivo-espiritual para alcanzar una perfecta comprensión y discernimiento de Dios. Es como una carrera de obstáculos en lucha con la propia espiritualidad, en lugar de ser una carrera contra el pecado y a favor de la limpieza del corazón. Sin embargo, la santidad es un distintivo radicalmente opuesto a la pura incitación de lo espiritual. El apóstol Pablo apunta uno de los valores intrínsecos de ésta: «Así que, amados, puesto que tenemos tales promesas, limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios» (2ª Corintios 7:1). Es decir, la santidad no parece alcanzarse con métodos de inflación y envanecimiento de la espiritualidad, sino en el temor de Dios, con la condición de limpiarnos de toda contaminación, ya sea de carne o, como textualmente expresa el apóstol, de espíritu. El pasaje bíblico es especialmente revelador si se acopla al de Hebreos 12:14: «Seguid la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor».
El contraste ético entre los versículos de Corintios y Hebreos, y las presunciones espiritualistas —en concreto las cristianas— es abismal; especialmente si tenemos en cuenta que los frutos que describe el apóstol Pablo en Gálatas son cualidades y distintivos que el Espíritu Santo otorga al creyente, de los cuales, la mayoría están lejos de una supuesta inflación y especulación de la espiritualidad. Su ámbito pertenece más a la reflexión, al discernimiento, a la sensatez, a la cordura, al buen juicio, a la prudencia, a la madurez, al criterio formado, a la responsabilidad y/o a la sabiduría que a enardecidas prácticas devocionales y adoracionales.

El lenguaje de la hiperespiritualidad

Si la espiritualidad se midiera en decibelios, fácilmente llegaríamos a la conclusión de que gozamos de una fe muy vigorosa. Si la espiritualidad se cuantificara por el número de alabanzas cantadas que cada domingo se elevan, ya tendríamos un lugar privilegiado en los atrios eternos. Si la espiritualidad tuviera relación con los modelos de adoración presentes, podríamos asegurar que el cielo será muy afortunado de disponer de tan buenos instrumentistas, cantores y diseñadores de espacios y contenidos adoracionales. Si la espiritualidad dependiera de la capacidad y cantidad de estímulo y respuesta entre oficiantes y orantes, sabríamos con certeza que la fe se puede llegar a crear manufacturadamente.
A veces, afirmaciones pronunciadas con el aplomo del orador experimentado y tras el parapeto de la tarima o el púlpito pueden convertirse en grandes tomos de teología. Es bien sabido que una mentira repetida muchas veces puede transformarse fácilmente en una verdad. Existe el riesgo de creer que una percepción parcial o sesgada de la fe o de las certidumbres bíblicas puede llegar a convertirse en una verdad teológica aceptada por las masas.
Una de las fuentes de la hiperespiritualidad es la interpretación convenida de los Salmos y los pasajes que evocan la música como una expresión de guerra, victoria  y conquista espiritual. La llamada veterotestamentaria a la alabanza y adoración es interpretada de manera arbitraria, no por una lectura parcial, fragmentaria o inconclusa, sino precisamente por una interpretación absolutista. Históricamente, gracias a una exégesis y hermenéutica del texto veterotestamentario, del Antiguo Testamento hemos suprimido costumbres, acciones y conceptos que el Nuevo Testamento supera o renueva por las enseñanzas de Jesús; pero este discernimiento no se aplica con el mismo rigor a la alabanza y adoración veterotestamentaria. Se pueden descartar altares con leña y fuego, machos cabríos en sacrificios expiatorios, sangrientas guerras y conquistas de tierras prometidas, modos de proceder o circuncisiones purificadoras, pero en cuanto a la alabanza y la adoración todo mantiene una alta validez y vigencia, especialmente cuando se usa con fines hiperespiritualistas.[9]
Sin desvalorizar ni desacreditar en absoluto las valiosas enseñanzas de alabanza y adoración del Antiguo Testamento, creo que es justo remarcar que la venida del Salvador renueva la comprensión de las mismas. El ministerio de Jesús no se caracteriza por destacar o reafirmar enseñanzas veterotestamentarias de alabanza y adoración; más bien se muestra crítico con los modelos de espiritualidad vacíos en sí mismos de contenido social —ésta es su peculiaridad—. El énfasis de Jesús no está en una nueva espiritualidad adoracional, sino en la comprensión del ser humano como necesitado de Dios, dirigiéndolo a la obra de la Cruz.

El conocido encuentro de Jesús con la mujer samaritana en el pozo de Jacob es advertido generalmente como un ejemplo superior de adoración y espiritualidad, mientras que una lectura completa y diligente de la narración nos presenta la urgente necesidad que la mujer samaritana tenía de reconocer a Jesús como el hijo de Dios (Juan 4:5-24). En el relato, Jesús responde una a una a las objeciones de la mujer —el agua, el pozo, el marido y el lugar de adoración—. El último eslabón de la conversación es dónde adorar. Para la hiperespiritualidad, es posible que Jesús estuviera hablando de una nueva manera de adoración, auténtica y completa, con los elementos adoracionales del Antiguo Testamento y una manera más profunda de adoración extática; pero, sinceramente, creo que Jesús habló de un auténtico cambio de paradigma sobre dónde y porqué razón se debe adorar: la Cruz. A la Cruz no hay que adorarla, hay que tomarla para seguir al Maestro. La adoración en espíritu y en verdad es entender el auténtico mensaje de la Cruz: reconciliar al hombre con Dios. Una reconciliación no exclusivamente puntual, sino renovada y reafirmada por la acción diaria de tomar cada día la Cruz y seguirle.
La espiritualidad que predicó el Salvador despierta conciencias que creen que la adoración en espíritu y verdad es hacer «discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado» (Mateo 28:18-20). Intuyo que para cumplir el mandato del Salvador hay que tener un contacto fiel con la tierra que pisamos, sin dejar de ver el cielo que anhelamos. Una adoración más misionera que extática.

Excesivamente inspirados

Los circuitos del placer de la mente humana son avenidas donde fácilmente el hedonismo toma posiciones y se establece. Son mecanismos ancestralmente educados y formados en los que ante cualquier dificultad externa, la mente reconoce los espacios o ámbitos de placer donde se siente segura, moviéndose hacia una cierta adicción. Pero Jesús no nos llamó a tomar la Cruz para disfrutar preferentemente de experiencias místicas y momentos de adoración extáticos, sino para acercarla al que sufre, a todo aquél que la necesita, como parte de nuestra obediencia a seguirle (Mateo 16:24). Sin embargo, la hiperespiritualidad se acomoda placenteramente en los caminos de la inspiración, motivación, incitación y estimulación psicoespiritual y emocional, determinando o, en su defecto, propiciando el momento en que el Espíritu Santo debe actuar. Incluso, el objetivo principal de algunos servicios religiosos contemporáneos ha llegado a ser una persistente estimulación del espíritu, una inspiración de carácter emocional. Hasta tal punto ha agradado la palabra y el concepto, que directamente denominan a ciertas reuniones ‘culto inspiracional’ o ‘reunión de inspiración’, como si inspirar (hinchar o llenar de aire) fuera la actividad principal del Espíritu Santo, cuando su misión es convencer de pecado, de justicia y de juicio (Juan 16:7-11), justificarnos (1ª Corintios 3:7-9) e impulsarnos a la Gran Comisión (Lucas 4:16-30; Hechos 1:7)
Existe un modelo de inspiración bíblica, aquella que asegura que la «palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que cualquier espada de dos filos; penetra hasta la división del alma y del espíritu, de las coyunturas y los tuétanos, y es poderosa para discernir los pensamientos y las intenciones del corazón» (Hebreos 4:12). Permitir que la Palabra nos inspire es exponerla, dejar que haga su obra sin que nada ni nadie se interponga ni fuerce el libre y autónomo proceso que el Espíritu Santo realizará en cada individuo. Según el consejo bíblico que reconozco y creo, la Palabra revelada, reflexionada y proclamada es el eje de la actividad cúltica cristiana; pero no condicionalmente mezclada con apasionadas experiencias extáticas, sino distinguida suficientemente para que su legítima exposición libere al Espíritu Santo de emociones adoracionales.
Es por ello que huyo de la hiperespiritualidad y abogo por la hemiespiritualidad. Una espiritualidad de perspectiva, que crezca en la reflexión bíblica, que despierte la adormecida conciencia, que sea capaz de ejercer una sana comprensión y le reste energías para andar por los caminos del discernimiento y la sabiduría. Y, necesariamente, huir de aquella hiperespiritualidad que todo lo envuelve en el bucle de la inspiración, motivación, incitación y estimulación, para dar paso a la preeminencia de la reflexión y el discernimiento sobre la subjetiva experiencia. Sin duda, las experiencias propias son importantes para el reconocimiento de la fe que profesamos y el crecimiento en primera persona; pero la reflexión y el discernimiento es la innata ocupación a la que permanentemente estamos llamados. Es por ello que el apóstol, en 1ª de Juan 4:1, insta a probar los espíritus; también los nuestros (Mateo 16:23).

Inspiración+motivación+incitación+estimulación=hiperespiritualidad. Perspectiva+reflexión+conciencia+comprensión+discernimiento=hemiespiritualidad.



[1] Paradójicamente, y a pesar que pudiera parecer lo contrario, existe una seria confusión, crítica, sobre los límites y función de la espiritualidad. Los elementos de confusión se vislumbran cuando en la espiral de la incitación se necesita más y más para satisfacer la propia exigencia espiritual. Un bucle ausente de reflexión bíblica y domino propio.
[2] Carl Gustav Jung (1875–1961) afirma que pese a que la religión es de origen humano, la revelación de Dios al mundo no es tenida en cuenta, ni puede ser investigada psicológicamente. (en Die Beziehungen der Psychotherapie zur Seelsorge. Zürich, 1932)
[3] El círculo concéntrico de la espiritualidad retroalimentada facilita la introversión y la experimentación extática: un deseo del alma de alejarse de todo lo terrenal para poder alcanzar a Dios.
[4] Brian D. McLaren (1956–)  apunta en «Jesús y el Reino» sobre la tendencia del cristianismo actual a suponer que Jesús nos vino a decir prioritariamente cómo debíamos ir al cielo después de que muramos. McLaren afirma que «Él vino a hablarnos de cómo el Reino de los Cielos puede acontecer aquí en la tierra, mientras estamos aquí, mientras nuestros hijos y nietos están aquí».
[5] En el fondo, este deseo contemporáneo de volver a entrar al lugar santísimo cada vez que se alaba o adora, es una deplorable interpretación y contextualización novotestamentaria de los textos veterotestamentarios. Puede llegar a ser muy sencillo crear una falsa teología y enseñanza bíblica cuando se repite hasta la saciedad que al alabar o adorar con cantos o con cualquier otra liturgia entraremos en el lugar santísimo, cuando, en realidad, no se entra en ningún lugar privilegiado gracias a un momento concreto, sino que Jesús ya entró una y definitiva vez para siempre; por lo cual, el creyente no entra en ningún lugar santo cada vez que alaba o adora, sino que cada día y a cada momento está en el lugar santísimo de la Cruz, si permanece en Él (Juan 15:4).
[6] En las religiones orientales, la metafísica, la elevación espiritual, la meditación y el animismo son elementos imprescindibles de la experiencia religiosa, incitando en algunos casos a una leve psicosis y a la metempsicosis. El antropólogo del siglo XIX, Edward Burnett Tylor (1832–1917), consideró el animismo como la forma de religión más primitiva. Un punto de vista que antropólogos modernos comparten. Esta percepción de Tylor nos hace suponer que en la psicología del creyente podría anidar cierta tesis animista, como una conducta contemporánea de creer sobrenaturalmente en elementos, actos y actividades adoracionales: una idolatría de las formas y formatos, transustanciándose en sí mismas.
[7] Las variantes y variedades de la hiperespiritualidad extática, mística o ascética en las todas las religiones del planeta son innumerables. Sería largo especificar cada una de ellas. No obstante, un detalle que no se debe pasar por alto es la histórica confluencia de prácticas mágicas y ocultistas con el cristianismo. En sus usos litúrgicos, muchas denominaciones cristianas han convergido y tenido serios devaneos con patrones ocultistas, mágicos o alquimistas. Uno de los más conocidos, por su cercanía cultural, es la Iglesia Católica. Durante siglos y milenios, sus prácticas misales y sociales han incorporado tradiciones, ritos y costumbres de religiones paganas. Pero ninguna religión y espiritualidad ha quedado al margen de ello. El pietismo, el puritanismo, el pentecostalismo o, incluso, el luteranismo, incorporaron referencias antropológicas mágicas que provenían de sus propias culturas (fetiches, amuletos, sahumerios, imágenes, elementos bendecidos y talismanes). No obstante, el pueblo de Israel del Antiguo Testamento también compatibilizó su devoción a Yahvé con actos mágicos provenientes de otras culturas contiguas (Éxodo 32); e incluso la iglesia neotestamentaria tuvo que hacer frente a formas y contenidos extraños que se habían infiltrado. Por estas razones podemos apuntar fehacientemente que, en la actualidad, el cristianismo también está expuesto y afectado por muchas tendencias ajenas. Antropológicamente, estas mezcolanzas son consustanciales con el género humano de todas las edades.
[8] En algunos casos, las prácticas cristianas de adoración y espiritualidad pueden llegar a ser experiencias de corte espiritistas, en el sentido mágico de acercamiento y exploración de espíritus y de lo espiritual. Formalmente puede ser un anhelo de estar cerca de Dios, pero psicológicamente se convierte en una indagación de la espiritualidad y sus límites en la mente humana. Antropológicamente y en todas las culturas, todos los seres humanos han tenido y tienen la necesidad de una espiritualidad de búsqueda, por lo que ancestralmente tenemos una cierta predisposición al espiritismo (entendido en su sentido original): la observación de los espíritus, de nuestras respuestas espirituales y del hedonismo de los sentidos espirituales).
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[9] Esta interesada conveniencia apunta más a la práctica de una religiosidad afirmada en el hedonismo espiritual, que a una fe discernida, integral y transformadora. 

© 2009 Josep Marc Laporta  

3 comentarios:

  1. Anónimo00:32

    Maeztroooo, uzté se ha tomado argo??

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  2. sinnombre01:36

    Comparto todo lo que dice. Excelente aportacion. Con su permiso lo copio.

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  3. Nubes y claros_:_:_:_:_02:56

    Si que es verdad uqe estamos hiperespiritualizados. Acabaremos bajando tanto el cielo a la tierra que las nubes nos nublaran la vista. Eso de hemi espiritualidad querra de cir media espiritualidad? Eso es lo que entiendo, una espiritualidad media, sin extremismos fanaticos. Me sumo a su propuesta activamente.

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