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© 2003 Josep Marc Laporta
En cuántas ocasiones se han acercado a mí personas amantes de la música haciéndome el mismo comentario: «Tu música tiene el don de la inspiración». Yo he agradecido siempre este halago. Nunca, sin embargo, se suele mencionar, ni tan siquiera adivinar, que detrás de una partitura, por muy «inspirada» que parezca, existe el soporte férreo de una técnica rigurosa y sofisticada que actúa como vehículo para poder llevar adelante nuestras ideas.
Cuando enseño composición, me gusta dirigirme a los nuevos alumnos-compositores con el siguiente mensaje: «la composición no se enseña, se aprende». Con ello quiero expresarles que hay una parte en ella que, sin ninguna duda, se puede aprender, que es exactamente todo lo que está relacionado con la técnica; sin embargo, aquello que se refiere a la intuición, lo que algunos llaman «inspiración», es imposible de enseñar.
El dilema de un compositor se centra en la búsqueda permanente entre técnica e intuición. La técnica es fundamental para el compositor, hasta el punto de que sin ella sería imposible crear una obra de valor. El pensamiento musical se proyecta hasta ese punto que nuestros conocimientos técnicos nos permite. Sin los elementos técnicos necesarios para escribir una obra el resultado sería fallido, sería una obra sin interés y dirigida inexorablemente al fracaso.
El requisito indispensable para que una composición se asiente en la historia es que sea una obra perfectamente concebida en su técnica, lo que supone sentir el placer estético de la obra bien hecha. Cada idea encierra en sí su propio planteamiento; esta es una sabiduría que el compositor debe ejercitar. Una vez hecho hincapié sobre la enorme importancia de la técnica en el proceso de creación, me apresuro a decir que, cuando ésta no va unida a la idea musical y se queda exclusivamente en un proceso técnico, suele quedar truncado el logro de la obra artística. Es en las obras de los grandes compositores donde se produce el equilibrio y punto de encuentro entre la técnica y la inspiración, y es en esta búsqueda donde reside el momento de mayor importancia y, con toda seguridad, el de mayor riesgo para el creador.
La armonía es pura ciencia. Existen tratados en los que uno puede instruirse en la ciencia armónica; hay tratados que nos informan del manejo del contrapunto y de la orquestación. Es cierto que se puede aprender a construir una melodía bien planteada, desde una visión técnica, pero es también cierto que no existen verdaderos tratados de melodía. Wagner decía: «la melodía viene de Dios; el resto, de nuestro cerebro». Hoy, más que en cualquier otra época, la aplicación de la armonía, del ritmo, de la melodía, de la interválica, de la tímbrica y de todos aquellos procesos compositivos que tenemos al alcance de nuestras manos requieren, para su utilización, una fuerte dosis de creatividad para que, al ponerlas al servicio de una idea musical, cumplan esas funciones de equilibrio necesarias en toda obra que aspire a consolidarse. La información y los medios técnicos de que hoy disponemos se adquieren con tal facilidad que, en algunos casos, todos estos sofisticados sistemas desprovistos de contenido emocional pueden influir negativamente en la realización de una partitura. En el transcurso de la creación musical existen muchas formas por las que el compositor debe transitar y cada una de ellas nos impone su propia técnica, por lo cual el compositor debe dominar los distintos sistemas de realización que cada idea, en su propia expresión, nos exige.
Hay dos caminos para el compositor que se inicia en la creación musical. Uno, el análisis permanente de las obras de los grandes creadores, saber cómo escriben y de qué forma planteaban el mensaje musical cada uno de ellos; y por otro lado, nuestra propia experiencia al plasmar, sobre el misterio del papel pautado en blanco, nuestras ideas.
La música, en su doble dimensión de arte y ciencia, nos impone que, desde el punto de vista científico, todo esté correlacionado con una exactitud milimétrica y al mismo tiempo nos demanda que, al final, todo ese aspecto científico esté de tal forma al servicio de la idea artística y se compenetre con ella, que acabe por no acusarse.
El músico valenciano Manuel Falla pensaba que «toda obra debería ser estructurada con gran rigor técnico pero que, en última instancia, pareciese una improvisación». La obra cuya técnica se queda exclusivamente en un proceso estructural, sin actuar como soporte constructivo de una idea musical comunicativa, puede generar un interés científico que, sin duda, podrá satisfacer a un gran número de estudiosos que sienten la música a través del placer exclusivo del análisis. De otro lado, la obra musical que nace solamente del sentimiento (intuición-inspiración) y que carezca del rigor técnico que impone un sentido de la construcción, del orden y del equilibrio en cada proceso de desarrollo, igualmente a la obra que se sustenta solamente de la técnica, quedará, al no soportar un análisis ordenado de su estructura, mutilada y su contenido no podrá superar el paso histórico del tiempo.
El punto de encuentro entre intuición y técnica debe ser, según mi opinión, la aspiración máxima del compositor para lograr el justo equilibrio de la obra técnicamente bien hecha, al mismo tiempo que se proyecte sobre nosotros como lenguaje de comunicación culto y sensible.
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