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· Sobre el derecho de los pueblos


–Perspectivas desde la antropología bíblica y la jurisdicción internacional 
sobre el derecho de ser y querer ser de los pueblos, y de su determinación política–

© 2013 Josep Marc Laporta

1- El pueblo en la antropología bíblica
2- La raza y la mitificación de la diferencia
3- Imperialismo, colonialismo y globalización
4- Jurisdicción y libre determinación

        El universalismo es la idea o creencia que sostiene la existencia de una unidad y verdad universal que supera lo particular y específico, ya sea en el campo de lo político, moral, cultural, religioso o filosófico. Su pretensión e instauración va más allá de las peculiaridades culturales de los pueblos y aspira a una cierta unidad e igualdad de todos ellos, uniformando pertenencias, personalidades y singularidades sociales. Su fin es la estandarización estructural y epistémica como solución a la multiplicidad cultural y la dispersión regional, considerándose esto último como un estorbo u obstáculo para el avance del conocimiento científico y tecnológico, y el desarrollo humanista.
La contraposición al universalismo es la diversidad cultural y la singularidad de los pueblos, sus idiomas, tradiciones, conductas sociales, organizaciones políticas y experiencias comunes, como expresión de abundancia, comprensión colectiva, y sentido social. Las culturas y los pueblos, consecuencia y producto de arbitrarios e incomparables aconteceres históricos, tienen en su haber el magnífico tesoro del paso del tiempo y la confluencia de sus gentes con los avatares de la historia.

EL PUEBLO EN LA ANTROPOLOGÍA BÍBLICA

Desde la antropología bíblica, un pueblo, una cultura o una personalidad social humana es una expresión más de la didáctica divina. El pueblo de Israel, tras su periplo por el desierto, alcanzó la tierra prometida como premio a su fidelidad bajo el propósito divino (Josué 1). La entrada a Canaán significaba desterrar los coterráneos que la habitaban para establecerse, de manera que la característica de ser pueblo implicaba el allanamiento de un territorio o, en su defecto, que cada pueblo dispusiera de espacio para construir su propio proyecto común e identitario. Por tanto, desde la antropología bíblica se observa que la pertenencia a un territorio es un derecho universal de subsistencia colectiva y una propuesta cultural y social que provee de sentido y proyección. Ser parte de un pueblo y de una lengua en un territorio es ser parte de un propósito específico, como una expresión sociocultural de comprensión colectiva.
La formación del antiguo pueblo de Israel fue la derivación directa de doce tribus o clanes, resultado de la validación dinástica de los doce hijos de Jacob y sus familias (Génesis 46:3; 2 Samuel 7:23; Josué 17; Isaías 49:6). Cada una de ellas habitó un espacio de terreno concreto en la tierra prometida, estableciéndose una serie de argumentos históricos de trascendencia milenaria. Siglos más tarde, en el proyecto misional de Jesús se aprecia significativamente el número de apóstoles, doce (Mateo 10:2-4; Marcos 3:13-19; Lucas 6:14-16; Hechos 1:13), con un cometido expansivo del mensaje de la Buena Nueva, que años más tarde, en dispersión geográfica, salieron para anunciar el Evangelio a los distintos núcleos generacionales de las tribus de Israel (Mateo 19:28-30). La concomitancia entre familia y pueblo o nación es superlativa y coincidente de constitución y derecho, convirtiéndose en una interesante didáctica divina sobre la formación de los pueblos y sus culturas, análogo a la célula básica de la sociedad: la familia.
El concepto pueblo no es contrario a la declaración bíblica, ni el anuncio salvífico de la cruz y la universalidad del Reino de Dios son concepciones uniformadoras y excluyentes de culturas. Tras el relato del diluvio universal, de los descendientes de Noé «se esparcieron las naciones en la tierra» (Génesis 10:32); y, posteriormente, Abraham fue bendecido para ser una nación grande y fuerte, para «ser en él benditos todos los pueblos de la tierra» (Génesis 18:18). Esta dimensión conceptual de pueblo o nación revela la peculiaridad antropológica de las comunidades con personalidad cultural, social y/o idiomática. El anuncio neotestamentario de salvación universal a todas las naciones y múltiples sociedades humanas es un llamado a la formación de «un pueblo de pueblos en una sola comunidad espiritual» (Efesios 2:14; Filipenses 3:20), respetando la peculiaridad administrativa y cultural de cada nación o comunidad. El llamamiento evangélico de predicar el Evangelio a toda criatura es una convocación a recorrer pueblos, lenguas y culturas (Hechos 1:9; Mateo 28:19), admitiendo per se la perenne permanencia de estas asociaciones humanas y sus características formativas, culturales, cívicas y políticas. Incluso antes del fin de los tiempos, los pueblos y las naciones tienen su lugar, personalidad y razón de ser (Marcos 13:10). Consiguientemente, el concepto pueblo, lengua o cultura es una realidad asociativa de supervivencia humana para la construcción de proyectos comunes posibilistas en el tiempo y el espacio.

La pregunta crucial es si desde la antropología bíblica los pueblos tienen razón de existencia y reconocimiento de derecho a su cohesión y peculiaridad social. Una respuesta se encuentra en la historia hebrea del Antiguo Testamento: los cananeos, sumerios, caldeos, egipcios, babilonios, asirios, fenicios, frigios, lidios, griegos o romanos fueron pueblos y colectividades sociales, culturales e idiomáticas concomitantes con el pueblo de Israel. Con todos ellos los hebreos establecieron una multitud de relaciones sociales, con intercambios de toda índole, tanto artesanales, artísticos, comerciales, agropecuarios, científicos, de conocimiento o políticos. Por lo tanto, el derecho de existencia de un pueblo o nación es una innegable realidad antropológica bíblica que permite una efectiva y positiva socialización humana entre similares o diferenciados pueblos o naciones.
Distintos pasajes bíblicos apuntan al valor de la comunidad cultural y política para la construcción de lo humano. Entre llamadas a la conversión y al arrepentimiento, las profecías del Antiguo Testamento relatan cómo las naciones tienen su derecho a ser y existir, y, a pesar de sus nocivas dependencias religiosas a otros dioses, son llamadas a la paz entre ellas (Miqueas 4:2-5). En el Nuevo Testamento, el apóstol Pedro advierte que Dios no hace acepción de personas, sino que «en toda nación se agrada del que le teme y hace justicia» (Hechos 10:34-35). Y la imagen final del cántico nuevo del Apocalipsis ante el Cordero, presenta la sublime conmemoración celestial con la participación presencial de todo linaje, lengua, pueblo y nación (Apocalipsis 5:9; 7:9; 13:7; 21:24), en un camino hacia la prometida y común ciudadanía eterna en los cielos (Filipenses 3:20). Sin embargo, es interesante observar que en ningún caso la Biblia menciona la raza como sujeto identificativo de pueblo, pese a considerar al pueblo hebreo como escogido y preferido entre los pueblos.

LA RAZA Y LA MITIFICACIÓN DE LA DIFERENCIA

El derecho de un pueblo a existir y a construir su futuro no depende de una peculiaridad racial restrictiva o preeminente que delimite o expanda su existencia, sino de su asociación y peculiaridad cultural, lingüística, asociativa o política, y, también, de su decisión de querer ser. Desde un punto de vista antropológico bíblico, la raza humana es una e indivisible, y la defensa del sentido racial o de un grupo étnico puede o no ser constitutivo de pueblo o nación. La gran mayoría de las razas del planeta son multiregionales. Es decir, no coinciden en un exclusivo territorio ni se establecen únicamente en una región concreta, por lo que la raza no es un elemento de superioridad humana sino un complemento de su asociación. Por consiguiente, un pueblo, con sus peculiaridades culturales y lingüísticas es el resultado de múltiples avatares históricos y de la libre y finalista decisión de sus integrantes en defender su particularidad social; es decir, ser y querer ser.
La raza es, y ha sido siempre, una diferencia de naturaleza espiritual, en su sentido abstracto y formativo de ideología: el racismo. Es pretendidamente el deseo de la superioridad del espíritu humano o de un pueblo sobre otro; una manera de etnocentrismo cultural que se extiende a lo social y político. Amparado en un dogmatismo biologista, el concepto raza pretende la defensa a ultranza de la identidad cultural, el elogio de la diferencia y la superioridad étnica. Sin embargo, como la historia demuestra, existen distintas traslaciones o mutaciones del racismo hacia la cultura; es decir, la sustitución de la identidad racial por la identidad cultural auténtica. Y también el desplazamiento de la desigualdad hacia la diferencia; es decir, el desprecio a los desiguales en aras de mantener una superioridad cultural. No obstante, esta extrema racionalización de los derechos de identidad no tiene refrendo en los textos bíblicos. En su relación con el pueblo escogido de Israel, lo que Dios propugnó y apadrinó no fue una raza superior sobre los restantes pueblos de la tierra, sino la acertada elección espiritual del pueblo de Israel en conocer y establecer una saludable relación con el verdadero Dios, lo que facultaba a los israelitas ser escogidos de entre los pueblos. Este es el detalle distintivo. Una divinidad revelada, implicada y comunicativa con el ser humano era, y sigue siendo, un salto cualitativo respecto a las tradiciones supersticiosas, a los insensibles dioses de madera o a las fetichismos humanos exclusivamente hipnotizadores del alma.
La Biblia no auspicia ninguna raza por encima de otras, pues se entiende que la raza que Dios conoce y a la cual se dirige es la humana, siendo los pueblos o comunidades culturales, sociales y políticas, aceptadas y parte de su propósito universal. Es por ello que los pueblos y las identidades culturales del planeta, a pesar de las peculiaridades raciales, no son producto de una racialidad superior de unas sobre otras, sino del devenir antropológico y sociológico de la historia, determinando nuevas asociaciones sociales, culturales y lingüísticas que desembocarán en nuevas coincidencias y conciencias de pueblo o comunidad. Serán ellas las que por libre elección y decisión, resolverán constituirse como cuerpo social diferenciado de otros para una mejor cohesión y desarrollo administrativo, social o político.

IMPERIALISMO, COLONIALISMO Y GLOBALIZACIÓN

Antropológicamente, todo pueblo que se precie de tener conciencia de pueblo, nación o idiosincrasia social y convivencial debe ser respetado y amparado. Porque todo pueblo tiene derecho a existir; todo pueblo tiene derecho al respeto de su identidad nacional y cultural; todo pueblo tiene el derecho de conservar en paz la posesión de su territorio y de retornar allí en caso de expulsión; todo pueblo tiene el derecho imprescriptible e inalienable a la autodeterminación, determinando su status político con toda libertad y sin ninguna injerencia exterior; todo pueblo tiene el derecho de liberarse de toda dominación colonial o extranjera directa o indirecta y de todos los regímenes racistas; y todo pueblo tiene derecho a un régimen democrático que represente al conjunto de los ciudadanos, sin distinción de raza, sexo, creencia o color, y capaz de asegurar el respeto efectivo de los derechos del hombre y de las libertades fundamentales para todos.[1]
El imperialismo modelo absolutista de poderío, abuso e imposición de un señorío político sobre otros pueblos– que ha permanecido durante más de 30 siglos, y el colonialismo –modelo de conquista, dominación y alienación desde el protectorado– que se ha perpetuado durante las últimas cinco centurias, han tergiversado universalmente la concepción sobre la libertad de los pueblos, sus derechos y lo que la historia les ha deparado por medio de una cultura y lengua común. En los recientes años, el concepto imperialismo y colonialismo, como instrumentos de dominación, han sido sustituidos por la globalización. En efecto, la globalización es la nueva forma de absolutismo hacia los pueblos más débiles estructural y políticamente, mancillándoles su autoestima comunitaria.
Si, por ejemplo, el imperialismo soviético esclavizó durante gran parte del siglo XX a las repúblicas bálticas para un fin de supremacía y hegemonía internacional, el universalismo global es un absolutismo político, cultural y económico que relativiza la libre decisión de los pueblos, privándolos de sus derechos y, del más inapelable, el de la autodeterminación. Letonia, Estonia y Lituania son naciones que desde su emancipación han experimentado un notable crecimiento social y económico. Sin embargo, liberados del yugo soviético, ahora son las fuerzas económicas y culturales de la globalización las que han puesto la mirada en su crecimiento. Por lo general, la desprotección de la identidad cultural y social de los pueblos va en favor de la unificación comercial, política o cultural y sus beneficios empresariales, económicos y políticos. En realidad, ambas fórmulas de dominación –imperialismo–colonialismo y globalización– emergen del mismo punto de partida: el no reconocimiento de las peculiaridades de un grupo social, la restricción moral de sus valores sociales, culturales y políticos, la depreciación de su autoestima y la imposición absolutista con fines de control, sometimiento y beneficio comercial, económico, cultural o político.
Imperialismo, colonialismo, conquista, imperialismo nacionalista y globalización tienden a caminar por el mismo camino de la alienación de la personalidad social, cultural y lingüística de un pueblo, en muchos casos sin estado propio y sin permitirles ser sujeto político. Sentirse pueblo es una decisión de libre voluntad que pertenece a los flujos históricos que una comunidad, en conciencia, entiende y acepta. Ejercer el derecho a la libre determinación es una potestad de la consciencia de ese mismo pueblo, que libremente deberá decidir cuándo y cómo dar ese paso sin que otro estado se interponga.

JURISDICCIÓN Y LIBRE DETERMINACIÓN

Si, por ejemplo, la cultura catalana –una nación sin estado, como Escocia o Flandes– no ha sido liquidada en 300 años, pese a los intentos políticos, sociales y militares de acallar y suprimir sus valores culturales y lingüísticos, es derecho de sus habitantes la decisión finalista de ser o no estado independiente de manera libre, pacífica y democrática. Ser sujeto político para determinarse es derecho inalienable de los pueblos. Las leyes internacionales lo permiten y aprueban, y, pese a decir lo contrario, las leyes españolas están obligadas a refrendarlo.
En referencia al Estado Español, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos,[2] redactado en Nueva York el 16 de diciembre de 1966 y ratificado posteriormente en firma solemne por el Rey Juan Carlos I en el Instrumento de Ratificación de España del Pacto Internacional, dice y constata en dos de sus artículos:
Artículo 1: «Todos los pueblos tienen derecho a la libre determinación. En virtud de este derecho establecen libremente su condición política y proveen asimismo a su desarrollo económico, social y cultural».
Artículo 3: «Los estados partes en el presente pacto, incluso los que tienen la responsabilidad de administrar territorios no autónomos y territorios en fideicomiso, promoverán el ejercicio del derecho de libre determinación, y respetarán este derecho de conformidad con las disposiciones de la Carta de las Naciones Unidas» [3]
La estampación de la firma del Rey Juan Carlos I en 1976 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos obliga a interpretar cualquier artículo concerniente a la Constitución Española de acuerdo al citado Pacto. Así lo rubricó el monarca español:
Juan Carlos I, Rey de España. «Por cuanto el día 28 de septiembre de 1976, el plenipotenciario de España, nombrado en buena y debida forma al efecto, firmo en Nueva York el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos» [4]
En consecuencia, dos de los artículos restrictivos de la Constitución Española, el 1.2 y el 2, quedan sometidos a la aprobada superior declaración de las Naciones Unidas.
El Artículo 1.2 manifiesta que la «soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado». Por consiguiente, entraría en contradicción con el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Una nación dentro de un estado debería tener soberanía propia para decidir su futuro en libertad.
Y el Artículo 2 declara que «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas». Por lo tanto, una buena parte del artículo también entraría en conflicto con lo firmado en 1976 por el Rey Juan Carlos I en el tratado internacional.

Más allá de estos dos enunciados, el Artículo 8 de la misma Constitución Española igualmente entraría en clara contradicción con el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de las Naciones Unidas: «Las Fuerzas Armadas, constituidas por el Ejército de Tierra, la Armada y el Ejército del Aire, tienen como misión garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional».
Aparte de la discusión ética y de Derechos Humanos sobre este enunciado –que expresa fríamente que la Constitución de un país democrático convoca a las Fuerzas Armadas exclusivamente para la defensa territorial, su soberanía e independencia, sin aludir ni mencionar explícitamente la protección de la integridad física de sus ciudadanos– lo que nos incumbe en este documento es que el artículo en cuestión entra en flagrante incompatibilidad con el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de la Naciones Unidas. 

 Otro procedimiento universalmente legal propugnado por el tribunal de La Haya es la Declaración Unilateral de Independencia referida a Kosovo: 
"El Tribunal estima que el derecho internacional general no comporta ninguna prohibición aplicable a las declaraciones de independencia. En consecuencia, concluye que la declaración de independencia del 17 de febrero de 2008 no ha violado el derecho internacional general" (Corte Internacional de Justicia, 22 de julio de 2010)

        El último estado que en Europa se ha independizado mediante este recurso, Kosovo, ha sido reconocido por todos los países del continente, excepto España, Grecia, Creta y Eslovaquia. Rumania, que en su momento no lo hizo, está en el proceso del pleno reconocimiento. Los países más desarrollados y las democracias más avanzadas toman partido por los derechos de los pueblos, reconociéndolos y admitiendo como supremo valor de convivencia el derecho a la libertad nacional de las nacionalidades sin estado.
Una correcta interpretación de los textos jurídicos internacionales y nacionales expresan claramente la posibilidad y legalidad de la determinación de los pueblos, así como su existencia universal. El derecho de un pueblo a ser sujeto político que, por las condiciones históricas, sociales o evolutivas, así lo considerare, es una facultad de primer orden humano e internacional. Gran parte de dichos estatutos universales nacen de una visión cumplida de los derechos humanos y de justicia social que emanan de la Biblia.

Desde los textos bíblicos se entiende que juicio y justicia es un atributo universal de Dios, en todos los ámbitos y en todas las dimensiones de lo humano. Y los cristianos somos llamados a ser justos y misericordiosos, no para decretar justicia restrictiva sino misericordia reconstructiva en todos los ámbitos, también en el de los derechos de los pueblos (Salmos 82:1-4; Miqueas 6:8). Hacer misericordia en los pueblos significa favorecer y auspiciar que aquella cultura que, por razones históricas o evolutivas de su desarrollo social alcance consciencia de pueblo o comunidad, pueda adquirir pacífica y democráticamente toda la libertad para manifestar sus derechos como pueblo, permitiendo y contribuyendo a la libre determinación de su futuro político, social y cultural. Es una sabia actitud cristiana ser misericorde con la realidad histórica y sociológica de aquellos pueblos que los avatares de la historia les han llevado a ser y que, en conciencia y llegado el momento, se reconocen ser y, en libertad, quieren ser.




[1] Declaración universal de los derechos de los pueblos; Argel, 4 de julio de 1976.
                [2] El 'Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (ICCPR, por su sigla en inglés) es un tratado multilateral general que reconoce Derechos civiles y políticos y establece mecanismos para su protección y garantía. Fue adoptado por la Asamblea General de las Naciones Unidas mediante la Resolución 2200A (XXI), de 16 de diciembre de 1966. Entró en vigor el 23 de marzo de 1976.
                [3] Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, publicado en el Boletín Oficial del Estado, núm. 103 de 30 de abril de 1977, páginas 9337 a 9343.
                [4] Juan Carlos I, Rey de España, como plenipotenciario del Reino, firma el Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos, vistos y examinados los 53 artículos que integran el pacto; 28 de septiembre de 1976. El ministro de Asuntos Exteriores, Marcelino Oreja Aguirre, también rubricó el Pacto. La aceptación del monarca y del gobierno sitúa el Estado Español en el derecho internacional.

© 2013 Josep Marc Laporta  


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4 comentarios:

  1. Benet Saperes07:50

    De traca i mocador, josep! Gran article. El faré còrrer perquè s'ho val.

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  2. ISAL16:50

    Interesante y pedagogico. lo que no entiendo es porque une antropologia biblica y juridiscición internacional. No se casa mucho...... digamos

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  3. G Dion01:29

    curioso como la biblia contiene info sobre el derecho de ser de los pueblos. es el derecho asosciativo para procreación y sujuzgar la tierra? es la extensión familiar en el territorio?
    me parece muy bueno como lo plantea.............. gracias

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  4. muy en su linea23:45

    Excelente. Un estudio que merece varias lecturas. Estoy muy en su linea. GRACIAS!

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