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· La batalla del himno


© 2015 Josep Marc Laporta

Treinta y cinco segundos de atronadores silbidos dieron para mucho. Solo treinta y cinco segundos. Silbar un símbolo, como lo es un himno nacional que representa a millones de personas, no es un asunto baladí.[1] Mostrar disconformidad en los prolegómenos de un partido de fútbol, pitando masiva y ensordecedoramente, ahogando el sonido del himno del estado español con su máximo representante en la tribuna, no es una cuestión menor; ni en la forma ni en el contenido ni, tampoco, en la consideración de los derechos civiles.


Sería por mi parte muy elegante afirmar que nunca silbaría un himno que represente a ningún país o a nadie. No entra dentro de mis actitudes naturales ni tampoco de mis preferencias ético-estéticas. Sin embargo, la pretenciosa elegancia inicial obliga a una revisión sobre cuáles son los derechos que amparan la libertad de expresión, dónde están los límites de ésta, qué relación tiene con actitudes violentas y cuáles son las implicaciones éticas al mostrar disconformidad con el trasfondo de un símbolo, rechazándolo mediante pacífica actitud. Por otro lado, observar el hecho simplemente como un atentado a la dignidad de los principios y valores de otras personas sería reducirlo rápidamente al simplista marco de la displicencia.


REPRESENTACIÓN SIMBÓLICA Y LIBERTAD DE EXPRESIÓN –El primer elemento de consideración es si la pública, pacífica y contraria manifestación a las representaciones simbólicas de un estado o nación debería estar por encima de la libertad de expresión de sus propios ciudadanos. Gran parte del debate ha de centrarse en este punto, porque ¿qué condición social y sociológica tiene el himno que representa a un pueblo? Básicamente la de símbolo: inerte y fútil en sí mismo y, al mismo tiempo, de gran trascendencia política y emocional. Colmado de contenidos por la implicación simbólica que le otorga un estado y por la autónoma aceptación de sus ciudadanos en la medida que se sumen a su valor representativo, el himno es un símbolo de libre adscripción. Por lo tanto, estamos hablando de marcos de simbología, de un valor en parte impuesto, pero que puede ser aceptado autónomamente, con protocolos coactivos más o menos democráticos, que puede ser asumido de forma desigual por los ciudadanos de ese mismo estado. En realidad, solamente es un símbolo, un atributo de libre representación y voluntaria aceptación o afiliación.


En los países más democráticos y avanzados la libertad personal está por encima de los símbolos. Y, en cambio, en los países-estado de reminiscencias postcolonialistas, la adoración a los símbolos está por encima de la libertad personal. Este último modelo es propio de naciones tercermundistas y de estados continentales fuertes, consolidados, de pasado imperialista, como es el caso del francés, que a pesar de sus logros por la libertad, la igualdad y la fraternidad, los símbolos de la nación pasan por encima de la libertad de expresión y protesta individuales.[2] Sin embargo, en los países sajones la tradición es a la inversa. Se considera que la protección de la posibilidad de expresar el descontento, no solo respecto a los símbolos sino con aquello que representan, es sagrado e incluso es un deber cívico poderlo hacer.


La libertad de conciencia da lugar a la libertad de expresión no a la inversa, siempre y cuando ésta última no implique coacción a la libertad del prójimo ni deshonra. Consiguientemente, por libertad de conciencia también se entiende la capacidad de asumir o no como propios, símbolos o representaciones políticas de un país o sociedad. Por lo tanto, la libertad de expresión es la capacidad de exteriorizar o manifestar lo que, en libertad, la conciencia ha determinado.


Como parte de la vida en común de sociedades avanzadas la disidencia refuerza la democracia, porque sino se cae en la única visión y en el totalitarismo. No obstante, la libertad del prójimo acaba cuando la libre y autónoma expresión se convierte en ofensa destructiva y sistemática. Ofender no es libertad de expresión. Y en el caso que nos ocupa, silbar el himno nacional durante treinta y cinco segundos no es más que la disconforme manifestación respecto a un símbolo que, por las razones que sean, no es representativo para un grupo de personas que son parte de esa misma sociedad cuyo himno dice representar.


PLEDGE OF ALLEGIANCE – En Estados Unidos existe la denominada ‘Pledge of Allegiance’ o ‘Juramento de Lealtad’, que dice: «Juro lealtad a la bandera de los Estados Unidos de América y a la república por la que se sostiene, una nación, bajo Dios, indivisible, con libertad y justicia para todos». Esta locución se pronuncia al inicio de las sesiones del Congreso y también en las escuelas públicas. Al comenzar las clases del día se pide a los niños que se levanten y reciten este juramento. No obstante, el Tribunal Supremo de los Estados Unidos ha sentenciado varias veces que no se puede obligar a los estudiantes pronunciar la frase porque la libertad de opinión y pensamiento es esencial en una sociedad democrática. Sin embargo ha existido controversia, porque a pesar de que expresarlo es voluntario, en el ambiente aún existe una cierta coacción que obliga.


Hay un momento en el tipo de constitución de los estados modernos en el que se defendía que era obligatorio seguir los rituales de estado. El ciudadano podía creer lo que quisiera, mientras siguiera sin falta los protocolos comunes. No era libre. Más tarde hubo una revolución democrática hacia finales del siglo XIX y ya en pleno siglo XX que sostenía que el ciudadano también tiene derecho de disentir de los rituales comunes de un estado. Esta renovación democrática sitúa la discrepancia y manifestación respecto al símbolo como un hecho de libertad individual y colectiva, siempre y cuando su expresión se ejerza por medios pacíficos.

Este histórico progreso en derecho civil coloca la libertad de conciencia en línea con la libre adscripción a unos símbolos y con la posibilidad de mostrar adhesión o rechazo público. Por lo tanto, los símbolos de un estado no significan un derecho superior sobre la libertad de expresión y su libre manifestación, sea contraria o favorable, puesto que la libertad de conciencia primera conquista social otorga también la libertad de expresión y, en consecuencia, la adscripción a unos símbolos segunda conquista social. Las libertades en una democracia son libertades cuando gustan, pero sobre todo cuando a uno le molestan; porque la preciada libertad que pretendemos disfrutar no es sobre gustos sobre lo que nos gusta o lo que no nos gusta sino sobre tolerancia y libertad de discrepancia. Una sociedad avanzada debería entender que todo lo que se puede alabar también se puede criticar, incluso los símbolos.

 

 


____ANEXO:



EL SIGNIFICADO DEL HIMNO ESPAÑOL – Los himnos significan cosas. No son ajenos a la hermenéutica conceptual sobre su origen, transfondo histórico, desarrollo social, imposición gubernamental y aceptación pública. Su génesis, formación, estética y ética intelectual, social y política van más allá de la simple melodía a cantar. Por lo tanto, un himno tiene una representación viviente interpretada por cada uno de los ciudadanos, que libremente se adscribe.


La primera persona que adopta el himno español como símbolo nacional fue, a mediados del siglo XVIII, Carlos III, hijo de Felipe V, de triste recuerdo histórico para los muchos de los habitantes de los territorios de habla catalana. Ha sido el himno nacional y de estado en los desfiles militares desde Carlos III con algunas excepciones históricas: en el trienio liberal de principios del siglo XIX (1820-1823), en la Primera República (1873-1874) donde el himno tuvo cooficialidad, y en la Segunda República (1931-1937) con el Himno de Riego. Sin embargo, fue asumido por el general Francisco Franco en la Guerra Civil española y, posteriormente, por las Cortes constituyentes de la nueva democracia de 1977.

Es por todo ello que el himno nacional ha estado muy relacionado con los momentos menos gloriosos y más trágicos de la historia de España, y, consecuentemente, su aceptación general como símbolo representativo del estado provoca muchos desafectos. Desde personas de tradición republicana hasta aquéllos que sienten que el actual estado español no les representa nacionalmente, discrepar del himno y de todo lo que representa no debería considerarse un acto de violencia contra el estado, sino el derecho a expresar contrariedad política y/o social, especialmente si a un acto deportivo se le asocian contenidos políticos imperativos. Cuando desde instancias gubernamentales se mezcla y fusiona, sin ningún tipo de recato y disimulo, símbolos políticos a actividades lúdicas deportivas, es nomotético deducir que los aficionados puedan opinar e incluso discrepar de dicha vinculación.[3]


Un país cuyas autoridades no han sido capaces de entender que el himno del absolutismo borbónico del siglo XVIII, el himno de la opresión antiliberal del XIX, el himno de la dictadura de Primo de Rivera de los años veinte, el himno del ejército nacional de la Guerra Civil y el himno de la dictadura fascista más larga de Europa no puede representar a los herederos de la tradición democrática que se han enfrentado a todas esas injusticias históricamente, es plausible que esas autoridades tampoco puedan entender que puede ser normal que ciudadanos de ese estado no se sientan representados por el himno nacional.


Los símbolos significan cosas y representan no solo el presente sino su propio pasado. El hecho de que la Marcha Real sea normal para las autoridades españolas también tiene un trascendente significado. El problema no es el símbolo, el problema son las sombras históricas que el símbolo incorpora, que coexisten en la representación y que es de libre albedrío adherirse o no, criticarlo o no, puesto que no gozan de suficiente representación. En un acto deportivo es de conciencia pitar, si es necesario, un himno que, en conciencia, puede o no representar a un grupo de personas.

No me parece una falta de respeto que se pite un himno y, por ende, al Rey. Lo que en cualquier caso me parece una falta de respeto es que se imponga un Rey. Si hablamos de coherencia, hablemos de todas las coherencias, no de treinta y cinco segundos de silbidos. Porque intentar condenar y ajusticiar una masiva silbada sin comprender sus motivos es un error; un dramático error político y social. En cualquier caso, si alguien expresa su inconformidad mediante una sonora pitada, la primera pregunta que un estado debería formularse sería cuál es la razón y el porqué de esa pacífica manifestación. Un estado que tiene miedo a pitos y silbidos es un estado muy débil. Y cuando un estado considera una amenaza las urnas, los silbatos y las lenguas, es que está muy asustado y su madurez democrática se le supone.

 

© 2015 Josep Marc Laporta

 

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[1] Partido de fútbol celebrado en el estadio Camp Nou (Barcelona), entre el Athletic Club y el FC Barcelona, correspondiente a la final de la Copa del Rey, el 30 de mayo del 2015. Temporada 2014-2015. Resultado: Athletic Club – 1; FC Barcelona – 3.
[2] En Francia está prohibido pitar ‘La Marsellesa’. En el año 2008, la ministra de Sanidad, Juventud y Deportes, Roselyne Bachelot, después de que durante el amistoso que enfrentaba Francia con Túnez el público silbara el himno nacional, indicó que, en el caso de que el himno volviera a ser recibido con pitos, los miembros del Gobierno abandonarían el Estadio y se anularían todos los encuentros amistosos contra el país rival durante un periodo de tiempo por determinar. En octubre de 2001 miles de emigrantes argelinos acudieron a presenciar el primer encuentro de su país contra la antigua metrópoli y silbaron el himno.
[3] La historia de los silbidos en acontecimientos deportivos no es de ahora. El 14 de junio de 1925 se disputó en Les Corts (campo deportivo del FC Barcelona) un partido entre el Barça y el CD Jupiter en homenaje al Orfeó Catalá. En el descanso, la banda de la marina inglesa, invitada al partido, interpretó el himno británico y la Marcha Real. Los 14.000 espectadores aplaudieron el God Save the Queen y sisearon el himno español. El gobernador civil de Barcelona, Joaquín Milans del Bosch informó del suceso al presidente, el dictador Miguel Primo de Rivera, que decidió cerrar la sede blaugrana seis meses por el ‘desafecto al patriotismo’ de los catalanes. Al final, la suspensión quedó tan solo en tres meses.
En el año 1989, en la reinauguración del Estadio Olímpico de Montjuïc (Barcelona), con motivo de la Copa del Mundo de Atletismo, se silbó profusamente la Marcha Real con la presencia del rey Juan Carlos I en la tribuna. Posteriormente, en distintos encuentros futbolísticos de finales de la Copa del Rey entre el FC Barcelona y el Athletic Club de Bilbao, los aficionados de ambos equipos silbaron masivamente el himno nacional. También, en Cataluña se ha silbado repetidamente el himno nacional, ‘Els Segadors’, en distintas modalidades deportivas y en diferentes encuentros deportivos, e incluso, en el mismo Camp Nou, donde tras repetidos silbidos en la primera década del siglo XXI cuando entraba el presidente de la Generalitat a la tribuna presidencial, se decidió no volver a poner el himno.

3 comentarios:

  1. Si por mi fuera no se pitaría ningun himno. Me parese una falta de respeto pitar al rey o los gobernantes, por mucha libertad de expresion que haya.

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  2. Anónimo20:42

    muy bueno y no estoy de acuerdo con el narizon ;)

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  3. Anton21:36

    Quien decide qué entra y qué no entra dentro de la libertad de expresión no s el gobierno: son los jueces. Y ellos han dicho que pitar al himno no es un delito, por mucho que haya quien se golpee el pecho por tamaño ¿ultraje? al orgullo español. Así lo dictaminó la Audiencia Nacional en 2009, cuando rechazó de plano una querella de Manos Limpias tras otra final de copa. Es una protesta que puede ¿no ser ejemplo de educación ni de civismo?, decía el auto, pero que está amparada por el derecho a la libertad de expresión. ...que conste que en ningún caso yo, personalmente, hubiese pitado el himno.

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