© 2010 Josep Marc Laporta
En la primera formulación, la justicia opera con determinación por propia decisión o por inducción ciudadana ante casos de corrupción, perversión del sistema o incorrecta administración democrática. Nada que objetar. En cambio, en la segunda, el ciudadano político opta por llevar ante la justicia los supuestos excesos sociales o las dispares interpretaciones legislativas para alcanzar fines particulares y exclusivistas. En muchos casos, la utilización de la judicatura no es para justicia, sino para delimitar o penalizar posiciones políticas, partidistas, culturales o sociales. Evidentemente, todo ello implica una reincidente usurpación de los derechos legislativos que desemboca en una saturación del sistema judicial.
Uno de los defectos comunes en muchas sociedades postindustriales y globalizadas es el poco reconocimiento del bien común como objeto de sustentación del sistema. Con el abandono de la preeminencia de lo político —pese a que la separación entre lo público y lo privado no desaparece—, la relación social se banaliza, lo cual lleva a la crisis de la democracia como representación y delegación de intereses comunes. Llevado a un extremo, se puede afirmar que vivimos en unas sociedades que ya no se definen primordialmente por los beneficios de la colectividad, sino por los problemas a tratar. Así es como la política se convierte poco a poco en la enumeración de problemas con resoluciones a corto plazo. Dicho en otros términos, nos hallamos ante sociedades que gestionan situaciones en lugar de trascender intereses, dejándose de organizar alrededor de principios y valores, lo que lleva a que el debate político se vacíe de sentido y sustentación.
La interesada judialización de la política, implícitamente vacía de contenido los mecanismos propios de la democracia. Al llevar a los tribunales temas de condición política, explícitamente se debilita la democracia como fórmula de entendimiento social. Por ejemplo, ciertos recursos llevados al Tribunal Constitucional sobre la estructura o contenidos de los estatutos autonómicos invitan a pensar en un fallo estructural de nuestra democracia, al faltarle los recursos objetivos suficientes para deliberar orgánicamente, democráticamente o parlamentariamente. Objetivamente, la Constitución española debe avalar por completo cualquier estatuto, reglamento o actividad reglada; no obstante, es un grupo de tendencia fiscalizadora el que decide interponer recursos, llevando a los tribunales lo que el parlamentarismo debiera solucionar.
Es conveniente apuntar que el conjunto de instituciones y prácticas del modelo democrático actual se ha mostrado compatible con amplias esferas de desigualdad social, así como de manipulación y control del poder por parte de oligarquías consolidadas. Estas disimuladas formas de dominación, más sutiles que el autoritarismo, no son menos reales, efectivas y peligrosas que los modelos autárquicos, siendo más difíciles de detectar por una ciudadanía vanidosa y adormecida, incapaz de abrir los ojos a cualquier realidad que contradiga los halagados mecanismos del poder. Es por ello que una mayoría puede estar condenando ‘democráticamente’ a los más débiles a la pobreza y la marginación, mientras prosiguen buscando ‘su verdad’ en medio de incesantes recursos judiciales.
Es consabido, que la judialización de la política se lleva a cabo por las capas profesionalizadas de la política —una propiedad-monopolio de una élite que hace de la política una profesión distanciada de la realidad—, manejándose en un corporativismo egocéntrico; aunque, como un contrasentido, luchen entre ellos para imponer su propia verdad y justicia. En realidad, la judialización de la política —azuzada por los propios políticos— no es más que una lucha de cariz antidemocrático llevada a extremos de odio partidista, o socioultural.
Nuestras democracias son más una partitocracia o democracia de partido que poder delegado del pueblo. Cada vez más centralizados y burocratizados, los partidos se han convertido en amos y señores de las funciones políticas. De ahí que a menudo la vida política no sea el consecuente reflejo de los conflictos sociales, sino el reflejo de los propios conflictos entre élites dirigentes. Por tanto, la judialización de la política —por parte de los políticos—, muchas veces no es más que un ajuste de cuentas entre dichas élites, distanciándose del interés común y depósito democrático que demanda el pueblo.
Cada vez estamos mas judicializados. como esto siga asi vamos a acabar con la justica en el plato. O alguien para esto o acabaremos como en los balcanes, a tiros.
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