Hay temas de amor que seducen
el alma, tan sencillos y compactos como para glosar en unas pocas estrofas la
nobleza de este universal sentimiento. Entre todos ellos, la historiografía
futura describirá Mon
amour como
una de las mejores canciones de amor de todos los tiempos. Hace unos años,
cuando la tocaba al piano en pequeños y selectos auditorios, a menudo se me acercaban
personas preguntando sobre esa desconsolada y expectante canción. La respuesta
era resumidamente su título y su autor. Y se entendía todo; porque el amor que pretende ser cierto
e infalible siempre posee en su interior una extraña argamasa de desconsuelo, persistencia
y esperanza que lo verifica.
Cuando en 1991 Nilda Fernández delineó Mon amour entre notas y palabras, atrajo hacia su interior la observación más profunda del amor, aquella que traspasa cualquier romanticismo demostrativo para descubrir la definición espiritual del dolor. Por lo general no ha sido fácil describir en un solo texto y en una sola melodía el complejo sufrimiento del amor del alma. Las innumerables aproximaciones artísticas nos han deparado tiernos y arrebatados lienzos. Pero a pesar de cientos y miles, como I Will Always Love You, Paraules d’amor o Je l'aime a mourir, lo cierto es que al hurgar en las profundidades del instinto del querer, Mon amour escudriña el retazo más invisible y obstinado de este sentimiento.
Mon amour fue parte de 500 años, un mítico LP de 1992
junto a otras composiciones de Nilda tan señeras como Madrid, Madrid, Entre Lyon y
Barcelona
o Luisita. Sin embargo, la canción encuentra
su gran eco internacional en Buenos Aires. Al retornar Nilda a la ciudad
porteña para una serie de conciertos en la célebre y ecléctica sala La Trastienda, Mercedes Sosa, que ya
había quedado prendada de Mon amour, fue
expresamente para escucharle en directo. Y desde la emoción compartida con más
de 700 personas, esa misma noche fue a buscar a Nilda a los camerinos. La improvisada
conversación acabó con una invitación para cantar juntos en el teatro Ópera
donde La Negra estaba actuando. Nunca antes se habían visto; nunca antes habían
compartido nada; pero para Mercedes Sosa Mon amour fue, además de un gran tema de amor, un
enamoramiento a primera vista, un flechazo. Dos años más tarde, en 1994, La
Negra incluiría el dueto en su álbum Gestos de amor, iniciando el disco, con Nilda cantando en francés
y ella en castellano, y los arreglos orquestales de Carlos Franzetti.
Pero la aguda,
tersa y delicada voz de Nilda decayó definitivamente a sus 61 años; el 19 de
mayo de 2019. Un infarto medio anunciado acabaría con quien pudo ser una
estrella pero prefirió ser un juglar, dejando tras de sí una abundante y ambulante
obra que le representa. Su repertorio, mayormente melancólico, tiene la virtud
de explicar historias y trovas de su trashumancia humana. Nómada de la vida y los
sucesos, Nilda acostumbraba a decir que «Mi casa y mi patria se define por la frontera de mi piel». Y concretaba: «Yo me arraigo hacia adentro.
Porque si no es así, sufres. Es el principio mismo del nomadismo. Las culturas
originarias eran nómadas. Iban detrás del alimento. Lo mismo hacen los que
emigran ahora. Es el nomadismo natural del ser humano».
De tan
trashumante que era, su muerte la lloraron tanto en París, Lyon, Madrid,
Barcelona, La Habana, Moscú, Kiev, Santa Cruz, Buenos Aires, Kinsasa como en Quebec.
El tema Innu
Nikamu, que
en el dialecto de los indios del norte de Quebec significa ‘El ser humano canta’,
fue la más egregia representación musical de su nómada vida. Su acercamiento y convivencia
con la cultura indígena de la región canadiense ilustra con suma precisión su
interés universal. Fue su destino vital. Y así fue cómo en otro momento anuló un
excelente contrato con Sony para emigrar durante seis años a Rusia y conquistar
los corazones soviéticos con su voz. Había viajado solo con lo puesto y con un
incierto futuro artístico por delante. Pero la trashumancia vital no acabaría
aquí, sino que tanto cantaría con el artista congoleño Sam Mangwana, con el
italo-belga Salvatore Adamo o con el argentino Pedro Aznar, como compondría un
álbum en honor del poeta español Federico García Lorca: Castelar 704. La
participación flamenca de Tomatito y del peruano-argentino Lucho González a las
guitarras escenifica una vez más su amor por las culturas universales y su
mezcolanza.
A pesar de
su relación con Miguel Bosé, quien popularizó en un disco una de sus composiciones
más famosas, Madrid,
Madrid,
nunca siguió la estela populista y popista del español. En Nilda habitaba la
poesía, la metáfora y la parábola propia, de modo que su atajo artístico le
condujo a pisar su propio camino y estilo sin querer depender de la industria
discográfica. Tampoco permaneció en el tiempo su relación artística con Lluís
Llach, a pesar del inmenso éxito que supuso un concierto conjunto en el Olimpia
de París y de la colaboración y atención que se prestaron. Pero ciertas
distancias sociológicas lo impidieron. Nilda lo resumió con estas palabras: «Él fue muy generoso conmigo,
pero preferí quedarme con el sueño de haber cantado con él, que fue un regalo
de la vida».
Su intensa
mirada transcultural impregnó de sentido todas sus acciones: «Me interesa indagar diferentes
culturas. Cualquier ser humano en este planeta es un emigrante o, por lo menos,
descendiente de alguna trashumancia». Precisamente Innu Nikamu, el disco que grabó en Nueva York con el
pianista de jazz latino Michel Camilo, lo presentó yendo y cantando de pueblo
en pueblo a bordo de dos carromatos tirados por cuatro caballos. Más de mil
kilómetros de trashumancia artística compartiendo música al modo ancestral: con
la vida por delante y con lo puesto; un juglar postmoderno. Su condición inasible
y peregrina le impidió echar raíces en picos donde otros plantarían la tienda,
la casa y el futuro. Cuando hizo pie en Moscú durante unos años formando dúo
con el famoso cantante ruso Boris Moisseev, pronto traspasó más fronteras viajando
a Ucrania, los países bálticos y a Israel. Y gracias a antiguos vínculos entre
Cuba y los países soviéticos estuvo tocando con el pianista Aldo López Gavilán
en La Habana. Fue y volvió de un lugar a otro con su espíritu inconformista y,
a pesar de ello, obligadamente resignado de las incoherencias humanas. Nilda
pasó de paso por la vida, porque prefirió ser peregrino a colonizador.
Esa
trashumancia integral le vino de antaño. Sus padres, José y Emilia, emigrantes
de Barcelona a Lyon, pronto entendieron los entresijos de los caminos de la
vida. Emilia, que anteriormente había emigrado de Andalucía siendo acogida por
familiares en Barcelona, tuvo que enfrentar su futuro a golpe de cambios y
aprendizajes forzosos. José, su querido padre, escultor de profesión y delicado
artesano, vivió de niño el exilio francés durante la Guerra Civil española. Pero
anteriormente la madre de José, María, conocería a Juan, otro emigrante que
como su futura esposa había partido de joven desde Cartagena a Cataluña y a otros
territorios francófonos huyendo de la carestía social y humana.
Juan y
María fueron nuestros abuelos comunes. De Maribel, Daniel, Juan Manuel y Anne; de Gloria, Juan Miguel y Albert; de Jorge, Víctor y Pablo; y de Basi y Josep Marc. Desde muy jóvenes
Juan Fernández Osete y María Ballester Ballester salieron de su tierra para habitar
Barcelona, Lyon o Villeurbane. Los días que cada uno compartimos con ellos fueron
y son también parte de nuestra herencia como peregrinos. Junto a las sopas de
pan y los bocadillos con una porción de chocolate, acontecieron impulsos
en los columpios, sencillos cuentos, amables palabras, cosquillas risueñas y un
profundo amor también trashumante: de idas y venidas, de llegadas y partidas, y
de contactos intermitentes pero penetrantes.
La
biografía oficial de Nilda no incluye todas esas pequeñas-grandes cosas que nos
han hecho nómadas y amantes de la vida en su plenitud universal. Tampoco recoge
la discografía anterior a Nilda. La de Daniel Fernández: Le
bonheur compant, de 1981, o Si tu me
perds, de 1982. Asimismo prácticamente no hay vestigio de su
primer grupo, Les
Reflets,
formado a mediados de los años 70 por dos amigos, su hermana Maribel y su prima
y futura pareja Magdalena. Con continuos viajes y conciertos por Francia, Bélgica
y Holanda, Les
Reflets fueron
uno de aquellos muchos grupos del movimiento Jesus People que desde el protestantismo predicaron un
Evangelio de Jesús más moderno, accesible, cercano y de consumo inmediato. En
uno de los tres discos que Les Reflets
grabaron y que editó Jeunesse
pour Christ
en 1974 —De l'abondance du coeur, la
bouche parle—, quedó indeleblemente archivada
una de sus canciones cristianas que aún sigue vigente en cancioneros de Jeunesse en Mission:
«Ma
vie est remplie de roses,
C'est
un grand jardin fleuri;
Je
ne désire autre chose
Que
ce qui te glorifie.
Ma
vie est bien peu de chose
Face
à ton grand infini,
Mais
je sais qu'elle repose
Sur
l'amour et la folie.
Ma
vie est un long poème
Qui
s'élève en mélodie,
Il
commence par un "je t'aime"
Et
jamais ne se finit
Ma
vie est un long voyage
Où
mon soleil s'obscurcit,
Mais
dans ce pèlerinage,
Il
est l'aurore de ma vie».
Aquella pequeña
fe de Daniel, siempre en incesante lucha y vacilaciones, impregnó de algún sentido su
jardín particular. Y a veces la muerte no es la que llega, sino que es la vida transeúnte
y pasajera que se va para alcanzar la verdadera vida plena: «Mi vida es un largo viaje donde
se oscurece mi sol; pero en este peregrinaje Él es la aurora de mi vida».
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