© 2021 Josep Marc Laporta
1- Antecedentes himnológicos en España
2- Himnarios después de 1868
3- Poesía religiosa versus poesía doctrinal
1- ANTECEDENTES HIMOLÓGICOS EN ESPAÑA
1868 fue el año que determinó un gran espacio temporal en la historia de España y las libertades religiosas del país. Tras un largo pasado donde el catolicismo era la única y obligada religión del estado para todos sus ciudadanos, incluso persiguiendo penalmente cualquier otra creencia, en 1868 llegó la revolución llamada La Gloriosa o Revolución de Septiembre: una sublevación militar con elementos civiles que supuso el destronamiento y exilio de la reina Isabel II y el inicio del período denominado Sexenio Democrático (1868-1874). Este tiempo de libertad abrió las puertas a diversas misiones protestantes que desde hacía años estaban esperando la oportunidad de predicar libremente el Evangelio de salvación por todo el país, de manera que surgiría lo que se ha venido a llamar la Segunda Reforma protestante: un gran nombre para un tiempo con muchas esperanzas, pero también con incertidumbres.
Sin embargo y aunque con muchas dificultades, antes de la Revolución de
La Gloriosa, el Evangelio ya se había empezado a anunciar. De 1836 a 1840 George Henry
Borrow (1803-1881) recorrió
España con el propósito de realizar una distribución masiva de Biblias, Nuevos
Testamentos y literatura bíblica. Tras él, otros colportores llegarían con el
mismo propósito. Y un año antes de que llegara Borrow, en 1835 lo haría el
misionero y traductor William Harris Rule (1802-1890), introduciendo en el país el primer himnario en lengua
castellana: Himnos para uso de los Metodistas. Publicado en Cádiz y con una mayoría de composiciones metodistas,
también habían textos de Luís de León (1528-1591), Tomás José González Carvajal (1753-1834), de la denominada ‘Liturgia
Anglicana’ y otros anónimos. Su título original en 1835 fue Himnos
para uso de los metodistas, aunque también se le denominó
en una edición en Nueva York de 1848 Himnos para el
uso de las congregaciones españolas de la iglesia cristiana o Himnos para el uso de las congregaciones españolas
de la iglesia metodista en 1862, entre otras posibles.
Precisamente la primera edición de 1935 coincide con el año en que Rule llegó a Cádiz para empezar su obra
misionera, aunque tres años atrás había arribado a Gibraltar enviado por el
Comité de la Sociedad Wesleyana. La cercanía de la colonia británica con
algunas ciudades españolas, como Sevilla o la ciudad gaditana, fue uno de los
conductos por donde llegarían las primeras publicaciones. En aquel himnario,
William Harris Rule incluiría un texto propio que él mismo titularía ‘Intercesión.
Por toda la casta Española’ en el de 1848; ‘Intercesión
por la España’ en el de 1862; o simplemente ‘Por
la España’ en una edición más posterior, en 1880:
Himnos
para uso de los metodistas de 1935 fue el primer himnario
protestante en lengua castellana que, de manera más oficial que oficiosa, se
editó en España. Si bien antes de esa fecha y posterior se podrían considerar
otras aportaciones como una versión musicada de los Salmos o tres himnarios en
castellano publicados fuera del país, la de William Rule sería la primera y
destacada dentro de nuestras fronteras. No obstante, después de que tanto Rule
como Borrow fueron expulsados del país tras haber sufrido cárcel por sus
actividades consideradas heréticas, durante unos veinticinco años de
clandestinidad circularon por el país unos pequeños libros de himnos muy
populares entre los pocos protestantes españoles. Según cuenta Maria Denoon
Peddie, esposa de Robert Peddie, uno de los fundadores de la Spanish
Evangelization Society de Edimburgo, en su libro The
Dawn of the Second Reformation in Spain, being the Story of its Rise and
Progress from the year, hacia 1855 ya corrían libros
de cantos por el país:
«Por entonces, a los editores de El Alba, muchos españoles les estaban
pidiendo la composición y publicación, en lengua castellana, de una selección
de himnos y salmos para el canto en sus cultos religiosos. Varios [himnos] ya
habían sido compuestos por un célebre poeta español, Don José de Mora, uno de
los editores de El Alba, teniendo ante él los modelos de Cowper, Watts, Newton,
Addison, Montgomery y otros. En cuanto a la poesía, se puede afirmar que, en
calidad, no era inferior a ninguna otra en la lengua castellana. Esta petición
fue cortésmente cumplida por parte de los señores dirigentes de El Alba, y poco
después, un pequeño volumen de 50 himnos pasó por la imprenta»
Continúa el relato diciendo que poco tiempo después otros 50 himnos más
fueron traducidos e impresos en un segundo tomo por los editores de El Alba. Al
parecer, posteriormente aquellos dos tomos se unieron para formar un volumen de
100 himnos. En ellos se encontraban algunos muy conocidos como There
is a Fountain, Just a I Am o I
lay my sins on Jesus. Sin embargo, a día de hoy aquellos
pequeños cancioneros se dan por desaparecidos.
Diversos escritores y traductores de himnos contribuyeron a la
pre-Reforma protestante en los dos primeros tercios del siglo XIX. José Joaquín
de Mora (1783-1864) fue un afamado redactor
de talante liberal en varios periódicos del país que tuvo que emigrar a
Inglaterra tras el restablecimiento de Fernando VII al poder en 1823. En el
exilio se le pidió colaboración como afín al protestantismo, aunque según el
historiador de literatura española Vicente Llorens Castillo (1906-1979) «era muy ajeno
a toda teología, católica o protestante, pero muy dispuesto a traducir lo que
se le presentaba». Los himnarios en los que José
Joaquín de Mora participó acostumbran a eludir su nombre, probablemente para
protegerse. Así es cómo en el Himnario Evangélico publicado por la Sociedad Americana de Tratados en 1893, los himnos de Mora aparecen firmados con varios apodos: W.,
Mora (tr.) y J. Mora. Algunas traducciones son Dios nuestro
apoyo en los pasados siglos, (Oh God, Our Help in Ages Past); Roca de los
siglos por mí hendida, también conocida como Roca
de la Eternidad (Rock
of Ages); o Jesus, dulce refugio de mi alma (Jesus,
Lover my Soul).
Ángel Herreros de Mora (1815-1876), exclérigo dominico, fue otro de los nombres destacados del
protestantismo español en el exilio. Fue autor de algunos de los himnos
recogidos en Himnarios Sagrados, por H.M, publicado tardíamente en 1870 por la Sociedad
Americana de Tratados. Y aunque es difícil seguir la
pista de sus originales o traducciones, algunas trazas permiten intuir que el
mencionado Himnos Sagrados, por H.M. es, en realidad, una recopilación de Herreros de Mora, con 100 cantos,
impreso en Buenos Aires. En el prefacio denominado Advertencia, el autor escribió:
«No todos los himnos de esta pequeña colección son originales. Muchos de
ellos son traducciones del italiano y del portugués, que expresamente he hecho
para la Iglesia Evangélica de esta ciudad, y los he colocado entre los míos,
para dar algún mérito a mi pobre trabajo»
2-
HIMNARIOS DESPUÉS DE 1868
Aproximadamente diez años antes de la Revolución de La Gloriosa de
1868, cuyo advenimiento permitiría el primer tiempo de libertad religiosa en
España, las actividades evangélicas fueron progresivamente aumentando con
algunas pequeñas comunidades protestantes en algunas poblaciones. Asimismo fue
creciendo la publicación y circulación de Biblias y propaganda en general,
mientras disidentes refugiados en Gibraltar esperaban que llegara el momento de
entrar al país. Allí, además de una congregación metodista dirigida por William
Harris Rule, había una pequeña comunidad de españoles de organización
presbiteriana con el pastor Andrew Sutherland al frente. Precisamente del
círculo de Rule salió Juan Bautista Cabrera Ibars (1837-1916), exescolapio, quien en 1864 había recibido el encargo del ministerio de
la Iglesia Reformada del Peñón y quien sería uno de los traductores y
adaptadores más afamados de la himnología española. Con todo este rumor de
fondo, La Gloriosa amanecería como un tiempo de libertad social y religiosa que
permitiría al protestantismo un impulso evangelizador sin precedentes.
Por lo general, los procesos musicales e himnológicos de las
congregaciones protestantes tendrían sus peculiaridades, pero todas beberían de
un pasado europeo y norteamericano bien saciado de música congregacional. Desde
la Reforma protestante emergida en el siglo XVI con Martin Lutero y los demás
reformadores, y con un hilo conductor remoto que provenía originalmente de los
primeros cristianos del siglo I y II, una de las grandes señas de identidad fue
el canto de los congregantes con textos de contenido laudatorio y doctrinal. A
diferencia del catolicismo romano donde la música es un elemento más decorativo
de la liturgia que de utilidad didáctica, en el protestantismo, y en parte
gracias al impulso reformador de Lutero, la música interviene con un doble
objetivo: la alabanza a Dios y la transmisión de las verdades eternas recogidas
en las Escrituras.
La Revolución de La Gloriosa permitió el desembarco de distintas denominaciones
protestantes que estaban muy expectantes ante la contingencia de un futuro en
libertad con la finalidad de predicar el Evangelio. Básicamente –aunque algunas
con cambios de nomenclatura con el paso de los años– fueron cuatro las familias
protestantes las que iniciaron su apostolado en el país: los anglicanos y presbiterianos que esperaban desde Gibraltar, y los hermanos de Plymouth y los
bautistas que desde el Reino Unido y Estados Unidos observaban el momento
idóneo para llegar al país. Siguiendo la larga y saludable tradición
himnológica protestante, todas las familias evangélicas hicieron del himnario
su segundo libro litúrgico tras la Biblia. Y, en bastantes casos, para los fieles
se convertiría en el primero, al compendiar las doctrinas más cardinales en los
himnos.
El número de himnarios que se editaron fue ingente en tan corto espacio
de tiempo, sobre todo si tenemos en cuenta el ratio de creyentes. Es decir, la
producción de himnarios fue, en comparación, mucho mayor que la cantidad de
fieles asistentes y sus círculos de influencia. Es incuestionable que dicha
vitalidad editorial era netamente evangelística y didáctica; no obstante,
también fue seña de identidad denominacional. Todas las denominaciones
quisieron hacer del himnario su marca distintiva, desde donde transmitir no
sólo las bases de su fe cristiana sino las peculiaridades teológicas y
doctrinales que las distinguían. Y aunque entre las distintas denominaciones
hubo una saludable cooperación, en cuanto a los libros de cantos cada una procuró
preservar su singularidad, intentando a su vez que las demás adoptaran su
himnario como propio. Evidentemente nunca fue una imposición; sin embargo,
tanto por los títulos y encabezamientos como por los prólogos, un cierto intento
de ascendencia fue la pauta editorial. El siguiente diagrama –con himnarios
exclusivamente de producción interna española– apunta a ello y a la gran
actividad himnológica que hubo en los primeros nueve años a partir de 1868:
Y los siguientes veintidós años –periodo que comprende desde 1878 hasta
1900– también exhibieron similar tendencia y dinamismo editorial:
3- POESÍA
MÍSTICA VERSUS POESÍA DOCTRINAL
En poesía religiosa, la España católica del siglo XIX tenía como
referencia a los grandes autores medievales, con Juan de la Cruz (1542-1591), Fray Luis de León (1527-1591) o
Teresa de Jesús (1515-1582) como máximos representantes.
Fue un tipo de poesía religiosa muy colmada de experiencias místicas,
descifrada en la unión del alma con Dios, expresada en formas arrebatadas y con
figuras de inefabilidad artística. A menudo, su alta expresión emocional se
dirigía hacia un éxtasis espiritual en que el orante buscaba fundirse con la
divinidad en un estado de arrobamiento y embelesamiento que diera sentido a su
espiritualidad. Incluso su cultivo implicaba un proceso de purificación, a
través del cual el alma, con la renuncia, la penitencia y la oración, se
desentendía del mundo, buscando la perfección moral.
Este tipo de poesía conventual se disponía a complacerse en la gracia
divina como un don supremo que llevaría al goce profundo y que, al mismo tiempo,
inundaría de felicidad al creyente. Era un proceso extático que incluso podría
conducir al cese temporal de los sentidos para conectar con el mundo
espiritual. En ese estado, el poeta se sentía incapaz de encerrar en palabras
toda la grandeza de su experiencia, por lo que para describirla recurría al
símbolo, la alegoría, la paradoja y la antítesis, todas ellas de alto contenido
místico.
Está claro que, como dice en su Poesía
Religiosa Leopoldo de Luis (1916- 2005), el término poesía religiosa «no
es uniforme, pues responde a actitudes disímiles». Y, desde su particular perspectiva al compendiar la obra de los poetas
españoles que la habían cultivado entre 1939 y 1964, era «confesional,
espiritual, humanística o sacra». Sin
embargo, anteriormente en Suma Poética (1944), Miguel Herrero García (1895-1961) y José
María Pemán (1897-1981) asumían que la poesía
podía ser «bíblica, evangélica, eucarística, virgínea,
hagiográfica o ascética-mística». Pero
que la realidad indicaba que era eminentemente «virgínea,
hagiográfica y ascética-mística», importando
mucho «el sentimiento de lo sagrado y el temor hacia lo
absoluto».
Es evidente que tanto Miguel Herrero como José María Pemán describían
la poesía religiosa española del catolicismo anterior al novecentismo. La
psicología social poética de los siglos XVI al XIX quedaban representadas. Es
por ello que cuando Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912), autor de Historia de los heterodoxos españoles, en su Libro VIII afirmó que «…en general,
la musa protestante española es de una monotonía e insipidez deplorables y
soñolientas», estaba dejando muy claro que el fondo
poético ascético-místico católico poco o muy poco tenía que ver con la poesía doctrinal
protestante. Sin embargo, Menéndez Pelayo tan sólo cotejó cuatro himnarios
evangélicos. Un dato a tener en cuenta. Aunque más importante es que estaba muy
condicionado por su fanatismo católico-romano, propio de la época, tan influido
por la dialéctica de las emociones hagiográficas.
En el otro lado del péndulo del cristianismo español, la naciente
poesía protestante no tenía la condición mística de la católica ni su
encantamiento sentimental. Era más directa, clara en sus propósitos doctrinales
y, sobre todo, muy didáctica. El texto servía a la teología y se hacía teología
para declarar y escampar las verdades del Evangelio en su conjunto. No existían
otras servidumbres que no fuera deletrear las doctrinas fundamentales de la fe
reformada mediante la palabra poética. Esta dependencia teológica la hizo menos
mística, pero mucho más explicativa, aunque sin menoscabar la riqueza de la
emoción y el apasionamiento. Con todo, la protestante estaba muy distante de la
mística católica.
Sin embargo, la poética evangélica fue tema de mucho interés para los
primeros misioneros que llegaron a España tras la irrupción de la Gloriosa.
Federico Fliedner (1845-1901), pastor
alemán radicado en Madrid a partir de 1869, en una visita a San Tomé de Piñeiro
a propósito de la inauguración de la capilla evangélica de la población,
describió el ambiente protestante del canto y su criterio poético:
«¡Y hay que
ver qué magníficos himnos tenemos ahora! Si alguno de nuestra tierra [Alemania]
viniera de visita (…) podría cantar inmediatamente con ellos. Pues las dulces
melodías antiguas de los himnos alemanes, o la música de las canciones
populares cristianas, le ambientarán. Es una especial gracia de Dios que con la
traducción de nuestros hermosos cantos, por ejemplo, ‘Cabeza ensangrentada’, ‘A
la luz, a la luz’, ‘La causa es tuya, ¡oh, Salvador!’ y otros, podamos
dirigirnos al primer poeta lírico de España en la actualidad, Gaspar Nuñez de
Arce, para pedirle que mejore la traducción con un estilo poético para que
resulten verdaderas poesías en español».
El deseo de Fliedner de que Nuñez de Arce (1832-1903) mejorara la poética hímnica nunca fue satisfecho. Sin duda, quien evolucionó
la poesía desde el Romanticismo poético hacia el realismo literario habría
hecho una gran labor por su proximidad estilística. Sin embargo, un buen grupo
de misioneros y clérigos convertidos al protestantismo se empeñaron en tal empresa.
Juan Bautista Cabrera (1837-1916) fue uno de los más prolíficos traductores y adaptadores de
finales del siglo XIX. La gran obra del exescolapio fue esencial para poner
unas buenas bases de las que se
abastecerían otros poetas. Junto al valenciano, otros como Mateu Cosidó (1825-1870) o Enrique Turrall (1868-1962) llenarían los himnarios de
buenas adaptaciones. No obstante, es relevante resaltar que una buena parte de
los poetas que tradujeron los primeros himnos al castellano fueron clérigos católicos
convertidos al protestantismo, como Juan Bautista Cabrera (1837-1916), Mateu Cosidó (1825-1870), Sebastián Cruellas, Ángel
Herreros de Mora (1815-1876) o Ramón
Bon. La buena formación escolástica sería determinante para una cuidadosa
traducción de los himnos originales. Pero también hubo un buen grupo de
misioneros que aprendieron el idioma con suficiencia para adaptar himnos foráneos,
como Enrique Turrall (1867-1953), Eduardo Turrall (1868-1962), Federico Fliedner (1845-1901), Benjamín White, Isabel Lawrence (1861-1922), Alexandre Louis Empaytaz (1837-¿), Charles E. Faithful o William I. Knapp (1835-1908).
Pero, asimismo, la poesía protestante se acompañó y adornó de bellas
melodías hímnicas que realzaron el texto. Muy alejada del modelo
católico-romano del canto gregoriano en latín, con sus responsos y
repeticiones, la adecuada métrica de cada himno permitía aprenderlos con facilidad
para ser recordados permanentemente. Cantar varios textos con diferentes
melodías, también fue una forma estilística propia de la himnología decimonónica
para facilitar la familiarización y memorización. Conjugar sabiamente letra y
música fue la alta didáctica de los himnos reformados, capaces de condensar en
pocos versos amplios conceptos teológicos para enseñar, educar y explicar, e,
incluso, si fuera necesario añadir más estrofas para completar la información.
Además de las celebraciones en aquellas animadas congregaciones del
siglo XIX, cantar y alabar a Dios con himnos fue una forma de supervivencia
para muchos conversos que vivían alejados de los centros de reunión. En
sus memorias, Federico Fliedner dejó
constancia de un episodio con Nicolás Oganda, vecino de Soutelo de Montes (Pontevedra).
Tras una relación epistolar previa en que Oganda solicitaba literatura evangélica
a la librería de Madrid que regentaba Fliedner, el misionero decidió visitarlo,
adentrándose por vericuetos caminos hasta llegar a la aldea. Allí se encontró
con aquel aislado protestante que estaba aprendiendo a cantar himnos tutelado por
el sastre del pueblo, que había sido trompeta en el ejército. Explica Federico Fliedner
que Nicolás…
«…se había comprado en Madrid nuestro himnario con todas sus bonitas
melodías y canciones, y naturalmente le apetecía cantarlas. Hasta entonces sólo
conocía una canción evangélica. Primero, intentó cantar todas las canciones con
esa única melodía, pero, como buen artista, pronto se dio cuenta de que no era
posible. Por eso se dirigió al sastre y director de música, para que le
enseñara ese exquisito arte. La verdad es que nuestros himnos valen la pena. En
primer lugar, porque la Palabra de Dios es nuestra mejor arma, y nuestros
magníficos himnos y canciones evangélicas son nuestros mejores aliados. Cada
año se traducen al español nuevos cánticos, que son cantados con gran alegría
por mayores y jóvenes, pequeños y grandes. (…) Cansado y calado como estaba, no
me quedó otra alternativa que ser el tercero en sentarse en el banco entre los
dos académicos y cantar con todas mis fuerzas. Yo sostenía al sastre el
himnario con las notas, mientras él tocaba enérgicamente una melodía tras otra.
Yo cantaba con todas mis fuerzas y el hermano Nicolás unía su voz; estaba
radiante al ver que podía aprender tantas canciones... ¿No es maravilloso cómo
la preciosa Palabra de Dios penetra en las olas y torrentes de los cánticos y
llama en los más remotos pueblos del bosque, en las soledades, a las gentes
para mostrarles el camino a la patria Eterna? ¡Cantad al Señor, cántico nuevo. Su
alabanza sea en la congregación de los santos. Alégrese Israel en su Hacedor. Los
hijos de Sión se gocen en su Rey. Con pandero y arpa a El canten. Todo lo que
respira alabe a Dios, aleluya, aleluya!».
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