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· Psicología de la espiritualidad (y 6)

(Cristianismo en la postcristiandad)


 © 2019 Josep Marc Laporta

1-        Espiritualidad global
2-     Creer o creer que se cree
3-     La espiritualidad optimista
4-     La ausencia de la idea de pecado

ESPIRITUALIDAD GLOBAL


La velocidad de crucero del mundo actual nos lleva a la percepción de que todo puede ser cambiante e intercambiable. Cuando la tecnología y la nueva revolución industrial la informática y la robótica se renuevan constantemente hasta el punto de que lo que ayer fue hoy no es, se instaura en la psicología religiosa la tesis de que también los elementos configurativos de la fe y sus pósitos psicológicos pueden ser intercambiados interminablemente. A modo de ejemplo ilustrativo de los procesos de cambio en la espiritualidad, podemos servirnos de un interesante símil: el de la escritura, la lectura y la difusión tecnológica. Decenas de siglos atrás la edición se realizaba en papiros y pergaminos en un proceso lento, costoso y de muy reducida difusión. Solo los especialistas y un pequeño y elitista grupo podían ser los escribientes, los editores y los lectores. Tras el paso medieval por la xilografía, cuando en el siglo XV apareció la imprenta y su impacto social empezó a expander la capacidad de publicación, los originales obtuvieron mucha más vida al poder ser reproducidos masivamente, alcanzando a todo tipo de personas. Fue el gran salto tecnológico de la Edad Media al Renacimiento. Seguidamente la imprenta siguió su lenta e imparable especialización y tecnificación, hasta que a finales del siglo XIX y principios del XX aparecieron las rotuladoras gráficas que mediante un tipo de grabado conseguían reproducciones más particularizadas o privadas. Fue un intento de privatización de la publicación. Pero rápidamente aquellas rotuladoras se vieron superadas por los mimeógrafos o ciclostiles, facilitando una mayor y más rápida cantidad de impresión privada en menos tiempo, con un tipo de papel especial. Sin embargo, en pleno siglo XX el ófset se popularizó, con sus planchas metálicas y tinta grasa, retirando los ciclostiles y posibilitando una mayor producción. Pero más tarde éste invento declinó su potencial tecnológico con la aparición de la fotocopiadora, que no solo se limitaba a la copia exacta en papel sino que podía reproducir en todo tipo de material, produciendo incluso pequeñas o medianas ediciones. Seguidamente la fotocopiadora decayó su liderazgo porque ya no se copiaban simples originales en papel, sino que desde un ordenador y con una impresora periférica era suficiente para hacer todas las réplicas necesarias. Y a día de hoy casi no imprimimos o lo hacemos más bien poco, puesto que el original está en la computadora y simplemente con la red de internet y entre ordenadores transferimos los documentos de un lado a otro del planeta sin necesidad de tenerlos físicamente en papel para su lectura.
Este ejemplo de cómo las letras, las palabras o el lenguaje escrito ha ido cambiado su soporte de transferencia con los años y los siglos, nos sirve de analogía para observar cómo la espiritualidad cristiana también ha transitado desde una percepción exclusivista clerical mediante papiros y pergaminos hasta la universalización masiva en red. Es una similitud sociológica del cambio progresivo de comprensión de lo espiritual: un proceso de adaptación al medio que genera nuevas conceptualizaciones. La privacidad de la fe, auspiciada y controlada por una casta clerical de escribanos de papiros y pergaminos, entrañaba una suprema exclusividad del conocimiento bíblico que, posteriormente, dio un gran paso adelante en un proceso de socialización a gran escala con la aparición de la imprenta (s. XV). La espiritualidad cristiana socializó su contenido. Los desarrollos mecánicos de producción literaria propiciaron una gran accesibilidad a las fuentes bíblicas de la fe. Fueron tiempos de renacimientos, no solo científicos y seculares, sino también espirituales. El acceso masivo a la Palabra abasteció la cualidad interpretativa, engendrando nuevas ramas cristianas de dinámicas básicamente comunitarias. Fue una época en que nuevas denominaciones y familias cristianas emergieron, iniciando un auge eclesiológico que decenios más tarde se multiplicaría con infinidad de grupos cristianos. Pero nuevos cambios se sucederían. La imprenta dio paso a medios de producción más privados con, primero, las rotuladoras y, seguidamente, el ciclostil, por lo que paralelamente la espiritualidad cristiana mutó a percepciones más individualistas respecto a la revelación divina. Aquel apogeo de comunidades cristianas que mediante la lectura bíblica buscaban una mayor santidad y virtud cristiana (s. XVII al XIX), cedió el paso a iluminados espirituales dentro del mismo cristianismo protestante. La privatización de la revelación se impuso, con nuevas iglesias y denominaciones muy sujetas a la visión de un líder iluminado o pastores con revelaciones específicas (s. XIX y XX). Sin embargo, la tecnología impresa dio un paso más hacia un tipo de producción más especializada con el ófset. A partir de su aparición no solo se realizaron masivas reproducciones de las Escrituras, sino que emergieron numerosos libros de autores cristianos, pastores y teólogos de todo tipo y contenido, ofreciendo un gran abanico de modelos de espiritualidades cristianas, con grandes posibilidades de elección y consumo. Es la época donde las editoriales cristianas emergen con gran fuerza (s. XX) apoyándose en el ófset y sus posibilidades de edición y producción a razonable bajo coste. Consecuentemente la espiritualidad cristiana evangélica se vio muy influida por las múltiples perspectivas de la fe.
La diversificación de la espiritualidad prosiguió análogamente con las grandes posibilidades que ofreció la fotocopia. Las editoriales cristianas, concretamente las protestantes y católicas, ya no tenían en exclusiva la ascendencia escritural y espiritual sobre la gran masa de creyentes, sino que millares de pastores de pequeñas congregaciones también tuvieron los mandos no solo de la dogmática bíblica, también de la eclesial. Es evidente que desde la aparición de la imprenta en el siglo XV y su implementación occidental y universal, la espiritualidad cristiana se ha visto afectada a la par por unos determinantes cambios tecnológicos. Pero en toda esta historia de sucesos, cambios y transformaciones, la llegada de los ordenadores y de la red World Wide Web (WWW) ha significado un importante cambio en cuanto a la percepción psicológica de la espiritualidad. A día de hoy el poder de la escritura y su difusión ya no pertenece exclusivamente a una élite empresarial o local, como los pastores o líderes eclesiales o sectoriales, sino que ahora el conocimiento y compresión bíblica y su afectación a la espiritualidad implica a todo ser humano conectado en red, que ya puede escribir y ser leído universalmente. El papiro, el pergamino, el papel o el libro ya no tienen una ascendencia unidireccional sobre el cristiano. El cambio más significativo es que la escritura y la transmisión del conocimiento bíblico ya no depende del monopolio del papel ni tampoco de la prerrogativa de selectos autores. Ahora la exclusividad es universal, globalizada por la multiplicación de información y experiencias particulares, amplificando la individualización de la espiritualidad y, paradójicamente, convirtiéndola en común a través de las redes.
Consecuentemente, la dogmática bíblica y eclesial se verá muy afectada por una nueva y particular modalidad de espiritualidad liberada de imposiciones ajenas, por lo que muy probablemente la clase clerical nunca más volverá a tener un control de la psicología espiritual del feligrés tan absolutista como antaño. Y si lo quisiera persuadir, o lo hará con una avasalladora capacidad de persuasión psicológica o con una gran seducción bíblica. En la primera hipótesis, la dogmática emocional e irreflexiva será su fuerte; y, en la segunda, el ejercicio de una alta dosis de humildad expositiva y coherencia vivencial será su mayor valor y aliado.
A día de hoy la espiritualidad de la postcristiandad es un auténtico y complejo conglomerado de creencias universales y al mismo tiempo privadas que se pueden copiar, duplicar o imitar desde cualquier intimidad con tan solo acceder a la red. Incluso pueden no ser necesarias grandes afiliaciones presenciales ni ingresos y fidelidades congregacionales o parroquiales para vivir la espiritualidad. Por ello, la nueva espiritualidad ya no es creencia sino el cultivo del espíritu humano; incluso en el cristianismo, con un gran crisol denominacional que explica a la perfección el predominio de la espiritualidad a la carta. Y, en muchos casos, una espiritualidad de conveniencia.

 CREER O CREER QUE SE CREE


Creer que se cree o creer muy subjetivamente es la configuración posibilista de la espiritualidad actual y, por ende, del nuevo cristianismo de la postcristiandad. Las sociedades estáticas, las de antaño, que vivían de hacer siempre lo mismo, necesitaban creencias que fijaran el pensar, el sentir, la organización y las actuaciones. Todas aquellas formas de pensar quedaban sedimentadas en una forma de creer estática, con producciones y acciones estacionadas en una mentalidad aún agraria: si planto grano de trigo, producirá espigas de trigo y obtendré harina de trigo. Así que en las sociedades de rutinas estáticas la espiritualidad tenía que expresarse como exclusiva creencia, al modo consecuente de plantar grano de trigo y producir espigas de trigo. Pero las sociedades dinámicas no se apoyan solo en rutinas creyentes sino en supuestos, hipótesis, postulados, proyectos y, muy especialmente, en expectativas y emociones. Y ahí la espiritualidad no puede identificarse como creencia exclusivamente, puesto que creer no es el fin del hombre y la mujer de la postcristiandad sino percibir, indagar posibilidades de fe, sentir que se cree y comprender la espiritualidad de manera expectante y más emotiva. Es por esta razón que las comunidades cristianas que fomentan la expectación espiritual, la pasión o la emoción del espíritu en sus cultos, proyectos y actividades son las que más crecen numéricamente, precisamente porque este tipo de creencia no es un asunto de convicción y confirmación de fe sino de expectativas y cultivo de la espiritualidad.
Evidentemente, crear posibilidades y expectativas múltiples y muy variadas es una de las grandes propuestas de la red World Wide Web. Los sentimientos espirituales de proyección del yo son la base de la espiritualidad en red. Mientras la creencia antigua se centraba más en la dogmática clerical y su aplicación ciega en todas las áreas de la vida personal, familiar y social, en la postcristiandad la dogmática no es un asunto de pertenencia bíblica, pese a que las fortificaciones congregacionales contienen una importante carga dogmática, muchas veces irreflexiva. La creencia de hoy bascula entre la expectativa del yo satisfecho, que se place de un tipo de sensaciones espirituales globalizadas, y la resolución de conflictos mediante una espiritualidad cristiana muy emotiva, a veces usada más como amuleto de fe que de convicta responsabilidad de fe.
Los hombres, las mujeres y la cultura de las nuevas sociedades globalizadas están más interesados en satisfacer su cuota de espiritualidad que de asumir el precio de la negación de ese yo proyectado y del desembolso personal que significa asumir creer por certidumbre de fe responsable. Y lo que no les interesa son las creencias, las ortodoxias, las filiaciones y las jerarquías. Como apunté anteriormente, cada vez más se hace patente que lo que atrae del cristianismo no son sus creencias, con sus preceptos y responsabilidades, sino la supuesta realidad que ofrece, convirtiendo la fe en una variada oferta de experiencias espirituales renovables dominicalmente. Es la necesidad de lograr, a través de la experimentación espiritual, certificaciones emotivas que acrediten lo que se cree, como si fuera un expendedor automático al uso. Al movernos dentro de una sociedad en constante innovación y en la continua creación de ciencias, tecnologías, productos y servicios, la espiritualidad resultante es, también, la búsqueda incesante de expectativas litúrgicas, cúlticas y socioeclesiales, de emocionantes experiencias solidarias aunque resulten infructíferas o intrascendentes en su destino y de la incentivación a suponer que se cree, elaborando marcos litúrgicos que inviten a la espiritualidad. Es imaginar que se cree aplicando condiciones de fe fast food, de consumo rápido e inmediato que necesita ser rellenada semanalmente de nuevas expectativas, sin una profunda afección a las evidencias del yo implicado y a la radicalidad de conducta. Creer que se cree es la esencia de la espiritualidad del siglo XXI, aunque en realidad viene a ser un tipo de negación de la fe en Cristo y la asunción de que las virtudes, capacidades y superaciones espirituales propias son medio y fin de complacencia y perfección del espíritu humano. Es la disposición a creer en algo superior creyendo en las posibilidades espirituales de uno mismo: un modelo que alcanza las bancadas de muchas congregaciones evangélicas, con creyentes muy persuadidos de ser más espirituales que siervos del Dios viviente.

 LA ESPIRITUALIDAD OPTIMISTA


La velocidad de las sociedades de la postcristiandad obliga a sus cosmopolitas habitantes a correr al mismo ritmo para alcanzar un tipo de satisfacción espiritual paralela en que el espíritu pueda regodearse en sí mismo. Existe una seria contradicción entre el hombre y la mujer de vida vertiginosa de este siglo y la pausa que requiere creer con convicción y certidumbre. No acostumbran a coincidir ni a concordar. La vida moderna, permanentemente situada en la psicología de la nube y la red, nos obliga a estar muy conectados a realidades paralelas que no son presenciales. El desdoblamiento persistente de la personalidad al convivir constantemente en dos contextos sociales tan dispares uno presencial y el otro ausencial—, induce a una posición y percepción psicológica inalcanzable para la identidad espiritual. De esta manera la espiritualidad propia se aborda desde un estado psicológico trámite, incidental o circunstancial. Por lo tanto, creer ya no es un acto consciente de la voluntad sino una expresión tanteadora del espíritu, una constante exploración espiritual de múltiples variables éticas, morales y estético-espirituales.
La tradicional búsqueda de lo divino en el silencio y en la intimidad con Dios parece que ya no es la preferencia del creyente. Los rituales de siglos atrás que compaginaban la comprensión del Eterno con el paso de la naturaleza y sus estaciones ya no forman parte de la espiritualidad cristiana. La lectura pausada de textos bíblicos, las plegarias silenciosas, los cantos a media voz o la exposición del espíritu a la llamada íntima de Dios, tampoco tienen gran aceptación en esta presente espiritualidad de expectativas consumistas. De aquellas prácticas sólo se reconoce la gran belleza que poseen, pero se admite sin rubor que ya no pueden formar parte de la postcristiandad, puesto que los tiempos han cambiado y la dispersión de pensamiento, acción y reacción no sólo lo impiden sino que no tienen ninguna predilección ni utilidad práctica.
En su lugar, la dogmática utilitarista de muchas iglesias de la postcristiandad ha introducido una modalidad de espiritualidad optimista que en realidad no es más que una práctica sincrético-lúdica muy antigua. Los griegos ya la habían explorado con sumo éxito, convirtiendo la adoración a sus diferentes dioses y diosas en fiestas familiares y sociales donde la devoción era realmente un auténtico espectáculo del espíritu y carnalidad humana, con vistosas expresiones festivas, bailes y jolgorios. De ahí el apunte sociocultural del apóstol Pablo al escribir a las iglesias de Éfeso y Colosa incluyendo el término Odaes Pneumaticaes cánticos declamados del espíritu a la tradicional interpretación hebrea de salmos e himnos (Colosenses 3:16; Efesios 5:19), más formal. Con que había tantos dioses que atender, los griegos celebraban y atendían su propia espiritualidad de manera que ellos mismos se convertían en sus propios dioses. La espiritualidad optimista se caracteriza por un gran cuidado del espíritu del hombre y la mujer hasta el punto de hacer del culto un acto lúdico donde el espíritu se alboroza y satisface en sí mismo, y en que la comprobación y justificación de la fe va muy ligada a la efusión e intensidad de la propia experiencia.
Inevitablemente todo ello es consecuencia directa de la velocidad inventiva y expositiva de nuestro mundo globalizado, y de la definitiva liberación de la pesada carga del deber, la sumisión y el poder restrictivo de las religiones de la cristiandad. Y, también, del deseo y la pretensión de convertir la fe y el cristianismo más en una fiesta del espíritu humano que en un sacrificio vivo, santo y agradable a Dios (Romanos 12:1). La sustitución es significativa si tenemos en cuenta que las palabras del apóstol Pablo aluden directamente a un culto racional y razonado donde la presentación de credenciales de fe es la esencia del acto. Esta no es una experiencia espiritual lúdica donde preferente o pretenciosamente el espíritu del adorador se ensalza y se regodea en su proyección espiritual y lúdica hacia Dios, sino la presentación ante el Dador de un acto sacrificial; es decir, una relación de deberes y compromisos adquiridos y satisfechos elevados en alabanza. Esta es la diferencia.
La espiritualidad optimista de la postcristiandad tiende a crear un espacio festivo marcadamente visual y de secuencias religiosas entretenidas, incluso con dinámicas puramente televisivas, donde el creyente pueda encontrar, satisfacer y culminar su gran deseo de felicidad y goce cristiano. Evidentemente esto no está reñido con la expresión gozosa de la fe ni con el gozo de la salvación; pero sí tiene que ver con la construcción de modelos cúlticos y contenidos espirituales en los que todo lo que sucede es una expectativa de cristianismo ahuecado, donde lo aparentemente más importante es el gozo escenificado y una espiritualidad atractiva saciada de experiencias del espíritu. En consecuencia, la espiritualidad optimista clona su prototipo a todas las actividades eclesiales, tanto en las de los jóvenes, adultos, ancianos, matrimonios o niños. Es un modelo de entretenimiento cristiano donde el continente tiende a prevalecer sobre el contenido, y la forma por encima del fondo. Y si, por ejemplo, para los jóvenes la vida cristiana son básicamente divertidos y amenos encuentros donde la espiritualidad es experimentación y deleite, ¿dónde queda el precio que significa negarse a uno mismo, tomar la cruz cada día y seguirle? (Lucas 9:23).

 LA AUSENCIA DE LA IDEA DE PECADO


Los hombres y las mujeres de las sociedades de la postcristiandad no tienen consciencia de la idea de pecado y, en consecuencia, no pueden comprender que deban ser redimidos. Y si no la tienen no es porque sean unos depravados o degenerados sino porque en su pensamiento y estructura espiritual no tienen a Dios como referencia y, por tanto, es difícil que puedan llegar a tener conciencia de ofenderle. Y si bien es cierto que nuestras culturas occidentales y orientales tienen un sentido ético que marca un horizonte o un norte, su proceder carece de conciencia de pecado. Es decir, posee la esencia prima que establece un básico y permanente concepto del bien y del mal, aunque sin el componente más esencial: no tiene conciencia de que exista Dios, por lo tanto tampoco tiene conciencia de ofender a Dios.
Para nuestras sociedades postcristianas, esa ausencia no impide la asistencia de una dirección ética que permita resolver los asuntos generales de convivencia más usual. Pueden entender donde está la verdad o la mentira de cualquier cuestión, deducir las decisiones más correctas o las menos correctas, concebir y elaborar conceptos de derechos humanos o respeto al prójimo, pero sin la conciencia de ofensa al Creador que es la razón objetiva que permite cerrar el círculo ético de la sabiduría. De este modo la espiritualidad resultante de los habitantes de la postcristiandad es un fuerte deseo de cultivo y comunión espiritual pero sin el concurso del factor Dios. Así el círculo se convierte en absolutamente vicioso: la espiritualidad es una actitud y una forma de vivir y convivir en la persecución de un estado psicológico espiritual ideal, pero sin Dios.
Pese a que este modelo general no se reproduce al cien por cien en el cristianismo actual, sí que en la espiritualidad cristiana se aprecia una creciente ausencia de conciencia de pecado y del sentido de ofensa a Dios, y, al mismo tiempo, una posesiva supremacía del cultivo de la espiritualidad. Los encuentros religiosos tienden a ser modernos y apetecibles regalos para el espíritu humano, con formatos, cantos, alocuciones, estructuras, decorados y escenografías que evocan muy latamente la belleza espiritual del acto mientras eluden el santo temor y el supremo reconocimiento de estar ante el Gran Yo Soy, el Altísimo. Es una fiesta espiritual, una celebración o acto de gozo comunitario, como si fuera una liberación de la naturaleza humana para dar paso al reino de la espiritualidad, también humana.
En la mayoría de los cultos cristianos el concepto pecado va muy ligado al sacrificio vicario de Jesús en la cruz, convirtiendo las celebraciones dominicales en continuas referencias al acto supremo de dos mil años atrás. La unívoca referencia al pecado como un asunto saldado en la cruz el cual preferentemente hay que recordar y celebrar, invita a pensar que aquel acto fue tan culminante y suficiente que no es necesario demasiadas reconsideraciones en tiempo presente, sino la rememoración y celebración comunitaria como una expresión de agradecimiento rendido. Sin embargo, esta persistente y absolutista mirada a la salvación inaugural, sin pretenderlo implica eludir la idea de pecado como incidencia habitual y consustancial de la raza humana y del creyente, por lo que aparentemente los cultos se introducen en una emotiva tendencia de pura delectación espiritual; o lo que es lo mismo, en el cultivo de una espiritualidad consumada y satisfecha, y bastante ajena a la responsabilidad santa en tiempo presente.
La práctica dominical de la misma mesa del Señor, el partimiento del pan y el vino, entra dentro de esta dinámica recordatoria del consumado y definitivo sacrificio pascual, que, según como sea presentado, vacuna al creyente de toda conciencia de pecado presente. Pero el texto bíblico fundacional sobre el que a menudo se pasa muy de puntillas invita a la más radical reflexión frente a la realidad del pecado en tiempo presente: «…quien come del pan o bebe de la copa del Señor de manera indigna, se hace culpable de haber profanado el cuerpo y la sangre del Señor. Examine, pues, cada uno su conciencia antes de comer del pan y beber de la copa, porque quien come y bebe sin advertir de qué cuerpo se trata, come y bebe su propio castigo» (1ª Corintios 11:27-29).
Los mecanismos psicológicos de una espiritualidad cristiana muy henchida y satisfecha en el acto cumbre de la cruz, ha reducido el precio y la percepción real de la condición pecaminosa presente a una cuestión menor y sin demasiadas derivaciones e implicaciones tangibles. Consecuentemente, en muchos casos la predicación dominical se convierte más en una condenación de actitudes o deslealtades eclesiales y llamadas a una implicación y compromiso eclesial, que a la madre de todas las santidades: un absoluto rechazo al pecado, consustancial y natural de nuestra raza caída. El apóstol Pablo lo observa de esta manera: «Porque yo sé que en mí, es decir, en mi naturaleza débil, no reside el bien; pues aunque tengo el deseo de hacer lo bueno, no soy capaz de hacerlo. No hago lo bueno que quiero hacer, sino lo malo que no quiero hacer. Ahora bien, si hago lo que no quiero hacer, ya no soy yo quien lo hace, sino el pecado que está en mí. Me doy cuenta de que, aun queriendo hacer el bien, solamente encuentro el mal a mi alcance. En mi interior me gusta la ley de Dios, pero veo en mí algo que se opone a mi capacidad de razonar: es la ley del pecado, que está en mí y que me tiene preso. ¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará del poder de la muerte que está en mi cuerpo? Solamente Dios, a quien doy gracias por medio de nuestro Señor Jesucristo. En conclusión: yo entiendo que debo someterme a la ley de Dios, pero en mi debilidad estoy sometido a la ley del pecado» (Romanos 7:18-25).

La endogámica espiritualidad postmoderna, presuntuosa y cautiva de expectativas y experiencias de deleite espiritual, acostumbra a eludir la idea de pecado de naturaleza cotidiana. Asidos del gran y supremo valor del acto salvífico de Jesús en la cruz, pasa por alto que la espiritualidad no se cultiva como si fuera un bonsái, sino que se libera una y otra vez en la cruz, en reconocimiento del pecado que nos persigue y en la victoria que vez tras vez debemos alcanzar por la fe y por acciones consecuentes a la fe. Y que librarnos del pecado no es censurar y vapulear una y otra vez a los fieles con miedos ancestrales de condenación ni obligaciones de santidad eclesial o compromisos corporativos sustitutivos, sino rescatarlos de la amnesia del pecado. Y que cualquier falta, desliz, error o fallo es una deuda llamada pecado que Jesús pagó definitivamente en la cruz, pero que siempre será necesario revisar espiritualmente en una santa manera de vivir, conociendo y reconociendo una y otra vez su Gracia.

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