© 2018 Josep Marc
Laporta
1-
Mayo del
68 y postcristiandad
2- Teologías contrapuestas
3- Corrientes socioteológicas primarias
El ejercicio teológico conlleva una íntima confrontación
con la duda no resuelta y una genuina indagación de la verdad revelada. A
diferencia de la filosofía, que pretende un fundamento ético desde la razón, la
teología lo hace desde la revelación. Es un constante equilibrio de fuerzas
donde el buscador propone un camino de encuentro entre su propia necesidad de
certidumbre y la aproximación a los escritos revelados, buscando una
universalidad de respuestas éticas y existenciales desde el conocimiento de
Dios.
Pero no siempre la objetividad es accesible en todas las
épocas y circunstancias sociales en su globalidad y de manera paritaria. La
perspectiva cambia con el paso de los años y sus innumerables contextos. Así
como en lo jurídico, las leyes se deben interpretar de acuerdo a los tiempos en
los que se aplican, la teología se habrá de estudiar y exponer en su específico
contexto histórico, sociológico y universal. De ello se puede determinar que
toda teología es provisional y sujeta a la crítica. Provisional en el discurso
epistemológico, puesto que la contextualidad social incorporará gradaciones y
matices que desvelarán conceptos, detalles y elementos probablemente antes
inadvertidos. Y, sujeta a la crítica, porque la innata revisión en su natural
línea de tiempo obligará a constantes análisis verificadores.
No obstante, la teología no puede ser tan trascendente que
se escape de la inmanencia y del objeto finalista de la revelación. Una
teología básicamente trascendente corre el peligro de la evasión, del
misticismo y de la pérdida de contacto con la realidad. Este fue el escenario
de algunas construcciones teológicas, edificadas preferentemente al abrigo de
la cátedra o el estudio privativo. Sin interlocución con el contexto, la
teología trascendente puede llegar a proyectar un Dios tan alejado del ser
humano en su realidad vital, que al final ensaye una divinidad exclusivamente
moralizadora, fiscalizadora y sancionadora. Y, también, absorbidos por la
humanidad y sus múltiples situaciones coyunturales, es muy probable que la
teología se convierta en una excusa para propuestas puramente humanistas.
1- MAYO
DEL 68 Y POSTCRISTIANDAD
Los años sesenta fueron un cruce de caminos
histórico en las sociedades occidentales. El famoso baby boom de
finales de los cincuenta y en los sesenta provocó un gran crecimiento de la
población. Los niños y los jóvenes se postularon como una parte importante de
una sociedad que se adentraba a profundas e históricas transformaciones. En ese
momento surgió una discusión sociológica de fondo sobre si los jóvenes eran una
nueva clase social. Los hechos dieron la razón. La nueva industria fonográfica
puso a los jóvenes en su objetivo mercantil, dedicándoles tiempo, promoción,
publicidad, espacio en los mass media, música, cantantes y atención
económica. Gracias a la gran transformación social por el sostenido crecimiento
demográfico, apareció un nuevo grupo social que hasta entonces nunca antes se
había representado pública ni políticamente y que sería determinante en la
construcción de la nueva sociedad de consumo.
Como un segundo aspecto de la profunda evolución
sociológica, los años sesenta fueron un tiempo de expansión económica. Los
obreros dejaron de sentirse clase explotada para entrar en el mundo de las
clases medias. Los obreros, que históricamente habían quedado rezagados a
posiciones de simple manufactura, empiezan a tener conciencia de clase y dan un
paso adelante en sus reivindicaciones. Pero a pesar de su paulatino aburguesamiento,
el movimiento obrero estaba muy desconcertado, surgiendo la idea de que los
estudiantes podrían ser una alternativa al movimiento obrero. El filósofo y
sociólogo Herbet Marcuse[1]
lo teorizó preconizadamente al sostener que la sociedad de consumo estaba
siendo esclavizada por el poder de la técnica, utilizando a los jóvenes como
cobayas, «masificando el espíritu humano en la nueva cultura del mercado
adolescente».
Un tercer factor fue el cambio intelectual y teológico del
cristianismo católico, en un obligado ajuste a los tiempos modernos. Después
del Concilio Vaticano II, celebrado entre 1962 y 1965, la
sociedad empieza a perder y a dejar atrás una serie de tabús religiosos, políticos
y culturales. El cristianismo más predominante e influyente en lo político y
sociocultural, el católico, se reenfoca en una nueva mirada, más progresista,
dirigiéndose hacia un mundo más laico. Tras el Concilio Vaticano II aparece en
Latinoamérica la Teología de la liberación,
surgida primeramente en las comunidades eclesiales de base y, más tarde, en
1968, refrendado en el Documento de Medellín, considerando que el Evangelio
exige la opción preferencial por los pobres y los desheredados de la tierra.
Por lo tanto, el Mayo francés del 68 y los distintos mayos –Praga, México, Berkeley...– suceden dentro de esa década de grandes cambios y transformaciones,
presentándose como una revolución de la nueva clase social —los
jóvenes—, que toman partido y poder, renovando y rejuveneciendo el
pensamiento social, religioso y político de la sociedad.
La cristiandad muere en la década de los sesenta con el
Concilio Vaticano II, con la irrupción de los jóvenes como clase económica y
social, con el Documento de Medellín que rubrica la validez socioteológica de
la Teología de la liberación y con la revolución
ideológica de Mayo del 68. La postcristiandad es ya un hecho sociológico que por vez primera cambia la historia sociocultural y política de Occidente.
Pero, realmente, los sucesos de los años sesenta y,
concretamente, los dos principales acontecimientos del 68 no
cambiaron las estructuras económicas del capitalismo. Estas se mantuvieron y
prosperaron imparablemente en su objetivo monopolizador e interventor de la
economía y el mercado. La revolución juvenil del 68, junto
a la emancipación de las estructuras religiosas de la cristiandad y la
liberación teológica, no transformaron o relevaron los anquilosados armazones
económicos de la sociedad. Prácticamente todo siguió igual. Pero sí que
cambiaron la vida y la manera de enfocarla, de relacionarse con la naturaleza,
con el trabajo y con todo lo que envuelve al ser humano. Cambió la perspectiva
de la vida respecto a la sexualidad, a la relación con el poder, los cambios en
la familia o el derecho sobre el propio cuerpo. Y pese a que esto no se discute
en Mayo del 68, abre un camino para que cuatro, cinco o seis años después
todas aquellas cuestiones que eran tabú dejen de serlo y se puedan discutir.
Fue un cambio de mentalidades, en plural. A partir de aquellos años, la familia
no fue igual, las relaciones sexuales tampoco, y el feminismo liberador impuso
una nueva dirección social ante la dictadura del patriarcado y el machismo.
Nace una sociedad donde los psicólogos alcanzaron una importancia que antes no
habían tenido; donde las emociones, los sentimientos y la vida privada adquieren
una importancia que antes no habían poseído. Anteriormente, las personas se
definían por su colectividad. Eran obreros, burgueses o comerciantes. Después
tomaron personalidad y fueron sujetos con identidad propia y capacidad de
decisión, agrupándose por conveniencia y por intereses sociales comunes. Es por
ello que la década de los sesenta, con los citados elementos medulares de
transformación, fue el final de la cristiandad y un importante cambio en los
énfasis teológicos del cristianismo.
2- TEOLOGÍAS
CONTRAPUESTAS
Como ya he apuntado, la postcristiandad empezó a
materializarse en la historia cuando a raíz del Concilio Vaticano II –entre 1962 y 1965– la
teología escolástica y el aristotelismo medieval romano empezaron a abandonar
sus fortalezas para abrirse al mundo real. A partir de esos años las comunidades
eclesiales de base en Latinoamérica comenzaron a reaccionar decisivamente ante
la pobreza, sus causas y consecuencias. La Conferencia de Medellín de 1968 significó
un definitivo respaldo a la Teología de la Liberación. Esta
se caracteriza por considerar que el Evangelio exige la opción preferencial por
los pobres y por recurrir a las ciencias humanas y sociales para definir las
formas en que debe realizarse. La Teología de la Liberación o Teologías de
la Liberación, incluyendo, entre otras variables, la feminista, no solo
fue un clamor bíblico en favor de los oprimidos, buscando su redención
integral, sino también una liberación del dogmatismo teológico que durante
siglos había constreñido el cristianismo.
El Documento de Medellín fue, por parte de la Iglesia Católica
latinoamericana, una adaptación y concreción a la realidad del continente,
según la apertura del Concilio Vaticano II.[2]
Rápidamente los postulados de la Teología de la Liberación se
extendieron por toda América Latina, llegando más allá de las comunidades
católicas, incluso alcanzando a las protestantes, especialmente a aquéllas que
no comulgaron con el fundamentalismo norteamericano. Algunas de las ideas troncales
son:
1-
la opción preferencial por los
pobres;
2-
la conciencia de que la salvación
cristiana no puede darse sin la liberación económica, política, social e
ideológica, como signos visibles de la dignidad del hombre;
3-
la liberación como toma de
conciencia ante la realidad socioeconómica latinoamericana y de la necesidad de
eliminar la explotación, la falta de oportunidades e injusticias de este mundo;
4-
la situación social de la
mayoría de los latinoamericanos que contradice el designio histórico de Dios y
es consecuencia de un pecado social;
5-
la conciencia de que no
solamente hay pecadores, sino que hay víctimas del pecado que necesitan
justicia y restauración; y
6-
un definido método de estudio
teológico como reflexión a partir de la práctica de la fe viva, comunicada,
confesada y celebrada dentro de una práctica de liberación.
El impacto de la Teología de la Liberación en la
incipiente postcristiandad implicaría una nueva manera de ver al hombre y la
mujer fuera de la tradicional individualidad y disociación socioeclesial, para
ubicarlo en sus coordenadas económicas, sociales, culturales, raciales, dentro
de una clase social explotada, de pueblo dominado y raza marginada. En
realidad, esta teología impulsaría un activismo sociopolítico muy acorde a unos
tiempos en que el marxismo y el socialismo se presentaban también como
soluciones definitivas a la pobreza y alienación humana. Leonardo Boff,[3]
entre otros sacerdotes y teólogos sudamericanos como Gustavo
Gutiérrez,[4]
Enrique Dussel[5] o
Hugo Assmann,[6] fue
uno de los destacados impulsores y promotores, asegurando que «la Teología
de la Liberación nace de una indignación ética frente a la pobreza y la
marginación de grandes masas en nuestro continente». El
acompañamiento liberador en el norte del continente americano por parte de
Martin Luther King[7] con
su lucha por los derechos civiles de los afroamericanos y el fin de la
segregación, puede considerarse también parte de las Teologías de
la Liberación, o, como algunos han apuntado, la Teología Negra,
en referencia no solo a la lucha por la liberación racial sino
a la construcción doctrinal de las iglesias afroamericanas. En realidad, la
práctica de sus postulados participaron destacadamente de la corriente
liberadora de la naciente postcristiandad y del ejercicio de una teología más entregada
y dispuesta con la realidad de los sufrientes de la sociedad, en este caso los
afroamericanos.
Como contrapeso protestante del cono sur americano, a principios de los 70 surge la Fraternidad Teológica Latinoamericana, postulando los principios bíblicos por encima de las grandes corrientes de interpretación marxista de la época y de la consecuente Teología de la Liberación. Liderados por reconocidos teólogos como Orlando Costas, Samuel Escobar o René Padilla, entre otros, la Fraternidad fue un proceso de reflexión contextual de profesores universitarios y teológicos de diferentes países hispanos donde el acento en la responsabilidad social, según los textos bíblicos, fue uno de los pilares en que sustentaron su teología. Asimismo la diferenciación respecto a las corrientes teológicas estadounidenses y el alineamiento con algunas líneas de pensamiento bíblico británicos, dio a la FTL una identidad que poco a poco se iría desarrollando con escritos y edición de textos propios.
Como un aparente espejo inverso a la Teología de la
Liberación está la Teología de la Prosperidad o el Evangelio de
la Prosperidad. La diseminación de ideologías y filosofías de la
postcristiandad y la postmodernidad, junto a la gran bonanza económica y
desarrollo social de los países de Occidente en la segunda mitad del siglo XX, dio
lugar a la formación de un pensamiento cristiano positivista, autosuficiente y
materialista. La Teología de la Prosperidad
sostiene que la bendición financiera y el bienestar físico son siempre la
voluntad de Dios para los cristianos, y que la fe proyectada, el discurso
positivo y las donaciones a la iglesia y entidades afines aumentarán la riqueza
material propia. Esta teología se basa en particulares interpretaciones del
Antiguo Testamento,[8]
observando la enseñanza bíblica como un pacto de bendición permanente entre
Dios y el hombre. Básicamente resume la teología en una actitud de fe
productiva, como un Evangelio de anuncio y cumplimiento de promesas para
satisfacción del cristiano. Si las personas tienen fe en Dios, él proporcionará
seguridad y prosperidad, alejando también la enfermedad y la pobreza.
Las raíces más antiguas de esta teología se sitúan a
finales de los años 1940 y durante la década de 1950 en Estados Unidos, cuando
se originó un movimiento conocido como Healing Revival,
produciendo un gran revuelo en muchas iglesias.[9]
Aquel avivamiento sanador ha sido calificado por los historiadores como «la exhibición
pública de poder milagroso más grande de la historia moderna», dando
lugar en 1971 al movimiento misionero Christ For the Nations. Sin
embargo, no fue hasta la década de 1980
cuando el teleevangelismo pentecostal y carismático encumbró, con todas sus implicaciones
dogmáticas, la Teología de la Prosperidad,
acercándola a los hogares estadounidenses y trasladándola a todo el continente.
El proceso de contagio fue rápido. Algunas iglesias copiaron a pies puntillas
los principales vectores teológicos y sus prácticas, provocando una tipo de
idolatría de posibilismo religioso. Otras, en cambio, incorporaron un modelo de
opulencia eclesiológica y litúrgica que de facto desembocó en una nueva ética
de la prosperidad evangélica.
Si la Teología de la Liberación nació
y creció, básicamente, en el seno de la Iglesia Católica, la de la Prosperidad lo
hizo en las denominaciones protestantes. Una se gestó en América del Sur,
mientras que la otra es de manufactura estadounidense. Estas dos distinciones ayudan
a una mejor observación de los comportamientos sociológicos más genéricos del
cristianismo de la postcristiandad. Cuando la Teología de la Liberación se
instaló en las comunidades de base sudamericanas mediante reflexiones muy
contextualizadas, el catolicismo ortodoxo aún estaba languideciendo de su
histórico y largo letargo teológico. El crudo contraste con la realidad obligó
a una urgente reflexión bíblica. ¿Qué dice realmente la Biblia respecto a los
pobres? ¿Cuál fue la conducta de Jesús ante las necesidades sociales de su
tiempo? ¿Cómo reaccionó ante la desigualdad y la pobreza? Todas estas preguntas,
que también son de gran actualidad, se plantearon en un intento de encontrar
respuestas teológicas ante la lacra social de pobreza y desigualdad que les
apremiaba. Fue, también, una vuelta teológica al Jesús de los Evangelios y al
mismo Evangelio.
Una cadena de acontecimientos hicieron que la Teología de la
Liberación no radicara intelectualmente solo en sus principales centros
reformadores de Brasil o Colombia. Episcopados de otros países asumieron que si
el Evangelio ha de tener alguna trascendencia para el pueblo, éste ha de ser
palpable por su vinculación espiritual y social con los desheredados. Su salto en
notoriedad y consideración teológica condujo en la década de 1980 a que el papa Juan Pablo
II solicitara a la Congregación para la Doctrina de la Fe un
dictamen de la postura oficial de la Iglesia Católica. Pero cuando llegaron las
instrucciones —Libertatis nuntius en 1984 y Libertatis
conscientia en 1986—, la Teología de la
Liberación ya tenía personalidad propia y había echado profundas raíces
en todo el continente, incluso en otras denominaciones cristianas, como la reacción contrapuesta y bíblicamente formada de la Fraternidad Teológica Latinoamericana. Miles de
iglesias alrededor del mundo tomaron posiciones teológicas de radicalidad contra
la pobreza y los desheredados de la tierra. La semilla fructificó en distintos
formatos de cristianismo social, más consciente con el mundo real, más
implicado y activo con un Evangelio holista y armónico, y más acorde con el
modelo de Jesús que con el de los escritos paulinos.
En contraste, la Teología de la Prosperidad
creció al abrigo de las iglesias protestantes norteamericanas. El llamado
evangelicalismo sociocultural impuso sus tesis de crecimiento numérico y
cualitativo como una rápida y efectista manera de alcanzar una supuesta
plenitud de vida en esta tierra. Pero no solo las iglesias más afines a dicho
modelo de Evangelio instauraron un cristianismo fantasioso de prosperidad
social y económica, basándose en textos de devolución centuplicada.[10]
Su incidencia también afectó al protestantismo más conservador, con el culto al
culto, el culto al templo arquitectónico y la acomodación a un cristianismo
postmoderno de complacencia religiosa, moral y social. Si prestamos atención a los modelos de templos protestantes norteamericanos y a las liturgias propias y exportadas, observaremos una gran dependencia a la comodidad religiosa y a la autocomplacencia espiritual. Es el culto a la prosperidad espiritual y material evangélica, induciendo a un cristianismo de plenitud conceptual.
Ambas teologías han participado muy dinámicamente en la
percepción teológica que hoy día tenemos del cristianismo de la
postcristiandad. Aparentemente opuestas, de alguna manera son parte de una
misma visión postmoderna e hipermoderna: la búsqueda de la felicidad y
prosperidad material y social mediante construcciones posibilistas y aplicativas
de la fe.
3- CORRIENTES
SOCIOTEOLÓGICAS PRIMARIAS
El secularismo ha aportado ciertos valores al mundo
postmoderno que directamente no han recibido una explícita influencia del
cristianismo, aunque sí provienen del espíritu cristiano. Una actitud humana más
abierta, de respeto hacia lo diferente, una valoración de la dignidad personal,
los derechos humanos, la igualdad de sexos, la justicia social o la tolerancia
son conceptos que se han instaurado en nuestra sociedad como una nueva moralidad
de consumo social y uso común a discreción.
Las corrientes teológicas del siglo XX y XXI son
movimientos tectónicos que han crecido dentro del gran secularismo que impera
en las sociedades occidentales y occidentalizadas. Por lo tanto, no es de
extrañar que muchos de los nuevos postulados teológicos se hayan generado como una
instintiva respuesta frente a esa gran secularización. Es uno de los signos de
la postcristiandad. Sin aquel cristianismo todopoderoso que invadía todos los
recodos de la sociedad, la secularización se ha presentado caracterizada de
dignidad personal, de derechos humanos, de justicia social o de tolerancia. En
realidad, una sustitución laica de las esencias bíblicas. Consecuentemente, la
teología ha tenido que batallar por encontrar su lugar o sus lugares en medio
de los nuevos predominios sociales e intelectuales, incluso otorgándose nombres
tan pomposos como, precisamente, Teología de la Secularización.[11]
Fácilmente podríamos descubrir en los diferentes postulados
teológicos de este siglo una impugnación o respuesta cristiana a la
secularización, al nihilismo y hedonismo. Así como la Teología de la
Liberación en la práctica fue una respuesta exegética al abandono y
desamparo social de los pueblos oprimidos por la propia Iglesia Católica y por
las dominaciones imperialistas, la Teología de la Prosperidad también
vendría a ser una expresión de emancipación socioespiritual para las clases menos
favorecidas. Al fin y al cabo, ambas serían un espejo teológico cóncavo y
convexo dentro de sociedades secularizadas e individualistas, progresivamente hedonistas.
Otras y distintas teologías emergentes, aparecidas por la
necesidad de explicación revelada de la realidad contextual, llenaron las
vitrinas teológicas de la postcristiandad. Son aproximaciones teologales al
mundo circundante que provocaron debates y vías de pensamiento autónomo
respecto a fundamentalismos y dogmatismos preexistentes, tanto católicos como
protestantes. Algunas de las más clásicas o primeras, como la Teología Científica,
auspiciada muy especialmente por el jesuita, geólogo y paleontólogo Pierre
Teilhard de Chardin,[12]
propuso un maridaje entre ciencia y revelación con una búsqueda del Cristo
universal, en una época en que la fe había quedado relegada por la fortaleza de
la dialéctica científica. Por su parte, la Teología de la Historia[13]
supuso una revisión de los hechos bíblicos a la luz del academicismo histórico,
introduciendo el concepto progreso, en el sentido de economía progresiva, como
un ponderado paso de sucesión del Antiguo al Nuevo Testamento o de los
Evangelios a la Iglesia primitiva. En definitiva, una teología revisionista
desde el academicismo histórico. Por otra parte, el filósofo, teólogo, escritor
y predicador Paul Tillich[14]
propuso la Teología de la Cultura, que con el tiempo
provocaría a los nuevos teólogos a una revisión de la validez de la fe dentro
de la cultura. Tillich percibió un problema entre religión y cultura secular, a
lo cual determinó que «La religión es la sustancia, el fundamento y la
profundidad de la vida espiritual del hombre; por tanto, no se pueden separar
el ámbito religioso y el secular, porque la religión no es un ámbito, un
distrito particular, sino la dimensión de la profundidad».[15]
La Teología de la Palabra,
defendida por Karl Barth[16]
tras su consistente estudio de la epístola a los Romanos, fue una propuesta de dogmática
eclesial ante el declive de una cristiandad convertida en puro
nominalismo social. Barth entabló un reencuentro teológico con Lutero al afirmar
que «ningún camino conduce del hombre a Dios: ni la vía de la experiencia
religiosa, ni la vía de la historia, ni siquiera una vía
metafísica; el único camino practicable va de Dios al hombre y se llama
Jesucristo», considerando que la justificación es la relación positiva
entre el hombre y Dios; es decir, una justificación declarada por Dios. En 1968, en
los albores de la postcristiandad y coincidiendo con el Concilio Vaticano II, Hans
Küng,[17]
conmemorando a Barth durante sus funerales en la catedral de Basilea, y
hablando en calidad de teólogo católico, se expresó de así: «Hubo un
tiempo que tenía necesidad del doctor utriusque iuris, experto en ambos
derechos, civil y canónico. Nuestro tiempo tiene urgente necesidad del doctor
utriusque theologiae, experto en ambas teologías, la evangélica y la católica.
Y si alguien lo ha sido de modo ejemplar en nuestro siglo, ése ha sido Karl
Barth».[18] Un
valor histórico añadido de la teología de Barth fue el de plantar una semilla
que daría frutos ecuménicos en el desarrollo de la postcristiandad, en cuanto
que devolvió a la teología a su objeto propio: la Palabra de Dios.
Rudolf Bultmann,[19]
con su renuncia al estudio de un Jesús de simples connotaciones históricas y su
insistencia en la búsqueda del Cristo de la fe a través de su Teología Existencial,
presentó una visión exegética revolucionaria. Estaba convencido de que el
discurso neotestamentario, además del Antiguo Testamento, y no sólo de elementos
secundarios y marginales del mismo, tiene connotaciones muy mitológicas, y que,
como tal, no se le puede proponer al hombre de hoy: «No podemos
servirnos de la electricidad y de la radio, o recurrir en caso de enfermedad a
los modernos hallazgos médicos y clínicos, y al mismo tiempo creer en el mundo
de los espíritus y de los milagros que nos propone el Nuevo Testamento».[20]
El pensamiento de Bultmann, que anteriormente en 1933 se
había unido a la Iglesia Confesante, apuntó premonitoriamente a una futura
disrupción del estudio bíblico contemporáneo. Su propuesta de desmitificación
ha llamado la atención de buena parte del cristianismo de la postcristiandad,
planteando una discusión neohistórica sobre la función hermenéutica. Su
invitación a creer no es adherirse a algo misterioso e incomprensible, sino a comprenderse
y comprender que no se pertenece al mundo, que se pertenece al Dios de la vida.
Al mismo tiempo, Bultmann, considerado el más importante estudioso del Nuevo
Testamento del pasado siglo, reflexionó diciendo que la teología cristiana
habla de Dios, pero «no se puede hacer un discurso sobre Dios, porque Dios no
es un objeto del que se pueda hablar desde una perspectiva neutral, puesto que
él es la realidad que determina toda otra realidad».[21] Curiosamente,
con el teólogo protestante alemán se inició una nueva era en la teología que
conducirá a una creciente incorporación de las ciencias exactas, humanas y
deductivas en el estudio bíblico.
Con Bultmann también renació con fuerza la discusión sobre la
historicidad de Jesús, que Ernst Kásemann[22]
replantearía en 1953 con la conferencia El problema del Jesús histórico. Según
Kásemann, la imposibilidad de no poder reconstruir secuencialmente la vida de
Jesús no debería conducir a una resignación y escepticismo que lleven a un
desinterés sobre la figura del Salvador. Las sonadas disputas sobre el tema
llevarían a que, posteriormente en 1964, en un ensayo titulado Callejones sin
salida en la disputa sobre el Jesús histórico, el
teólogo alemán resolviera la imposibilidad de seguir avanzando en conciencia. Contraviniendo
Bultmann, Joachim Jeremías[23]
alertó que «estamos a punto de sacrificar la proposición ‘El Verbo se
hizo carne’ y de disolver la historia de la salvación, la acción de Dios, en el
hombre Jesús de Nazaret y en su predicación. Estamos a punto de caer en el
docetismo, es decir, en considerar a Cristo como una simple idea. Estamos a
punto de poner la predicación del apóstol Pablo en el lugar del mensaje de
Jesús». Sin duda, la vuelta al mensaje de Jesús narrado en los
evangelios sería uno de los elementos teológicos más característicos de la
postcristiandad. Así sucedería con la Teología de la Liberación y con
sucesivas tendencias doctrinales en las que se instaló un marcado reduccionismo,
al menos en lo teológico, en torno a de la figura de Jesús.
El término liberalis theologia o Teología Liberal ya se
observa en el siglo XVIII, en lecturas de Johann Salomo Semler,[24]
refiriéndose a un método libre de investigación histórico-crítico de las
fuentes de la fe y de la teología que no se sintiera vinculada a una tradición dogmática.
Pero, desde una perspectiva moderna, la Teología Liberal nació
del encuentro del liberalismo, como autoconciencia de la burguesía europea del
siglo XIX, con la teología evangélica clásica y puritana. Y aunque
no es una escuela perfectamente definida, sino un movimiento pluriforme en el
que se pueden concretar diferentes líneas de pensamiento, su nomenclatura llega
hasta la postcristiandad y abarca un sinfín de posiciones teológicas. Sus
características originarias son: la asunción rigurosa del método histórico-crítico
y de sus resultados; la relativización de la tradición dogmática de la Iglesia
y en particular de la cristología; y una lectura prevalentemente ética del
cristianismo. Sin embargo, tanto en su origen como en la postcristiandad, el
liberalismo trata de armonizar en lo posible la religión cristiana con la
conciencia cultural de su tiempo. En la actualidad, muchas tendencias
teológicas denominadas de manera muy genérica liberales,
intentan congeniar la fe y los escritos bíblicos con los nuevos descubrimientos
científicos y una ética cristiana social, de manera que en algunos casos se
producen una serie de equilibrios a veces imposibles de sostener con credibilidad
y, en otros, son avances en los que la dialéctica teológica consigue resolver y
superar con suficiencia.
La Teología de la Esperanza es,
en esencia, una expectativa confiada y confesada ante un mundo moralmente
desestabilizado e insatisfecho de lo religioso y, esencialmente, una mirada
interna de fortaleza y perspectiva espiritual. Para uno de sus primitivos
impulsores, el teólogo evangélico Jürgen Moltmann,[25]
la fe implica esperanza: sin esperanza la fe se vuelve tibia y muere. Sin
esperanza, la fe en Cristo aportaría un conocimiento teórico, no duradero y
estéril. Pero, a su vez, la esperanza implica fe, por lo que la esperanza sin
fe se convertiría en utopía, perdiendo así su dimensión teológica y bíblica.
Ahondando en ello, Moltmann entiende la religión de Israel no como una religión
de epifanías sino de la promesa: un sendero histórico que recorre todo el
Antiguo Testamento con una experiencia de promesas, de esperas y de esperanzas
y, con los profetas, de esperanza escatológica.
En su traslación a nuestro mundo, Moltmann insistió en que
la comunidad de cristianos no existe por sí misma, no existe en función de una eclesiastización del
mundo, ni siquiera existe en función de la estabilización de la sociedad: «la comunidad
cristiana vive de una promesa que abre un horizonte de esperanza para toda la
humanidad; tiene, pues, una misión pública; aunque no sea la salvación del
mundo, está al servicio de la salvación venidera del mundo y es como una flecha
lanzada al mundo para indicar el futuro».[26] Si
hay algo que tanto para Moltmann como para parte del cristianismo actual preocupa
es la existencia de cristianos aparentemente muy piadosos que se desentienden
del desgarramiento de nuestro mundo social, así como la de creyentes
comprometidos a los que no parece preocuparles la esperanza. En palabras del
teólogo: «una esperanza escatológica tiene relevancia política y un
cristianismo radical tiene efectos revolucionarios, aunque no sea un programa
revolucionario». La línea de tiempo que necesariamente conduce su
pensamiento en la postcristiandad es la construcción de una fe de promesas eternas
que se cumplen muy especialmente en contacto directo con la realidad del mundo
presente.
La Teología Hermenéutica reaparece
con fuerza a mediados del siglo XX,
cuyos orígenes provienen del XVI y XVII,
aunque en realidad es una sustitución del término latino interpretatio. Las medianías
del pasado siglo fue un momento clave en la gestación de las teologías de la
postcristiandad, donde explícitamente se disocian dos términos que hasta entonces
parecían ser similares: exégesis y hermenéutica. Por exégesis se entiende la
praxis de la interpretación, la interpretación práctica de un texto bíblico;
por hermenéutica, en cambio, se entiende la teoría, el conjunto de reglas que
presiden la interpretación del texto bíblico: hermenéutica como teoría de la
exégesis. Claro está que estas variables de la hermenéutica dependerían mucho
de la posición personal ante el texto y la particular validación de la
revelación divina. Por tanto, las variables son muchas: podrían transitar desde
un simple acercamiento histórico, textual literario, inspirado o de infabilidad,
hasta una condicionada precomprensión ambiental o circunstancial.
La hermenéutica, como ciencia de los principios, métodos y
reglas de interpretación bíblica, tomó forma según cuales fueren las tendencias
denominacionales. Desde el fundamentalismo se postuló una lectura literal y
contextual exclusivamente sobre el propio texto y sin muchas referencias
externas, mientras que desde el pietismo se buscó un acercamiento también
literal, aunque contextual a la pureza de la fe, procurando prioritariamente la
construcción de una doctrina incontaminada. Desde distintos modelos de
liberalismo se ensayó, a partir de cuestionamientos de la infabilidad de los textos
bíblicos, una hermenéutica historicista, adscrita al procedimiento científico y
de supremacía de la razón, otorgando autoridad interpretativa no
preferentemente a la Palabra revelada sino, sobretodo, al método crítico de la
literatura e historia de las Escrituras. Y desde el existencialismo evangélico floreció
una creciente subordinación a la subjetividad, otorgando a la revelación bíblica
una autoridad compartida con personalistas percepciones, mayormente guiadas por
propensiones instintivas y emocionales. Esta última armonizará perfectamente con
el variopinto neofundamentalismo de la postcristiandad, promocionando leyes
hermenéuticas acientíficas y defendiendo la absoluta autonomía semántica en
favor de una lectura sincrónica deshistorizadora que sobredimensionará el papel
de los lectores. En este sentido cabe resaltar que este tipo de hermenéutica neofundamentalista
practica una interpretación esencialmente antrópica, según sus propios
intereses; es decir, el mundo delante del texto. Obvia
por tanto una hermenéutica que recae sobre el autor y su intención; es decir, el mundo
detrás del texto, y elude la interpretación literaria que lo hace sobre el
texto, es decir, el mundo dentro del texto.
La Teología de la Cruz es un
término muy contemporáneo, aunque fue acuñado temporalmente por Martín Lutero
para referirse a la teología que postula la cruz como la única fuente de
conocimiento sobre quién es Dios y cómo Dios salva. Contrastaba con la Teología de la
Gloria, utilizada en la Disputa de Heidelberg de
1518, para refutarlo. Durante aquel debate presentó las tesis que más tarde
llegaron a definir el movimiento de la Reforma. Sin embargo, la Teología de la
cruz ha llegado a estar muy de moda en la postcristiandad. Ante
la multiplicidad de ideologías y corrientes de pensamiento contemporáneas,
buena parte del cristianismo evangélico ha virado hacia una arquitectura
teológica simplista de solo Cristo y solo cruz y, en
consecuencia, la resurrección. Ante la dificultad e incapacidad de interiorizar
y construir una fe consistente en su fondo teológico, el camino de la
simplificación pascual es la manera más postmoderna de extractar un
cristianismo singular con matices francamente más emotivos y reactivos.
La historia de la historia o la historia de
Dios, como Moltmann entendía la muerte de Jesús en el Gólgota,[27]
es una construcción absolutamente colmada de teología, puesto que la historia
de Dios es un proceso que se resume en la cruz y donde concurre culminación y
punto de partida: el Reino de Dios, su historia y trascendencia universal. La
cruz es lugar donde el Padre y el Hijo consuman la historia y se emerge una nueva
esperanza. Es por estas razones que buena parte del cristianismo de la
postcristiandad, al reducir la fe a una proclama o eslogan mediante arengas
litúrgicas, reiterados cantos o lacónicos dogmas, descompone la profunda
teología que habita en la completa historia de Dios resumida en la cruz.
[3] Genésio
Darci Boff (1938-), más conocido como Leonardo Boff, es un teólogo, exsacerdote
franciscano, filósofo, escritor, profesor y ecologista brasileño, uno de los
fundadores de la Teología de la Liberación. Su hermano, Clodovis Boff,
es un teólogo católico de la orden de los Siervos de María, cercano a la Teología
de la Liberación.
[5] Enrique
Domingo Dussel Ambrosini (1934-) es un académico, filósofo, historiador y
teólogo de origen argentino, naturalizado mexicano. Es reconocido
internacionalmente por su trabajo en el campo de la ética, la filosofía
política, la filosofía latinoamericana y en particular por ser uno de los
fundadores de la Filosofía de la Liberación.
[7] Martin
Luther King, Jr. (1929-1968) fue un pastor bautista estadounidense que
desarrolló una labor crucial en Estados Unidos al frente del movimiento por los
derechos civiles para los afroestadounidenses y que, además, participó como
activista en numerosas protestas contra la Guerra de Vietnam y la pobreza en
general.
[11] El término
secularización indica, por una parte, el proceso de emancipación del mundo
moderno respecto de la tutela del cristianismo, la cristiandad y la iglesia;
pero, por otra, remite a la aportación hecha por el cristianismo a la formación
del mundo moderno y a la permanencia de impulsos cristianos en la sociedad
moderna.
[16] Karl Barth
(1886-1968) fue un influyente teólogo reformado, considerado uno de los
pensadores cristianos del siglo XX. A
partir de su experiencia como pastor, rechazó su formación en la típica
teología liberal predominante del protestantismo del siglo XIX. En su lugar, Barth tomó un nuevo rumbo
teológico, llamado inicialmente ‘teología dialéctica’.
[17] Hans Küng
(1928-) es un sacerdote suizo católico, teólogo y prolífico autor. Desde 1995
es presidente de la Fundación por una Ética Mundial (Stiftung Weltethos). A
pesar de no tener permiso de la Santa Sede para enseñar teología católica, ni
su obispo ni la Santa Sede han revocado sus facultades sacerdotales.
[25] Jürgen
Moltmann (1926-) es un teólogo protestante alemán. Durante los años de la
Segunda Guerra Mundial fue uno de los muchos jóvenes prisioneros de guerra
alemanes en un campo de Bélgica. Allí, junto a un grupo de prisioneros, declaró
haber perdido toda su esperanza en la cultura germana a consecuencia de
Auschwitz, Buchenwald y el resto de campos nazis de exterminio. Moltamnn se
dedicó a distribuir clandestinamente fotos de estos campos para concienciar a
sus compañeros. Todavía en el campo, un capellán estadounidense le regaló una
pequeña copia del Nuevo Testamento y del libro de los Salmos. Se unió a un
grupo de cristianos, sintiéndose cada vez más identificado con la fe cristiana.
Él mismo proclamará años más tarde: ‘Yo no encontré a Cristo, fue Él el que
me encontró a mí’.
En la escuela siempre me enseñaron a rezarle a Dios nuestro señor, me ha parecido de mucho interés el post publicado en éste blog muchas gracias.
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