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· Sociología de las jerarquías eclesiásticas


© 2017 Josep Marc Laporta

     1-     Individualismo occidental y religión
     2-    Pirámides eclesiales y sociologías resultantes
3-    Identidad directiva y formación de grupos  
4-    Atributos y recursos del poder 
5-    Referencias bíblicas y antropológicas
6-    Jerarquía y autoculpabilidad

Por lo general, toda religión tiene sus estructuras jerárquicas. Es consustancial con la organización humana y la dinámica de grupos de todos los tiempos. Para que una comunidad se defina a sí misma con personalidad operativa, de acción y objetivos, necesariamente requerirá de liderazgos y eslabones directivos y administrativos, tanto en el marco de su pensamiento religioso como del mismo proyecto. Y si, además, la propia creencia tiene establecidos una serie de principios constitucionales respecto a la manera de gobernarse y conducirse, la realidad social de la comunidad o corporación religiosa se podrá analizar desde distintas disciplinas académicas como la sociología o la antropología.


INDIVIDUALISMO OCCIDENTAL Y RELIGIÓN
 

El cristianismo recibe gran parte de su praxis religiosa y derivadas sociológicas de las jerarquías eclesiásticas. A diferencia de las religiones y culturas orientales que sostienen una religiosidad más corporativa y copatrimonial, las occidentales tienen en la individualidad su principal peculiaridad, lo que, además de las pautas bíblicas, las convierte en piramidales, con cúpulas designadas o autoproclamadas. Los ciudadanos occidentales damos mayor importancia al yo que al nosotros, poniendo al individuo en el centro neurálgico de la culminación humana. Es una herencia directa de la cristiandad. Esta forma unipersonal de autorealización socioreligiosa proyecta la edificación de la persona por encima del bien colectivo, a veces entrando en conflicto con la propia comunidad.

Este primer apunte explica una de las realidades del cristianismo: el equilibrio de fuerzas entre el propio interés de complacencia espiritual y la bíblica y debida obediencia a los preceptores religiosos. Es la tensión entre dos ejes concéntricos que por su fuerte concepción de la individualidad y del yo, tanto se repelen como se buscan. Así que, muchas veces, las formas de relación religiosa del cristianismo tiende a la colectivización de individualidades necesitadas; a diferencia de las orientales, más copartícipes y cómplices de un bien espiritual común mediante la religión que les asiste. El occidental es más autor de su propia espiritualidad, mientras el oriental la asume desde el grupo. El occidental se expresa y edifica espiritualmente desde el yo; el oriental entiende su socorro religioso como una proposición común de la cual participa y se beneficia.

Que en el cristianismo la salvación sea un asunto personal e intransferible es, de hecho, un valor claramente diferencial de su personalidad religiosa, que invita a una determinada unilateralidad de pensamiento y acción. Esta realidad se observa con mayor nitidez en las denominaciones tardías provenientes de la Reforma protestante. Distintas familias evangélicas del siglo XX y el XXI tienden a una gran introspección e interiorización de la fe o, lo que viene a ser lo mismo, a una marcada individualización de la respuesta religiosa y consecuente socialización bajo esta perspectiva. La particular experiencia de salvación por la acción de un solo Mediador y Salvador, definirá el proceso social del nuevo creyente y su relación con sus pastores espirituales: una fe compartida en comunidad desde su propia particularidad, experimentación y observación.
 

PIRÁMIDES ECLESIALES Y SOCIOLOGÍAS RESULTANTES
 

No descubrimos nada nuevo si afirmamos que entre las distintas familias del cristianismo existen claras y sustanciales diferencias. Mientras que las iglesias católico-romanas y las nacidas directamente de la Reforma protestante mantienen un directiva eclesial de pirámide episcopal, con varios eslabones –papal, cardenalicios, nunciaturas, obispales, parroquiales, sacerdotales y diaconales–; en el evangelicalismo, las asociaciones de iglesias independientes y de una única figura pastoral representan una autoridad directa, más individual y autónoma, convirtiéndose en jerarquías descentralizadas o emancipadas de otras de estructura superior. Y aunque pueda ser compartida con un grupo directivo o conferido por la misma grey, de facto estas jerarquías son la máxima personalización de su soberanía religiosa y social.

La cercanía del liderazgo en las comunidades evangélicas ofrece una vitalidad, agilidad y espontaneidad que no poseen las católicas o reformadas clásicas, con más eslabones en su cadena piramidal. Tal vez por ello, las de corte evangélico tienden a ser más activas, dinámicas y más fácilmente adaptables y actualizables, ya que la correa de transmisión entre directiva y fieles es mucho más próxima e inmediata, facilitando familiaridad y naturalidad. Aunque, asimismo, también deja más vía libre a la aparición de corrientes espirituales de corte sectario. La razón estriba en el cono piramidal, muy corto, con básicamente un pastor y algunos diáconos, conformando relaciones sociales mucho más estrechas donde el líder es referencia viva y muy cercana. Por lo tanto, su influencia sobre los fieles será mucho más inmediata y próxima, lo que también posibilitará la observación psicológica de particulares reacciones y la consecuente corrección e incidencia directiva, a veces con actuaciones veladamente autoritarias de dominación y sujeción. Este mecanismo interventor consentido es el que promocionará un tipo de confianza sometida de los feligreses a su jerarquía, estableciéndose una norma de conducta y convivencia asumida y aceptada que podrá llevar a comportamientos de obcecación religiosa. La cercana ascendencia del líder sobre los fieles puede generar conductas de dependencia psicológica que en algunos casos podrían conducir al sectarismo, tanto en algunas de las áreas de la espiritualidad o religiosidad como en su contribución social.

Las estructuras más sedimentadas y jerarquizadas de las iglesias católico-romanas y las directamente nacidas de la Reforma protestante, como las luteranas o anglicanas, son organizaciones con correas de transmisión mucho más extensas, lentas y pesadas. La gran pirámide, con todos sus eslabones y enlaces, es más exigente con su propia dogmática fundacional y mucho más resistente a cambios y transformaciones. La figura de un papado o grupo directivo supremo más distante, fiscaliza con mayor potestad y suficiencia sus propios designios constitucionales. La fuerza del grupo estriba esencialmente en la fortaleza de la estructura jerárquica, a diferencia de las comunidades horizontales, como el evangelicalismo, cuya fuerza gravita en la conjunción y comunión espiritual y anímica entre liderazgo y feligresía. En este sentido es interesante notar cómo los grupos humanos cuyo liderazgo es de cono piramidal más corto y de mayor proximidad, pueden ser más permeables a distintas influencias, especialmente teológicas. Esta variable, junto a carencias de consistencia estructural con una gran diversificación y atomización, las convierte en sociedades de menor peso específico social.

Curiosamente, las iglesias piramidales tienen en la no competencia la pervivencia de su especie religiosa. La no competencia favorece que las instituciones religiosas se vuelvan holgazanas y tradicionales, careciendo de los incentivos necesarios para adecuar o proporcionar sus servicios de forma eficaz. Por su parte, las evangélicas y/o horizontales acostumbran a tener mayor competencia vital entre sí, lo que, de hecho, puede facilitar la aparición de nuevas comunidades, ya sea por crecimiento o multiplicación estructural (crecimiento que se da por la reparcelación de un grupo masificado); por división socioteológica interna (la que se da por serias disputas y discusiones teologales o sociales dentro de una iglesia local); o por  desmembración o segmentación denominacional (la que se origina por diferencias sociológicas o teológicas en un mismo grupo denominacional. VG.: en España, la división de 1955-56 de la UEBE, resultando en 1957 una nueva denominación, la FIEIDE). 


IDENTIDAD DIRECTIVA Y FORMACIÓN DE GRUPOS
 

Pese a que, por lo general, las iglesias cristianas se constituyen y establecen bajo distintos formatos organizativos, como congregacionalistas, asamblearias, colegiadas o jerárquicas, todas acostumbran a confluir en una figura central que por delegación corporativa reúne la voluntad y el propósito de la comunidad. La figura del obispo, sacerdote, pastor o anciano, sociológicamente es un agente que acostumbra a poseer suficiente capacidad, personalidad e idoneidad espiritual y social dentro del grupo como para establecer sus objetivos, ejerciendo una notable influencia socioreligiosa interna.

Si atendemos a la clasificación que Amy Gutmann describe en su obra ‘La identidad en democracia’, las cuatro principales categorías de grupos identitarios según los criterios de justicia democrática son los siguientes: los culturales, los voluntarios, los adscriptivos y los religiosos. Paradójicamente, en gran parte del cristianismo occidental, junto al último también confluyen los tres primeros. Lo cultural es consustancial con la creencia, puesto que en muchos casos creer es aceptar un pósito de tradición adquirida que asimismo le da sentido; el voluntariado es parte de la experiencia de fe comunitaria, ya que se participa de manera desprendida y no remunerada en los objetivos de la congregación; y, la tercera, la adscripción, es una forma de ser partícipe de una creencia y comunidad sin necesariamente ser parte activa o totalmente implicada en ella.

Estos tres conceptos de grupos identitarios, en muchos casos obligan a una actividad directiva muy mutante y adaptativa, incluso en círculos eclesiales piramidales fuertemente jerarquizados. La personalidad del liderazgo se manifiesta dentro de unos fluctuantes parámetros grupales en los que, aparte de las directrices bíblicas, existe un gran crisol de intereses y voluntades que puede dejar en franca libertad actitudes y acciones deliberadas de supremacía y sujeción. No se debería obviar que las iglesias parroquiales o locales tanto pueden abrazar a devotos con una religiosidad más cultural que espiritual, como que dispongan de connotaciones puramente adscriptivas a un pensamiento socioreligioso o que tengan un sentido del voluntariado muy implicado y desarrollado. Por lo tanto, la variabilidad directiva del liderazgo y de las dinámicas de grupo pueden ser muy diversas. 


ATRIBUTOS Y RECURSOS DEL PODER
 

El poder existe, aunque no haya nadie que lo ostente. Esta premisa sociológica explica resumidamente cómo el poder es una posición a ocupar y que, si uno no la conquista o la obtiene, la ocupará otro. El poder preexiste porque es un espacio de administración social absolutamente natural e invisible. Tiene su lugar, independientemente de si un actor intervenga o no. Incluso si alguien ceja en su responsabilidad, rápidamente será ocupado. Y, lo que es más trascendente, desde el momento que sea ocupado por quien sea, éste gozará de los atributos simbólicos y de la denominada gloria del poder.

El poder es consustancial con la actividad humana desde tiempos ancestrales. El príncipe lo ejercía en su sistema social; el sacerdote con sus feligreses, el patrón con su asalariado, el amo con su esclavo, el padre con su familia, la madre con su hijo, el adulto con los menores de edad y así sucesivamente en cualquier situación social donde dos o más personas estuvieran juntas. Y en las jerarquías eclesiásticas, el poder también es consustancial con su espacio social y espiritual.

El poder religioso es delegado y simbólico. Delegado porque la autoridad ha sido confiada y encomendada por una instancia superior, divina; y simbólico porque ostenta una representación materialmente intangible, por lo que puede ser suplantada con cierta facilidad. La realidad es que la delegación divina es, por una parte, un atributo de conciencia íntima aceptada y autoconferida y, por otra, delegada por la feligresía, que la asume simbólicamente como una encomendación incorpórea que se hace evidente en el propio ejercicio del poder delegado.

Pero, tanto en lo social como en lo religioso, esa delegación y simbolismo siempre ha colisionado con una realidad que ya apuntaba Max Weber en su célebre ‘Law in Economy an Society’: «el poder es la posibilidad de imponer la propia voluntad al comportamiento de otras personas. (…) Cuanto mayor es la capacidad para imponer esa voluntad y lograr un designio pretendido, mayor es el poder». El uso del poder es un atributo que crea adicción, por lo que muchas veces su ejercicio espiritual podrá sucumbir a la dependencia del mismo poder, de manera que, en gran parte, el que se mantenga un cierto disimulo de poder hará que la sumisión no sea tan perceptible o evidente a los que la prestan. Esto se aprecia con meridiana claridad cuando un líder religioso se muestra muy cercano y próximo a sus feligreses buscando, precisamente, su aprobación o la verificación de su poder. Y aunque esa proximidad sea deseable, muchas veces el anhelo y empeño de reconocimiento es la verdadera razón de la inminencia.
 

Siguiendo las propuestas de John Kenneth Galbraith, existen tres tipos de ejercicio del poder o instrumentos para ejercerlo o imponerlo: el poder condigno, el compensatorio y el condicionado. El poder condigno obtiene sumisión por la capacidad de imponer a las preferencias del individuo o del grupo una alternativa lo suficientemente desagradable o penosa como para que sean abandonadas esas preferencias. Evidentemente, en el término existe una cierta resonancia de castigo, como los latigazos del patrono en las galeras que espoleaban a los remeros si bajaban el ritmo. A un nivel menos terrorífico y trágico, el individuo se abstiene de decir lo que piensa, aceptando la opinión de otro porque la repulsa esperada puede ser demasiado dura. En el poder religioso, este modelo, sin la dureza del ejemplo de las galeras, se acostumbra a practicar obteniendo la sumisión infligiendo psicológicamente o amenazando de consecuencias adversas. En la espiritualidad, el liderazgo fácilmente puede imponer a sus feligreses la aceptación de determinados retos espirituales con claras amenazas de caos existencial si no se accede a su solicitud o postulación. Al mismo tiempo, la mayor conciencia en el devoto de ese poder delegado y simbólico dado por Dios, participará decisivamente en una mayor sumisión de su respuesta.

El poder compensatorio, al contrario que el condigno, obtiene la sumisión mediante el ofrecimiento de una recompensa afirmativa, a través del otorgamiento de algo valioso para el desarrollo personal y humano; en el caso del cristiano, para su crecimiento o beneficio espiritual. Cuando una jerarquía eclesial pretende una respuesta activa a su liderazgo, a menudo utiliza este mecanismo de contrapartida positiva. Se insta a la obediencia, la disciplina o a una evidencia de santidad para obtener un mayor bienestar espiritual o prosperidad física y material. En este caso, la alabanza, el halago o la adulación son mecanismos del poder compensatorio que fácilmente logran su objetivo de subordinación.

El poder condicionado se origina, instruye y proyecta mediante la creencia. La persuasión religiosa, la educación o el compromiso con lo que parece natural, moral, correcto o justo ayuda a que el individuo se someta a la voluntad de otro u otros. El cristianismo, ejercido desde el tipo de tradicionales autoridades religiosas, es un poder condicionado. La fuerza de una moralidad no está solo en su veracidad o autenticidad, sino en quien la representa y monopoliza. El ejemplo más evidente que tenemos es la Iglesia Católica, personificando y encarnando en su institución la creencia convertida en moralidad impartida. La capacidad de moralizar desde una creencia aceptada por el pueblo es un poder condicionado. Si aceptas esta creencia, deberás también aceptar y someterte a la autoridad que la regula y normaliza.

Bertand Russell afirmaba que el poder junto a la gloria continúa siendo la aspiración más alta y la recompensa más grande de la Humanidad. Así que el ejercicio pastoral de cuidado espiritual de la grey colisiona frontalmente con esa ambición tan terrenal de poder y gloria. En realidad, es una gran tentación. La seducción por la gloria de la representatividad, dominio y autoridad religiosa es una de las atracciones y deseos más grandes de los líderes religiosos de todos los tiempos. Y aunque no sea exactamente por esta razón de vanagloria, el apóstol Pablo escribe a Timoteo diciéndole que «si alguno anhela obispado, buena obra desea» (1ª Timoteo 3:1-7). Pero seguidamente le redacta una extensa y detallada lista con dieciocho requisitos que, necesariamente, habrán de ser preceptivos para el ministerio pastoral.
 

REFERENCIAS BÍBLICAS Y ANTROPOLÓGICAS
 

Si bien es cierto que las Escrituras, fuente de inspiración y guía del cristianismo, declaran expresamente que el sometimiento a los pastores es de obligado cumplimiento, también es plausible que esta bíblica obediencia no habría de ir en contra de la capacidad de criterio y discernimiento. La tensión entre el sometimiento pastoral y la libertad de pensamiento es, en realidad, la gran disputa sociológica de todos los grupos cristianos. La resolución de los posibles conflictos determinará el desarrollo ético, espiritual y social de los mismos.

Los pasajes que apuntan a un acatamiento de la directiva pastoral son suficientes explícitos para entender su estructura. Hebreos 13:17 lo expresa con meridiana claridad:

«Obedeced a vuestros pastores, y sujetaos a ellos; porque ellos velan por vuestras almas, como quienes han de dar cuenta; para que lo hagan con alegría, y no quejándose, porque eso no os es provechoso».

1ª Timoteo 5:17 define su dignidad:

«Los ancianos que dirigen bien los asuntos de la iglesia son dignos de doble honor, especialmente los que dedican sus esfuerzos a la predicación y a la enseñanza».

1ª Tesalonicenses 5:12-13 concreta la dilección que merecen:

«Os rogamos, hermanos, que reconozcáis a los que trabajan entre vosotros,  y os presiden en el Señor, y os amonestan; y que los tengáis en mucha estima y amor por causa de su obra. Tened paz entre vosotros».

Y, en buena parte, también se regula cualquier imputación a los responsables eclesiales:

«No admitas ninguna acusación contra un anciano, a no ser que esté respaldada por dos o tres testigos» (1ª Timoteo 5:19).
 

Por los documentos bíblicos enunciados se puede concebir que el ejercicio de la magistratura pastoral neotestamentaria es, además de bien especificada, claramente jerarquizada, aunque de cono corto. Junto a la necesaria regulación eclesial como cuerpo social, éstos y otros pasajes bíblicos apuntan a que las congregaciones primitivas podrían tener ciertas resistencias a la aceptación de la autoridad. Distintos sucesos geopolíticos del primer siglo indican una sostenida tensión social con agitaciones y perturbaciones del orden público. Es probable que los primeros pastores de la iglesia observaran cómo ciertos comportamientos sociales se infiltraban dentro de la comunidad de fe, lo que llevaría a disensiones y altercados de distinto tipo, índole y grado con llamadas a la paz (1ª Tesalonicenses 5:12-13). De esta realidad podemos llegar a comprender cómo el apóstol Pablo establece unas bases estructurales eclesiales, con sus propias nomenclaturas.

Bajo el vocablo griego presbuterion, se reúnen varios conceptos. Una de las palabras, episcopos u obispo (1ª Timoteo 3; 1ª Pedro 5:1-2:), también del griego, indica supervisor, vigilante o superintendente. Pero hay otros términos que tienen reminiscencias hebreas. La palabra poimen o pastor, traducida en Efesios 4:11, es una innovación epistolar que toma como modelo y referencia al Buen Pastor, Jesús (Juan 10:11). Y, también, Presbuteros o anciano tiene una simbología de dignidad, madurez y respeto a la sabiduría (Hechos 14:23), con claras influencias de religiosidades ancestrales, comunes en prácticamente todas las tribus, pueblos y razas. Los ancianos siempre fueron venerados, recibiendo un gran respeto de sus coterráneos, lo que les convirtió en árbitros y máximos consejeros de los sucesos cotidianos.

En la Biblia, tanto pastor como anciano son palabras que sugieren una fuerte connotación de cuidado y atención, al modo familiar. 1ª Pedro 5:2 apunta a «apacentar la grey de Dios», dando a entender que una de las principales funciones pastorales es alimentar, también al modo de familia. Por otra parte, Hechos 20:29-31 apunta a que la labor del anciano es cuidar, velar por las almas. No obstante, es interesante observar cómo el Nuevo Testamento acostumbra a mencionar dichas responsabilidades en plural, lo que parece indicar que la dirección y supervisión eclesial era más colegiada que individualizada.

Otros pasajes invitan a pensar en la función pastoral de gobierno. 1ª Tesalonicenses 5:12-13 llama a considerar a los que «os presiden en el Señor». 1 Timoteo 3:4-5 insiste en el mismo concepto de gobernanza: «pues el que no sabe gobernar su propia casa, ¿cómo cuidará de la iglesia de Dios?». Y 1ª Timoteo 5:17 reitera que «los ancianos que gobiernan bien, sean tenidos por dignos de doble honor, mayormente los que trabajan en predicar y enseñar». Este es un ministerio en el que la Palabra será y se convertirá en la verdad suprema: una autoridad delegada (Tito 1:9-11).

La gran concreción que se observa en los pasajes bíblicos sitúa la dirección y obediencia pastoral en un marco jerárquico de estructura tradicional. Es lo que vienen a expresar los vocablos anciano y pastor: una ordenación propia de sociedades patriarcales, dando la idea de que, para muchos cristianos del primer siglo, pertenecer a la comunidad de salvos también significaba ser parte de una familia en la que no solo se valoraba la fe salvífica, la adscripción y una voluntad de pertenencia, sino también la integración a un grupo reconocible, con sus grados y ascendencias. En 1ª Timoteo 5:19 se observa perfectamente el trasfondo patriarcal, con el cuidado y respecto a los ancianos de la iglesia, al no permitir acusaciones contra ellos a no ser que fuere respaldado por dos o tres testigos. Este modelo fue tomado directamente del sistema patriarcal hebreo, donde los ancianos no podían ser imputados sin pruebas suficientes o absolutamente concluyentes.

No obstante, la vida eclesial del Nuevo Testamento poco a poco crece en una mayor regulación y normativización. Así lo apuntan los escritos paulinos, tanto por su forma instructiva y aleccionadora como por la monopolización epistolar de Pablo al escribir la mayoría de las cartas neotestamentarias con una autoridad manifiesta. El apostolado que ejerce es una propuesta consecuentemente sucesora del rango discipular que estableció Jesús, lo que induce a pensar en un ángulo piramidal de cono estrecho apóstoles, pastores y diáconos en que lo directivo y supervisor será un valor consustancial para el ejercicio común de la fe cristiana. Sin embargo, muchas de las comunidades del segundo y tercer siglo, ya sea por la persecución y consecuente dispersión o por la adaptación a nuevas situaciones geopolíticas, tienden a ser menos piramidales y más horizontales. Esto se observa en formas organizativas de algunas comunidades del norte de África, donde la sencillez prima por encima de la sofisticación jerárquica, tan propia de siglos venideros. La corriente sociológica de estas dos centurias –II y III– era la de una jerarquía poco centralizada o uniformada, y mucho más colegiada; a diferencia del primero, donde se observa cómo preferentemente Pablo y otros apóstoles ejercen una autoridad común sobre diferentes iglesias en distintas regiones de Asia Menor.

La llegada de la Constanización a la Iglesia creó un nuevo orden donde la gran diferencia no estriba solo en mayor aparato jerárquico, sino en que éste se implementará en un radio geográfico mucho más amplio. En consecuencia, se constituirían más niveles de dirección para abarcar mejor la diversidad social, cultural y territorial. En realidad, la Constanización del siglo IV supuso la estructuración moralista de la fe mediante distintos escalafones de jurisdicción eclesial. No solo se regularían las conductas de los fieles sino también sus pensamientos, intenciones y actitudes resultantes. La gran expansión de los siguientes siglos convertiría el Estado en Iglesia y la Iglesia en Estado: una alianza que reforzará aún más el poder civil y político de las jerarquías eclesiásticas, con una fuerte vigilancia y control de la moralidad social. 


JERARQUÍA Y AUTOCULPABILIDAD
 

De las cuatro emociones básicas del ser humano alegría, tristeza, rabia y miedo, una de ellas es absolutamente fundamental para entender muchos de los comportamientos socioeclesiales de la historia. El miedo es una emoción de repliegue muy usada por las jerarquías eclesiásticas para dirigir, controlar o guiar a la grey hacia sus propósitos directivos. Los siglos más oscuros de la cristiandad estuvieron envueltos de una perversa administración del miedo, con incesantes llamadas a penitencias, indulgencias, contriciones y remisiones a fin de que el sencillo y temeroso devoto de a pie pudiera llegar a ganarse el cielo. La gran cantidad de pretextos, mentiras y falsedades que la Iglesia perpetró en la Edad Media y en los siguientes siglos para lograr que el pueblo se sometiera, llegó hasta el extremo de usar el recurso del miedo como método infalible de adoctrinamiento y sujeción.

Sin embargo, y especialmente en lo religioso, el sentimiento del miedo también acostumbra a ir acompañado de la administración de la culpabilidad. Evidentemente no me estoy refiriendo a la culpa del pecado original y a la enemistad con Dios que Jesús revertió en la Cruz, sino a la culpabilidad eclesiosociológica de alcance y connotación espiritual. Es la inoculación de una culpa de carácter socioespiritual que estimulará en el creyente un persistente temor y miedo por no hacer las cosas lo suficientemente bien en su deseo de alcanzar la benevolencia de Dios. La conciencia espiritual que nace de la soberana acción del Espíritu Santo en el creyente, que rearguye y guía en pensamientos y acciones, es intervenida por las jerarquías eclesiásticas inyectando el virus de la culpabilidad tutelada a fin de dirigir y controlar las vidas para un propósito más socioeclesial que espiritual.

Pero un eslabón más allá de la culpabilidad está la autoculpabilidad. Es decir, el control del individuo a través del depósito de una preocupación ansiosa respecto al propio desarrollo espiritual, haciéndole sentir permanentemente culpable de no alcanzar el cumplimiento de la ley de Dios o de ser tan indigno que nunca podrá satisfacer ninguno de los preceptos religiosos. Esta presión atemorizadora, al final creará un mecanismo de autoculpabilidad inconmovible y autogestionado. No necesitará que nadie le culpe sino que él mismo se autoinculpará continuamente. De esta manera, el proceso psicológico de la autoacusación espiritual cumplirá el objetivo de la permanente sumisión y obediencia a la jerarquía eclesiástica. Si el líder, mediante sus enseñanzas repletas de invocaciones religiosas a sentimientos atemorizadores, consigue que los fieles asuman e interioricen un sentimiento de autoculpa continuo y permanente, habrá conseguido una grey absolutamente obediente y sumisa por propia voluntad. La persistente provocación a un temor espiritual socializado en componentes básicamente eclesiásticos, realizada de manera continuada y dilatada en el tiempo, provocará en el cristiano una defensa y autocontrol ante ese miedo en forma de autoinculpación. 


La espiritualidad, por su propia intangibilidad social, es un profundo y vital proyecto del ser humano que, en su desarrollo religioso y eclesial, merece un cuidadoso manejo y exquisito tratamiento. Por ser un asunto del alma, de aquella área más recóndita e íntima del ser donde las certitudes, las evidencias y las creencias anidan en la más profunda verdad, es por lo que la intervención o administración de terceras personas, aunque sean presbíteros, habrá de ser igual de cuidadosa y respetuosa con las manipulaciones. La historia del cristianismo y de sus clérigos muchas veces no ha apuntado a esta cualidad. Vez tras vez la supremacía papal o pastoral, católica o protestante, ha sojuzgado y tiranizado a sus feligresías con cargas que ni ellos mismos podrían sobrellevar. El descaro y la insolencia llegó a límites de infamia y absoluta denigración humana. El ejemplo personalizado en la Iglesia Católica de la Europa de la Edad Media es una evidencia de cómo la inoculación del sentimiento de autoculpabilidad en la población puede llegar a trastornar individuos, pensamientos y personalidades, dominando de este modo naciones enteras e imperios.

Sin embargo, en contra de lo que podría parecer, en la actualidad las jerarquías eclesiásticas, tanto católicas, protestantes o evangélicas, continúan inoculando el sentimiento de culpabilidad y autoculpabilidad, al modo de la Edad Media, mediante otras formas tal vez menos evidentes, pero administradas igualmente con explícitos controles intervencionistas a través de sermones y predicaciones. La insistencia pastoral a generar una culpa constante y permanentemente no resuelta, llamando a un tipo de santidad eclesial de asistencia a cultos y reuniones, a múltiples actividades dentro del marco de la congregación, a dar y diezmar más y más, y a una vida de santidad que se insinúa que permanentemente quedará insatisfecha, es un método de adiestramiento y disciplina congregacional cuyo fin, en realidad, es el control social con egoístas fines socioeclesiales de carácter puramente local.

Este antiguo modelo clerical de autoculpabilidad moral y religiosa a la grey se sigue impartiendo en muchas congregaciones de hoy en día; muchas de ellas de un constante y estabilizado crecimiento numérico, con grandes programas, cuidadas instalaciones y admirables ministerios cúlticos y sociales. Y otras, sin tanto crecimiento y objetivos cumplidos, sin pretenderlo, también caen en la predicación de sentimientos de culpabilidad mezclados con versículos de la Biblia. Dentro de los misterios de la fe y de la espiritualidad humana, la utilización o administración de la culpabilidad como procedimiento de dirección espiritual es una deleznable actitud jerárquica que menosprecia y menoscaba la libre autoridad e intervención del Espíritu Santo. La trampa de predicar con los artificios del temor, culpabilizando ‘muy espiritualmente’ a otros de su poca fe o llamando a una santidad de carrera de obstáculos puramente humanos es, en realidad, el argumento de pastores que, tal vez sin quererlo, toman la congregación como rehén de sus propios objetivos y aspiraciones humanas.

Pero la función pastoral más sincera, honesta y sencilla es, simplemente, «apacentar la grey de Dios que está entre vosotros, cuidando de ella, no por fuerza, sino voluntariamente; no por ganancia deshonesta, sino con ánimo pronto; no como teniendo señorío sobre los que están a vuestro cuidado». (1ª Pedro 5:2-3). En el gran mercadeo de oferta y demanda de consumidores de cristianismos de nuestros días, apacentar voluntariamente, sin ganancias deshonestas y sin pretender ejercer ningún señorío ni posesión sobre la grey, es la autoridad más auténtica y más decente que un pastor, anciano u obispo pueda ejercer. 



© 2017 Josep Marc Laporta

1 comentario:

  1. Me parece una exposicón magistral. Al principio pensé que iba de sabiondo por que las primeras partes me parecian sobrecargadas. pero al lerrlo todo me ha parecido excelente. Un buen retrato de como somos de frágiles y menospreciables cuando nos ponemos la gloria por montera y creemos pastorear cuando lo cierto es que no somos nada. A Dios see la gloria!

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