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Postmodernidad y postcristiandad
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Resistencias del cristianismo
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El reencantamiento espiritual
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La disputa por la visibilización
Durante los siglos XIX y XX muchos indicios auguraban la inminente desaparición de la cristiandad en nuestro mundo occidental. Aquel cristianismo que se había mezclado tan fortificadamente con el estado, el poder, la economía y la cultura, poco a poco declinaría para dar paso a una sociedad ajena a ese modelo de totalitarismo religioso. El proceso secularizador en el cual el planeta estaba sumido confirmaba los pronósticos de que la religión institucionalizada cada vez más sería un asunto menos significativo para los ciudadanos de las nuevas sociedades, ahora más racionalistas, más científicas, más tecnificadas y más democratizadas. Para muchos, la globalización occidental de la religión era una pantalla pasada, donde la denominada irracionalidad colectiva debía dar paso a la ilustración del espíritu libre, derribando las autoritarias estructuras clericales, con sus instituciones dominantes y pensamiento único.
* POSTMODERNIDAD Y POSTCRISTIANDAD
A finales del siglo XX se acuñó la expresión «postmodernidad» para indicar una supuesta crisis del proyecto ilustrado que había nacido siglos antes. El término se admitió provisionalmente, a la espera del nacimiento de una nueva etapa histórica, merecedora de un nombre propio. Según el sociólogo Jean François Lyotard, el discurso elaborado durante la Ilustración, conocido como «modernidad», se basaba en la idea de la emancipación del ser humano. Las grandes ideologías de los siglos XIX y XX, denominados «metarelatos» por el mismo autor, atribuyen una direccionalidad a la historia estrechamente vinculada a la idea de progreso. La crisis de las ideologías de finales del siglo XX erosionó la confianza en la unidad del proceso histórico, fragmentando el discurso y posibilitando la aparición, en palabras del filósofo Gianni Vattimo, de un pensamiento débil.[1]
Pasaron los años, y la postmodernidad dio paso a un nuevo e incierto período de definición. En consecuencia, esta etapa se ha ido prologando en una especie de adolescencia que no acaba de dar señales de madurez. Se ha intentado encontrar nuevas expresiones para describir esta época: la ultramodernidad, la hipermodernidad, la segunda modernidad o la modernidad tardía. Pero, tal vez, lo que en realidad se apunte es que no estamos asistiendo al final de la modernidad, sino más bien a una etapa de desarrollo exponencial de las aportaciones de la modernidad tecnocientífica e informática. De esta manera sí que se puede recuperar el término «postmodernidad», de acuerdo al pensamiento de David Lyon, como si fuera una abreviatura conceptual relativa al conjunto de cambios vinculados a la difusión de las tecnologías de la comunicación y de la información, la aparición de una sociedad hiperconsumista y la emancipación humana respecto a la cristiandad.
La aparición y consolidación de la postmodernidad llevó al declive la cristiandad o, expresado en otros términos, condujo a la descristianización de la sociedad. En realidad fueron vasos comunicantes. Con la secularización del pensamiento y la multiplicidad de la información y los avances tecnológicos y científicos, lo religioso fue entendido como una rémora para el conocimiento ilustrado. Ya en 1961, el teólogo francés Gabriel Vahanian escribió un libro titulado «La muerte de Dios», en el que hablaba de la descristianización. Vahanian comentaba que la cultura secularizada de la civilización occidental había perdido el sentido de lo que era sagrado, los sacramentos carecían de significado y se menospreciaba cualquier sentido transcendental de la vida y la dependencia de la divina providencia, por lo que llegó a la conclusión de que, en esta mentalidad, «Dios está muerto». Estos tres elementos —perder el sentido de lo sagrado, la ausencia de significado de los sacramentos o rituales de adhesión o iniciación, y el menosprecio a la trascentalidad y dependencia divina— sitúan el inicio de un pensamiento liberado y autónomo respecto a la fe y la religión totalitaria.
Pero, entre otros, algunos elementos más intervinieron en el declive de la cristiandad. Uno de carácter religioso y otro de secular. Hacia finales de la década de los 60, la teología de la liberación en América Latina y el mayo del 68 entre los jóvenes urbanitas de la Europa occidental se popularizaron extremadamente. Primeramente, la teología de la liberación aportó una cierta secularización de los tradicionales dogmas cristianos, impulsando una fe muy socializada ante las necesidades reales de vida de los más pobres. La teología de la liberación escenificó el desapego de las sociedades occidentales respecto al monopolio de la cristiandad, con su granítica asociación socioreligiosa. En realidad, dicha teología ponía en entredicho todos los fundamentos de las tradicionales eclesiologías católicas y protestantes, al abogar por las penurias de las personas en su mayor necesidad, tanto física, social y espiritual. La cristiandad quedó en entredicho desde el mismo núcleo clerical.
Por su parte, el mayo del 68, o los mayos del 68, con la juventud y la liberación de la feminidad, trastornaron todas las defensas de una sociedad de mayorías machistas y de unas instituciones eclesiales absolutamente centradas y concentradas en el hombre. Los cambios de mentalidad empezaron a dar sus primeros frutos en una juventud más resuelta y la liberación de la mujer en diferentes ámbitos de la vida cotidiana. La declinada cristiandad, aún asentada en la jerarquía masculina, empezó a dar bandazos en busca de justificaciones teológicas en uno u otro sentido. Algunas denominaciones cristianas, como las católico-romanas, aguantaron el envite; mientras otras, como las protestantes, empezaron a plantearse la función y el valor de la mujer en su generalidad teológica y litúrgica. Estos cambios religiosos de pensamiento advinieron a causa de la liberación social de la mujer, impulsada por el feminismo.
Además de ello, los distintos movimientos ideológicos que se desarrollaron en esos tiempos de crecimiento económico, unidos al hedonismo, los avances tecnocientíficos y la reacción social contra las políticas conservadoras, consolidaron y perpetuaron muchas de las actitudes postcristianas. La cristiandad quedó reducida a los templos y círculos adyacentes, en gran parte vaciada de su gran poder social, económico, político y cultural.
* RESISTENCIAS DEL CRISTIANISMO
Ante el gran acecho de la postmodernidad y el final de la cristiandad, el cristianismo occidental tuvo que adaptarse vertiginosamente para subsistir y permanecer. La palabra subsistir, aunque en cierta manera pudiera parecer impropia, desde la sociología define muy bien su situación social en la postcristiandad. Perseverar con el mensaje eterno ante los grandes cambios que continuamente se iban produciendo, condujo a una gran, diversa y desigual mutación adaptativa, condicionada por las novedosas y múltiples circunstancias sociológicas.
Cuando se empezó a acuñar la palabra postmodernidad para indicar una supuesta crisis del proyecto que nació de la Ilustración –la modernidad–, entre las congregaciones cristianas emergió una difusa manera de entender el ocaso occidental de la cristiandad, sin una clara conciencia de los confines del suceso histórico. Muchas de las comunidades católicas y evangélicas que aún permanecían en su cómodo fortín religioso y que vivían amparadas por una sociedad cristianizada que les servía de marco explicativo y de referencia, no alcanzaron a vislumbrar el extraordinario cambio que se estaba produciendo. El acomodamiento bajo el marco social de la cristiandad les hacía incapaces de un fructífero análisis, por lo que la adaptación explorativa fue el camino.
Si en el catolicismo y en el protestantismo más tradicional, la primaria reacción fue una defensa a ultranza de los valores conquistados, la instintiva elección de las familias evangélicas fue renovarse o morir, en una adaptación más estética y coyuntural que de fondo y contenido sociológico. Esta urgencia, junto al reducto asociacionista en el que el evangelicalismo estaba instalado, condujo a un forzoso y encomiable intento de renovación del lenguaje, litúrgica interna y contactos y relaciones externos, sin embargo, de pensamiento débil y salvaguardia minoritaria. A pesar de simposios, conferencias y congresos celebrados por todo el mundo, gran parte de los planteamientos, frecuentemente teológicos, generalistas y poco sociológicos, dejaban el cristianismo en una cierta marginalidad social. Básicamente, los análisis se concentraban en diversos e interesantes aspectos de la acción misional, con valoraciones de implicación social amparadas en patrones aún anclados en mentalidades misioneras de tendencias colonizadoras. A modo de ejemplo, tanto en el Pacto de Lausana de 1974, como sobretodo en el Manifiesto de Manila de 1989 y en el Compromiso de Ciudad del Cabo del 2010, auspiciados por el Movimiento de Lausana, prácticamente no se aprecia ninguna referencia a la deriva occidental con la muerte de Dios, la postmodernidad y la postcristiandad.
En Occidente, el derrumbe de la cristiandad paulatinamente fue dejando en un vacío contextual la comunicación de la fe. El desapego y la falta de referencias de la sociedad respecto a lo religioso llevaría a nuevos escenarios donde la subjetividad sería el único marco de comprensión. La antigua influencia cultural de la cristiandad, tan llena de contenidos, informaciones, datos y referencias éticas y estéticas, en la postcristiandad no dispondrían del peso suficiente como para ser medio de comunicación. Si el código de transmisión no era el mismo, la comunicación estática y estética habría de concebir nuevas estrategias.
Si bien en el evangelicalismo surgió una adaptabilidad de urgencia a las necesidades sociales que llegaban a las congregaciones —por ejemplo, en España mediante centros de rehabilitación de drogodependientes, la mayoría por casos de extrema necesidad presencial—, en realidad la influencia metasocial de las comunidades quedó diluida por los vertiginosos cambios económicos, culturales y tecnocientíficos. No obstante, las liturgias y estrategias comunicacionales dieron un gran paso adelante: se adentraron en la búsqueda de expresiones más acorde a los tiempos, intentando una adecuación estética interna que, contradictoriamente, dejaría en el anonimato gran parte de sus propuestas externas.
Bastantes de las formas cúlticas actuales del evangelicalismo son producto de aquel pensamiento teológico y sociológico débil, producto de la escasa comprensión del auténtico alcance de los sucesos históricos. Influidos por la vertiginosa sociedad de la tecnología y de la información, que tanto desacralizaba lugares y modelos como comportamientos privados, las iglesias evangélicas se empujaron instintivamente hacia distintas adaptaciones litúrgicas con, hasta aquel momento, desconocidas estrategias de renovación. Fue la legítima urgencia de la adaptación. Y en medio de los vertiginosos cambios sociológicos, el pentecostalismo se postuló como el modelo teológico y sociológico a seguir.
Consecuencia paralela a la crisis ideológica occidental fueron los deseos de notoriedad de las congregaciones evangélicas que, pese a sus grandes y loables intentos de demostración social, realmente no encontraron un kerigma contextual que les acreditara. El histórico letargo interrogativo y crítico del cristianismo, cada vez se hizo más evidente en la dimensión y expresión interna y social de una espiritualidad hiperconsumista. El consumo interno de lo evangélico se cristalizó en una omnipresente monopolización de la industria del ocio espiritual, tanto en lo musical como en lo literario. A pesar de la positiva influencia que la industria cristiana ha podido aportar a un mayor y mejor discernimiento de la fe entre los creyentes, en la estructura religiosa de la postmodernidad y la postcristiandad la espiritualidad se ha convertido en una división del entretenimiento, un pasatiempo productivo de espiritualidad consumista. No en vano uno de los fines del capitalismo consumista es generar nuevas necesidades de consumo, que asimismo provoquen nuevas experiencias y dependencias.
* EL REENCANTAMIENTO ESPIRITUAL
No hay duda de que desde mediados del siglo XX el panorama religioso occidental ha ido cambiando progresiva y sustancialmente. La fatiga del cristianismo formal —la cristiandad—, tanto católico como protestante, ha contrastado con un creciente interés por la dimensión espiritual del hombre y la mujer, centrado en el ser humano, ahora eje autosuficiente de toda experiencia espiritual. Algunos autores han definido este nuevo proceso de espiritualidad global como el «reencantamiento del mundo».[2] La sociedad se ha descubierto como entidad secularizada respecto a las religiones tradicionales, aunque sin desembocar en mayorías areligiosas o irreligiosas, sino en un viraje individualizado hacia una espiritualidad autónoma y libre, con una relación con la religión particular y privada. En este contexto, el fenómeno emergente por excelencia son las nuevas y diversas formas individualizadas de vivir la espiritualidad.
Esta fórmula socioespiritual de la postmodernidad se ha evidenciado particularmente en algunas comunidades carismáticas, con nuevas experiencias religioso-espirituales de cristianismo del super-yo. La formas cúlticas de expresión religiosa centradas en las emociones y en la introspección colectiva evidencia el gran impacto del renacimiento postmoderno de la espiritualidad consumista. Se podría considerar una división del tipo de espiritualidad de la postmodernidad.
La socióloga Grave Davie explica el cambio de paradigma con un sugerente ejemplo paralelo. La disminución de la práctica religiosa en Occidente y el renovado interés en la espiritualidad lo relaciona de manera análoga con las menguantes cifras de asistencia a las salas de cine. Esta realidad objetiva, en cambio no indica obligatoriamente que la gente haya dejado de ver cine. Han aparecido nuevos formatos, como Internet, YouTube, deuvedés o cadenas monográficas de televisión que permiten visionar películas sin tener que ir obligatoriamente a una sala de proyección de gran aforo. Este ejemplo ilustra la realidad de una religiosidad atomizada, donde la experiencia de fe no necesariamente es un acto gregario. En el catolicismo, el ejemplo nos lleva a observar la gran multiplicidad de convicciones religiosas, extremadamente particularizadas y fragmentadas, aunque no esencialmente por la desmembración de la institución romana sino por una unilateral decisión de los fieles, que han buscado una personalidad espiritual que les satisfaga a medida sin abandonar estética y conceptualmente la afiliación tradicional.
El evangelicalismo, acostumbrado a reproducirse por denominaciones, en los últimos decenios ha reproducido su innato denominacionalismo en múltiples nuevas iglesias locales que dan salida a las diferentes y múltiples individualizaciones de la fe cristiana. El gran número de familias evangélicas, iglesias, congregaciones y pequeños núcleos de entidades paraeclesiales son una muestra del impacto del tipo cristiano de espiritualidad reencantada que enfrentamos en la postcristiandad.
Resultaría complicado definir la diversidad de las nuevas variedades de espiritualidad evangélica, tal vez porque son consecuencia directa de la complejidad del mundo. El zapping, el calidoscopio, el turismo de placer, los smartphone o los parques temáticos sobre cualquier cuestión son metáforas que describen un contexto cultural en plena diversidad que adopta una multiplicidad de formas según la demanda social o, simplemente, según el capricho aleatorio de los mecanismos de producción y difusión de modelos estéticos y organizativos. Es por ello que la diversidad de las manifestaciones espirituales son, en realidad, las propias de nuestra época, concordando con un sistema socioeconómico que se fundamenta en la diversificación de la oferta y en la flexibilización productiva. En las cristiandades evolucionadas, las de corte evangélico, la diversificación de la oferta se ha convertido en un modelo de espiritualidad al gusto y al punto, donde en muchos casos el creyente busca la complacencia de una fe satisfecha y colmada de arrobamiento que le proteja del mundo. Es la búsqueda de un nuevo tipo de cristiandad interior y de liturgias domésticas.
* LA DISPUTA POR LA VISIBILIZACIÓN
Ante una sociedad en constante ebullición, con la globalización de la postmodernidad y sin el abrigo de la cristiandad, el reto de gran parte del cristianismo ha sido la redefinición kerigmática como escudo de identidad social y espiritual, con readaptación teológica. La multiplicidad de espiritualidades ha obligado a reajustar los contornos de la propia creencia. Sin embargo, esta tarea de definición o redefinición ha traído consigo una gran disputa en la identidad evangélica. Las nuevas innovaciones o contradicciones morales, éticas, antropológicas y teológicas ponen en cuestión las antiguas miradas, más dogmáticas e irrefutables por su simple razón de ser y existir. La lucha por la redefinición teológica y kerigmática ha sido una de las mayores lidias del cristianismo contemporáneo. Ejemplo actual de ello es la discusión respecto a la normalización de la homosexualidad o los inacabables debates teológicos entre liberales y fundamentalistas. El deseo de visibilización social también requiere de una redefinición respecto a las nuevas preguntas de la postmodernidad y sus obligados replanteamientos teológicos.
Otros elementos de la postcristiandad han permeabilizado profundamente el latir sociológico de las congregaciones cristianas. Por causa de su innata disgregación eclesial y denominacional, exigente con la notoriedad, muchas comunidades han incorporado en sus entrañas los lenguajes de la postmodernidad, asumiendo las tecnologías de la comunicación e información como entes supremos de relación y adoración en los encuentros dominicales. La influencia de la tecnología ha proporcionado una gran habituación y dependencia, al tiempo que ha tecnificado la espiritualidad hasta el punto de convertirla en una expresión absolutamente mediatizada. Las iglesias protestantes son la avanzadilla del cristianismo en dependencia de la tecnificación para su adoración y alabanza cristiana. Prácticamente una subordinación.
Asimismo, el hiperconsumismo ha transformado la antigua y aquietada placidez religiosa de los templos en eventos ansiosos de experiencias sublimadas y ensalzadas que, por un lado pretenden despojarse del acecho de la postmodernidad actuando con sus mismas armas y, por otro, autoafirmarse siendo parte de su misma sociedad. Pese a una supuesta contradicción de ambas (tecnificación e hiperconsumismo) con el tradicional trasfondo del cristianismo, lo cierto es que para muchos parecen ser muy necesarias dentro de la compleja batalla del relato que presenta la postmodernidad, la postcristiandad y la globalización. Este aspecto merecería un más minucioso estudio.
La verdad es que resultaría complejo definir la amplia diversidad de prácticas y formas religiosas del cristianismo evangélico, seguramente porque son consecuencia directa de la complejidad y diversificación de nuestro mundo. Si el cristianismo es Cristo y su expresión social es la iglesia, en la actualidad la gran diversificación de propuestas y respuestas eclesiales evangélicas podría ensayarse como unilateralidades de supervivencia religiosa. La tendencia común es un individualismo colectivo que, para mantener a salvo su pervivencia, se escuda en su propia verdad interpretativa y celebrativa, construyendo su particular reino en medio de la fuerte secularización.
No obstante, ante un mundo tan globalizado y fragmentado, la multiplicidad de congregaciones, grupos y grupúsculos no deberían ser en sí mismos defectuosos comunicativamente, puesto que, en teoría, su diversificación geográfica podría alcanzar a más conciudadanos con ubicación en barrios y ciudades. Sin embargo y a pesar de convencidos argumentos evangélicos que relacionan estrechamente impacto testimonial con local abierto, este tipo de análisis no deja de ser una pura trampa conceptual e intelectual.
Por lo general y en la mayoría de lugares, las capillas son espacios reservados a liturgias internas, con cultos dominicales o entresemanales, con poca incidencia en el tejido social, asociativo o cultural del barrio, pueblo o ciudad. Y a pesar de muchos de los intentos de organizaciones evangelísticas en cuantificar detalladamente cuáles son los pueblos y ciudades que tienen testimonio cristiano, la realidad sociológica no concuerda con los datos estadísticos que se presentan. La simple contabilización de capillas, centros de culto y fieles, en lo sociológico no necesariamente indica impacto ni permeabilización de la sociedad residente. Su anonimato social así lo acredita. Solo son números: simples y frías estadísticas de consumo interno con pretensiones de extrapolación, que deberían ser analizadas junto a otras múltiples variables como, por ejemplo, la ascendencia en las relaciones institucionales, la inmersión en el tejido sociocultural, la participación en actividades ciudadanas, la cooperación en la solidaridad urbana, la micro y macropermeabilización testimonial, etc. Es por ello que, de entrada, el cristianismo evangélico no hace una correcta lectura de las propias estadísticas, porque simplemente las expone sacando conclusiones únicamente desde la simple presentación numérica. Evidentemente, los análisis resultantes serán exclusivamente disfraces interesados de la realidad, y su numeral crecimiento una simple contabilización, sociológicamente irrelevante.
La multiplicidad religiosa y la diversidad de manifestaciones del cristianismo evangélico concuerda con un sistema socioeconómico que se fundamenta en la diversificación de la oferta y la demanda, y en la flexibilización productiva. Este tipo de pluralidad eclesial ha generado mundos religiosos paralelos, donde cada uno gestiona su propia economía espiritual como un distintivo poder social. Así se observa cómo veteranas congregaciones apuestan por notificar su deseo de relevancia religiosa con la construcción de templos multiusos, más adaptados a la contemporaneidad y de mayor visibilidad orográfica. Y aunque esos mismos cristianos defiendan con gran pasión su deseo de alcanzar a sus conciudadanos con sus nuevos y tecnificados templos, en realidad esconden la gran necesidad que tienen de encontrar su lugar y espacio religioso-social en medio de la psotcristiandad y de un mundo conceptualmente adverso.
La unificación de grupos también aparece en el imaginario como una socializadora fórmula de visibilización. Por ejemplo, en España empieza a ser habitual que dos o tres iglesias de una misma población o distrito fusionen sus congregaciones en una sola comunidad, en un solo edificio, más preparado, más moderno, más funcional. Esta opción les parece muy interesante, más operativa y relevante para su relación conciudadana. Pero dejando aparte los encomiables propósitos espirituales, la unificación de dos o tres particularidades religiosas al final fácilmente se puede convertir en un interés de bien particular, de mejor producción para consumo interno. Este prototipo se ha reproducido por todo el país. Varias iglesias unidas han aparecido como una contemporánea fórmula de respuesta e implicación social, más compactada y resistente. El miedo a la residualización que la vertiginosa y secularizada sociedad impone, ha obligado a poner coto a las pequeñas particularidades creando otras mayores, con una aparente mejor capacidad de incidencia social. Sin embargo, a menudo esas uniones han desembocado en simétricos calcos religiosos de las anteriores comunidades. Las tendencias se repiten y, por inercias simpáticas, vuelven a generarse las mismas dependencias psicológicas al lugar de reunión, con las mismas rutinas, aunque algo remozadas, ubicando y centralizando toda la vida eclesial en mejores y más espaciosos templos. Seamos realistas, la unificación no siempre anuncia una victoria estratégica, también puede estar constatando una derrota sociológica.
Como apunté anteriormente, una de las derivaciones sociológicas de nuestras cambiantes sociedades es el culto a la individualidad, a pesar de agruparse o reunirse para fines comunes. En el cristianismo, y especialmente en el evangelicalismo, las confluencias de intereses en grupos afines muchas veces adquiere formas litúrgicas de individualización social, donde la experiencia religiosa es una expresión totalmente personalizada de fundamentalismo subjetivo. Es un axioma: antropológicamente, cuanto más concentrada sea la liturgia, más tendencias fundamentalistas gozará; de todo tipo y carácter. En medio de un acosador mundo cambiante de interregnos, la religiosidad y la nueva cristiandad de uso local y congregacional, para ser efectiva y generadora de conciencia y convicción espiritual, se ve obligada a ser experimentada de manera muy celebrada y particularizada. El resultado de todo ello es un potente fundamentalismo subjetivo, que al mismo tiempo que necesita del grupo religioso para autoafirmarse, se aísla y legitima en su propia particularidad y percepción espiritual. El acento puesto en la experiencia personal dentro del paraguas de la comunidad, a menudo se asocia a la satisfacción físicoespiritual; es decir, del espíritu, pero entendido éste como habitáculo de un cuerpo sensorial que disfruta y se complace de y en la experiencia física de lo religioso. Consecuentemente, la gratificación individualista y fundamentalista convertirá la fe en una experiencia necesariamente sensorial mediante experiencias muy cenestésicas. El emotivo deseo de bienestar espiritual dentro de una sociedad absorbida por el consumismo dará lugar a una espiritualidad más ocupada en la gratificación personalizada e instantánea que en la búsqueda de una fe responsablemente implicada con la sociedad que le representa.
Para concluir. Una de las máximas de la sociología relacional es el teorema que resumido dice: la existencia social de algo o alguien queda demostrada por la directa agresión del otro. Este apunte expresa diáfanamente la actual invisibilidad del cristianismo occidental. Pese a su gesticulación social, activismo solidario, público conocimiento e incluso notorio arraigo, en realidad pasa desapercibido y permanece ausente para la sociedad puesto que no significa ni una provocación ni una amenaza. Ni tampoco su sola existencia pone en cuestión los modelos éticos y morales de la propia sociedad, a todos los niveles y en todas las circunstancias. No es considerada porque no molesta, no contraviene, no provoca. O no lo hace suficientemente. Esta es la realidad sociológica del cristianismo occidental de la postcristiandad, de gran contraste con la radicalidad social de la iglesia primitiva.
© 2017 Josep Marc Laporta
[1] El
pensamiento débil (pensiero
debole) es un concepto acuñado por Gianni Vattimo confluyente con el
movimiento intelectual más genérico de la postmodernidad, muy influyente en las
décadas de 1980 y 1990.
No se si estar de acuerdo con usted. Es como que me cambiara la placa base del pensamiento y no se si aceptar la nueva placa. En un simil informáctico opino que necesito un reset para suponer que lo que dice es verdad o no. No se si el planteamiento se ajusta a la realidad, pero el último parágrafo me ha dejado tocado. Entonces tengo que revisar todo lo anterior por si no me he perdido algo. Ya me entiende....
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