Cuando en el siglo XIX David
Livingstone se adentró en el África meridional, no solo hizo de explorador
intrépido —hasta el punto que Stanley lo descubrió después de años
perdido en el continente negro—, sino que puso las bases de
la misionología moderna. Una misionología teñida de color aventurero, que en el
caso de Livingstone le llevó al centro del alma africana, descubriendo para los
europeos el lago Ngami en 1849 o las cascadas del Zambeze en 1856, a las que los
Makololo llamaban humo que truena y que Livingstone dio el nombre de cataratas
Victoria, en honor a la reina británica.
El modelo aventurero ha formado parte de la misionología y
solidaridad occidental, hasta el punto de que hay quienes desean cooperar en
África como una aventura personal a descubrir y disfrutar, pese a que las
tareas sobre el terreno sean poco parecidas a una expedición aventurera. La
verdad histórica es que Livingstone llegó a Ciudad del Cabo como misionero y se
adentró en el continente para abrir vías de evangelización en territorios antes
no conocidos. Pero al introducirse en los majestuosos parajes africanos,
abandonó la misión a la había pertenecido hasta entonces y se dedicó a la
exploración.
Llegar al corazón de África y vivirla, repentinamente
produce un efecto paralizador en la psicología del occidental. De entrada, el
choque cultural y geográfico con un ancestral mundo tan lleno de olores,
colores y contenidos tribales suspende por largo tiempo la capacidad de un ponderado
análisis de la situación y su relación con la propia misión. Si bien, y a pesar
de las buenas intenciones cooperantes, el inicial impulso europeo al planear el
viaje está preñado de aventura —al modo Livingstone—, la
realidad se impone sin pestañear cuando llega la segunda oleada psicológica en
formas filantrópicas de piedad y conmiseración. Consecuentemente aparece una
imperiosa necesidad paternalista de ampararlos, protegerlos y apadrinarlos, que
viene a ser lo mismo que ‘someterlos a nuestra graciosa y benefactora cultura’;
que es lo mismo que pensar que solo nosotros los podremos liberar de tanta
injusticia cósmica, olvidando que sus ancestrales culturas tienen más siglos de
vida y conocimiento que nuestras bondades sapienciales.
Ante tal choque psicológico, seguidamente el perfil del
cooperante es moldeado y estructurado bajo el imperialista patrón geocentrista:
el país de origen es el centro de toda verdad universal, y el receptor es el
necesitado de todo lo que posee el dador. La disociación es abrumadora. El
superhéroe occidental llega al mundo subdesarrollado para impartir sus
conocimientos y supremas verdades sin apenas contar con las de los pobres
negritos, aparentemente incultos, iletrados e ignorantes. Esta visión geocentrista
del mundo incorpora una sentencia trascendente: hay países que ayudan y son
buenos, frente a los que reciben y no son tan buenos. O hay personas que ayudan
y son buenas, frente a las que reciben y no son tan virtuosas y esforzadas.
Este matiz sociológico añade otra percepción de carácter psicológico:
el africano es pobre porque no se esfuerza y no tiene capacidad para comprender
las altas concepciones del trabajo y del progreso. Consiguientemente, el
cooperante sigue pensando como geocentrista y decide que África necesita más
voluntarios, más ayuda humana para que aprendan cómo se trabaja, cómo se
progresa y cómo se puede salir de la pobreza. Y al final, ante tantos retos de
dimensiones inalcanzables y con las oportunidades de cambiar prácticamente nulas,
vuelven a su país de origen para pedir dinero, más dinero. Ven las necesidades
de los demás desde la óptica capitalista. Y aunque la realidad es que el apoyo
económico occidental es vital y trascendental para financiar proyectos y
programas, ahí empieza el círculo vicioso de las mentiras solidarias: pedir
solo dinero porque no se ha comprendido que quienes se han de ayudar son los
propios africanos, con sus recursos —que
son muchos—, con sus capacidades —que
son muchas— y con sus conocimientos de la realidad —que
son inmensos—.
La experiencia nos ha permitido entender que contar con
personas locales para desarrollar sus sociedades es infinitamente más congruente
y operativo que enviar un voluntario de nuestro país de origen. Es en esta
línea que UNICEF tiene en el planeta (prácticamente está en todos
los países) aproximadamente unos 2.000 voluntarios, entre fijos y eventuales,
todos especializados, que realizamos tareas profesionales y específicas que,
por su dimensión estratégica, proyecto y preparación, puntualmente no pueden
realizar los oriundos. El ratio es muy bajo. Todo el resto del voluntariado es
reclutado entre los nativos, aportando implicación, conocimiento del terreno y múltiples
habilidades. Este modelo de cooperación contrasta con el geocentrismo
solidario, cuya ambición cooperante es convertirse en el centro de todo y en la
panacea de la virtud, centralizando todos los recursos en los dadores y despojando
de privilegios a los nativos, como puestos de trabajo o participación e
implicación en los proyectos.
Más allá de los buenos números de UNICEF respecto al
voluntariado de nativos, otras ONG internacionales para el Desarrollo ya superan
el 61% del personal originario de los lugares en los que se opera. Pero esta
perspectiva no es compartida por muchas de las misiones cristianas, en las que
el personal nativo baja a la media de tan solo el 48%. A pesar de que poco a
poco va aumentando, la distancia aún es insalvable.
Todas estas reflexiones y datos nos presentan un escenario
solidario aún en construcción, en constante búsqueda de la rentabilización de
recursos y la implicación de los nativos en todos los niveles de la cooperación.
El proceso de renuncia del geocentrismo es largo y costoso. Requiere el
abandono de la autosuficiencia moral occidental, del síndrome del explorador
aventurero, del paternalismo impertinente, de la autosuficiencia y de la tradicional
desconfianza hacia el nativo.
A pesar de todo hemos avanzado en este tema. Recuerdo que cuando fui por primera vez al Sudán el grupo que fuimos llegamos cargados de artilugios del primer mundo para enseñarles que cosas tan buenas se podían hacer. JAJAJA, pero nos miraban como que estábamos locos. A ellos no les interesaban nuestros juguetes, los miraban con curiosidad pero no sé si lo hacían por la cara que poníamos. Para ellos todos nuestros juguetes les importa un bledo, pero eso sí han llegado los celulares y van locos detrás de uno. Se han dado cuenta de que pueden hablar con los familiares emigrados y creo que los quieren para eso. Somos como niños.
Metió el dedo en la llaga hasta el fondo, porque la sicología del cooperante no deja de ser autosatisfactoria y prepotente. Y vamos como vamos, nosotros con el taparabos tapando las vergüenzas de los nativos con las nuestras. Los africanos estan muy bien preparados para asumir muchas responsabilidades y lo que sucede es lo que sucedió:: colonialismo reciclado. Perdonen, pero necesitamos menos ilustradores y más ilustrados.
A pesar de todo hemos avanzado en este tema. Recuerdo que cuando fui por primera vez al Sudán el grupo que fuimos llegamos cargados de artilugios del primer mundo para enseñarles que cosas tan buenas se podían hacer. JAJAJA, pero nos miraban como que estábamos locos. A ellos no les interesaban nuestros juguetes, los miraban con curiosidad pero no sé si lo hacían por la cara que poníamos. Para ellos todos nuestros juguetes les importa un bledo, pero eso sí han llegado los celulares y van locos detrás de uno. Se han dado cuenta de que pueden hablar con los familiares emigrados y creo que los quieren para eso. Somos como niños.
ResponderEliminarMetió el dedo en la llaga hasta el fondo, porque la sicología del cooperante no deja de ser autosatisfactoria y prepotente. Y vamos como vamos, nosotros con el taparabos tapando las vergüenzas de los nativos con las nuestras. Los africanos estan muy bien preparados para asumir muchas responsabilidades y lo que sucede es lo que sucedió:: colonialismo reciclado. Perdonen, pero necesitamos menos ilustradores y más ilustrados.
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