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· Razones para una democracia

© 2017 Josep Marc Laporta

 

Que aparezca una democracia de la noche a la mañana no es nada casual. Que subsista, tampoco. Las democracias son formas de organización de estado en las que, precisamente y como su etimología apunta, el gobierno pertenece a la libre decisión y elección participativa del pueblo (demos: ‘pueblo’ y kratós: ‘poder’ o ‘gobierno’). Por tanto, la razón básica para que exista una democracia es el tejido social: el pueblo, al cual se le da o se otorga a sí mismo la responsabilidad y el derecho de elegir a sus representantes. Consecuentemente, es en el pueblo y sus circunstancias sociales y económicas donde radica la viva realidad de una democracia, su irrupción y subsistencia.


La teoría del pueblo, como base esencial e indispensable para el surgimiento de una democracia, obliga a poner el foco en la sociología humana, en los equilibrios socioeconómicos y en los procesos de cómo un colectivo puede llegar a ser una democracia mínimamente fiable. Para que en un país emerja una democracia han de pasar muchas cosas. Pero una de ellas, la primera, es que no puede existir una gran desigualdad económica en su población: la diferencia entre ricos y pobres no puede ser extrema o descomunal. Y una segunda. Que la riqueza que tienen los ricos ha de ser una riqueza móvil; es decir, que no sean tierras, propiedades o latifundismos.[1] Si se producen estas dos desigualdades grandes desequilibrios económicos y una riqueza inmóvil de los poderosos es más que probable que las élites del país no estén dispuestas a ceder democracia a las clases populares, porque tienen miedo a que les roben con el fin de propiciar paridades económicas. Con que no pueden huir del país, porque su riqueza es inmóvil y se deben a ella económicamente, para defenderse generan mecanismos de control oligárquico que, por un lado, controlarán socioeconómicamente al pueblo y, por otro, impedirá cualquier atisbo de liberación democrática de éste.[2]

El hecho de que los ricos latifundistas no puedan llevarse su propia riqueza inmóvil fuera del país es fundamental para entender cómo nuevas y potenciales democracias se ven absolutamente frenadas en su intento de brotar, crecer o estabilizarse. Ahora bien, si la clase pudiente de un estado ha acumulado riqueza móvil que puede ser consumida internamente o transportada de alguna manera, legal o ilegal, a otro Estado refugio, es mucho más probable que todo ello permita escenarios de accesos democráticos. Esta eventualidad, junto a una mejor redistribución de la riqueza en la base popular, un aumento de la renta per cápita, mejor acceso a la educación o mayor capacidad de asociacionismo es lo que prepara, facilita o impulsa aunque no lo determine definitivamente que una sociedad pueda alcanzar su propia democracia. 


Esta razón sociológica revela lo que sucedió en España en el siglo XIX, cuando hubo un intento de traer la democracia y que acabó en un rotundo fracaso, pues las grandes desigualdades sociales, económicas y la riqueza inmóvil de las élites, acaparadas por los terratenientes, fueron un muro de contención imposible de derruir.[3] Y también explica la Guerra Civil de 1936-1939, cuando existía una gran desigualdad económica y un gran poder fáctico que dependía de la riqueza inmóvil y que, por consiguiente, veían en la República una seria amenaza para sus privilegios privados. Explica también porqué la migración del sur de España Andalucía, Murcia o Extremadurahacia el norte principalmente a Cataluña hace posible la democracia española. Porque un gran número de ciudadanos que estaban en el pozo más profundo de la escala salarial y económica, al trasladarse a los centros económicos industriales, suben en el ascensor social, proporcionando un cierto reequilibrio socioeconómico en el estado. Y asimismo explica cómo en estos momentos, en pleno siglo XXI, la violencia y la catástrofe social no parece muy viable, porque no existe aquella extrema desigualdad, porque la riqueza está bastante mejor repartida y porque no existe un elitismo social manifiesto o latifundismo tradicional que acapare exclusivamente bienes inmóviles para su subsistencia.


Sin embargo, las razones para que una democracia se postule de calidad o madura, crezca cohesionada y se presente fiable, en gran parte también gravita sobre los mismos elementos sociológicos ya apuntados. Primeramente, porque el equilibrio socioeconómico puede verse afectado y sus ciudadanos sientan que la democracia que debiera repartir la riqueza no les representa, como en principio supondrían, puesto que sus condiciones económicas han empeorado, generando nuevos desequilibrios sociales. Y, segundo, porque aquellos antiguos terratenientes han seguido manteniendo sus privilegios mediante la mutación de sus riquezas inmóviles a otro tipo de latifundismos inmóviles transferidos, adaptados a los esquemas democráticos.

Esto es lo que ha sucedido en España en los recientes cuarenta años de democracia. Las élites que provenían del sistema franquista, representadas y personificadas ahora en algunos partidos políticos subrogados, han sobrevivido muy cómodamente controlando sus intereses de corte latifundista, en la mayoría de los casos acaparando el sector de la construcción y de las infraestructuras para crear, proteger, mantener o aumentar su propia riqueza móvil e inmóvil, y, en otros, controlando los centros de poder para dar cobertura política y legal a sus intereses de clase. En todo ello ha participado el pueblo, que vio cómo la clase media-baja pudo acomodarse o estabilizarse, gracias a su pequeñísima e insignificante participación en el pastel del repartimiento económico e inmobiliario. Una buena parte proporcional de esas clases pudieron adquirir algunos bienes de pequeño consumo que para ellos significaron una gran complacencia social y psicológica, mientras que las élites mantenían férreamente el control de sus grandes intereses económicos y sociales. Como resultado alegórico y práctico de estas variables sociológicas, desde aquellos ancestrales poderes latifundistas, ahora reorganizados, se concibieron vías de tren de alta velocidad hacia alguna parte justificada, sin embargo atravesando extensas zonas despobladas aún acaparadas por sus terratenientes, diseñando nuevas oportunidades de riquezas inmobiliarias y artificiosas. También se construyeron nuevos aeropuertos y grandes iconos arquitectónicos y mediáticos a fin de establecer simbólicos y estratégicos centros de poder para sus intereses políticos y económicos. Asimismo controlaron las grandes constructoras e ingenierías nacionales. Y respecto a los equilibrios socioterritoriales, desde esos poderes fácticos se priorizaron infraestructuras de todo tipo, muchas veces superfluas e innecesarias, en contra de las básicas e ineludibles necesidades de las regiones de gran densidad poblacional, comercial e industrial.

Las prioridades políticas de los sucesores de aquellos terratenientes una vez más descansaron y se apuntalaron en el territorio y el factor tierra, infravalorando las prioridades de sus ciudadanos. El latifundismo continuó dependiendo y protegiendo haciendas y posesiones, ahora bien disimuladas mediante una sostenida construcción inmobiliaria y la nueva vertebración infraestructural del estado.


Estas consideraciones sociológicas ponen en evidencia cómo una democracia estable, madura y de calidad tiene una estrecha relación con una equilibrada condición socioeconómica, propiciadora de cohesión social.[4] No solo las democracias más rudimentarias, sino las de calidad, prosperan y se consolidan allá donde se da una distribución de lo privativo más justo con el crecimiento económico sostenido, no abusivo con las minorías. Todo ello en combinación con impulsos tecnológicos y estructurales que favorezcan la aparición de clases medias educadas, no solo en lo intelectual sino en sus responsabilidades sociales y políticas.[5]

En cambio, una vez que la democracia se instala en un país, si su economía y función distributiva no prospera o desarrolla, al final puede acabar convertida en una oligarquía pseudodemocrática. Y también, como una sucesión simétrica, si en una democracia ya establecida y asentada se siguen manteniendo estructuras socioeconómicas y políticas de latifundismo encubierto, su deplorable cualidad democrática será, de facto, una metástasis que progresivamente afectará a todos los servidores administrativos y políticos del país. Consecuentemente, en poco tiempo el estado se verá empujado a la refundación. Esta ha sido la realidad de muchos países africanos que en su momento inauguraron flamantes democracias, pero que por sus desequilibrios socioeconómicos internos no pasaron la prueba de la legitimidad sociopolítica, retornando repetidamente a encubiertas dictaduras y a nuevos intentos democráticos. Y también, aunque en otra dimensión, ésta es la realidad de España, permanentemente ensombrecida por la deficiente cualidad democrática de sus poderes públicos. La refundación política y territorial sería, sin duda, el camino menos doloroso.

 

© 2017 Josep Marc Laporta



     [1] Clásicos como John Stuart Mill o Alexis de Tocqueville vieron en la desigualdad una amenaza. Si los pobres podían votar, quizás su primera decisión fuese expropiar a los ricos. Por ello pronosticaban que el derecho de propiedad no podría sobrevivir a las demandas de la mayoría.
     [2] Una de las conclusiones más relevantes sobre el tema es un estudio de Carles Boix y Susan Stokes, que más tarde desarrollaría Carles Boix en solitario en su libro Democracy and Redistribution (Cambridge University Press, 2003).
    [3] Estas desigualdades, monopolizadas por los terratenientes, estaban ampliamente muy localizadas en las Castillas, Extremadura y Andalucía; mientras que en zonas del noreste, como Cataluña o Valencia, imperaba un repartimiento más equitativo de las tierras, propiedades y acceso al empleo paritorio.
     [4] Ciertamente las democracias estables están en conexión con el desarrollo económico. Sólo si existe un grado de desarrollo económico básico puede implantarse/generarse una democracia estable. Pero la realidad también dice que los Estados donde más se ha aumentado la renta per cápita y el desarrollo económico no han variado sus sistemas políticos, con claras referencias a los Estados petrolíferos. Los Estados con amplios recursos naturales o agrarios obligan a que los conflictos sociales extremos sean neutralizados, lo que imposibilita la democracia. Desde 1950, el 80% de Estados no exportadores de petróleo con una renta per cápita elevada han sido y son democracias. En los Estados petrolíferos, generalmente son los sistemas autoritarios los que prevalecen. Al depender su poder económico de este recurso natural su opción se decanta por la supresión de demandas de libertad y democracia.
     [5] Fernando Limongi y Adam Przeworski analizaron 135 países entre 1950 y 1990 y observaron que no solo es el desarrollo económico lo que produce el surgimiento de democracias. De hecho, existen numerosos casos de dictaduras ricas. Para estos autores, la aparición de sistemas políticos que permiten la participación de la ciudadanía es una cuestión exógena que depende de factores tan diversos como la muerte del dictador (Francisco Franco), la convocatoria de un referéndum (Augusto Pinochet) o revueltas ciudadanas (la 'primavera árabe').

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