© 2017
Josep Marc Laporta
La irrupción en la política de Donald Trump, ahora ya
vigente presidente de los Estados Unidos de América, ha causado un gran revuelo
en todo el mundo. Sus formas, actitudes y especialmente su pensamiento social
han hecho correr ríos de bips y tinta en todos los periódicos, televisiones y
medios de comunicación en red del planeta. Teniendo en cuenta que desde Europa,
Sudamérica y Asia la observación de cualquier fenómeno norteamericano se depura
con toda una serie de estimaciones y consideraciones muy prefijadas y
preestablecidas, es necesario subrayar que la aparición de Trump no es un
asunto ajeno a influencias e interconexiones planetarias. Por descontado que su
salto a la política es producto directo de distintos procesos sociológicos de la propia
sociedad norteamericana. Sin embargo y como desarrollaré más adelante, también tiene
una importante derivación que proviene de distintos influjos sociales de la
globalización.
En la mayoría de nuestros oídos europeos el discurso de investidura
del pasado 20 de enero del 2017 suena
bastante duro por las directas referencias a la estricta y radical defensa de
los intereses nacionales estadounidenses y su proteccionismo social. Pero en
realidad esto no es nuevo. Los Estados Unidos siempre han defendido sus
posiciones e intereses, tanto dentro o fuera del país, como cuando sus
ejércitos han protegido su economía y productividad bajo el pretexto del orden
mundial o la salvaguardia de la democracia. Nada nuevo aporta Donald Trump que
no hayan proclamado anteriores presidentes. La gran diferencia estriba en el
estilo chocarrero y tosco, en la forma de hablar insolente y petulante, y en la
verbalización de sus xenófobos principios, posiciones sociales y políticas
expresadas con el crudo lenguaje del hombre de negocios y empresario
multimillonario.
El distintivo y trascendente valor que subyace en el
pensamiento y discurso de Trump quedó reflejado y concretado en una breve y
substancial frase pronunciada en la ceremonia de investidura: «os sacaré de las prestaciones sociales
y os pondré a trabajar». Que un político hable de trabajo y empleo
para sus conciudadanos no es nada nuevo, todos los hacen, y en mayor o menor
medida es un léxico recurrente en la propaganda política. Lo que realmente
resulta novedoso, y es parte de su base sociológica, es que contraponga las
prestaciones sociales –es decir, el estado del bienestar– con el trabajo y sus
consecuentes imperativos laborales. Por lo tanto, una primera apreciación en Donald Trump es el cambio sociológico respecto a la devaluación de los
derechos humanos y las conquistas sociales –que
también se da en otros políticos mundiales de corte populista y xenófobo. Es
decir, poner el estado del bienestar en un espacio distinto e incluso
antitético a la realidad del trabajo, éste último como un derecho por encima de la dignidad
humana.
Un segundo apunte sociológico de su discurso es la depreciación,
e incluso degradación, del estatus de ciudadano a trabajador. En el pensamiento social de
Donald Trump, sirviéndose de las circunstancias, el ciudadano es una mano de obra al que
hay que darle empleo y exigirle responsabilidades y que, desde su estricta y avasalladora
perspectiva empresarial, lógicamente puede ser ascendido, controlado, despedido,
excluido o desahuciado de sus derechos adquiridos. Esta mentalidad empresarial
de la política se trasluce y sintetiza en su afán de fiscalizar la inmigración,
construir un muro en la frontera con México o en retornar las empresas
estadounidenses instaladas fuera del territorio nacional. No obstante, la
coincidencia con los intereses del elector es alta. Las propuestas del
presidente electo coinciden muy ajustadamente con la percepción del
estadounidense medio, que ve cómo su economía y oportunidades de trabajo se han
visto devaluadas repetidamente; todo ello fusionado con una variada miscelánea
de posiciones conservadoras, antiabortistas, religiosas o ultra-republicanas.
Sin embargo, esas resistentes posiciones conservadoras no
surgen fortuitamente o de manera improvisada si no fuera porque las economías
domésticas de la población han sufrido grandes daños, porque la capacidad de
consumo del ciudadano medio ha disminuido exponencialmente o porque las grandes
fábricas de Detroit u otros lugares del país son ahora grandes cementerios con
edificios y solares habitados por hiedras. La realidad económica, especialmente
cuando paulatinamente se va degradando en constantes pérdidas, transfiere al
ciudadano una posición o expresión social y política más reservada y protectora
de lo propio, a todos los niveles: político, religioso y social. Expresado en
otros términos, sociológicamente una economía que se devalúa progresiva e
imparablemente, arrastra el pensamiento social a unas posiciones mucho más
conservadoras, proteccionistas e intransigentes. Este es uno de los grandes contextos
sociales que han dado lugar al ascenso político de Donald Trump.
Los datos económicos del país son bastante crudos, revelando duras realidades.
Desde que Barak Obama asumió la presidencia, Estados Unidos ha pasado de una
deuda pública del 73’4% del PIB al actual 106’34%. Observado
de manera más dilatada en el tiempo, en 1975 el
país tenía un 33% de deuda pública, llegando a la actual y descomunal cifra
del 106’34%. El dictamen numérico es determinante para
empezar a comprender qué es lo que ha sucedido en el trasfondo del país. El
desmembramiento de la industria norteamericana –ahora más deslocalizada o
mecanizada– ha desvelado la realidad de una sociedad media blanca que tenía un
futuro más o menos asegurado generacionalmente y que ha visto cómo su entorno
se ha degradado –tanto física como moralmente–, cómo muchos han caído en
drogadicciones y de qué manera la decadencia no es solo una cuestión que afecta
a la población negra o latina sino también a los blancos, y que no solamente es
una cuestión laboral sino también de percepción psicosocial.
Un estudio aparecido el pasado verano revela que desde el
año 2009 hasta la actualidad la esperanza de vida de los blancos de
mediana edad sin estudios universitarios había caído un 22%. La
principal causa que explica este descenso de esperanza de vida son las
enfermedades relacionadas con el abuso de drogas, el abuso del alcohol y los
suicidios. Estos tres grupos muestran cómo hay un grueso de personas en zonas
muy degradadas del país que han entrado en una espiral decadente y
autodestructiva que tiene ver con una pérdida de la dignidad propia. Por tanto,
gran parte del discurso de Donald Trump que le ha llevado a la presidencia tiene
que ver con la pérdida de dignidad y es una explicación que él describe con frases
alusivas como «os
han arrancado la dignidad, os han hecho dependientes de un sistema de
prestaciones sociales que os humillan, que os obliga a asumir un sistema de
valores que no es el vuestro, como si fuera universal, y que a cambio lo que os
ofrecen es un sistema de protección social que se convierte en un callejón sin
salida en el que estáis cada vez más atrapados, en un mundo de subsidios sin
trabajo». Y Donald Trump, en su campaña y discurso de investidura
les dice y reta: «os
sacaré de las prestaciones sociales y os pondré a trabajar», «os sacaré del
pozo social donde os han metido y os pondré a trabajar».
A pesar de las recurrentes alusiones a la dignidad, el fondo de este pensamiento declara una posición ética y moral respecto
a los derechos sociales muy transferidos o diluidos en el derecho al
trabajo como bien supremo del ser humano. Sociológicamente, este paso de Trump
pone en entredicho los grandes avances y derechos sociales logrados en las
sociedades capitalistas, lo que nos llevaría a pensar cuál será realmente el
trasfondo político-social que se vislumbra ante el nuevo escenario económico
mundial. Pero para acabar de entender bien las razones sociológicas de la irrupción y meollo impulsor de Trump y de los procesos sociales de las masas trabajadoras y sus desenvolvimientos económicos,
debemos hacer un pequeño viaje a la historia del capitalismo.
Cuando en 1760 empezó la revolución
industrial, se introdujo en algunos países un sistema económico que después se
conocería como economía de mercado o capitalismo. A raíz del boom industrial y
la activación económica independiente de los estados, países como Inglaterra u
Holanda empezaron a crecer y a desarrollarse. Consecuentemente y a discreción
de las oportunidades comunes, algunos de sus ciudadanos se hicieron
inmensamente ricos, por lo que las desigualdades dentro de esos países
aumentaron, pero también subieron salarios y compensaciones. Ello produjo otra
variabilidad: las desigualdades entre países también aumentaron a medida que
Holanda e Inglaterra eran cada vez más ricas, mientras que el resto del mundo
quedaba rezagado. Pero la revolución industrial y económica rápidamente continuó
por Estados Unidos, el resto de Europa y también en Japón. De este influjo
económico-laboral, las distancias entre ricos y pobres siguieron aumentando
durante el siglo XIX hasta mediados del XX,
prácticamente hasta 1975.
En ese último tercio del siglo XX, el 20% de la
población mundial vivía en países ricos y el 80% en
países pobres. Y entonces ocurrió algo sorprendente y trascendente: los países
más pobres y al mismo tiempo más poblados del mundo reformaron sus economías,
introdujeron la economía de mercado y empezaron a crecer. De repente 1.200
millones de indios, 1.300 millones de chinos y 4.000
millones de asiáticos vieron cómo sus ingresos empezaban a crecer a un ritmo
del 6, 8, 10 y hasta el 12%
anual. Ello produjo que las diferencias o desigualdades entre ricos y pobres se
empezaran a reducir a nivel global, un fenómeno que se conoce con el nombre de
la gran convergencia. Pero
un suceso añadió aún más espectacularidad: la gran convergencia se aceleró a partir de 1995 cuando
África empezó a tener tasas de crecimiento substanciales por primera vez en su
historia. Consecuentemente, la globalización de la economía de mercado fue una
realidad que comunicaría los países de manera absoluta, produciendo nuevos
equilibrios planetarios.
Es cierto que en algunos países las desigualdades entre
ricos y pobres han aumentado en los últimos 30 años.
Pero la gran convergencia ha
sido tan enérgica y dinámica, que en los primeros estados donde la revolución
industrial o la economía de mercado se instauró (Inglaterra, Holanda o posteriormente
Estados Unidos), son los que ahora ven cómo sus intereses económicos resultan
más afectados y se defienden de esta incesante intercomunicación económica
planetaria que les empobrece. Un dato muy clarificador arroja más luz sobre el tema. En 1985, Estados Unidos exportaba por valor de 218 billones dólares, mientras China lo hacía solo por 27. Pero en 30 años el cambio ha sido descomunal: en 2015 Estados Unidos exportó por 1.504 billones de dólares, mientras que China ya le superó, exportando por valor de 2.274. Este nuevo escenario económico mundial es visto por los habitantes de los países ricos como una gran amenaza, que les empobrece, tanto en sus roles de vida como en la forma de vivir, aspiraciones sociales o en su economía domestica. ¿Y cómo se defienden?: generando instintivamente
nuevos actores políticos, más populistas, absolutistas, reduccionistas y
proteccionistas que pretenden implantar una nueva economía nacional, rechazando
epistemológicamente los sistemas básicos del estado de bienestar para
incorporar valores proteccionistas de categoría estatal y empleos a costa incluso
de ciertos derechos sociales ya adquiridos.
El debate del equilibrio teórico entre derecho al trabajo y derechos
sociales básicos muy probablemente será el nuevo campo de batalla de las
sociedades tradicionalmente más avanzadas del planeta. La depreciación del
concepto estado del bienestar ha
comenzado su gran carrera de fondo etimológica, teórica y epistemológica, dados
los nuevos y acechantes equilibrios socioeconómicos mundiales. La
comparativa es obligada: la aparición de las dictaduras fascistas de Hitler,
Franco o Mussolini, protegiendo los intereses de sus estados mediante la llamada
a la seguridad económica y de trabajo de sus ciudadanos, y demonizando a supuestos enemigos externos e internos, fue, en realidad, la espoleta que los activó. La
similitud entre aquellos totalitarismos y los nuevos políticos de corte populista
y xenófobo es inquietante. La aparición de Donald Trump no es accidental ni
casual. Responde a una realidad socioeconómica mundial que pone en entredicho
la opulencia de los estados tradicionalmente ricos, obligándolos a repartir la
riqueza planetaria e induciéndolos a una resistencia de retaguardia. Es así
cómo el ajuste económico mundial está imponiendo un nuevo equilibrio con centro
neurálgico en Asia. Este es, de hecho, el nuevo eje económico mundial. Los estados que primeramente crecieron y se desarrollaron con
la revolución industrial y la economía de mercado son los que ahora asumen que
no podrán crecer como antes, teniendo que retrotraerse ante la pujanza de los
gigantes asiáticos, que empiezan a crecer de manera exponencial; lo que, sociológicamente, a los países ricos les obliga a comportamientos políticos más caudillistas y
populistas, de corte reduccionista y proteccionista.
Es desde esta perspectiva que podemos observar el meollo
sociológico de Donald Trump, con sus asientos políticos básicamente económicos,
con sus derivadas empresariales, deterministas y populistas. O, lo que es lo
mismo, el estado del bienestar devaluado a una empresa de cuentas, balances y beneficios,
por lo que no es de extrañar que con el pretexto de la defensa del estado, los
derechos ciudadanos se vean seriamente alterados para, prioritariamente, preservar y
proteger el trabajo y la productividad. Donald Trump es un multimillonario empresario,
capaz de luchar aguerridamente por sus intereses económicos donde sea. Consecuentemente,
para conseguir sus propósitos políticos también puede ser capaz de ser absolutamente
autoritario y extremadamente hostil, enfrentándose si es necesario a las distintas
realidades y sensibilidades sociales, tanto humanas, ecológicas como humanitarias;
evidentemente con la necesaria aquiescencia del Congreso.
Para muestra un botón. Uno de sus primeros actos de servicio como
presidente es la derogación del ObamaCare, el
nombre no oficial de The
Patient Protection and Affordable Care Act. Esta reforma de las
leyes de la salud pública firmada por Barack Obama el 23 de marzo
del 2010 pretendía dar acceso a más norteamericanos a una sanidad
asequible, mejorando la calidad de los mismos y regulando la industria de los
seguros médicos. Esta derogación de Trump expone con bastante
exactitud la base sociológica de su pensamiento social y político: de ciudadanos a trabajadores; de derechos civiles a deberes laborales. Es decir, proteger los intereses del estado a costa de devaluar los derechos sociales y humanos de los propios ciudadanos; y, también, a cargo directo de los equilibrios socioeconómicos internacionales. Porque, a pesar de que a simple vista lo parezca, defender el derecho al trabajo y la productividad no significa, implícitamente, defender los derechos de los ciudadanos. Incluso puede ser totalmente lo contrario. Esta es la trampa ética que se esconde detrás del afán proteccionista de Trump.
© 2017 Josep Marc Laporta
Me parece un tipo tan peligroso que cada veremos cosas nunca vistas en américa. No soy de los que piensan que tiempos pasados fueron mejores,pero sí creo que Obama con todos sus errores es un todo un señor que merece una segunda oportunidad. Y Trump será mejor que se vaya cuanto antes por donde vino. No lo queremos para nada y no queremos que nos gobierne un espantapajaros racista, maleducado y prepotente.
ResponderEliminarCuando salio presidente muchos nos llevamos las manos a la cabeza. Aun las tenemos ahi. El fondo sociológico es interesante , pero puedo decirles que sin leerlo a fondo Donald Trump es un racista, autoritario y désposta de cojones. Nos espera un mundo mas irracional y desigual gracias a los que lo votan llevados por la ira y emociones a cuerpo. Dios me los bendiga a todos.
ResponderEliminarMuy interesante la reducción sociológica de Trump a la economia y sus derivados laborales. Estoy de acuerdo que todos los fascismos sean democráticos o no lo sean tienen en la debacle económica la razón de su existencia. Como dices, Trump existe porque los blancos han empezado a sufrir las consecuencias del reparto de riqueza mundial. La inmigración no es la principal razón. Sandro.
ResponderEliminarMuchas gracias por la aportación que has hecho a un debate planetario. La veo muy razonada e inteligente. Me da temor la deriva por la que va el "mundo" y no por mí, mi carrera está para concluir, aunque no sin dificultades. Sufro por mis hijos: ¿Qué les espera?. Me reconfortan las palabras del apóstol: "Esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe"
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