© 2015 Josep Marc Laporta
En la mañana del 7 de enero de 2015, dos hombres
encapuchados y vestidos de negro, portando fusiles automáticos Kalashnikov, irrumpieron en la sede del seminario satírico Charlie Hebdo en París y mataron a doce personas, dos de ellas gendarmes, e hirieron a otras cuatro de gravedad. El atentado fue reivindicado por la organización islamista Al-Qaeda ‘como venganza por el honor’ del profeta Mahoma. Más tarde, tras una incesante persecución, murieron los criminales a manos de la policía francesa.
encapuchados y vestidos de negro, portando fusiles automáticos Kalashnikov, irrumpieron en la sede del seminario satírico Charlie Hebdo en París y mataron a doce personas, dos de ellas gendarmes, e hirieron a otras cuatro de gravedad. El atentado fue reivindicado por la organización islamista Al-Qaeda ‘como venganza por el honor’ del profeta Mahoma. Más tarde, tras una incesante persecución, murieron los criminales a manos de la policía francesa.
Por doquier han prorrumpido opiniones, declaraciones y
condolencias hacia el detestable suceso. La crueldad del acto hace incuestionable
la más enérgica denuncia. Tanto la sociedad francesa como el resto de Europa
sintió el escalofrío del poder terrorista, por lo que rápidamente distintas
voces con el eslogan ‘Je suis Charlie’ se multiplicaron por el planeta. Las
redes sociales se alborotaron en apoyo y repulsa, y los periódicos abrieron sus
ediciones digitales y portadas de papel con la vinculativa frase ‘Je suis
Charlie’. Sin embargo, el asesinato de seres humanos es igual de reprochable,
ya sea en París como en la Península Arábica, ya que precisamente ese mismo día
Al-Qaeda asesinó a 38 yemeníes, también a sangre fría. La comparativa no admite
disculpas. Es posible que los tendenciosos intereses occidentales no sientan los
mismos muertos ni contabilicen del mismo modo parecidas desgracias.
Tratar de comprender o abarcar la complejidad sociológica del
mundo musulmán en la concreción de un solo documento, es realmente imposible de
realizar. El grave conflicto que afrontan las sociedades occidentales con la fuerte
irrupción planetaria del islamismo terrorista es de consecuencias imprevisibles.
El choque de civilizaciones que preconizó en su libro el politólogo S. P. Huntington[1]
y que décadas antes José María Gironella advirtió respecto al islamismo, es una
palmaria realidad en pleno siglo XXI.[2]
Pero más allá del dolor y las condolencias ya expresadas hacia las víctimas y
familias del semanario Charlie Hebdo, afloran algunas consideraciones sociológicas
que seguramente no participarán de los grandes titulares, pero que no debieran
pasar inadvertidas. Sin caer en el relativismo fácil, oportunista y recurrente,
un breve repaso sociológico nos permitirá desnudar otra perspectiva, paralela, sobre
la verdad social que vivimos.
EN PRIMER LUGAR, UNA REALIDAD OBJETIVA. Desde la
antropología se constata que, tanto en la antigüedad como en la
contemporaneidad, las sociedades occidentales han sido y son notoriamente más
violentas y atroces que las de cultura islámica. Las crueldades y brutalidades
que nuestros países han exhibido en todas las épocas y, sin ir más lejos,
en el pasado siglo, son incomparables con las que a día de hoy calificamos como
atrasadas o medievales. Sin embargo, nuestro avanzado sistema de vida se siente
amenazado por la irrupción de grupos terroristas que en nombre de Alá
interfieren en nuestra confiada estructura del estado del bienestar. Si bien es
cierto que cada vez más un creciente islamismo radical de ámbito internacional amenaza
nuestra sociedad, también es innegable que, por ejemplo, en Francia, de cuatro
millones y medio de musulmanes residentes (un 8% de la población), solo
tres fundamentalistas han puesto en jaque la estabilidad de la República. Y
aunque la labor policial ha desactivado múltiples atentados en todo el país, la
realidad es que en la comparativa de la barbarie, las sociedades occidentales se
han comportado considerablemente más crueles y sanguinarias, hasta el punto de generar
innumerables guerras internas, regionales, interregionales, mundiales,
exportadas o provocadas a distancia, además del terrorismo de estado. La gran
diferencia entre unos y otros es el factor sorpresa, la proximidad y la percepción
del riesgo.
UN SEGUNDO ASPECTO A CONSIDERAR ES LA PERPLEJIDAD SOCIAL que la imagen de un individuo disparando a quemarropa presenta. En las
sociedades occidentales no estamos habituados a percibir el riesgo de muerte de
manera tan cruel y cercana. Por lo general, el asesinato es un grave suceso que
aparece puntualmente, aunque con dolorosa regularidad, a veces como culminación
de un proceso de violencia de género o como una angustiada respuesta en pleno
desequilibrio psicológico. Pero el ataque directo, escenificado en el minúsculo
escenario de guerra de la redacción de un semanario, no es percibido como algo
propio. La guerra es un asunto que pertenece a los militares, por delegación;
es la violencia legal.[3]
Ellos se encargan de luchar por nosotros, por lo que la percepción del riesgo
es impersonal e indefinida. Esta contrariedad incide en la capacidad de asimilación
de un ataque directo y su respuesta social. Que alguien arremeta
indiscriminadamente y sin previo aviso, no solo lo consideramos como un
atentado contra un conciudadano nuestro sino que implícitamente se convierte en
la violación de la privacidad social común. El estado del bienestar se siente
intimidado, por lo que la respuesta sociológica va más en referencia a la violación
de la privacidad y el equilibrio social, que a la gravedad física del ataque. Sentirnos
vulnerables nos parece más ofensivo que la propia muerte.
Si el terrorismo yihadista
mata a mano y presencialmente, la violencia de nuestros estados mata a máquina
y por delegación. La industria de la guerra occidental es capaz de organizar ataques
quirúrgicos, a distancia y sin percepción real del dolor ajeno. Como exclamó divertido
un aviador norteamericano al sobrevolar Irak mientras dejaba caer sobre la
población múltiples bombas, ‘¡esto parece un colosal árbol de Navidad!’. La
percepción del dolor ajeno desde la distancia y desde la maquinaria de guerra parece
menos dolor, no solo para los espectadores televisivos que no sufren las
consecuencias de las bombas, sino para los que indiscriminadamente y desde sus
privilegiadas posiciones de maquinaria de guerra las administran. Sin embargo,
cuando la avanzada civilización occidental recibe un ataque brutalmente presencial,
la percepción del dolor se convierte en un psicotrauma de incomprensión social,
por lo que las manifestaciones se multiplican no exclusivamente por la
vinculación afectiva del dolor sino por la sensación de indefensión. Sentirnos
indefensos social y culturalmente moviliza más que la vinculación con el dolor
ajeno. No es solo un asunto de empatía e implicación, es, sobretodo, un
padecimiento social de vulnerabilidad e intimidación.
TERCER CONCEPTO: SUPERIORIDAD DE CIVILIZACIÓN. Se acostumbra a tratar la cultura
musulmana y la religión islámica desde la siguiente óptica o premisa: ‘nosotros
somos la sociedad avanzada e ilustrada y vosotros sois la atrasada y medieval’,
por lo tanto, ‘nosotros tenemos la razón, pues somos superiores,
mientras vosotros tenéis que adaptaros o someteros a los supremos valores de
nuestra civilización más adelantada. O sea, yo soy el bueno y los demás han
de reflexionar: una posición cultural de reminiscencias morales y teológicas.
Pero la ingenuidad del razonamiento pone en duda nuestra
capacidad de comprensión antropológica. Situar nuestra modernidad como el punto
de partida y enlace de la verdad cultural universal es despreciar el bagaje histórico
de cada pueblo y sus acompasados o desacompasados procesos y procedimientos electivos.
No se puede pensar que una comunidad pueda pasar de la Edad Media a la
modernidad solo porque tenga y use tecnología de última generación o posea oro
negro. Los procesos socioculturales y socioreligiosos de cada sociedad necesitan su espacio de
crecimiento interno, de corrección étnica y cohesión social. El auténtico
choque de culturas es no advertir que cada pueblo o cultura del planeta tiene
su propio proceso antropológico y etnológico, y que suplantarlo mediante
acciones o influencias externas, ya sean pacíficas o armadas, es crear serios y profundos conflictos, irresolubles
a medio y largo plazo.
CUARTA CONSIDERACIÓN: EL FALSO TEOREMA DE LA INTEGRACIÓN. El recurso más utilizado ante la masiva
migración musulmana a occidente es el mantra de la ‘integración’. La
semántica de la palabra, como del concepto, indica que integrar es introducir a
dentro. Pero por definición, las culturas no se integran a otra cultura o sociedad, sino
que se crean espacios de convivencia. Los ejemplos de grandes ciudades como
Nueva York o Londres ilustra cómo los emigrantes no se incorporan a la nueva
cultura sino que se aíslan corporativamente y cooperativamente en espacios propios
de convivencia. En algunos casos y como un proceso electivo particular, individuos
a título personal y en distintos grados de integración pueden incorporarse a
otra cultura; pero como bloque familiar o grupal prácticamente resulta
imposible la vinculación. Esta perspectiva sociológica nos obliga a
reconsiderar las políticas migratorias, la gestión de la integración y la
multiculturalidad.
El erróneo pensamiento universalista francés sostiene que
todos los ciudadanos comparten una serie de principios culturales delgados, que
desarrollamos de manera gruesa a lo largo de nuestra vida, haciéndolos más
densos y ricos. Pero esta tesis es errónea y peligrosa en su aplicación, ya que
obliga a cada uno a desnudarse de su propia densidad cultural para adelgazarse
hacia la comunidad y así poder relacionarse en igualdad de formato y
condiciones, integrándose. Esta es la tesis del universalismo francés que desde
la Revolución ha aplicado en todos los ámbitos de la República, desde lo
cultural, nacional e idiomático a lo político y social.[4]
Pero la realidad sociológica es inversa. Cada uno de nosotros nacemos en un
ambiente cultural grueso, denso, fuerte, lleno de contenido y rico –especialmente
porque el primario fondo cultural que adquirimos proviene de la familia y del
entorno inmediato–. Y solamente cuando nos encontramos frente al conflicto,
en una comunidad, con un debate social o cuando nos vemos obligados a construir
el participativo valor en sociedad, es entonces cuando hacemos el esfuerzo
racional o de ecuánime voluntad para proponer y manifestar unos pequeños
principios delgados con el fin de compartir realidades diarias, como comprar el
pan, tomar el autobús, colaborar en el trabajo, publicar algo en las redes
sociales, realizar actividades conjuntas, etc. No es que estos principios
delgados nos den una validez universal, perfecta, conectada con la verdad y con
el bien, sino que es nuestra propia densidad cultural, gruesa, fuerte y llena
de contenido la que nos permite adelgazarnos para encontrar puentes de
convivencia.
El problema de fondo del universalismo francés es
precisamente la obligatoriedad de adelgazamiento social, exigiendo a
inmigrantes, que provienen de familias con una densidad cultural y religiosa
abundante, gruesa y llena de contenidos, a adelgazarse e integrarse en una
cultura que en sí misma también está llena de densidades históricas y verdades
supremas nada eventuales. La contradicción y dificultad social que se presenta es importante, hasta el punto de que la presión que se ejerce sobre el inmigrante para
sumarse a la cultura predominante le obliga a ser parte de ella por necesidad
de ser y existir, vinculándose a un estereotipo sin mucha más recompensa que ser
parte para propia subsistencia. Y, si en el caso de que el inmigrante, por su fuerte
adhesión a la densidad familiar y cultural, por las circunstancias sociales y la poca habilidad personal de
asumir el grueso de contenidos de la comunidad receptora, no lograra converger
con esa sociedad, la opción escapista más viable que se le presenta es la no
integración, virando hacia la marginación o el alistamiento a grupos reaccionarios y radicales –religiosos
o no– que contengan el poso denso y grueso de su propia herencia
cultural o familiar. Es entonces cuando vemos que jóvenes franceses de origen
musulmán se alistan al yihadismo o a grupos radicales, donde encuentran
parte de esa herencia gruesa, densa y, para ellos, llena de contenido. Es por estas
razones que la integración y mezcolanza de culturas no es del todo factible, al menos
desde los presupuestos sociológicos de la universalidad francesa y, también, desde
la uniformidad europea respecto a la multiculturalidad e integración.
Para concluir la exposición creo conveniente plasmar la
simpleza de muchas reflexiones políticosociales sobre la integración de los
emigrantes. A preguntas como «¿es posible la convivencia con comunidades
musulmanas?», hay respuestas tan simples como «la cuestión no es si
nosotros estamos dispuestos a convivir con los musulmanes, sino si ellos están
dispuestos a convivir con nosotros, en una sociedad plural».[5] Este
tipo de acercamiento a la realidad de la integración, aparte de situar la
convivencia en el campo de la superioridad racial, está formulada y respondida
desde nuestra privilegiada tribuna occidental. En realidad no somos conscientes
de que los ciudadanos europeos vivimos en el nivel de clase alta mundial.
Cualquiera de nosotros, a pesar de considerarnos clase media o media-baja, para
los musulmanes que emigran a nuestras ciudades –y para
más de medio mundo– somos clase alta mundial. En el ámbito global, esta
percepción es una realidad a considerar cuando desde la sociopolítica se hacen
estudios y apreciaciones cuyas conclusiones resultan sesgadas en lo social y antropológicamente
inciertas.
No cabe lugar a duda de que el grave problema al que nos
enfrentamos en el siglo XXI es la multiculturalidad, la multireligiosidad, las migraciones
descontroladas, el terrorismo yihadista y el fanatismo religioso. Pero
antes de culpabilizar con altivez y opulencia a los que llegan para
descargarles la molestia que nos supone el que trastoquen nuestra preciada sociedad
del bienestar, es conveniente mirarnos con cierta sinceridad y realismo para observar
nuestras ‘cívicas reacciones’ ante la barbarie de París. Después de que la
policía francesa abatiera los terroristas yihadistas, el ABC –periódico
madrileño de gran difusión nacional– abrió
la edición del pasado 10 de enero con la sentencia: ‘Francia venga a sus
muertos’. La revancha y la venganza compensativa es, para el rotativo, el titular resumen
del trágico suceso. Sin lugar a dudas, estas lamentables y execrables
insinuaciones a toda portada nos descubren el auténtico poso sociológico que
nuestro país aún conserva.[6]
Mientras tanto, seguiremos dando lecciones de integración y convivencia a unos expatriados
emigrantes de alguna indefinida Edad Media.
© 2015 Josep Marc Laporta
Documento en PDF: Más allá de Charlie Hebdo
[1] S. P.
Huntington, El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden
mundial; Paidós, Barcelona 2005.
[2] Sobre
este concepto es interesante el libro de Francis Fukuyama, El fin de la
historia y el último hombre. Free Press, 1992.
[3] En
este punto deberíamos ahondar sobre la violencia legal y la ilegal. La legal,
la que el ciudadano delega en el estado, que en su jurisdicción extralimitada
la puede llegar a convertir fácilmente en ilegal. Y la ilegal, la que un grupo
sin representación democrática y amparándose en su libre albedrío político o
religioso, decide y determina cuándo, cómo y a quién administrarla.
[4] Esta
tesis se aprecia especialmente en el centralismo capitalino parisino,
prácticamente anulando las distintas nacionalidades periféricas. Sus lenguas
son abolidas y sus características socioculturales matizadas en favor de la
consistente unidad nacional.
[5] Entrevista
de Daniel Hofkamp a X. Manuel Suárez en Protestante Digital; 12 de enero
de 2015.
[6] Otro
de los posos sociológicos de nuestro país se observó poco tiempo después del
trágico suceso en la sede del semanario Charlie Hebdo. En pocas horas, Internet
se revolucionó con miles de mensajes. En la red social Twitter aparecieron las
primeras muestras de apoyo con distintas etiquetas (#hashtags).
Las más utilizadas (TT-trending topic) en
Francia fueron, por este orden, #JeSuisCharlie, #IslamNonCoupable y
#ThanksTheWorldFromFrance. En España, la que se utilizó de manera muy
destacada fue #StopIslam. Es muy significativa la gran diferencia entre
las etiquetas TT francesas y la TT española. Mientras las galas se unían a la
desgracia afiliándose con #JeSuisCharlie, invitando a la concordia con
‘el Islam no es culpable’ o dando las gracias al resto del planeta con #ThanksTheWorldFromFrance,
en la península triunfó un contundente y discriminativo rechazo:
#StopIslam.
Cabe señalar que la
etiqueta #StopIslam, por estar en inglés, muy probablemente fue creada
en algún país anglosajón; aunque según el mapa de implantación fue muy poco
utilizada en Europa; prácticamente inapreciable. Sin embargo en España alcanzó
la primera posición de manera destacada, hasta el punto de que fue trending
topic en solitario durante las primeras 24 horas. El #StopIslam español
es un mensaje de rechazo y discriminación tan evidente, que cualquier sesuda
explicación sociológica fácilmente podría quedar resumida en esta etiqueta.
La crueldad de los musulmanes no se soluciona con buenas palabras, son necesarias las mismas armas con las que ellos luchan porque ya hemos perdido la guerra ya que hemos despertado tarde. Ahora es iposible recorrer el camino que no hicimos en europa. porque no los vimos venir y están metidos por todos lados. Asi estan las cosas entre ellos y nosotros. Buena reflexion, pero tarde..
ResponderEliminarMe parece muy interesante, pero parece apoyar más a los musulmanes que a los europeos. Aunque entiendo la base académica,habla poco de los imanes y su influencia en los jóvenes con el islamismo. Ahi es donde se adoctrina y se alistan para la guerra santa y nosotros los dejamos hacer como sin nada. El problema lo tenemos aqui con tanta democracia permisiva. No quiero una dictadura Dios me libre!, pero nuestra democracia es de manga ancha por donde entra todo lo bueno y lo malo.
ResponderEliminarGracias. Encontré cosas que no había parado a pensar y que vistas desde esta forma de ver me parecen importantes para comprendernos. La palabra es comprendernos. Creo que gran culpa de todo lo tenemos nosotros y no lo sabemos ni nos interesa, solo miramos lo que nos molesta que la verdad es mucho y lo que nos separa que es una religión y una cultura muy distina.
ResponderEliminarNo hemos de olvidar es que si lo que queremos es conseguir la paz, tenemos que erradicar a los violentos que matan, pero también tenemos que conseguir crear entre todos un mundo donde reine el respeto hacia los demás, hacia el otro, gente con la que compartimos el planeta. Y eso pasa también por no hacer bromas de mal gusto si sabemos que esto ofende a nuestros vecinos. El Charlie se pasa en el respeto a las religiones. El del respeto y la libertad de publicar todo lo que a uno se le antoje es un tema a hablar. Uno no puede reirse de todo haciendo daño a los demás.
ResponderEliminarSinceramente, no había leido nada tan clarificador. Y eso que se ha escrito de todo y mucho, llevados muchos por el buenismo o el malismo. Pero con una disección tan clara de la realidad antropocultural, la verdad es que no.
ResponderEliminarLos problemas del Islam no son tan diferentes de los del cristianismo. Retrógrados, autárquicos y poseedores de la verdad absoluta.
ResponderEliminarLa diferencia es que los cristianos hemos separado la religión de la vida pública en la mayoría de circunstancias (la revolución francesa ayudó mucho), para poder convivir todos juntos, creyentes o no.
Eso si, los no creyentes tuvimos que ganarnos ese derecho con mucha sangre (