© 2015 Josep Marc Laporta
INTRODUCCIÓN
– Por lo general, es corriente
y admisible por el cristianismo evangélico suponer que la salvación –la fe depositada determinantemente en Dios
mediante la aceptación del sacrificio vicario de Jesús– es, preferentemente, una experiencia críptica de
la espiritualidad humana, donde todo lo que sucede es exclusividad de una
transformación estrictamente interna y espiritual respecto a lo divino: un
asunto unilateral del alma. Bajo este prisma, la salvación parece ser un
reducto de experimentación espiritual ajena al hábitat humano y sus
circunstancias históricas, sociales, idiomáticas y culturales. Sin embargo,
detrás de una conversión interior hay una cultura que la identifica y la
reconoce en el ámbito del conocimiento representativo de un pueblo o comunidad,
interpretándola como sujeto ilustrado. Y si bien es cierto que sin correspondencia
cultural la salvación no tendría trascendencia social, también es
incuestionable que una forzada inculturización religiosa puede difuminar o
diluir el alcance espiritual de la salvación.
Históricamente
el catolicismo retuvo en sus sacristías la llave que abrió los entresijos
sociales y sus afiliaciones populares. Fusionó espiritualidad con cultura hasta
el punto de hacer de la cultura, fe; y de la fe, cultura. Similar suceso
acontecería con el primitivo protestantismo, aunque con menor incidencia. Sin
embargo, la evolución histórica del catolicismo se caracterizó por una profunda
y radical cristianización de pueblos y sociedades, muy a menudo mediante la violencia
o la imposición psicológica y social. La asociación conceptual entre estado y
religión en el que la iglesia romana tomaba el control de todos los ámbitos de
la sociedad, impregnó cualquier manifestación espiritual, cultural y
folklórica: una amalgama indisoluble. Aún a día de hoy las manifestaciones
religiosas católico-romanas son ostentosas representaciones culturales plagadas
de contenidos antropológicos y antropomórficos en los que la comprensión de la
salvación es una experiencia social de filiación cultural.
LA CULTURA
Y LA RELIGIÓN: EXPRESIÓN COMÚN DE LA PERSONALIDAD HUMANA – La religión, el folklore, la cultura menor y
mayor, la música popular, el arte corriente o las manifestaciones lúdicas de un
pueblo son figuras representativas de la identidad humana. La comunidad se
expresa mediante convenciones comunes que le son habituales y permanecen en el
tiempo en distintos formatos de comunicación. El sociólogo de la religión Peter
L. Berger define uno de los rasgos más característicos del hombre como el
‘permanente creador de mundos de sentido’.[1]
Esta parece ser la finalidad fundamental de toda la producción cultural humana.
En el tránsito ancestral y antropológico de la naturaleza a la cultura, el ser
humano contrae una necesidad por la que transciende la animalidad: la necesidad
de significado y sentido para el mundo y para él mismo. La cultura y sus
manifestaciones cívicas, sociales, populares o comunicativas son factores
generadores de sentido, esenciales para la convivencia sociocultural.
La tierra o
el territorio, como espacio de convivencia, es el lugar donde se construyen las
relaciones colectivas, religiosas y culturales. Las espiritualidades
ancestrales reunieron en su espacio geográfico profundas relaciones de
identidad colectiva. Lo cultural y lo religioso se expresaba con gran
naturalidad mediante fiestas agropecuarias, fechas señaladas o celebraciones místicas.
La compaginación entre tierra, cultura y religión era tan estrecha que entre
ellas no existía una separación formal. El pueblo era territorio, desarrollo
sociocultural y experiencia espiritual. Esta alianza de esencia antropológica
hacía comprensible y perceptible una salvación universal y común de sus almas;
una salvación delegada mediante ritos.
ASIENTO
SOCIOCULTURAL DE LA RELIGIÓN – Todas las sociedades, mediante
sus sistemas religiosos, han procurado a los hombres un mundo en el cual vivir
con sentido, por lo que no es de extrañar que la fe y las distintas experiencias
religiosas sean expresiones esencialmente culturales, muchas veces ocupadas por
supersticiones, ocultismos o fetichismos. El asiento sociocultural de la
religión emerge de la innata aspiración humana de transcendencia y contacto con
la deidad, siendo la espiritualidad una suscripción de ámbito
antropológicamente cultural.
El
catolicismo nace y se desarrolla en medio de una dialéctica entre la cultura
refinada de los teólogos y sacerdotes y sus sociedades rebosadas de culturas
populares o más marginales, todo ello reunido en una resistente institución
eclesiástica.[2]
Lo múltiple, lo diverso e incluso lo contrapuesto se integró en una identidad
institucional que mediatizó, en forma y contenido, la espiritualidad y
comprensión popular de la obra salvífica de Jesús.
La llamada
catolicidad –expresión universalista
del cristianismo romano– centrifugó cultura y fe
alentando la especificación de que para ser cristiano era necesario ser
católico y, también, ser ciudadano implicaba asumir las doctrinas troncales de
la iglesia en una persistente culturización de la fe. Por consiguiente, la
salvación fue considerada un valor supremo de universalidad y,
consecuentemente, una asunción ausente de subjetividad absolutamente entroncada
con la cultura residente.
El
protestantismo definió la salvación como una experiencia fundamentalmente
personal, más ajena a supuestas e inoportunas injerencias culturales. Amparado
en los efectos transformadores de la Reforma con el retorno a las Escrituras,[3]
la fe evangélica viró determinantemente hacia las fuentes primitivas. El
proceso de acercamiento a un cristianismo estrictamente neotestamentario
rompía, en parte, con algunas de las intersecciones con la cultura. La
persistencia espiritual e intelectual hacia una renovada lectura bíblica
reavivaba una fe espontánea, de primera generación, pero al mismo tiempo
rescataba a los creyentes de sus diversas posiciones y dependencias
socioculturales, integrándolos en una nueva comunidad, muchas veces apabullada
de otras socializaciones y contenidos culturales referenciales. Esta
construcción comunitaria, paralela y fraternal, proporcionó en el
protestantismo tardío una novedosa forma de subcultura cristiana, con distintas
psicologías en las relaciones sociales.
En algunas
ramas del cristianismo evangélico la distancia simbólica y práctica ha ido
mucho más allá, es más drástica y, en algunos casos, absolutamente radical. La
salvación es un asunto tan personal e individualizado que se localiza o alcanza
esencialmente entre las paredes de los templos o lugares de culto. Por consiguiente,
la fraccionada y atomizada subcultura de muchas comunidades evangélicas dota a
la salvación de una separata éticosocial. La bíblica idea de vivir apartados
para Dios encarna también un cierto alejamiento cultural respecto a la sociedad
conviviente.[4]
La salvación –personal y personalizada– es el punto final a una vida alejada del
Salvador y, al mismo tiempo, también significa pasar página respecto a algunas
de las anteriores asunciones culturales. En muchas comunidades, creer implica
abandonar parte del legado cultural residente.
FUNDAMENTALISMO,
SALVACIÓN Y CULTURA – Para los defensores de la
religiosidad evangélica fundamentalista, lo cultural tiende a ser el folklore
del desarrollo humano, un entretenimiento ilustrado de socialización. Desde
esta perspectiva, las tradiciones comunes, la cultura menor y mayor, el
conocimiento adquirido, generado y transformado, los formatos y códigos de
comunicación, expresión y exposición vienen a ser actores secundarios que no
debieran importunar el empuje espiritual de la salvación. Por consiguiente y
bajo este supuesto, las tradiciones y el legado ancestral tienen como valor un
lícito esparcimiento y el controlado desahogo sociocultural de los ciudadanos,
sin que ello afecte a la humanización y contextualización de lo espiritual. Y
en muchos casos, ciertos aspectos culturales, por ser antagónicos a las
directrices divinas, son denominados pecado. Esta circunstancia espolea en
exceso el argumento de que el Evangelio, por su carácter universal, trasciende
las culturas y los procesos sociales de comprensión, situándose en un plano
superior en el que las convenciones sociales son puramente un asunto
contingente o circunstancial: una eventualidad a eludir y, a lo máximo, a tener
en cuenta, sin permitir que entorpezca en demasía la acción de lo divino.
Muchos de
estos razonamientos deprecian en grado sumo la realidad intercomunicativa y
socializadora de los pueblos y culturas. Aíslan tanto la realidad cultural que
desnudan el Evangelio de su contexto, hasta el punto de que,
contradictoriamente, por una parte reconocen el largo proceso de validación e
intersección social de Jesús con sus treinta años de convivencia comunitaria en
Galilea,[5]
mientras que, por otro, ejercen un apostolado de panfleto, de gran proclama y
discipulado persuasivo, prescindiendo de la conciliación que ofrece la cultura
como eje cívico y natural de comprensión.
Es desde
esta perspectiva que podemos observar cómo muchas acciones misionales alrededor
del mundo tienden a ver al ser humano fuera de su cultura, como un sujeto
objeto, aún y a pesar de destinarles una gran implicación evangélica, solidaria
y de cooperación, pero ausentes de una constructiva validación cultural que lo
identifique y sustente. En consecuencia, el urgente y prioritario propósito de
este tipo de cristianismo es una unilateral y exclusiva salvación –meta y fin en si misma–, obviando que sin cultura no existe comprensión
ni completa asunción de lo espiritual. Y si, al final, la conversión es una
experiencia ausente de gran parte de su cordialidad cultural, consecuentemente
el cristianismo se convierte en un gheto social, donde se aprenden
nuevas formas subculturales, rituales y litúrgicas ajenas a la convivencia
común. La gran distancia sociocultural entre iglesia evangélica y sociedad nace
de la equívoca concepción de que la cultura es un elemento advenedizo a la fe y
que su participación es improcedente y prescindible para una comprensión transformadora
del Evangelio y su consecuente salvación.
DETERMINISMO
RELIGIOSO E INCULTURIZACIÓN – La profundidad
espiritual de la salvación se hace incomprensible cuando se aleja de la cultura
residente, pero también se contrae y constriñe cuando se folkloriza como un
instrumento social de cristianización. La salvación es el suceso medular del
cristianismo, por lo que muchas veces para cristianizar individuos se la ha
vestido o desvestido del ropaje cultural, según conviniera. Este vestir y
desvestir ha acontecido tanto en la iglesia católico-romana como en la
protestante y en sus distintas ramificaciones denominacionales.
El
catolicismo hace y determina cristianos y otorga el derecho de salvación
prácticamente desde la cuna. Junto al bautismo de infantes, la comunión y la
confirmación son los ritos de una salvación marcadamente determinista. En estos
elementos se observa el interesado soporte de una cultura cristianizada[6]
para que el proceso redentor culmine. La salvación, para ser efectiva,
precisará de toda una serie de eventos de ámbito convivencial y comunitario en
el tiempo. El nacimiento de un niño y su posterior bautizo inician en la
comunidad una cadena de relaciones afectivas, comunicativas y socializadoras
que fomentan la inculturización. Así mismo sucederá con las sucesivas
celebraciones litúrgicas: actos eclesiales estrechamente relacionados con la
sociedad y sus peculiaridades culturales.
Por su
parte, el protestantismo clásico también ha utilizado parecidos procedimientos,
mientras que las modernas ramas evangélicas ciñen la salvación a la estricta
decisión personal, con la participación del bautismo de testimonio. Este
modelo, más acorde con la disposición neotestamentaria de ‘el que creyere y
fuere bautizado será salvo’,[7]
establece la salvación como un proceso cumbre y trascendente de la psicología y
espiritualidad humana. Esta cima transformadora induce a una cierta desconexión
respecto a las inercias sociales y sus contenidos culturales, no solo por la
gran singularidad de la experiencia espiritual sino por la abstracción y
ensimismamiento de la propia conversión respecto a la cultura residente. Al
mismo tiempo, el determinismo religioso y la nueva adhesión comunitaria
generará un cierto alejamiento de la realidad social y cultural.
La fuerza
social centrípeta que la comunidad evangélica ejerce sobre sus fieles, desnuda
de manera gradual y sostenida algunas de las relaciones culturales y
cotidianas. Por lo tanto, la salvación, en su recorrido vital, tiene tendencia
a transformarse paulatinamente en una expresión de baja cultura, muchas veces
ajena a la que le es propia, aunque se produzcan renovaciones, modernizaciones
e innovaciones litúrgicas. A pesar de que, como es lógico, lenguajes culturales
o códigos de la cultura residente son habituales en las expresiones litúrgicas
de las congregaciones evangélicas, sin duda se aprecia una sustancial distancia
en lo cultural, no exclusivamente en las expresiones, léxicos o jergas, sino en
el alejamiento relacional con la sociedad y cultura que les ampara.
Consecuentemente, los sucesivos procesos de salvación de otros individuos
quedarán fuertemente adscritos al ámbito social de la propia congregación o
actividades denominacionales afines. Habitualmente, este tipo de determinismo
religioso encamina el proceso de arrepentimiento a ámbitos estrictamente evangélicos,
como campañas masivas, predicaciones en capillas o actividades puntualmente
públicas, generando una correlación de acontecimientos subculturales que
paulatinamente aislarán la comunidad de la cultura general, que también le es
propia.
Este
comportamiento del protestantismo evangélico –unas
veces subcultural y otras acultural–, se advierte en la
manera cómo enfoca y realiza las distintas actividades propias de la
congregación. La imperiosa necesidad de fortalecer los valores espirituales de
la comunidad –unas veces desde la
supervivencia religiosa, otras protegiéndose de la secularización de la
sociedad, otras desde la defensa teológica y/o desde el retraimiento dogmático– conduce a un aislamiento estructural respecto a
la cultura que le es común. La espiritualidad y la salvación evangélica se
enzarza en una constante fuerza centrípeta que, a medida que se protege moralmente
del exterior, se aísla de la interacción con una cultura que le es
absolutamente propia, por servirse de ella y por ser consumista de la misma.
INTERSECCIÓN
CULTURAL DEL ALTAR ‘A UN DIOS NO CONOCIDO’ –
La mentalidad filosófica y mitológica griega tenía como principio
aprovisionarse de un sinfín de dioses por si el descuido pudiera ofender a
alguna deidad y, asimismo, protegerse y certificar un exitoso viaje al más
allá. El geógrafo e historiador Pausanias, en su obra ‘Descripción de Grecia’[8]
relata que a lo largo del camino del puerto de Atenas vio altares a dioses con
nombre desconocido. Unos quinientos años antes de la época del apóstol Pablo
una terrible plaga afectó a la ciudad. El poeta cretense Epiménides[9]
tuvo un plan para calmar a todos los dioses. Desde el Areópago soltó por la
ladera un rebaño de ovejas blancas y negras a toda la ciudad y colinas
colindantes. Donde cada una de ellas se detuviera y reposara cerca de algún
altar se la sacrificaría al dios correspondiente. Pero si una oveja se detenía
en un paraje donde no había altar ni capilla, ésta se sacrificaría en honor del
‘dios desconocido’, elevándose un nuevo altar.[10]
Mientras
esperaba a Silas y Timoteo en Atenas, el apóstol Pablo observó angustiado la
gran idolatría y proliferación de altares en la ciudad, comprobando que algunos
de ellos estaban dedicados a ‘un dios desconocido’.[11]
Según el escritor griego Plutarco,[12]
había veinte mil estatuas de dioses en la ciudad, y el escritor romano Petronio[13]
afirmó que era más fácil encontrar un dios en Atenas que un hombre. Se decía
que la ciudad tenía más ídolos que todo el resto de Grecia. Allí estaba el
altar de Euménide (diosa
que venga el asesinato)
y Hermes
(estatua con atributos fálicos). También se encontraba el altar de los doce
dioses, el Templo de Ares
(o Marte, el dios de la guerra) y el Templo de Apolo Patroos. Seguramente Pablo
habría visto la imagen de Neptuno a caballo, el santuario de Baco –de cuarenta pies de altura–, la estatua de la diosa madre de la ciudad,
Atenea, y algunas con la inscripción Agnostos Theos.[14]
Junto a los aún no descubiertos, estaban representados todos los tipos de
musas y dioses de la mitología griega, por eso no es de extrañar que Pablo se sintiera
abrumado por las colosales dimensiones de la idolatría de los atenienses.
No hay duda
de que la interacción entre la cultura judía y la griega presentaba una difícil
armonización. Pero una extraña similitud podía plantearse: ambas culturas
buscaban el surgimiento del individuo. Los griegos, el resurgimiento social y
político; Jesús, un renacimiento espiritual, profundo y trascendente. Los
griegos planteaban un liberalismo intelectual basado en la filosofía que
conduciría hacia la libertad de pensamiento y la autonomía política; Jesús
enseñó que ninguna liberación y transformación podría acontecer si el corazón
del hombre y la mujer no se acercaba a Dios.
Sin
embargo, el concepto de salvación judeocristiano no estaba contemplado en la
mitología y filosofía griega; no era descifrable. La cultura helena pretendía
establecer un contacto plural y múltiple con el conocimiento y la divinidad. La
filosofía y la metafísica griega se expresaban en una erudita miscelánea del
saber, describiendo lo divino mediante diversas conceptualizaciones
idolátricas. Es por todo ello que Pablo, buen conocedor de las Escrituras
hebreas, prescinde de todo su bagaje escritural y no las cita en su alocución.
En sustitución, dialoga y expone desde la ilustración.
El apóstol
estableció un puente didáctico entre su propia cultura y la helénica. Usó la
poesía griega para vincular la divinidad con el mensaje de salvación;[15]
los ídolos para establecer una comparativa discorde entre ética escultórica y proceder
espiritual;[16]
el universo para concretar el auténtico alcance y dimensiones de la divinidad
que anunciaba;[17]
los filósofos griegos para implicarlos y concernirlos;[18]
la geopolítica para constatar la supremacía de Dios respecto a los periodos de
la historia y las fronteras de los pueblos;[19]
y el genio, inteligencia e imaginación humana para contrastarla con la
omnisciencia y omnipresencia de Dios.[20]
Al final de
su discurso, cuando oyeron lo de la resurrección de los muertos, unos se burlaron
y otros le emplazaron para conversar en otra ocasión.[21]
Al salir de la reunión en el Areópago, algunas personas se unieron a Pablo y
creyeron, entre ellas Dionisio, miembro del Areópago, una mujer llamada Dámaris
y otros más.
El
Evangelio no es ajeno a los procesos culturales de los pueblos. Los elementos
discursivos de Pablo en el Areópago muestran una alta consideración por la
cultura de los atenienses, hasta el punto de respetarla y asumirla en toda su identidad
antropológica. En ningún momento separa su argumentario salvífico del vasto
saber de una sociedad tan ilustrada como la griega, con sus filósofos, sus
escuelas sofísticas, sus grandes pensadores, sus excelentes matemáticos o su interesado
politeísmo. Pablo se hace a todos y a todo pueblo y cultura con el propósito de
que el mensaje de salvación llegue a ser entendido desde cualquier ángulo,
margen o arista social y cultural.[22]
La
profundidad espiritual de la salvación se hace incomprensible cuando se aleja
de la cultura residente; pero también se contrae y constriñe cuando se
folkloriza como un instrumento social de cristianización. La cultura participa
en la comprensión global y específica de la salvación desde sus códigos
referenciales comunes. Desestimar o ignorar la cultura de un pueblo es
despreciar sus procesos históricos e intelectivos de comprensión, su dilatada historia
y sus dialectos cognitivos. Instalados en esta displicente y cómoda actitud, el
anuncio de la salvación que hay en Cristo fácilmente se convertirá en una arenga
escapista ante una sociedad que se le supone nociva y peligrosa. Es confundir entre
huir del pecado y huir de la sociedad. Sin embargo, la bíblica proclamación de
la salvación no incluye ninguna liberación espiritual respecto a ninguna
cultura ni tampoco ningún repliegue socioreligioso ante posibles influencias culturales
perversas, sino la liberación de las deudas del pecado y la transformación
profunda y permanente que hay en el Salvador. En cualquier caso, implícitamente
también fuimos llamados a servir e interaccionar con las culturas y sociedades
con todas las implicaciones ilustrativas y contingentes. Y si la obra salvífica
de Dios en su Hijo es un supremo acto en el que el Espíritu Santo, mediante la
Palabra, es el intermediario que convence de pecado,[23]
sea cual sea la nación, pueblo, tribu, idioma o circunstancia social, la
cultura es la imprescindible hermenéutica por propia razón de ser y existir:
nación, pueblo, tribu, idioma o circunstancia social.
© 2015 Josep Marc
LaportaIlustración: Altar a un dios desconocido, siglo I antes de Cristo;
Museo Palatino (Roma)
[1] P. L.
Berger, «Para una teoría sociológica de la religión», 1967, Kairós,
Barcelona, p. 50.
[2] Cit. Catolicismo popular y tejido cultural;
José Luis González, antropólogo social; Instituto Tecnológico Autónomo de
México, pág. 102; 2000.
[3] Movimiento
religioso cristiano, iniciado en Alemania en el siglo XVI por Martín Lutero, que llevó a un cisma de la Iglesia
católica para dar origen a varias iglesias y organizaciones agrupadas bajo la
denominación de protestantismo.
[4] Levítico
20:26; 1ªa Pedro 2:9.
[5] El
ministerio de Jesús tuvo como valor predominante una vinculación sociocultural
con su tierra y gentes. Los datos lo atestiguan: 30 primeros años de asunción e
inmersión sociocultural; tres años de ministerio interaccionando profusamente
mediante actividades agropecuarias, sociales, religiosas, culturales o
folklóricas; y un conocimiento amplio de las realidades sociales y culturas de
su entorno, sobre las que tejió el ministerio al que fue llamado.
[6] Denominada cristiandad, por el efecto cultural expansivo del cristianismo.
[7] Marcos 16:16.
[8] Geógrafo
e historiador griego del siglo II que escribió ‘Descripción de Grecia’,
importante obra dividida en diez libros dedicados individualmente a diez
regiones, que ofrece una información muy detallada sobre los monumentos
artísticos y algunas de las leyendas relacionadas con ellos.
[9] Epiménides
de Cnosos (nacido en Creta) fue un filósofo pagano y poeta griego que vivió en
el siglo VI a. C.
[10] Historia
contada por Diógenes Laercio, historiador griego de filosofía clásica que, según
se cree, nació en el siglo III d.C.
[11] Hechos
17:22-34
[12] Mestrio
Plutarco (Queronea, c. 46 o 50-Delfos, c. 120) fue un historiador, biógrafo y
ensayista griego.
[13] Cayo
o Tito Petronio Árbitro, nacido en algún momento entre los años 14 y 27 en
Massalia (actual Marsella) y fallecido ca. del año 65 y 66 en Cumas, fue un
escritor y político romano que vivió durante el reinado del emperador Nerón.
[14] A
menudo los atenienses prestaban juramento ‘en el nombre del dios desconocido’
(Νή τόν Άγνωστον Ne ton Agnoston). Apolodoro, Filóstrato y Pausanias
escribieron también sobre ‘el dios desconocido’.
[15] Hechos
17:28
[16] Hechos
17:23, 24 y 29
[17] Hechos
17:24
[18] Hechos
17:24
[19] Hechos
17:26
[20] Hechos 17:29
[21] Para
los griegos había un rechazo al cuerpo como algo inservible e innatamente
maligno. Por su concepto dualista, creían que todo lo material era malo y todo
lo espiritual bueno. El unir el alma al cuerpo era una degradación. Un filósofo
griego decía: «La esperanza de la
resurrección es la esperanza de los cerdos. Una vez emancipada el alma del
cuerpo, jamás volverá a ser encarcelada». Para ellos, solo el espíritu era
inmortal y digno de supervivencia. Evidentemente, algunos nuevos creyentes,
pese a su trasfondo griego, habían aceptado la verdad sobre la resurrección
corporal de Jesús.
[22] 1ª Corintios 9:19-20.
[23] Juan 16:8
No podemos huir de la cultura porque es nuestra personalidad social. Alguien me dijouna ves que si nuestra esencia biológica es el ADN , nuestra esencia sociológica o nuestro ADN social es la cultura, pues sin ella no existiríamos. Y creo que estaba en lo cierto y explica todo.
ResponderEliminarPau Grau:
ResponderEliminarEsta es una trágica y persistente realidad del evangelicalismo español que juzgo irreversible. Una salvación desencarnada no es salvación ninguna. Las fórmulas de socialización e inculturación en las distintas denominaciones evangélicas, así los códigos subculturales sobre los que se sustentan ya nacen muertas. Solo generan desorientación, adanismo, un fundamentalismo retroalimentado, segregación, aislamiento autocomplaciente y a la postre mucho sufrimiento eclesial y espiritual. No hay códigos válidos sobre los que entenderse e interpretarse; el desencuentro con la cultura circundante es radical; la misión de la iglesia naufraga irremisiblemente. Gracias JML por poner en orden tan fecundas ideas y ayudarnos a descifrar lo que pasa y por qué pasa.
Gracias amigo Laporta por esta interesantisima discusión sobre salvación y cultura. Lo he pasado a la facultad para incluirla en los documentos de consulta online. En fechas próximas editaremos un libro interno para la biblioteca en el que incluiremos varios de tus artículos. Desde ya pedimos tu autorización que cursaremos en su momento por carta. Dios te bendiga. Tu hermano en Cristo . Julio Quiroga
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