–Conferencia pronunciada en la Iglesia Anglicana de Todos los Santos, Puerto de la Cruz. Junio, 2013–
© 2013 Josep Marc Laporta
–Apuntes sociológicos sobre la personalidad social de la iglesia–
–Apuntes sociológicos sobre la personalidad social de la iglesia–
1- Impulsos
genéricos
2- Estructura
supracultural y convención intercultural
3- Adaptación
y absorción cultural
4- La
cultura de la retórica
5- Iglesia y
culturalidad imperial
6- Arquitectura
y arte de la cultura cristiana
7- La
cultura de la cristiandad
La iglesia,
como realidad espiritual, se constituye, manifiesta y expresa en medio de
distintos contextos culturales. La culturalidad de la iglesia es la proyectada dimensión
de lo espiritual que abarca todos los procesos sociales que producen significado,
definiéndose en el tiempo y el espacio como una entidad humana con personalidad
propia.
Evidentemente, los valores espirituales en la dimensión de culturalidad
de la iglesia se manifestarán de forma diferente en los diferentes conjuntos de
identidad de individuos, grupos o comunidades. La adaptación del valor
intrínseco de lo espiritual a las socializadas condiciones de comprensión
humanas es lo que dotará a la iglesia –sea en la época que sea– de personalidad social y contenido cultural.
Friso con relieve de estilo paleocristiano. Iglesia de Quintanilla de las Viñas; Mambrillas de Lara, Burgos. |
La gran
tarea a la que se han enfrentado las iglesias cristianas a través de los siglos
–a veces, incluso por
encima de su específica misión espiritual– ha sido la representación y escenificación de su esencia en
la piel de la cultura con la que le correspondió coexistir. Es decir, dar forma
y contenido social a una dimensión espiritual, de manera que fuere percibida y
concebida también culturalmente. Esta condicionalidad muchas veces ha confinado
su espiritual misión a la peculiaridad de cada cultura, abandonándola a las
tensiones de sus molduras.
1- IMPULSOS GENÉRICOS
Jesús
presentó las credenciales de su iglesia en términos algo abstractos para el
lector del siglo XXI. Por los escasos manifiestos
registrados en la documentación evangélica, en principio se hace bastante
difícil determinar el auténtico alcance social y cultural de la iglesia que el
Maestro promovió, aunque se pueden entrever algunos valores aproximativos. Uno
de los más conocidos es la declaración fundacional. La aseveración del Maestro a
Simón Pedro tras la convencida afirmación de éste de que Jesús era el Cristo –“sobre esta roca edificaré mi iglesia; y
las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. Y a ti te daré las llaves
del reino de los cielos; y todo lo que atares en la tierra será atado en los
cielos; y todo lo que desatares en la tierra será desatado en los cielos”– (Mateo 16: 13-20), revela algunos de los principios
generales de la iglesia –su universalidad y competencias–, aunque sin explicitar nada sobre el entramado social, de
qué manera ejercerá el ministerio o cómo interactuará con la cultura. La
afirmación de Jesús es contundente y, al mismo tiempo, desconcertante,
especialmente si tenemos en cuenta la subsiguiente arenga a Pedro, tras
reconvenirle el discípulo para que no sufriera muerte –“¡Quítate de delante de mí, Satanás!; me
eres tropiezo, porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los
hombres”–.
Al
contrario de la primera afirmación, en estas palabras se aprecia un cierto vacío
de cordialidad orgánica. Quien antes había recibido parabienes y pautas fundacionales,
ahora es recriminado muy duramente, contraviniendo, en buena parte, el alcance
constitutivo de la anterior afirmación.
Sin embargo
los primeros esbozos de Jesús sobre la trascendencia social de la iglesia
adquieren un sentido preponderantemente antropológico: “venid en pos de mí, y os haré pescadores
de hombres” (Mateo
4:18). La misión
primordial de la iglesia apunta al hombre como único centro de interés, como
única razón de existencia. El ser humano es el absoluto destinatario y
beneficiario, y cualquier socialización dependerá de esta pauta
iniciática. El condicionante universal y antropológico de la misión,
implícitamente habrá de otorgar a la iglesia alguna dimensión supracultural e
intercultural. Los seres humanos, estén donde estén y vivan donde vivan, serán
receptores no solo de una Buena Nueva sino del marco cultural que la compendia.
La centralidad antropológica del llamado eclesial en detrimento de aspectos más
rituales, litúrgicos o protocolarios sitúa la iglesia en una interlocución
cultural ajena a automatizados formatos externos, epidérmicos o superficiales. Le
obliga a un intenso diálogo cultural, más complejo y completo por su diversidad
y multiplicidad. Sin embargo, en la convocación de los doce, Jesús insta a
priorizar las ovejas perdidas de la casa de Israel (Mateo 10:5-6; Romanos
1-16), obligando
a ejercer una progresiva adaptación socio-cultural respecto al anuncio de la
Buena Nueva y las culturas gentiles.
En un texto
posterior se aprecian detalles de una cierta construcción social: "Si pecare tu hermano, ve y
repréndele a solas. Si no te escucha, toma contigo a uno o dos, para que por la
palabra de dos o tres testigos conste toda palabra. Si los desoyere,
comunícaselo a la Iglesia; y si, a la Iglesia desoye, sea para ti como gentil o
publicano" (Mateo
18:15-17).
Por primera vez Jesús establece directrices sociales, especificando la iglesia como
una sociedad organizada y con capacidad reglamentaria, aunque, según se
desprende de sus palabras, dentro del marco costumbrista hebreo. El que
desoyera la autorizada voz de la iglesia sería considerado gentil o publicano;
una afirmación también de carácter cultural que podría tener diversas lecturas.
Al mismo tiempo, Jesús otorga a la iglesia el poder para juzgar a sus hijos,
como una entidad con potestad de administración espiritual: “a quienes perdonéis los pecados, les
serán perdonados; y a quienes no se los perdonéis, les quedarán sin perdonar” (Juan 20:22-23). Esta divina disposición
ubica a la iglesia en el ámbito de las funciones legislativas de un estado o de
lo gubernamental y administrativo. Perdonar una falta o condenar es una acción reglamentaria
y representativa de un poder político, por lo que la iglesia, en cierta manera,
parece querer suplantar o transformar lo ya establecido. Posteriores
interpretaciones teológicas y costumbristas en siglos venideros determinarán
comportamientos aliancistas entre iglesia y estado, acaparando intereses sociales,
políticos y culturales. La capacidad enjuiciadora respecto a lo espiritualmente
moral, correcto o ético es lo que parece situar a la iglesia en un esfera
superior a las culturas, aunque sometida a ellas por su obligada necesidad
interlocutoria.
La
definitiva alocución del Maestro a sus discípulos antes de subir al cielo,
ratifica la disposición transcultural: “pero recibiréis poder, cuando haya venido
sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda
Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra” (Hechos 1:8). La misión de la iglesia
se postula como una transculturalidad; una propuesta viva de sociedad espiritual
dentro de sociedades naturales y materiales. Esta, junto a las anteriores consideraciones,
parece distinguirla como comunidad dentro de sociedades; antropológica en
cuanto al objeto de su misión; espiritual y supracultural respecto al llamado
universal; y con entidad y personalidad social diferenciada de otras
coincidentes. No obstante, la formación de una colectividad divergente y
convergente al mismo tiempo; definida en origen pero indefinida en cuanto al
formato de su existencia cotidiana; y autónoma, pero de ética superior respecto
a la cultura que pertenece, descubre algunas incertidumbres y ambigüedades sobre
la futura personalidad social de la iglesia.
2- ESTRUCTURA SUPRACULTURAL
Y CONVENCIÓN INTERCULTURAL
El
cristianismo nació en el seno del judaísmo como un movimiento intrajudío de transformación,
lo que, sociológicamente, apunta a una emancipación por redefinición y evolución
(Mateo 10:6). La iglesia, como
colectivo humano representativo de lo espiritual, se nutre de las formas
culturales hebreas, amparándose en ellas para la configuración de su nueva
entidad (Lucas
4:16). Muchos
aspectos y detalles de la vida y ministerio de Jesús manifiestan, por una
parte, una coincidente cordialidad cultural con el judaísmo; y por otra, una explícita
divergencia en los contenidos (Lucas 20:1; Marcos 13:1). Mientras se produce un distanciamiento
ético-religioso de gran calado en lo espiritual, por lo que respecta a la
identidad cultural, la iglesia que Jesús proyecta y delega mantiene las
esencias convencionales del judaísmo (Juan 8:2). Se reproducen metódicamente las formas rituales
y las abstracciones ilustrativas asimiladas en la vida diaria, en la sinagoga y
en el templo (Juan
13:1-10; 18:20; Mateo, 26:18; Marcos 14:26; Hechos 3:1). Y por lo general no
existen grandes desapegos culturales, excepto las resultantes de las lógicas adaptaciones
litúrgicas o la reeducación espiritual con sus nuevos dogmatismos identitarios.
Culturalmente, la iglesia es hebrea en todas sus dimensiones humanas.
Pero a
pesar del punto de partida cultural judaico, la peculiaridad de comunidad que Jesús
diseña se constituye y forma en el camino, en el constante contacto con las
personas. Para tal fin, la nueva sociedad espiritual requerirá del abandono y la
renuncia a un lugar de vida estable. El seguimiento de Jesús implicaba dejar la
casa, los campos y la pesca (Marcos 1:16; 10:28-29; Mateo 4: 18-20), estableciéndose en esa
novedosa estructura del camino, sin templos ni altares humanos, tan propios del
judaísmo y de las tradiciones culturales helénicas o romanas, con lugares de
culto, de enseñanza pública y de reunión establecidas. Tan grande debería ser
la movilidad, que el Maestro aleccionó a sus discípulos sobre las incomodidades
de su misión: “las zorras
tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; mas el Hijo del Hombre no tiene
dónde recostar su cabeza” (Mateo
8:20), instruyéndoles
a un modelo de vida equivalente: “Cuando
os persigan en esta ciudad, huid a la otra” (Mateo 10:23).
La marca de
iglesia del camino, itinerante y de renuncia a las comodidades que puedan
entorpecer su ministerio, es un valor que pondrá en entredicho
los futuros formatos eclesiales de la historia cristiana. Jesús no fundó
comunidades locales, sino grupos de personas en movimiento. Esta realidad constitutiva
contrasta con otras propuestas religiosas de la época más ancladas en las obligaciones
culturales originarias y, por ende, más sometidas a los compromisos sociales de
éstas y sus estructuras. Al diseñar una comunidad en el camino, Jesús instituye
un formato que precisa de una gran adaptación e interlocución cultural. La
cultura propia y su molde no es condición prioritaria para la comunicación del
Evangelio, sino que su difusión necesitará de una acertada interlocución
finalista para ser interpretada. Al tener que transportar de un lado a otro la
Buena Nueva de salvación, la cultura receptora será condición explicativa para
una beneficiosa comprensión del mensaje, así como la percepción original del
portador.
A pesar de la
inicial impresión de Hechos 2 y sucesivos de que la comunidad primitiva se recluía
permanente y exclusivamente en actividades religiosas de trasfondo hebreo para
ser iglesia, la realidad es otra. La iglesia en Jerusalén permaneció
aproximadamente unos ocho años sin grandes desplazamientos, pero pasado este tiempo
de consolidación interna empezó a emerger un importante deseo misionero al modo
de Jesús. La iglesia de Jerusalén tenía doce apóstoles (Hechos 1:12 ss.), pero tres años más
tarde de la conversión de Pablo, cuando éste visitó la comunidad, no encontró a
ese supuesto cuerpo directivo sino solo a Pedro (Gálatas 1:18). Los otros miembros
habían partido, recorriendo la región para cumplir con el modelo de iglesia que
Jesús les había encomendado (Gálatas 1:21; Marcos 3:13). Quince años más tarde Pablo solo
encontró en Jerusalén a tres de las iniciales columnas apostólicas (Gálatas 2:9), entre ellas Pedro, que
constantemente viajaba de un lugar a otro (Hechos 8:14; 9:32; Gálatas 2:11). Y los doce, que años
antes estaban en Jerusalén, se dispersaron para llevar el mensaje a las doce
tribus de Israel (Mateo
19:28-30).
La
movilidad del grupo inicial de la iglesia fue la norma constitutiva de un nuevo
modelo de interculturalidad. La conversión de Saulo de Tarso significó una de las
primeras realidades interculturales del cristianismo. Pablo era de Tarso (Hechos 9:11; 22:3), ciudad de la actual
Turquía; pero Bernabé era oriundo de Chipre (Hechos 4:36, Lucio era de Cirene (Hechos 13:1), Menaén había sido
criado con Herodes Antipas en Jerusalén o en Roma (Hechos 13:1) y Nicolás era de
Antioquía (Hechos
6:5). La
multiculturalidad y la movilidad fueron dos pautas sociales que convivieron estrechamente
en aquellos iniciales años del cristianismo, traspasando el Evangelio de la
cultura semita a la grecorromana.
El apóstol
Pablo, convertido radicalmente al cristianismo desde el judaísmo activista,
participa en primera línea en la interlocución cultural de la iglesia, gracias
a su movilidad a través de los viajes misioneros (Hechos 13-14; 15:36–18:22; 18:23–20:38). Pablo fue el ‘hombre de
las tres culturas’, teniendo en cuenta su origen judío, su lengua y cultura
griega y su prerrogativa de civis romanus, como lo testimonia también su
nombre, de origen latino. Es por su interculturalidad y gran conocimiento de la
cultura helénica –hablaba fluidamente tanto
el griego como el arameo– cómo se le puede ver en plena inmersión
cultural, disertando en Atenas ante el altar al Dios no conocido (Hechos 17:16-34), anunciando que «Dios... no habita en santuarios fabricados
por manos humanas..., pues en él vivimos, nos movemos y existimos» (Hechos 17:24-28). Asimismo también es
instado en visión por el Señor para ir a Roma: «ten ánimo, Pablo, pues como has
testificado de mí en Jerusalén, así es necesario que testifiques también en
Roma» (Hechos 23:11). En Pablo se aprecia muy
claramente el alcance supracultural de la iglesia que Jesús fundó: «porque no me avergüenzo del evangelio,
porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree; al judío
primeramente, y también al griego» (Romanos 1:16). «Ya
no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos
vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gálatas 3:28).
El
Evangelio que proclama la iglesia primitiva tiene claras esencias hebreas, incluso
con fuertes tendencias judaizantes (Romanos 9:3-5; Hechos 15:1-20 Gálatas 1:11-12;
2:3-5, 7-10, 21), manteniendo
elementos distintivos de su cultura cívica y religiosa (Hechos 2:46; 3:1; 5:12,
20 y 42; 15:4-5; 21:24-25). Sin embargo, es por su innata capacidad expansiva y gran
convicción espiritual y misionera que la iglesia se desafía a sí misma al tener
que compaginar la transmisión de la Buena Nueva de salvación desde su
culturalidad original, con la estética y trasfondo de la cultura receptora. Es
por ello y a pesar de ello que a finales del siglo I el cristianismo alcanza
una gran difusión, con principales centros de expansión como Jerusalén,
Antioquía, Efeso, Damasco y Edesa. Al final de siglo y principios del siguiente
se encuentran comunidades cristianas en Palestina, Siria, Chipre, en Asia
Menor, Grecia y Roma. Las tensiones costumbristas de la extensión misionera aparecen
y parece resolverse con la expeditiva fórmula de Jesús: «dondequiera que entréis en una casa,
posad en ella hasta que salgáis de aquel lugar. Y si en algún lugar no os
reciben ni os quieren oír, salid de allí y sacudiros el polvo de los pies, para
que les sirva a ellos de advertencia» (Marcos 6:10-11).
3- ADAPTACIÓN Y ABSORCIÓN
CULTURAL
Después de que
los romanos destruyeran Jerusalén en el año 70 d. C., el cristianismo judaico
declinó en poder y número. El cristianismo gentil predominó y la nueva fe
comenzó a absorber la cultura, la filosofía y los rituales grecorromanos. El
cristianismo hebreo sobrevivió durante cinco siglos en el pequeño grupo de
cristianos siríacos llamados Ebionim. Pero su influencia no fue muy
generalizada.[1]
Hacia el año 100, fecha aproximada en que se considera que el último apóstol
murió –Juan–, el cristianismo es prácticamente gentil, con un
ambiente social común, incorporando distintas ideas, actitudes y costumbres de
la cultura griega y romana, aunque manteniendo una cierta personalidad
supracultural.[2]
En esas fechas ya se habían fundado iglesias cristianas en muchas de las
principales ciudades de oriente, así como en algunos lugares de la parte
occidental del imperio.
La
dispersión de los principales dirigentes cristianos y el probable martirio de Pedro
y Pablo en Roma tras la caída de Jerusalén en el año 70, abrió el camino para
que la capital del Imperio se convirtiera gradualmente en el centro de la
conciencia oficial de lo que en el futuro sería la cristiandad.[3]
Pero la iglesia es perseguida duramente, aunque de manera dispar y con
distintos flujos instigadores. La comunidad primitiva se negó a aceptar el señorío
del César, negándose a ver a Jesús como una mera parte del panteón de los
dioses en Roma. De hecho, la confesión «Jesús es Señor»
en sus bocas y en aquel contexto se convierte en una frase profundamente
subversiva que llega a socavar el gobierno imperial. Los emperadores lo sabían
muy bien, de ahí las terribles persecuciones. Pero los cristianos no tenían
dudas de que si Jesús era el Señor, su señorío excluía cualquier otra lealtad
definitiva. Sabían cuál era el núcleo de su fe y que no podían renunciar a
ello. Sin embargo, también fue la lucha entre una sólida cultura muy instalada
en el tiempo y el espacio –la imperial– y una contraética espiritual en desarrollo,
en exploración de algún, todavía, indefinido espacio social –el cristianismo–.
A pesar de las
persecuciones y dificultades, en pleno siglo II
la misión cristiana alcanza territorios como Egipto (Alejandría) y el norte de África (Cartago), territorios de culturas
dispares. Al finalizar la centuria, la expansión geográfica e interlocución
cultural es impresionante: Siria oriental, Mesopotamia, Egipto, Italia
meridional, Galia, Hispania y Germania. La convicta fe de los fieles y la fuerte
inmersión en la cultura grecorromana participaron determinantemente en el
comportamiento expansivo de la iglesia. Ya en el siglo III, un creciente número de seguidores hablaba
latín. La comunidad que fundó Jesús ya no es la que se nutre culturalmente del
trasfondo hebreo. Un cambio significativo sucede: la iglesia expansionada ha
absorbido distintas esencias culturales ajenas al judaísmo, favoreciendo distintos
códigos subjetivos y objetivos de comprensión. Una traducción latina del Nuevo
Testamento, escrito originalmente en griego, aparecida poco después del año 200, ayudó a este proceso. La implantación de la
iglesia es mayor en Oriente que en Occidente y en las ciudades más que en el
campo. En Oriente comienza la predicación en las regiones de Egipto y Siria, y
fuera del imperio en Armenia. En Occidente, la misión se afianza en Roma, avanza en Italia, alcanza un gran desarrollo
en el norte de África y llega a Britania.
En el
segundo y tercer siglo los cristianos fueron ignorados y considerados
inofensivos. Al final de los reinados de los cinco buenos emperadores,[4]
los cristianos todavía representaban una pequeña minoría, pero con una fe a
prueba de sufrimiento. Esta fuerza se basaba en la certeza de la moralidad de
su conducta espiritual, convicción reforzada por la disponibilidad de los
primeros cristianos a convertirse en mártires en aras de su fe. La dura persecución
romana a los cristianos durante el primer y segundo siglos, aunque no fue
sistemática, siendo esporádica y local, significó una seria prueba de
confrontación cultural sin poder detener el crecimiento del cristianismo.[5]
De hecho sirvió para fortalecerlo como institución en los posteriores siglos
tercero y cuarto, situación que transformó su débil estructura del primer siglo
en una más centralizada organización en diversas comunidades eclesiales. La
iglesia vivió entre culturas y sobrevivió a las culturas básicamente por su subterfugia
capacidad de adaptación cultural en medio de su propia propuesta y, esencialmente,
por su decisión de ser y encarnarse en el camino. Se puede observar cómo las
comunidades alcanzan personalidad social precisamente por la peculiaridad de su
mensaje transformador y por su entregada disposición. Pero por primera vez se
advierte cómo la iglesia empieza a crear un estable comportamiento común, una
cultura de relación, con toda una serie de códigos, referencias, formas,
contenidos y moralidades sociales que implicará en el futuro el desarrollo de una culturalidad
o personalidad social.
Un elemento
crucial para este cambio fue el visible papel de los obispos. Si bien todavía eran
elegidos por la comunidad, los pastores comenzaron a asumir mayor control,
constituyéndose el obispo como jefe y los presbíteros como clérigos sujetos a
la autoridad del pastor. Alrededor del siglo tercero los obispos eran nominados
por los clérigos, simplemente aprobados por la congregación y luego
oficialmente consagrados para el cargo. La iglesia cristiana iba creando una
definida y rocosa organización jerárquica, con incorporaciones estructurales asimiladas
de las formas sociales romanas. De esta manera se empieza a vislumbrar el gran
cambio sociocultural respecto al diseño inicial de Jesús. En aquel entonces la
iglesia ya no transportaba una buena nueva de salvación desde una cultura
hebrea hacia una cultura gentil, sino que el cristianismo ya empezaba a tener
señas culturales propias, un formato de comportamiento costumbrista, con
inclusiones paganas y asunciones del imperio en el que crecía y aspectos de
personalidad propias. Las condiciones sociales del lugar en el que las
distintas comunidades eclesiales se iban asentando, tanto les proporcionó una
gran capacidad de interlocución cultural como una nueva y dispar manera de
entender su función social y espiritual. Sería la primera vez en la historia
que la iglesia quedaría definitiva y sedimentadamente vinculada a culturas no
hebreas, adhiriéndose y asumiendo nuevos contextos sociales y culturales que
conformarían una distinta comprensión espiritual y costumbrista de su misión.
4- LA CULTURA DE LA RETÓRICA
Los padres
de la iglesia fueron considerablemente influenciados por la cultura grecorromana.
De hecho, muchos de ellos fueron filósofos paganos y oradores antes de ser
cristianos, lo que llevó a la iglesia a un extremista cuidado homilético. El
origen del sermón secular se remonta al siglo V a. C. Se atribuye a los sofistas la invención de la retórica, el
arte de hablar persuasivamente. Ellos, a diferencia de los rabinos hebreos que
vivían de sus diversas ocupaciones profesionales, reclutaban discípulos y cobraban
por sus discursos. Eran expertos en la discusión y maestros en el empleo de recursos
emocionales y del lenguaje ingenioso para vender sus argumentos. Cultivaron el
estilo por el estilo –en palabras
contemporáneas, el arte por el arte– predicando verdades abstractas en lugar de verdades asumidas
en sus propias vidas. Eran expertos en imitar la forma antes que la sustancia.
Esta
influencia retórica dominó por completo la cultura grecorromana. Y también
dominó la iglesia del siglo tercero, que ante el desplome de la espontaneidad
espiritual y las referencias apostólicas de primera, segunda y tercera
generación social se abandonó a la casta clerical y a los oradores paganos recién
convertidos al cristianismo. Muchos de estos nuevos creyentes eran filósofos
paganos que por su homilética tomaron el lugar de los dones espirituales en la
comunidad, siendo algunos de ellos conocidos como los padres de la iglesia.[6]
La culturalidad eclesial tomó forma homilética con sus buenos y entrenados
oradores para entusiasmar a las masas y provocar supuestas respuestas
espirituales confundidas con algunas teorías paganas y verdades no vividas.[7]
Fue entonces cuando el sermón monologado acaparó la enseñanza bíblica y
sustituyó a las anteriores dinámicas interactivas y las interlocutorias
exposiciones. Las espontáneas preguntas, las directas respuestas y la multitud
de aclaraciones sobre la fe, las Escrituras y las trascendencias vivenciales
quedaron relegadas a un asunto más privado.
Si en el
segundo siglo la iglesia cristiana ya había introducido el sermón de corte
homilético, en el tercer siglo los cristianos ya llamaban a sus sermones con el
mismo nombre que los oradores griegos denominaban a sus discursos, homilías,
palabra que ha llegado hasta nuestros días en las cátedras cristianas de
homilética. Pero a pesar de las distintas renovaciones o evoluciones que a
través de la historia y los siglos la iglesia ha experimentado, esta adición retórica
y homilética –en el sentido original sofista– ha llegado intacta hasta nuestros días con todas sus virtudes
y, también, carencias didácticas y espirituales, llegando a ser, en muchas
ocasiones, un fin en sí mismo. La predicación desde el púlpito, a modo de
sermón incontestable y de cuidada belleza homilética ha llegado hasta nuestros
días permeabilizando todas las denominaciones cristianas, que en ningún momento
han podido zafarse de la vanagloria de la oratoria espiritualista. El apóstol
Pablo, conocedor de las tendencias sofistas de la cultura griega, ya señaló en
su tiempo cuales eran sus credenciales expositivas, muy distintas de las
propuestas helénicas (1ª
Corintios 2:1-5; 1:17, 22).[8]
El gran
elemento distintivo de la culturalidad de la iglesia preconstantina fue la
organización obispal y los grandes oradores. Ambos, de considerable trasfondo
sofista y ascendencia pagana, poco a poco fueron dotando a la sucesora
comunidad de Jesús de una personalidad social de corte docto y erudito,
alejándose del pueblo y provocando en éste la desconexión e incomprensión del
misterio divino. La iglesia asimiló y fue asimilada; se hizo cultura y al mismo
tiempo se cultivó; fue expansivamente supracultural y asimismo fue claramente absorbida.
Esta culturización de la iglesia por medio de la organización obispal y la
retórica homilética, fue progresivamente una seña de identidad que la apartó de
su impulso original y la preparó culturalmente para la llegada de la
constantinización. La acercó a la sociedad grecorromana en cuanto a la
formalidad cultural, pero la alejó de su innata esencia misionera de carácter
didáctico, interactivo e transcultural. Aquella primitiva sociedad del camino,
interlocutora entre culturas, de gran contenido dialéctico y espiritual, se
transformó paulatinamente en versado dogmatismo, y de tal manera absorbió la
cultura finalista, que se confundió costumbristamente con las señas de
identidad de la sociedad que la acogió.
5- IGLESIA Y CULTURALIDAD
IMPERIAL
Uno de los
peligros a los cuales la iglesia primitiva tuvo que enfrentarse fue el
institucionalismo religioso; es decir, la centralización y codificación
llevadas a cabo en interés de la religión. La iglesia pasó de ser un movimiento
marginal con personalidad social a ser una institución troncal con el Edicto de
Milán (313 d.
C.), en el que
Constantino, recién coronado emperador que reivindicaba la conversión al
cristianismo, la declaró religión oficial del estado, deslegitimizando así a
todas las otras, aunque permitiéndolas. Desde el punto de vista de la
culturalidad, esta simbiosis significó la absoluta uniformización de la
iglesia, induciendo a la homogeneidad del pensamiento social y cultural. El cristianismo
no sería más una revolución expansiva en constante adaptación e interlocución
cultural, ni tampoco una entidad espiritual con distintiva personalidad social,
sino una cultura definida y asentada sobre un imperio, proporcionándose sus
propios sistemas costumbristas de comprensión ética, moral y social,
amparándose y valiéndose de la estructura imperial para su expansión misionera.
Unas
decenas de años después de la muerte de Jesús, en el año 100 de nuestra era, en
el mundo había aproximadamente unos 25.000 cristianos. Doscientos años después
la cifra se había multiplicado por 1.000, alcanzando prácticamente los 25
millones. Fue precisamente con esta gran implantación de seguidores de Jesús cuando
Constantino decidió convertir el cristianismo no solo en la religión oficial
del estado sino en estado, uniendo iglesia e imperio, convirtiendo el
cristianismo en cristiandad. El proceso social que acometió el emperador
transformó la formada y dinámica interlocución cultural de la iglesia en una
cultura de marchamo cristiano, que produciría sus propias locuciones devotas,
sus modelos de comportamientos litúrgicos y extralitúrgicos, sus moralidades
sociales y culturales y sus dispositivos comunales de comprensión y
sometimiento religioso.
Por primera
vez en la historia el cristianismo no fue intercultural sino intracultural; es
decir, no conversó con las culturas para predicación de las Buenas Nuevas sino
que se convirtió en cultura para ser predicación. El Evangelio obligatoriamente
pasaría por el tamiz de la cultura para ser comprendido y aceptado. Se
convirtió en civilización cristiana, en cristiandad. Fruto de esta concepción
cultural, estatal y religiosa se desarrolló el corpus christianum, donde
no existía libertad de religión y se consideraba al poder político y el
emperador como la autentificación divina. Se instauró el bautismo de niños como
el símbolo inexcusable para incorporarse y pertenecer a aquella sociedad
culturalizada. Se instituyó el domingo como el día oficial de descanso y
obligatoria asistencia a un lugar que se llamaría iglesia. Se estipularon
profesionales de la religión, con estatus y privilegios sociales y con un
sistema eclesiástico jerárquico basado en la distribución de diócesis y
parroquias, análogo al modelo de estado romano. Se construyeron grandes
edificios religiosos muy ornamentados, con la formación de grandes
congregaciones. Se fomentó el aumento de la riqueza de la institución, con la
imposición de diezmos obligatorios para la financiación del sistema eclesial.
Se establecieron sanciones legales con la finalidad de desterrar la herejía, la
inmoralidad o el cisma. Se diferenció entre clero y laicos, convirtiendo a
estos últimos en sujetos pasivos. Pese a la mezcolanza, se fomentó la división
entre cristianismo y paganismo, produciendo nuevos conceptos de relación
discriminatoria y segregacionistas, con guerras y cruzadas. Y como uno de los
aspectos más relevantes por su contenido bíblico, se favoreció interpretativamente
el Antiguo Testamento a costa del Nuevo para sustentar o justificar una nueva
moralidad cultural cristiana de ámbito restrictivo e intervencionista, con un
formato eclesial esencialmente ritual.
El modelo
de culturalidad constantiniana es la adopción del cristianismo como sustituto oficial
del paganismo romano. En realidad, un cambio de cultura. El trasvase por orden
imperial conllevó también el traslado, incorporación y estandarización de
muchas tradiciones paganas y patrones iconográficos del imperio. Los grabados,
efigies o imágenes empiezan a ser parte de la cultura eclesial. La construcción
de iglesias, catedrales y lugares de culto ornamentados constituyen una nueva
forma de percepción de fe más social, comunitaria y dependiente de la mediación
estética. Los obispos recibieron el derecho a competir con los paganos en el
tradicional cursus honorum para las altas magistraturas del gobierno,
otorgando privilegios al clero, exonerándolos de ciertos impuestos. También
ganaron una mayor aceptación dentro de la sociedad civil en general, alcanzando
una mayor importancia, hasta el punto de que los obispos cristianos adoptaron
posturas más agresivas e influyentes en temas públicos. El cristianismo se hizo
cultura, como fórmula de evangelización y expansión.
6- ARQUITECTURA Y ARTE DE LA
CULTURA CRISTIANA
La historia
de la iglesia cristiana es la historia de sus edificios, un aspecto cultural
que en muchos casos superó en trascendencia social a la propia fe. Las
catedrales y la arquitectura de los templos tienen inicio cuando apareció en
escena Constantino. En el año 312 d.
C.,
Constantino se convirtió en César del Imperio Occidental. Doce años más tarde
fue emperador de todo el Imperio Romano. Seguidamente empezó a encargar la construcción
de edificios de iglesia para promover la popularidad y aceptación del
cristianismo. Su tesis socializadora fue: si los cristianos tuvieran sus
propios edificios sagrados –como los judíos y los paganos–
su fe sería considerada legítima.
En el 321 d. C., Constantino[9]
decretó que el domingo sería un día de descanso. La intención de Constantino al
hacerlo era honrar al dios Mitras, el Sol Invicto. También usó rituales y
decoraciones paganas así como cristianas al dedicar su nueva capital,
Constantinopla. Cuando construyó la nueva ‘Iglesia de los Apóstoles’ erigió
monumentos a los doce apóstoles rodeando un único sepulcro que yacía en el
centro. Esa tumba la reservó para el mismo Constantino, lo que le convertía en
el decimotercero y principal apóstol. De esta forma, el Emperador no solamente
continuó la práctica pagana de honrar a los muertos sino que él también buscó
ser incluido entre los difuntos importantes.
Constantino
también reforzó y traspasó al cristianismo el concepto pagano del carácter sagrado de objetos y lugares,
provocando la cultura del misterio. El tráfico de reliquias se hizo habitual en
la iglesia y para el cuarto siglo la obsesión con las reliquias se volvió tan absorbente que algunos líderes cristianos se pronunciaron en su contra. El Emperador
también es reconocido por traer a la fe cristiana el concepto de ‘lugar sagrado”,
que estaba basado en el modelo del santuario pagano. Constantino construyó sus
primeros edificios de iglesia sobre los cementerios donde los cristianos
celebraban comidas por los santos muertos. Es decir, los construyó sobre los
cuerpos de santos fallecidos. La razón es que durante al menos un siglo antes
los lugares de entierro de los santos eran considerados espacios sagrados, por
lo que muchos de los edificios más grandes –las
catedrales– fueron construidos sobre
las tumbas de los mártires. Esta práctica estaba basada en la idea de que los
mártires tenían el mismo poder que antes habían atribuido a los dioses del
paganismo.
Como los
templos se consideraban sagrados, los asistentes debían pasar por un rito de purificación
antes de entrar. En consecuencia, en el siglo cuarto se construyeron fuentes en
el atrio para que los cristianos pudieran lavarse antes de ingresar al edificio.
La forma y disposición de los templos adquirieron detalles arquitectónicos y artísticos
característicos, hasta el punto de ser construidos hacia el este y diseñarlos
de manera que la luz del sol enfocara al predicador, dándole un hálito de
santidad, solemnidad y misticismo. El altar, con las reliquias de los mártires,
el trono del obispo y los elementos de la eucaristía (el pan y el vino), fueron
elementos que desprendían misterio y evocación artística. El arte se mezcló con
el misterio, produciendo una cultura religiosa de formato místico y enigmático
que suplantaría la propia de cada región del imperio.
Para forzar
aún más el sentido mágico y trascendental del acto religioso, el sermón se predicaba solemnemente desde el
trono del obispo, donde el poder y la autoridad descansaban con el ornamento de
una tela de lino blanca, mientras que el prelado iba vestido con una túnica
especial, parecida a la de los oficiales romanos. Por su parte, los ancianos y
diáconos se sentaban protocolariamente a ambos lados del trono obispal, en un
semicírculo.
Ante la
gran demanda constantinizadora de edificios religiosos llenos de simbolismos y
arte descriptivo, los fieles vaciaron de arte los templos paganos,
trasladándolos a los templos cristianos. Culturizaron impositivamente el
cristianismo con elementos arquitectónicos y artísticos prestados,
prescindiendo de la interlocución cultural a la que el Evangelio de Jesús
invitó.[10]
La fe cristiana se vistió de edificios religiosos y arte pagano por obra y
gracia de Constantino, extendiendo sobre la historia de los siglos venideros una pesada losa
llamada 'cultura cristiana'. El paganismo griego y el imperialismo romano
modelaron a su antojo la fe evangélica y dieron paso a la cristiandad.
7- LA CULTURA DE LA
CRISTIANDAD
La
cristiandad o civilización cultural cristiana es uno de los productos genéricos
de la constatinización de la iglesia y que se proyectó a lo largo de siglos de
dominación religiosa. Aún y a pesar del paso del tiempo, de la Reforma
Protestante y de diferentes renovaciones eclesiásticas en distintas
denominaciones, el actual modelo de cristianismo mantiene férreas referencias y
dependencias a la culturización que nació del constantinismo. Una de ellas es
la cristiandad: el cristianismo hecho cultura.
Pese a lo apetecible del término y del idílico y romántico concepto de una sociedad cristianizada, permeabilizada culturalmente por generalizadas o masificadas espiritualidades cristianas, este modelo de cristiandad ha suplantado en parte el arquetipo de la originaria fe primitiva (1ª Pedro 2:9). Bajo ese impulso socializador y globalizador se ha deseado y pretendido ascender la fe cristiana al estatus de cristiandad: un espacio superior en el que la cultura de cada pueblo o nación se viera sustituida por la cultura cristiana. En realidad, esta pretensión viene a ser un nuevo modelo de constantinización de los pueblos, una nueva manera de cristianizar mediante la cultura sin tener en cuenta que la transmisión de la fe es un asunto del camino y de la vinculación diaria y personal con los que padecen las consecuencias del pecado. Curiosamente, para alcanzar ese moderno tipo de constantinización solo es necesario revestir colmadamente la fe de vistosos complementos sociales, ornamentales y mediáticos, y así satisfacer la ansiada cultura cristiana: a la fe por el envoltorio. No obstante, la pauta bíblica parece ser bastante refrectaria al modelo de la cristiandad (Mateo 6:1-8; 16-23). El arte, la música, la pintura, lo bello, lo ornamental, el complemento, el contexto, lo mediático o la condición normalmente aparecen como respuestas espontáneas, vivas y dinámicas de la fe, precisamente para no sucumbir ante la infértil estructura del cristianismo envasado. Cabe recordar que la interlocución cultural fue un valor que la iglesia primitiva nunca quiso abandonar en su expansión misionera. (Hechos 21:13-17).
En la
actualidad, muchos teólogos y pensadores cristianos denuncian enérgicamente y con
gran preocupación el creciente secularismo y la descristianización de Europa
como si éste fuere el llamado de la Iglesia: rescatar o cristianizar culturas.
Pero las culturas no se convierten ni se evangelizan. Las culturas son
coordenadas autónomas de relaciones sociales que se manifiestan y proyectan en
el tiempo de acuerdo a múltiples ascendencias e influencias, entre ellas la fe
cristiana. La cultura, en su sentido social es un conjunto de actitudes,
creencias, valores, expresiones, gestos, hábitos, destrezas, bienes materiales
y artísticos, servicios y modos de producción que caracterizan a una sociedad,
produciendo la socialización de sus individuos. Pero el Evangelio no nos ha
sido dado para crear, uniformizar o cristianizar sociedades sino para liberar
individuos de todos los yugos del pecado con la participación de aquéllos que antes ‘no éramos pueblo de Dios y
que ahora lo somos, ...y que por causa del Señor nos sometemos a toda institución
humana’ (1ª Pedro 2:10-14).
La ilusión
del rescate, mantenimiento o proyección de una cultura cristiana es una
pretensión absolutista y utilitarista de la fe, una propuesta de carácter socializadora
que pretende convertir la predicación de ‘id y haced discípulos (…) hasta
lo último de la tierra’ (Hechos
1:8) en una
inculturización de sociedades ajena a la perspectiva divina: un pueblo dentro de un
pueblo (1ª Pedro
2:10). Es,
por lo tanto, un esfuerzo y un formato neoconstantinizador mediante elementos que
libremente pertenecen a los procesos de constitución social y antropología humana.
Los valores culturales no nacen por imposiciones o instrucciones de instancias
superiores, ni se dejan imponer por obligación ni por decisiones de asambleas
legislativas o imposiciones éticas. La cultura se funda a sí misma y nace de la
nada por las necesidades sociales de los seres humanos y su aportación comunitaria.
En la forma de vida de una cultura, los valores dominantes son el compartir un
mismo lenguaje, similares valores éticos, el pósito de las tradiciones y
rituales sociales, la arquitectura y el uso de la tierra, y, dentro de lo
intelectual, se encuentra la ciencia, el arte, la literatura y la música. El
cristianismo, como comunidad espiritual dentro de sociedades, antropológica en
cuanto al objeto de su misión, espiritual y supracultural respecto al llamado
universal y su interlocución social, y con entidad y personalidad social
diferenciada de otras coincidentes, coexiste con las culturas, siendo una comunidad
espiritual contraética dentro de una población terrenal: sal y luz; no el salero ni la bombilla.
Es conveniente
y acertado reseñar el apunte histórico y sociológico de Sam Pascoe, que nos permitirá
reflexionar sobre la cultura cristiana y su paulatino distanciamiento de la praxis
evangélica insaturada por Jesús: «El cristianismo comenzó en Palestina como
una comunidad –una
relación–; más tarde se trasladó a Grecia y se convirtió en una filosofía –una
forma de pensar–. Posteriormente se trasladó a Roma y se convirtió en una
institución –un lugar a donde ir– y luego a Europa, donde se convirtió en una
cultura –una forma de vida–. Finalmente se instaló en Estados Unidos, donde se
ha convertido en una empresa –un negocio–» (Sam Pascoe).[11]
Este podría
ser un breve aunque incompleto resumen de la inculturalidad de la iglesia. De estos elementos
orgánicos y estructurales, la iglesia cristiana de todos los tiempos y todas
las familias y denominaciones de la historia se han proveído y abastecido. Incluso
las iglesias nacidas de la Reforma Protestante, con sus subsiguientes
escisiones y espontáneas generaciones también son fruto directo de esta
concepción social y cultural de la iglesia constantiniana. E igualmente todas las
actuales congregaciones pentecostales o carismáticas reproducen el mismo molde
y pretensión inculturalizadora. El modelo y estructura social de la iglesia
contemporánea, aunque con distintos matices teológicos, en gran parte se ampara
en la histórica vitalidad cultural de la civilización cristiana de los últimos
quince siglos. Sin embargo, hay vida más allá de la cristiandad. Jesús
nos insta a ser luz y sal como un llamado antropológico, transcultural y supracultural, sin
tener que someter a las más de 4.000 culturas que existen en el mundo[12]
a los estereotipos de la cristiandad, sino para establecer una interlocución de
amor y encarnación con el ser humano.
Cada
cultura del planeta tiene sus sistemas de comprensión y su fórmula dialéctica
de interlocución social. Es lo que llamamos dinámicas de identidad. Con el
modelo e influencia de la cristiandad en franca decadencia[13],
el postmodernismo y la globalización se manifiestan como fenómenos culturales a
nivel de la cultura popular. La ruptura entre la era moderna y la era postmoderna
comportó la descomposición de la cultura en muchas pequeñas subculturas que
denominamos microheterogenización o, sencillamente, subculturalización o tribalización.
Más allá del fenómeno cultural en
mayúsculas, las sociedades han dado un giro radical y la gente deja de
identificarse con amplios grupos tradicionales ya definidos para identificarse
con una miríada de pequeños grupos subculturales emergentes definidos en torno
a cualquier cosa, desde intereses culturales a preferencias sexuales. Y cada
uno de ellos se toma en serio su identidad cultural.
La iglesia –postulada en estos tiempos como una subcultura más– ha de atravesar importantes barreras culturales y de marginalidad subcultural para poder encarnar y comunicar adecuadamente el Evangelio en cada contexto cultural. Para efectuar una comunicación
significativa y encarnada es implícitamente necesario atravesar distintas capas socioculturales, como el
idioma, la raza, la historia, la religión, la peculiaridad, la visión del mundo, la cultura, la personalidad, los intereses, los temores, etc.
El llamado a anunciar el Evangelio es una propuesta de encarnación integral, y de adaptación
y vinculación con la cultura de destino en un ministerio intercultural y transcultural,
atravesando trascendentes barreras, aunque sin pretender otorgarnos la
representación de la cristiandad ni de sus transitorios influjos beneficiarios. “La
fe nace al oír el mensaje, y el mensaje viene de la palabra de Cristo” (Romanos 10:17).
[10] 1ª
Corintios 3:16, Gálatas 6:10, Efesios 2:20-22, Hebreos 3:5, 1ª Timoteo 3:15 y
1ª Pedro 2:5 y 4:17 son pasajes bíblicos que se refieren al pueblo de Dios, no
a un edificio. En palabras de Arthur Wallis: «En el Antiguo Testamento, Dios
tenía un santuario para su pueblo; en el Nuevo, Dios tiene a su pueblo como un
santuario».
it
moved to Greece
and became a philosophy;
it
moved to Italy
and became an institution;
it
moved to Europe and became a culture;
it
came to America
and became an enterprise.
[13] Este
dominio se debilitó con la llegada del Renacimiento y de la Reforma (siglos XV
y XVI) y fue en declive hasta finales de la Ilustración o del
periodo Moderno (siglos XIX y XX). La ilustración intentaba poner la razón por
encima de la revelación a través de la filosofía y la ciencia; con el tiempo
forzó la separación del poder de la iglesia sobre el del estado (revolución
francesa). El estado y la esfera pública que le acompañaba fueron despojados de
las influencias religiosas. Nació el estado secular con la ciencia como
mediadora de la verdad y el mercado como mediador del sentido. Entre muchas
otras cosas, como resultado del periodo de la Ilustración, la sociedad se
secularizó y por tanto la iglesia y su mensaje fueron marginados. La
cristiandad está muerta como fuerza social, política y cultural y vivimos en lo
que acertadamente ha sido llamado era postcristiana; sin embargo, la iglesia
debe mantener su llamado primitivo.
© 2013 Josep Marc Laporta
.http://www.adsomaster.com/+tiernaluz.htm
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Pau Grau:
ResponderEliminarGrandiosa y aclaradora perspectiva histórica para visualizar de nuevo la iglesia "in itinere",el movimiento fraternal y trascultural que promovió Jesús. La pregunta sería: ¿por dónde comienza la demolición?
Reformada y siempre reformándose.
EliminarUna abraçada Pau.
Gerson Laporta
A pesar de lo largo que es , se me ha hecho corto. Tengo la sensación de que se ha dejado cosas en el tintero y me sabe mal no poder acabar de disfrutar de todas las enseñanzas. Da para mucho y en realidad dice mucho. Y aunque parezca un contrasentido el artículo es muy completo y renovador, pero me gustaría seguir leyendo algunos detalles que imagino que se ha callado o no ha querido alargar mas. Es mi opinión desde Santander. Javier Hdez-Solano
ResponderEliminarInteresante y muy clara exposición. Tengo la impresión de que la iglesia tal y como la conocimos será una reliquia del pasado, pero con su influencia política cubriéndolo todo. No creo que cambiemos a otro modelo. Todo seguirá igual porque la fuerza de l institución es muy sóida y nada se escapa a los jerifantes del poder religioso. Kim H. -Los Angeles CA
ResponderEliminarConsidero que el culto al templo es una parte de los males de la iglesia hoy. No hay iglesia que no tenga un deseo ferviente de tener un local de cultos lo más acomodado posible, ya sea clasico o moderno. Estoy de acuerdo con todo lo que expone y aun mas si miramos como el cutlo al templo sigue siendo nuestra debilidad. Una cosa... me pregunto por qué usa los términos intercultural y supra cultural. Me pregunto si en la distinción hay una explicación histórica o sociológica. Por qué el término transcultural no lo usa? He estado mirando la definición de cada término y me imagino la razón. Entiendo que la supra culturalidad es porque el evangelio,como hecho espiritual, va por encima de las culturas, atravesando todas ellas, como un aspecto cubridor de esperanza sea la cultura que sea. Y supongo que el concepto transcultural hace referencia a la interrelación o la comunicación entre culturas, considerando el cristianismo como una cultura mas. Supongo que la supraculturalidad da a entender que el evangelio es un ente superior que descansa en todas las culturas sin ser parte de ellas, sino iluminación de todas. Me parece interesante la apreciación que hace y no estoy seguro del por que.. Si puede me gustaría una aclaración. Gracias
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