© 2020 ~ Josep Marc
Laporta
1- Virtualidad
e iglesia
2- El temor de la estigmatización
3- Principio de dolores
4- Iglesias graneros
5- Christian Milatich
Es sabido que en China, y concretamente en la lengua más
común conocida como putonghua o mandarín estándar, la
palabra crisis se compone de dos símbolos: peligro y oportunidad. Dos
sinogramas que indican la convivencia tensional que todo ser humano puede experimentar
ante un trance de dificultad personal, familiar, social, económica o de cualquier
otra índole. Evidentemente son dos partes de un todo que condiciona toda opción
o planteamiento de resolución. Ante una crisis pandémica como la que estamos sufriendo,
es evidente que el concepto oportunidad puede parecer una auténtica utopía,
porque es imposible ver más allá del presente que nos atenaza. Pero también porque
incluso antes de imaginar la oportunidad, el mayor peligro al que nos
enfrentamos no es el peligro en sí sino seguir mirando el futuro con los ojos
del ayer o tratar de acomodar el hoy a las cosas que ya sabemos hacer.
Como es de suponer, las palabras, que en sí mismas tienen un
concreto significado, no contienen todas las acepciones, condiciones y variabilidades
posibles de aplicación. Una crisis es una situación grave y decisiva que pone
en peligro el desarrollo de un asunto o un proceso. Pero una de las condiciones
no recogida en los diccionarios y que impone cualquier crisis es la
desubicación; es decir, no saber dónde estamos frente a los problemas,
perdiendo el mapa de nuestra posición simbólica. Crisis también es igual a
desubicación. Ante dificultades sobrevenidas y situaciones adversas no previstas
ni deseadas, acostumbramos a perder el punto de referencia desde donde precisamente
tendremos que construir el futuro. Por lo tanto, esa pérdida de ubicación
simbólica provoca otras muchas alteraciones cognitivas, porque no solo sucede una
desubicación espacio-tiempo sino también un desplazamiento de la capacidad de
ver y analizar los nuevos y desconocidos caminos de salida: saber ver, mirar y
observar para situarnos por encima del problema, nunca a su nivel ni por debajo.
Otro de los serios inconvenientes en el que a menudo caemos
ante una crisis es perseguir el famoso teorema de la reinvención.
Reinventarse parecería ser la manera más idónea para salir de un tiempo de dificultades
profundas. Pero la reinvención es una propuesta de
resolución antigua que pretende traer nuevas cosas a viejas maneras. En
realidad es la adaptación de todo lo que ya sabemos de antiguo para darle un
nuevo barniz, una nueva cara. Sin embargo, no llega a trascender, sino que se
estanca en las mismas coordenadas, repitiendo antiguos modelos con otras
formas. Por lo tanto es necesario abrir brecha con la expansión. El
concepto expansión no necesariamente reinventa
sino que es un proceso de estiramiento donde el aprendizaje es la facultad
fundamental para salir del embotellamiento mental que provoca el conflicto. Es
un aprendizaje que en gran parte pasa por el desaprendizaje. Aprender expansivamente
significa echar muchos de los viejos aprendizajes y optar por entender los
parámetros de lo nuevo o, dicho de otro modo, aparcar antiguas formas
monolíticamente aprehendidas para aceptar y asimilar nuevas fórmulas en un
drástico cambio de mentalidad cognitiva, básicamente muy distinta a los
análisis de partida y las propuestas de la reinvención.
Un símil del concepto reinvención sería
escribir con un nuevo tipo de letra sobre un papel pautado encima de una grafía
ya establecida y definida. El tipo de letra podrá ser diferente, pero el
contenido seguirá siendo el mismo. No obstante, expandirse es
escribir sobre un papel en blanco —que
incluso también podría estar pautado— un
texto nuevo con otra grafía, contenido y redacción, eludiendo cualquier signo que
obligue a calcar contenidos. El cambio de paradigma mental es importante, sobre
todo cuando se aprende que ensanchar las lonas de nuestra tienda mental y
avanzar las estacas que las sustentan significa conquistar un nuevo territorio
sobre el cual deberemos aplicar distintas formas y fórmulas de acción y
resolución.
VIRTUALIDAD
E IGLESIA
El concepto reinvención ha
sido utilizado masivamente por las iglesias cristianas en tiempos de crisis
pandémica: reinventarse reproduciendo modelos antiguos pero con nuevos actores
y procesos. Con gran celeridad las iglesias se han adaptado a las nuevas
tecnologías informáticas para comunicarse y relacionarse en medio del
confinamiento a la que todos estuvimos sometidos. Pero son utensilios virtuales
que, si bien no eran viejos sino totalmente actuales, han sido instrumentos
sustitutivos de rápido aprendizaje para seguir haciendo lo mismo o pretender
seguir haciendo lo mismo. Es decir, ante el confinamiento y la imposibilidad de
reunión presencial, las novedosas propuestas han llevado a proseguir con los
mismos protocolos cúlticos de siempre, pero con otros formatos escénicos.
Zoom, WhatsApp, You Tube o Skipe son herramientas al
alcance de todo el mundo. Cualquiera puede abrirlos y empezar a comunicarse,
pero lo que no está al alcance de todo el mundo es arriesgarse más allá de
Zoom, WhatsApp o Skipe y planificar una nueva forma de vida en comunidad y un
compromiso cristiano más tangible son la sociedad en medio de la crisis. Plataformas
como Zoom —operativa desde el 2012— o You
Tube han tenido un gran auge e implementación en las congregaciones cristianas.
Sin embargo, la gran mayoría de iglesias se han circunscrito a realizar una
copia lo más parecida posible de las reuniones dominicales, repitiendo los
mismos modelos: fieles alineados mirando al frente ante un púlpito televisivo
con similares conceptos comunicacionales y litúrgicos. Sin duda que había otras
muchas posibilidades para ser comunidad y luz en medio del confinamiento que
nunca fueron exploradas, pero la repetición del modelo litúrgico fue la
prioridad.
Tan solo un breve ejemplo puede ayudarnos a entender el
concepto expansión que abre brecha: ‘La
iglesia de los vecinos’, donde cada creyente averiguaría si había algún
afectado por el virus en su vecindario para, mediante la red social común de la
iglesia y sus pastores, ponerlo en conocimiento de todos para oración y
disposición a servir física, material y espiritualmente de manera práctica y efectiva.
Sería un modo muy útil de acercarse a quien sufre para traer consuelo y esperanza,
además de estimular la comunión con objetivo entre
los creyentes. Y existen otras muchas posibilidades de ser iglesia en medio de
un tiempo de crisis, abriendo brecha para hacer la diferencia con el
costumbrismo y el inmovilismo reinventado. Y aunque es cierto que algunas congregaciones se atrevieron, rompieron
muros y se expandieron con nuevas y dinámicas propuestas, una inmensa mayoría
se circunscribió al servicio dominical emitido en diferido con las
reiteraciones cúlticas habituales.
Hay que tener en cuenta que el mundo presencial tiene sus
propios códigos; el mundo televisivo, otros; y el mundo virtual, otros. Son
tres escenarios distintos, con sus formas y particularidades que poco tienen
que ver entre sí. Y a menudo algunas iglesias han creído que copiando de la
manera más parecida posible el modelo presencial del culto dominical en un vídeo
sería suficiente para salir del paso. Y es cierto, se salió del paso. Pero
gracias a la copia para salir del paso y a la medrosa vuelta a las reuniones
presenciales, muchos fieles se han ido adaptando y acomodando a una impropia iglesia
virtual, por lo que la misión a la que fueron llamados ha quedado algo
desdibujada.
El mundo presencial genera
participantes. Participantes quiere decir que las personas forman parte de
programas, de eventos, actividades, etc. Son parte. El mundo virtual genera
protagonistas, no participantes. Los youtubers son
un claro ejemplo de ello. El protagonista protagoniza y, a lo máximo, decidirá
quién o quienes serán los coprotagonistas y de qué manera se interrelacionarán
con él. Y, por último, la consigna en el mundo televisivo es hacer
espectadores, buscando cubrir las expectativas del que está mirando y la
expectación o la actitud de estar expectante. No tiene participación ni es
protagonista, solo mira y participa en la medida que la experiencia televisiva sea
de su interés. Una diligente unión de los tres modelos podría ser una ventana
de oportunidad para ser Iglesia cercana y accesible en medio de las
dificultades.
No obstante, la posibilidad de convertir la Iglesia en una
dualidad presencial y virtual es una trampa muy atractiva que no debería
convertirse en tendencia. El formato original de Iglesia neotestamentaria fue básicamente
presencial. Evidentemente no pudo ser virtual ni tampoco televisivo. Existe un
único parecido posible de virtualidad entre aquellos tiempos y nuestros días:
los correos epistolares mediante intermediarios de los cuales el apóstol Pablo
supo sacar el máximo partido, cuando ante su imposibilidad presencial escribió diversas
cartas a distintas iglesias del Imperio Romano para cuidarlas, guiarlas o
amonestarlas. No obstante, el ministerio relacional y misional de las iglesias fue
absolutamente presencial. Y en la actualidad, pese a las múltiples plataformas
virtuales que nos relacionan e interactúan, el ministerio de la Iglesia es, también
y en esencia, presencial. La irrupción y masificación de las nuevas tecnologías
son solo un fantástico apoyo para facilitar una mayor capacidad de relación y
comunicación entre personas; pero este mismo soporte comunicativo, por su
propia esencia duplicadora y multiplicadora de datos, fácilmente se puede
constituir en saturación informativa y distracción social. En consecuencia, un
uso indiscriminado y masificado de sus formatos tiende a generar dispersión
comunicativa y disgregación colectiva.
A día de hoy, si el proceso de superación pandémica impone una
parcial reclusión domiciliaria o unas determinadas prevenciones sanitarias en las
relaciones sociales, no por ello la iglesia obligadamente deberá de someter toda
su personalidad y carácter social al protagonismo de la virtualidad o a la
expectación televisiva. Evidentemente deberá convivir con dichos medios de
manera permanente e indefinida, pero con preponderancia de lo presencial sobre
lo virtual. Porque si en un momento dado unas puntuales máximas de un pico de
contagios puede obligar a paralizar la actividad de una empresa, suspender algunas
tareas concretas o disminuir aglomeraciones en lugares públicos como, por
ejemplo, en los transportes, consecuentemente pocas variables se deberían dar
para detener la actividad presencial de la iglesia con todas las precauciones
sanitarias, sobretodo y especialmente porque la misión de la Iglesia es con las
personas y sus necesidades. Por esta razón y a pesar de la gran significación
que lo virtual aporta a la vida y comunicación de la Iglesia, lo presencial
sigue siendo el elemento medular de la misión. Así sucedió en el pasado en
otras pandemias de la historia, donde los cristianos no se quedaron esperando mejores
tiempos ni defendiendo sus espacios de seguridad, sino que dieron un decisivo paso
más allá de sus comodidades para atender las necesidades de sus conciudadanos,
incluso comprometiendo su salud. Se expandieron.
EL
TEMOR DE LA ESTIGMATIZACIÓN
Por lo general, uno de los anacronismos eclesiales en la
vuelta a la denominada e inconcreta ‘nueva normalidad’ es la realización de una
sola actividad presencial a la semana, atendiendo, eso sí y con acierto, todas
las restricciones sanitarias impuestas y aconsejadas, pero eludiendo disponer
de otras actividades comunes. Me pregunto si un restaurante o un supermercado
abriría sus puertas un solo día a la semana por temor al virus y a las
consecuencias de un brote en sus instalaciones. Imagino que no; sería
imposible. Empero hay que alabar la gran responsabilidad que prácticamente la
totalidad de pastores y responsables eclesiales han tenido y tienen ante la
gravedad de la pandemia al usar todos los medios disponibles para prevenir y
proteger sanitariamente a los asistentes. Sin embargo éstas han sido ni más ni
menos las mismas que, por ejemplo, ha implementado un supermercado, con mucha más
afluencia de público y riesgo sanitario. Habrá que reconocer, pues, que con un
ojo se ha mirado e intentado atender con responsabilidad todas las normas
gubernativas y sanitarias, y con el otro ojo los responsables eclesiales han
tenido un gran pánico escénico ante la indeseable probabilidad de que por una
causa u otra apareciera en sus establecimientos religiosos un brote del coronavirus,
con todo el impacto mediático que significaría. El gran temor a que cualquier e
imprevisible brote dentro de los locales de las iglesias saltara como noticia a
los medios de comunicación y que éstos las estigmatizaran, ha hecho que la
mayoría de las congregaciones limiten en extremo sus actividades presenciales e
incluso externalicen encuentros entre creyentes a otros enclaves no
identificados como iglesia para liberarse de responsabilidad o compromiso ante
cualquier brote no deseado. Y si, de entrada, es muy acertado indagar otras
opciones más operativas de iglesia relacional y misionera en los hogares o en
otros enclaves, no por ello el obsesivo temor a la opinión pública y publicada
y a la estigmatización que de ello se derivara, en realidad está escondiendo
una seria patología paralizadora de la autoestima, identidad y misión de las
iglesias locales.
Reinventarse no es suficiente. Hay que expandirse: desaprender
para aprender y abrir desconocidas brechas aún en medio de cualquier grave crisis,
con nuevas formas de relación, comunicación e involucración entre las personas,
a pesar de la obligatoria distancia social (sería más correcto y preciso definirlo
como ‘distancia interpersonal’ o ‘distancia física’).
Porque incluso y aunque algunas congregaciones se hayan jactado de hacer
mascarillas, distribuir alimentos o de hacer alguna actividad para sobrellevar
las necesidades de los que sufren, básicamente hacen lo mismo que otros grupos
seculares con diferentes intereses y afinidades sociales. En este punto, no
habría que obviar que la disposición de ayuda de algunos creyentes acostumbra a
partir de supuestos seguros. Es decir, garantizado el disfrute íntegro de las
vacaciones, una comida quincenal en un restaurante, una salida de asueto
semanal familiar o particular, el diezmo correspondiente a la iglesia, el
ministerio propio en la congregación y la íntegra conservación de las propias e
ineludibles necesidades y prioridades personales y sociales, es entonces cuando
se abre un resquicio de posibilidad para ayudar o servir a alguien, más bien como
un añadido, una probabilidad o una simple contingencia. Pero la realidad del
ministerio al que fuimos llamados nos obliga a salir de los supuestos seguros y
a despojarnos de nosotros mismos para darnos de manera expansiva, liberados de todas
las seguridades particulares que detienen el maravilloso río de las bendiciones
de Dios. Solamente cuando no retenemos nuestros privilegios de casta religiosa
es cuando somos expansivos en medio de cualquier crisis y es cuando las
posibilidades de acción efectiva con los que sufren y las bendiciones sobreabundan.
PRINCIPIO
DE DOLORES
Dos tendencias han aparecido con fuerza en algunas iglesias
de prácticamente todas las familias o denominaciones cristianas. La primera
tiene que ver con la oposición a aceptar y someterse a las disposiciones gubernativas
de cerrar temporalmente los templos por causa de la pandemia. Un pequeño pero
influyente número de pastores alrededor del mundo han manifestado su
disconformidad por este tipo de medidas administrativas. «Las iglesias
no pueden cerrar», ha sido su enérgica aseveración, denotando más bien fanatismo,
rebeldía e inadaptación social. La otra tendencia es de carácter escatológico.
En este caso muchos pastores han dictaminado con una autoridad que no les
compete, que estamos en el comienzo de los últimos tiempos y que la pandemia
está marcando el «principio de dolores» o los «dolores de
parto» (Mateo 24:8) que definitivamente nos conduce
a los sucesos anunciados en el Apocalipsis.
La tendencia a hacer un tipo de teología escatológica
prospectiva sobre los sucesos presentes y futuros ha sido una actividad muy
común en todas las épocas. No ha habido acontecimientos históricos trágicos o
inéditos en que los cristianos de ese momento no hayan creído que ya estaban en
el principio del fin. Sin duda, la Segunda Venida de Cristo ha sido, es y será la
esperanza de la Iglesia en toda la historia. Esta es una certidumbre objetiva
sobre la cual debemos confiar apasionadamente. Pero llevados por el ansiado
retorno del Salvador, el cristianismo de cada una de las épocas se ha sentido protagonista
de una manera u otra de las palabras de Jesús recogidas en Lucas 21:10-11: «Entonces les
dijo: Se levantará nación contra nación y reino contra reino. Habrá grandes
terremotos, peste y hambre en diversos lugares, habrá cosas espantosas, y
grandes señales del cielo».
La gran claridad y puntualización de los eventos que Jesús especificó
contrasta con la parca interpretación que ciertos pastores dan a sus palabras.
En primer lugar porque el lenguaje superlativo del Salvador sobre los sucesos
conjuga distintos elementos y eventos planetarios en un mismo espacio de
tiempo. Mientras que, por ejemplo, los intérpretes de la actual crisis vírica
toman una parte del todo y le otorgan un carácter general y absoluto. Bajo la premisa
de principio de dolores apuntan que la pandemia es la definitiva evidencia de que
ha llegado el momento o que es el principio desde donde se desatarán todos los
sucesos. Incluso afirman que una crisis sanitaria como ésta nunca había afectado
a todo el planeta con tanta virulencia y letalidad. Desconocen, por tanto, que bastantes
de las anteriores pandemias de la historia tuvieron una incidencia universal
que aniquiló a millones de personas en tan poco espacio de tiempo, que la
comparación con la actual situación queda en una posición al menos un poco caricaturesca.
Entiendo, por tanto, que es muy imprudente admitir y ni
siquiera dar un mínimo crédito a ese tipo de razonamientos pastorales que básicamente
pretenden pontificarse a sí mismos con una escatología de puro riesgo
teológico. Sus planteamientos rallan el absurdo, especialmente si atendemos a
la directriz bíblica de que hemos sido llamados a no descifrar los tiempos sino
a estar preparados con nuestra lámpara llena de aceite (Mateo
25:1-13): «Por eso, también vosotros estad preparados, porque en el
momento que no penséis, vendrá el Hijo del hombre» (Mateo
24:44). «Mas de aquel día y hora, nadie sabe nada, ni los ángeles
de los cielos, ni el Hijo, sino sólo el Padre» (Mateo
24:36; Marcos 13:32). «Él les contestó: a vosotros no os toca conocer el tiempo y
el momento que ha fijado el Padre con su autoridad» (Hechos
1:7). Estar preparados es la clave; no descifrar los tiempos.
IGLESIAS
GRANEROS
Los tiempos difíciles son momentos en los cuales se observa
con mayor claridad la capacidad y disposición que las iglesias tienen de ser
canales de bendición. Ante cualquier situación de crisis, dificultad social o
incluso en su normalidad diaria, hay iglesias que actúan como un estanque o un granero:
un lugar donde almacenar algo para que no se estropee y se mantenga en buen
estado hasta el momento de usarlo y procesarlo. Estas iglesias son las que
acaparan el agua de vida de Jesús para controlar su cauce, estancándola por lo
que pudiera suceder y para que dé de beber a todos los miembros por igual de
manera apropiada y proporcionada. Su intención es ser muy buenos
administradores de la Gracia de Dios, pero con el agua de vida estancada. Este
es uno de los modos de ser de muchas congregaciones de la historia, pero
también de las postmodernas, éstas últimas acostumbradas a un modelo de iglesia
de target presencial pasivo, con un servicio espiritual a la carta, bien
diseñado, ya sea tradicional o actual, emotivo y bien dispuesto, con sus horarios
de culto y actividades correctamente establecidos, con una buena dinámica
religiosa y con un saludable y bien sedimentado poso teológico.
Pero la fuente de agua viva es exactamente eso: agua con vida
que no se puede detener. Es agua que corre y brota de la fuente justamente cuando
la necesitas. ¿Cuánta agua tienes? Solo la que emana del manantial y corre, no
la que almacenas. La provisión es una fuente de agua viva. Cuando creemos que
la provisión es llenar un granero, un estanque, una cuenta bancaria, un bolsillo,
una actividad eclesial o un programa es cuando estamos viviendo en otro modelo.
El cambio de paradigma que propone la Palabra es confiar en la fuente viva de
recursos. No en el agua estancada del pozo de Jacob (Juan
4), sino en la que corre y no se puede almacenar porque para
que sea viva ha de ser natural, espontánea y fluida al instante. Es el agua que
a duras penas aprendieron a beber los israelitas que vagaron durante cuarenta
años por el desierto. Mientras caminaban por el polvo y por la crisis que para
ellos significaba haber perdido sus anteriores seguridades, seguían pensando y
procediendo con la mente de Egipto, no con la de la tierra prometida. Su visión estaba en el punto de llegada, no en el de partida. Tenían una mente de estanque y de
graneros, sin la provisión del agua de vida que fluye. Y en el camino por el
desierto hacia la tierra prometida Yahvé les tuvo que enseñar que la vida no
se estanca sino que fluye. Y les fue dando provisión a su medida, de manera que
el agua fluiría cuando fuere necesario. Les decía que tocasen una roca y brotaba
agua; tenían necesidad de pan y llovía maná del cielo; confiaban en el Gran Yo
Soy y se abría una brecha de oportunidad para alcanzar un nuevo futuro.
Expandirse confiando en Dios no significa depender de una teología
de la prosperidad o de un insistente reclamo de las bendiciones de Dios para un
uso egoísta. Significa que el agua de vida ha de fluir a su paso cada día y a
cada momento, sin estanques, cisternas ni reservorios. Es un agua que fluye desde
la Palabra y no solo como una promesa divina de ámbito espiritual, sino también
operativa: una manera obediente de dar pasos adelante expandiéndonos y abriendo
brecha, sabiendo que Dios suplirá a cada instante según sus promesas y solo
bajo los designios de su voluntad.
CHRISTIAN MILATICH
Christian Milatich era un niño de una familia
desestructurada. Nació en la capital de Argentina y sus primeros años de vida
los pasó junto a sus tres hermanos menores con unos tíos que los acogieron por la
separación de sus progenitores, el abandono del padre y la indisposición de la
madre que a raíz del suceso matrimonial tuvo que ser atendida psiquiátricamente
en un hospital de Buenos Aires. La vida con los familiares fue un auténtico
infierno. A Christian lo maltrataron desde muy niño, abusaron sexualmente de él
repetidamente y su vida empezó a tambalear seriamente, aún más cuando vio que
sus hermanos menores también empezaban a ser maltratados y abusados íntimamente.
Consecuentemente también tuvo problemas de identidad sexual, con serios
episodios de incertidumbre y noches de angustia, sin saber qué sería de su vida
y cómo saldría de aquel atolladero psicológico y físico.
Con el paso del tiempo, toda aquella desorientación vital le
condujo a querer quitarse la vida; una definitiva determinación para poner fin
a la angustia que le perseguía. Un día, a orillas de un río cercano tomó la fatal
decisión. Esperó a que marchara un amigo, y con una pistola se disparó a
boca de cañón en la cabeza para terminar con su vida. Pero no salió ninguna
bala. Inmensamente contrariado y enfadado por la situación, Christian no podía
entender por qué razón la bala se atascó. Volvió a apretar el gatillo apuntando
hacia abajo para ver qué le pasaba al revólver y el proyectil sí salió
disparado, rebotando contra el suelo. En ese momento de gran perplejidad y confusión
tuvo un poco de luz para reflexionar. Y empezó a preguntarse las razones de tal
desatino. En medio de su estupefacción pensó si Dios verdaderamente existía, si
tendría algo para su vida o si alguna liberación divina habría más allá de la
angustia que le perseguía.
Muy poco tiempo después un amigo con el que jugaba a la
pelota en la calle le invitó a ir a la iglesia donde asistía. Aceptó la
invitación y fue al lugar del encuentro donde observó que la gente parecía
feliz y contenta, e incluso le abrazaban. Se sintió incómodo. Pero a pesar de
ello y de estar a la defensiva por unas muestras de cariño tan poco
experimentadas, permaneció en la reunión. Tras un tiempo de cantos y alabanzas,
el pastor de la congregación predicó durante más de dos horas. El mensaje fue
larguísimo, y aunque realmente no entendió toda la predicación, tan solo por respeto
a su amigo y a los que le acogieron se quedó hasta el final. Aún sin comprender
la mayoría de la exposición, sí retuvo en su mente unas palabras del
predicador basadas en Romanos 12:2: «podemos vencer si dejamos que
Jesucristo no solo gobierne nuestro corazón sino nuestros pensamientos; hay una
oportunidad para ser renovados de los pies a la cabeza». Esas
palabras calaron hondo en el corazón de Christian. Necesitaba esa transformación
porque su vida no tenía sentido y estaba psicológica y materialmente
destrozada. Cuando el predicador hizo una invitación a aceptar a Jesús como
Salvador, Christian no dudó que debía dar un paso de fe. Fue el único que caminó
hacia el frente. Y con una sencilla oración aceptó que Cristo sería su Salvador
y quien transformaría toda su vida. Era el 22 de agosto del 2002. Tenía 17
años.
A partir de aquel momento algo muy profundo sucedió en su
interior. Si antes se sentía un fracasado, una miseria humana y el más
desgraciado del mundo, desde aquel día ya no fue el mismo: le inundó una paz
que nunca antes había conocido, una paz inmensa que le daba alegría, pero sobretodo
mucha paz. Y a pesar de que sus hermanos siguieron un tortuoso camino de
delincuencia por el mundo de las drogas, el tráfico de estupefacientes, las
armas, los secuestros, robos, asesinatos y distintas formas de vida que les
conducirían a caminos de perdición espiritual, moral y social, Christian se
mostró firme en su radical cambio de vida.
En poco tiempo aquel joven que había entregado su vida a
Jesús empezó a compartir su fe en su entorno, en las calles, en los trenes o en
los autobuses, llevando a las personas que reclutaba a las reuniones donde
se congregaba. Y poco a poco empezó a predicar, para seguidamente a ir a las
misiones en otros países sudamericanos. Y con el paso de los meses se convirtió
en pastor. Y posteriormente conoció a la que más tarde sería su esposa,
originaria de Brasil, con quien tuvo dos hijas.
Pero la historia que nos atañe empezó a gestarse a finales
de diciembre del 2019. Dado que los padres de su esposa, Lidiane, viven en
Brasil y ya son mayores, la pareja decidió que después de tres años de no
verlos viajarían de Buenos Aires a Brasil para pasar dos meses de vacaciones en
casa de ellos, en Recife, en el estado de Pernambuco. Durante los
primeros meses del 2020, al conocerse las noticias que llegaban de Europa sobre
la gran expansión del coronavirus por el viejo continente, Brasil decidió
cerrar sus fronteras, por lo que Christian y Lidiane y sus dos hijas quedaron
retenidos y no pudieron volver a su hogar en Argentina.
Sin embargo, la situación económica y social en la región
se fue agravando tal y como iban pasando los días. A pesar de que el estado
brasileño no había decretado una cuarentena ni un confinamiento obligatorio de
la población, muchas de las empresas de confección que había en la zona
tuvieron que cerrar sus negocios por los efectos restrictivos que estaba
sufriendo la economía debido al cierre de fronteras y la caída de los precios.
La grave situación social y económica apeló a Christian y a su esposa, de
manera que los recursos económicos que les quedaban de sus vacaciones en Recife
empezaron a compartirlos con el vecindario más cercano. Pero las necesidades
eran tantas que los fondos fueron disminuyendo y tampoco los padres de Lidiane
estaban en una situación económica suficientemente boyante como para poder
ayudar más allá. No obstante Dios proveyó de algunas personas, unos cristianos y
otros no, que empezaron a colaborar, creando un grupo que progresivamente fue
creciendo hasta unas treinta personas, repartiendo bolsas de comida y ropa no
solo a los vecinos más cercanos sino también en barrios adyacentes.
Cuando se dan pasos adelante por fe y sin red de
protección, también puede suceder que los recursos propios aparentemente se
acaben y el ministerio de ayuda también tenga que terminar. Así que Christian
tuvo que buscar y ofrecerse para algunos trabajos, haciendo encargos, pintando,
poniendo suelos, realizando traducciones del portugués al español y diferentes tipos
de tareas que le salían al paso. Sin embargo, en el valle oscuro de este tiempo
de escasez, su red solidaria saltó a los medios de comunicación de la región.
Los titulares en prensa y televisión anunciaban: «Argentino
solidario en Pernambuco». O cuando supieron de su ministerio
cristiano titularon «Pastor argentino ayuda a personas necesitadas en distintos
barrios de Brasil».
Sorprendentemente, el salto a los medios de comunicación
permitió aumentar el número de personas que se ofrecieron para ayudar, así como
algunas empresas y supermercados que hicieron lo mismo para suplir las necesidades
de la red solidaria, comprando alimentos y facilitando la distribución. Y a día
de hoy el ministerio de Christian, junto a más de doscientas cincuenta personas
que colaboran tanto en la organización, recolección y reparto, así como un
grupo de empresarios que compran directamente alimentos para la red, alcanza a cinco
ciudades y nueve barrios de la región, además de las favelas, con visitas semanales o quincenales para entregar bolsas de comida en una provisión
de diez días.
Para Christian Milatich la realidad que hay detrás de todo
ello es la bendición de los cinco panes y los dos peces y la multiplicación
para los cinco mil (Mateo 14:13-21; Marcos 6:30-44; Lucas 9:10-17; Juan 6:1-15).
Cuando se ponen los únicos recursos disponibles y existentes en las
manos de Dios, sin pensar en almacenarlos o retenerlos, el manantial de agua y
de bendición fluye por sí solo. Y la pregunta que los medios de comunicación de
Recife se han hecho en sus tertulias públicas es «¿y dónde
están las 79 iglesias evangélicas que hay en la región?» «¿Por qué no se unen
para ayudar a los que lo necesitan y un pastor argentino retenido por el
coronavirus está haciendo esta labor?» Y Christian responde: «No es mi
tarea cuestionar lo que otros hacen; delante de Dios yo hago mi parte».
Las iglesias evangélicas de España y de otros muchos
lugares del planeta han hecho un gran esfuerzo por atender higiénica y
sanitariamente todas las prescripciones administrativas para luchar contra la
pandemia y también por suplir las necesidades de sus fieles. Tres de las disciplinas sociales que Japón había implantado con éxito,
por fin se han instaurado en nuestro país: mascarillas, distancia interpersonal
e higiene de manos. El gel hidroalcóholico se ha puesto de moda y lavarse las
manos ya no es solo una obligación sino una predilecta ocupación varias veces
al día. Pero podemos ser y estar tan limpios tantas veces como nos sea
necesario hasta el punto de que estemos tan ocupados por la desinfección
personal que reproduzcamos la actitud de Pilatos y nos lavemos las manos eludiendo responsabilidades e higienizando nuestras conciencias. Y al final
de cuentas, uno de los contrasentidos más dramáticos de la pandemia sería lavarnos cada día y a cada momento las manos, olvidándonos de lavar los pies de
los que padecen las consecuencias más duras de esta pandemia, y que también sufren
la mayor indigencia del mayor de los virus (Juan 13: 1-17).
Largo pero interesante.
ResponderEliminarAmén!
ResponderEliminarBuen análisis.