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· Predicar pan


© 2016 Josep Marc Laporta 


       Probablemente, desde aquella antigua y reprobada respuesta de Caín al desafiar a Dios si acaso él era guardián de su hermano,[1] la historia del planeta ha estado impelida a adquirir conciencia sobre el destino de nuestros hermanos y hermanas de creación, especialmente cuando sufren vejación o están faltos de la mínima dignidad y subsistencia. Tras aquella cainita afirmación de odio y absoluta indiferencia ante el prójimo más próximo y más íntimo, la frágil condición humana acude a las enramadas de la justicia y la solidaridad como una forma de resistencia común ante la arrogancia del egoísmo endémico, del pecado.

Muchas culturas han asumido la solidaridad y la justicia de oportunidades, dotándose de mecanismos reguladores y modificadores. En la antigua civilización egipcia se creía que al final de la vida el corazón daba testimonio de las acciones del que moría, por lo que se tenía que pesar en balanza a fin de encontrar la verdad y la justicia.[2] Otras tradiciones y enseñanzas, como la de Khunapup, conocida como El Campesino Elocuente, son testimonios de tradiciones que también se interesaban por la práctica de la justicia y la verdad. Una de las intervenciones de este Campesino Elocuente clama en su propia defensa reclamando justicia a la autoridad: «La ley está arruinada, la regla quebrantada. El pobre no puede vivir, lo despojan de sus bienes. No es honrada la justicia».[3]

En la cultura Ugarítica Ugarit, (Siria) aparecen parecidas preocupaciones en textos como: «No has juzgado la causa de la viuda, ni dictaminado el caso del oprimido, ni arrojado a los depredadores del pobre. En tu presencia no has alimentado al huérfano, ni a tus espaldas a la viuda».[4] En el Imperio Hitita se encuentran otras expresiones que revelan la atención al menesteroso: «del oprimido, del humilde (...) tú eres padre y madre; la causa del humilde, del oprimido, tú, Telepino, te la tomas a pecho».[5]

En el judaísmo, la Torá, reflejando el carácter agrícola de las sociedades hebreas, manda dejar sin cosechar una esquina del campo y ordena no volver a dicha parcela si se han olvidado ciertas gavillas de mies, con la finalidad de que la disfrute el extranjero, el huérfano y la viuda.[6] También exige el descanso de la tierra en el año séptimo para que coman de ella los pobres.[7] Además, es prescriptivo dejar el diezmo de toda la cosecha a la puerta de la casa cada tres años para que el levita y los grupos sociales más necesitados puedan sustentarse. Asimismo obliga a celebrar las fiestas e invitar a participar de ella a los más humildes.[8] Y uno de los resúmenes más explícitos del Antiguo Testamento designa al Señor como el hacedor de los menesterosos: «porque vuestro Dios es el Dios de dioses y el Señor de señores, el Dios grande, poderoso y temible, que no hace acepción de personas ni admite soborno; que hace justicia al huérfano y a la viuda, y ama al forastero, a quien da pan y vestido».[9]

La Grecia y Roma clásicas presentan en figuras como Séneca y los estoicos la preocupación por la dignidad de las personas, incluso sin importar su condición de esclavos, sosteniendo que lo importante es cuán buena sea la persona, porque incluso un esclavo podía ser justo, valiente, magnánimo y no procedía encolerizarse en contra de ellos.[10] Otros, como Cicerón, levantaron su voz por la justicia, «debemos comportarnos justamente incluso con las clases más bajas»,[11] en la idea de no hacer daño a nadie, salvo en defensa propia.[12] El mismo Ulpiano invitaba a «vivir honestamente, no hacer daño a nadie y dar a cada quien lo que le corresponde» como los mandatos del Derecho.[13]

En el mundo medieval la pobreza fue una realidad cotidiana. Hasta el siglo XIII los pobres eran quienes carecían de la condición de señores, es decir, el pueblo llano, los campesinos. Pero a partir del crecimiento de las ciudades y la instalación en ellas de los comerciantes y mercaderes, aparece el pobre de ciudad o mendigo, andrajoso, enfermo, colocado a la puerta de los monasterios de las órdenes mendicantes, para recibir la limosna diaria. Tal fue la extensión de la mendicidad, que el mismo Felipe II la autorizaba en 1565: «se sirva de que los pobres de Dios mendigantes verdaderos destos reynos, se amparen y socorran».[14]


Todas las prescripciones, preceptos y disposiciones de las distintas eras y culturas sobre la pobreza y la solidaridad contrastan con la verdad última y suprema que Jesús expone. Su propuesta trasciende el estricto socorro. El Salvador inicia su ministerio en la sinagoga, y abriendo los pergaminos en el texto de Isaías declara que el Espíritu del Señor le ha enviado a «llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor».[15] Pero Jesús no es un simple liberador de causas injustas, Él es el Pan de Vida en un sentido integral: «De cierto, de cierto os digo: No os dio Moisés el pan del cielo, mas mi Padre os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es aquel que descendió del cielo y da vida al mundo».[16] Jesús es el agua eterna[17] que sacia la sed y se implica en las carencias de los necesitados, quien, además de anunciarles el Reino de Dios, dio de comer a una hambrienta multitud de cinco mil personas. Y se presenta como el Pan de Vida[18], asegurando que «el que cree en mí, tiene vida eterna». Asimismo también alude al cuidado de los más pequeños como un acto de amor y servicio a Él: «de cierto os digo que en cuanto no lo hicisteis a uno de estos más pequeños, tampoco a mí lo hicisteis».[19] Y es el mismo Pan de Vida que responde a los letrados de la religión afirmando que la ley se cumple en un solo y magistral principio: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas».[20]


Predicar el Pan de Vida es la razón de ser del cristiano que asume la Gran Comisión[21] como un acto de amor integral. Sin embargo, no se puede predicar unilateralmente el Pan de Vida cuando hay escasez de pan de trigo en todas sus formas de dignidad humana. No se puede alardear de kerigma y de hacer discípulos hasta lo último de la tierra, mientras el amor no se encarna en formas tangibles, atendiendo y supliendo las necesidades más básicas y urgentes. Porque, ¿qué salvación se puede predicar cuando se les condena a muerte mientras viven? ¿Qué salvación presente y eterna se puede anunciar si se les esclaviza a vivir en sus permanentes penurias? La predicación es, fundamentalmente, un acto de amor integral, y no una comunicación retórica y locuaz del perdón divino. Cuando el apóstol del amor pregunta «si alguien que posee bienes materiales ve que su hermano está pasando necesidad, y no tiene compasión de él, ¿cómo se puede decir que el amor de Dios habita en él?»,[22] está apuntando a la misma esencia del proceso kerigmático: sin el amor divino nunca habría habido encarnación ni sacrificio pascual por los pecados de la humanidad. Así que Juan especifica el verdadero fondo de la misión: «queridos hijos, no amemos de palabra ni de labios para afuera, sino con hechos y de verdad». La responsabilidad del amor magistralmente relatado en 1ª de Corintios 13 expresa la importancia de desprenderse de los propios bienes para dar de comer a los pobres. Sin embargo, sin amor es un acto baldío, como lo es también predicar un Evangelio desnudo del amor implicado.

A menudo, las últimas palabras de Jesús antes de ascender al cielo se han aplicado desde el cristianismo de todos los tiempos de manera fatalmente sectaria y reduccionista, administrándolas desde la letra de la ortodoxia y la dogmática, como un acto liberador de la humanidad. El imperativo «Id y haced discípulos a todas las naciones...»[23] frecuentemente se ha prescrito como una evangelización urgente y por decreto, convirtiendo por la fuerza a pueblos enteros, obligados a la admisión de unos principios morales o espirituales, incluso condenando sin la vida a quienes no los aceptaran. Esta propensión del cristianismo se generalizó y tomó distintas formas, repitiendo la máxima del amor selectivo y absolutista, aquél que determina el destino de los incrédulos y los envía a una muerte autoexpiatoria antes que sufrir la condena eterna. La fórmula, evolucionada y civilizada, ha adaptado nuevas modalidades de urgencia kerigmática. Los postmodernos evangelismos explosivos, creativos, eficaces o urgentes, en el fondo definen al individuo como una mercancía o un producto cuyo destino final se ha de dirimir entre el cielo o el infierno, mientras poco parece importar su trayecto, vicisitudes y circunstancias en este mundo. En este escenario teológico y sociológico, el interés por su dignidad excluye la realidad humana y suele estar motivado y mediatizado por un interés evangelizador, como una estrategia tramposa para forzar la salvación de sus almas, lejos de una conducta realmente motivada en el amor.

Cuando Pablo y Silas invitan a la salvación al carcelero de Filipos con las palabras «cree en el Señor Jesús y serás salvo tú y tu casa»,[24] no hicieron exclusivamente un simple y puntual acto evangelístico, sino que antes le salvaron la vida al disuadirle de que se la quitara. Disponer de la necesidad del prójimo de manera interesada y codiciosa para anunciar la Buena Nueva de salvación es no entender que la Gracia de Dios personificada en el advenimiento de Jesús es, esencialmente, un acto de amor profundo, permanente y eterno. Y sin este modelo de amor desarrollado en la misericordia no emana ninguna solidaridad ni salvación.

Predicar el Pan de Vida también es predicar pan de trigo, con todas sus variables de atención a la dignidad humana: «si un hermano o una hermana no tienen ropa y carecen del sustento diario, y uno de vosotros les dice: Id en paz, calentaos y saciaos, pero no les dais lo necesario para su cuerpo, ¿de qué sirve?».[25] La proclamación del Pan de Vida que sacia el hambre espiritual, indefectiblemente y si fuere necesario, habrá de saciar el hambre fisiológica, porque, ¿cómo oirán de una salvación tan grande cuando tan urgente es su necesidad de comida, sustento, dignidad o salubridad? En el supuesto de que se pretendiera impartir una predicación unívoca, urgente y determinista, se reproducirían a pies puntillas parecidos parámetros sociológicos que en siglos pasados llevaron al cristianismo a decidir sobre la vida o la muerte de multitudes sin importar ni su condición humana ni sus permanentes penurias. Si en la forma no viene a ser lo mismo, en el fondo reproduce exactamente los mismos parámetros alienadores de la dignidad humana.


Predicar pan: predicar pan de trigo y predicar el Pan de Vida eterna. Porque el pan de Dios «que descendió del cielo y da vida al mundo» no decide ni participa de la muerte en vida de nuestros hermanos de creación. Los libera y salva. Integralmente. Y el Evangelio de salvación es predicado hasta lo último de la tierra cuando, junto al pan de trigo, el Pan de Vida es el alimento y el agua que sacia para vida eterna.


© 2016 Josep Marc Laporta


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     [1] Entonces el Señor dijo a Caín: «¿Dónde está tu hermano Abel?» Y él respondió: «No sé. ¿Soy yo acaso guardián de mi hermano?» (Génesis 4:9 y 10).
     [2] Citado en El libro de los muertos, o los jeroglíficos «Para salir al día, a la luz», que consistían en una colección de sortilegios que se deberían de conocer y pronunciar, para poder salir nuevamente a la luz.
     [3] La Historia del campesino elocuente (o del esclavo elocuente) es una obra literaria escrita en el Antiguo Egipto, datada en el 1970-1640 a.C., de la que nos han llegado varias copias, todas anteriores a la dinastía XIII, aunque se tiende a fecharlo durante la dinastía XII.
     [4] J.L. Sicre, op. Cit., p. 46.
    [5] J.L. Sicre, op. cit. p. 47.
     [6] Deuteronomio 24:19-21
     [7] Éxodo 23:11; Lev 25:23
     [8] Deuteronomio 16:11-14
     [9] Deuteronomio 10:17-18
     [10] Séneca, Sobre la Ira
     [11] De Officiis, I, 13
     [12] Cicerón, De Officiis 1, 19, 62
     [13] a Digesto, 1, 1, 10
     [14] Lohr vom Wachendorf, F.; La gran plaga. El hambre a través de la historia. 1959, Barcelona, Labor.
     [15] Mateo 4:18
     [16] Juan 6:32-34
     [17] Juan 4:13-14
     [18] Juan 6:35 y 48
     [19] Mateo 25:40-46
     [20] Mateo 22:34-40
     [21] Marcos 16:14-18; Lucas 24:36-49; Juan 20:19-23
     [22] 1ª Juan 3:17-18
     [23] Mateo 28:19
     [24] Hechos 16:31
     [25] Santiago 2:15 y 16

1 comentario:

  1. Salvi12:25

    Precioso hermano.Predicar pan resume muy bien lo que dios nos ha enviado, a predicar su evangelio a toda criatura. Somos escogidos para llevar su gloria a las naciones y todas las personas sin hacer acepción. Amén.

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