© 2016 Josep Marc Laporta
Probablemente,
desde aquella antigua y reprobada respuesta de Caín al desafiar a Dios si acaso
él era guardián de su hermano, la
historia del planeta ha estado impelida
a adquirir conciencia sobre el destino de
nuestros hermanos y hermanas de creación, especialmente cuando sufren vejación
o están faltos de la mínima dignidad y subsistencia. Tras aquella
cainita afirmación de odio y absoluta
indiferencia ante el prójimo más próximo y más íntimo, la frágil condición humana acude a las
enramadas de la justicia y la solidaridad como una forma de resistencia común ante la arrogancia del egoísmo endémico, del
pecado.
Muchas
culturas han asumido la solidaridad y la justicia de oportunidades, dotándose
de mecanismos reguladores y modificadores. En la antigua civilización egipcia
se creía que al final de la vida el corazón daba testimonio de las acciones del
que moría, por lo que se tenía que pesar en balanza a fin de encontrar la
verdad y la justicia. Otras
tradiciones y enseñanzas, como la de Khunapup,
conocida como El Campesino Elocuente, son testimonios de tradiciones que también se
interesaban por la práctica de la justicia y la verdad. Una de las
intervenciones de este Campesino
Elocuente clama en su
propia defensa reclamando justicia a la autoridad: «La ley está arruinada, la regla quebrantada. El
pobre no puede vivir, lo despojan de sus bienes. No es honrada la justicia».
En
la cultura Ugarítica –Ugarit, (Siria)– aparecen
parecidas preocupaciones en textos como: «No has juzgado la causa de la viuda, ni dictaminado el
caso del oprimido, ni arrojado a los depredadores del pobre. En tu presencia no
has alimentado al huérfano, ni a tus espaldas a la viuda». En el Imperio Hitita se encuentran otras expresiones
que revelan la atención al menesteroso: «del oprimido, del humilde (...) tú eres padre y madre; la
causa del humilde, del oprimido, tú, Telepino, te la tomas a pecho».
En
el judaísmo, la Torá, reflejando el carácter agrícola de las sociedades hebreas,
manda dejar sin cosechar una esquina del campo y ordena no volver a dicha parcela
si se han olvidado ciertas gavillas de mies, con la finalidad de que la
disfrute el extranjero, el huérfano y la viuda. También exige el descanso de la tierra en el año
séptimo para que coman de ella los pobres. Además, es prescriptivo dejar el diezmo de toda la
cosecha a la puerta de la casa cada tres años para que el levita y los grupos
sociales más necesitados puedan sustentarse. Asimismo obliga a celebrar las
fiestas e invitar a participar de ella a los más humildes. Y uno
de los resúmenes más explícitos del Antiguo Testamento designa al Señor como el
hacedor de los menesterosos: «porque
vuestro Dios es el Dios de dioses y el Señor de señores, el Dios grande,
poderoso y temible, que no hace acepción de personas ni admite soborno; que
hace justicia al huérfano y a la viuda, y ama al forastero, a quien da pan y
vestido».
La
Grecia y Roma clásicas presentan en figuras como Séneca y los estoicos la
preocupación por la dignidad de las personas, incluso sin importar su condición
de esclavos, sosteniendo que lo importante es cuán buena sea la persona, porque
incluso un esclavo podía ser justo, valiente, magnánimo y no procedía
encolerizarse en contra de ellos. Otros, como Cicerón, levantaron su voz por la
justicia, «debemos comportarnos
justamente incluso con las clases más bajas», en la idea de no hacer daño a nadie, salvo en
defensa propia. El mismo Ulpiano invitaba a «vivir honestamente, no hacer daño a nadie y dar a
cada quien lo que le corresponde» como los mandatos del Derecho.
En
el mundo medieval la pobreza fue una realidad cotidiana. Hasta el siglo XIII los
pobres eran quienes carecían de la condición de señores, es decir, el pueblo
llano, los campesinos. Pero a partir del crecimiento de las ciudades y la
instalación en ellas de los comerciantes y mercaderes, aparece el pobre de
ciudad o mendigo, andrajoso, enfermo, colocado a la puerta de los monasterios
de las órdenes mendicantes, para recibir la limosna diaria. Tal fue la extensión
de la mendicidad, que el mismo Felipe II la autorizaba en 1565: «se sirva de que los pobres de Dios mendigantes
verdaderos destos reynos, se amparen y socorran».
Todas
las prescripciones, preceptos y disposiciones de las distintas eras y culturas
sobre la pobreza y la solidaridad contrastan con la verdad última y suprema que
Jesús expone. Su propuesta trasciende el estricto socorro. El Salvador inicia
su ministerio en la sinagoga, y abriendo los pergaminos en el texto de Isaías declara que el Espíritu del Señor le ha
enviado a «llevar la Buena Noticia
a los pobres, a anunciar liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a
dar la libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor».
Pero Jesús no es un simple
liberador de causas injustas, Él es el Pan de Vida en un sentido integral: «De cierto, de cierto os digo: No os dio Moisés el
pan del cielo, mas mi Padre os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de
Dios es aquel que descendió del cielo y da vida al mundo». Jesús es el agua eterna que sacia
la sed y se implica en las carencias de los necesitados, quien, además de anunciarles
el Reino de Dios, dio de comer a
una hambrienta multitud de cinco mil personas. Y se
presenta como el Pan de Vida, asegurando
que «el que cree en mí, tiene vida eterna». Asimismo también alude al cuidado de los más
pequeños como un acto de amor y servicio a Él: «de cierto os digo que en cuanto no lo hicisteis a uno de
estos más pequeños, tampoco a mí lo hicisteis». Y es el mismo Pan de Vida que responde a los
letrados de la religión afirmando que
la ley se cumple en un solo y magistral principio: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con
toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El
segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos
mandamientos penden toda la Ley y los Profetas».
Predicar
el Pan de Vida es la razón de ser del cristiano que asume la Gran Comisión como
un acto de amor integral. Sin embargo, no se puede predicar unilateralmente el Pan de Vida cuando hay escasez
de pan de trigo en todas sus formas de dignidad humana. No se puede alardear de
kerigma y de hacer discípulos hasta lo último de la
tierra, mientras el amor no se encarna en formas tangibles, atendiendo y
supliendo las necesidades más básicas y urgentes. Porque, ¿qué salvación se puede predicar cuando se les
condena a muerte mientras viven? ¿Qué salvación presente y eterna se puede
anunciar si se les esclaviza a vivir en sus permanentes penurias? La predicación es, fundamentalmente, un acto de amor
integral, y no
una comunicación retórica y locuaz del perdón divino. Cuando el apóstol del amor
pregunta «si alguien que posee bienes materiales ve que su hermano
está pasando necesidad, y no tiene compasión de él, ¿cómo se puede decir que el
amor de Dios habita en él?», está apuntando a la misma esencia del proceso kerigmático: sin el amor divino nunca habría habido encarnación ni
sacrificio pascual por los pecados de la humanidad. Así que Juan especifica el
verdadero fondo de la misión: «queridos
hijos, no amemos de palabra ni de labios para afuera, sino con hechos y de
verdad». La
responsabilidad del amor magistralmente relatado en 1ª de Corintios 13 expresa la
importancia de desprenderse de los propios bienes para dar de comer a los
pobres. Sin embargo, sin amor es un acto baldío, como lo es también predicar un
Evangelio desnudo del amor implicado.
A menudo, las
últimas palabras de Jesús antes de ascender al cielo se han aplicado desde el cristianismo de todos los
tiempos de manera fatalmente sectaria y reduccionista, administrándolas desde la letra de la ortodoxia y la dogmática, como un acto liberador de la humanidad. El imperativo «Id y haced discípulos a todas las naciones...» frecuentemente se ha prescrito como una
evangelización urgente y por
decreto, convirtiendo por la fuerza
a pueblos enteros, obligados a la admisión de unos principios morales o espirituales, incluso condenando sin la vida a quienes no los aceptaran. Esta
propensión del cristianismo se generalizó y tomó distintas formas, repitiendo la máxima del amor selectivo y absolutista,
aquél que determina el destino de los incrédulos y los envía a una muerte
autoexpiatoria antes que sufrir la condena eterna. La fórmula, evolucionada y
civilizada, ha adaptado nuevas modalidades de urgencia kerigmática. Los postmodernos evangelismos
explosivos, creativos, eficaces o urgentes, en el fondo definen al individuo como una mercancía o un producto cuyo destino final
se ha de dirimir entre el
cielo o el infierno, mientras poco parece importar su trayecto, vicisitudes y
circunstancias en este mundo. En este escenario teológico y sociológico,
el interés por su dignidad
excluye la realidad humana y
suele estar motivado y
mediatizado por
un interés evangelizador, como una estrategia tramposa para forzar la salvación de sus almas, lejos de una conducta
realmente motivada en el amor.
Cuando
Pablo y Silas invitan a la salvación al carcelero de Filipos con las palabras «cree en el Señor Jesús y serás salvo tú y tu
casa», no hicieron exclusivamente un simple y puntual
acto evangelístico, sino que antes le salvaron la vida al disuadirle de que se
la quitara. Disponer de la
necesidad del prójimo de
manera interesada y codiciosa para anunciar la Buena Nueva de salvación es no entender que la Gracia de Dios personificada
en el advenimiento de Jesús es, esencialmente, un acto de amor
profundo, permanente y eterno. Y
sin este modelo de amor
desarrollado en la misericordia no emana ninguna solidaridad ni salvación.
Predicar
el Pan de Vida también es predicar pan de trigo, con todas sus variables de
atención a la dignidad
humana: «si un hermano o una hermana no
tienen ropa y carecen del sustento diario, y uno de vosotros les dice: Id en
paz, calentaos y saciaos, pero no les dais lo necesario para su cuerpo, ¿de qué
sirve?». La
proclamación del Pan de Vida que sacia el hambre espiritual, indefectiblemente
y si fuere necesario, habrá de saciar el hambre fisiológica, porque, ¿cómo oirán
de una salvación tan grande cuando tan urgente es su necesidad de comida,
sustento, dignidad o salubridad? En el supuesto de que se pretendiera impartir
una predicación unívoca, urgente y determinista, se reproducirían a pies
puntillas parecidos parámetros sociológicos que en siglos pasados llevaron al
cristianismo a decidir sobre la vida o la muerte de multitudes sin importar ni
su condición humana ni sus permanentes penurias. Si en la
forma no viene a ser lo mismo, en el fondo reproduce exactamente los mismos
parámetros alienadores de la dignidad humana.
Predicar pan: predicar
pan de trigo y predicar el Pan de
Vida eterna.
Porque el pan de Dios «que descendió del cielo y da vida al mundo» no
decide ni participa de la muerte en vida de nuestros hermanos de creación. Los libera
y salva. Integralmente. Y el Evangelio de salvación es predicado hasta lo
último de la tierra cuando, junto al pan de trigo, el Pan de Vida es el
alimento y el agua que sacia para vida eterna.
© 2016 Josep Marc Laporta
Precioso hermano.Predicar pan resume muy bien lo que dios nos ha enviado, a predicar su evangelio a toda criatura. Somos escogidos para llevar su gloria a las naciones y todas las personas sin hacer acepción. Amén.
ResponderEliminar