© 2012 Josep Marc Laporta (Conf. Instituto de América-Santa Fe, febrero, 2010)
Identificar a Jesús, socialmente
o políticamente, como nacionalista es inmiscuirse en un terreno resbaladizo y
muy delicado. Las apreciaciones que se puedan hacer respecto al Maestro de
Nazaret implican una responsabilidad intelectual que va más allá de las
adhesiones religiosas al uso, ya que su trascendente figura debe observarse
armónicamente en relación a su vida, obra y alcance eterno. Es por ello que una
aseveración de este tipo merece un acercamiento prudente y cauto, y, al mismo
tiempo, un correcto planteamiento intelectual entre lo sociológico, lo
histórico y lo teológico.
Es evidente que considerar a
Jesús como nacionalista judío o, en este caso, hablar del ‘nacionalismo de
Jesús’ puede provocar una seria controversia, no solo por el simple planteamiento
sino por las derivadas interpretativas que se puedan producir. Por
connotaciones históricas recientes, la palabra ‘nacionalista’ contiene una
serie de implicaciones despectivas o despreciativas que condicionan una adecuada
perspectiva de la palabra y su significado. Ciertos acontecimientos de corte nacionalista
radical, excluyente y xenófobo en distintos estados europeos, como en España con
la dictadura franquista, en Alemania con el alzamiento de Adolph Hitler o en
distintas regiones balcánicas con sus trágicas guerras étnicas, ha usurpado al
nombre –con el que se identifica la defensa de una identidad histórica y
cultural– su significado original más positivo y constructivo.
El nacionalismo puede entenderse
como un concepto de identidad experimentado colectivamente por miembros de un
gobierno, una nación, una sociedad o un territorio en particular. En su
esencia, la contemporánea concepción nacionalista deriva su desarrollo de la
teoría romántica de la ‘identidad cultural’ y, también, del argumento de que la
legitimidad política deriva del consenso de la población de una región o
territorio.[1] Este concepto de identidad
es propio en la inmensa totalidad de las naciones del planeta. Por razones
culturales, lingüísticas o de cohesión social, la inmensa mayoría de los
ciudadanos de un territorio tienen una cierta, uniformada e innata percepción
nacionalista de su tierra, que no es más que la defensa positiva de una
identidad cultural, lingüística, histórica, social y administrativa que los
hace mejor interrelacionados entre sí y más cohesionados socialmente.
Pero pese a que en muchos casos,
para despojarse de cualquier adjetivo despectivo, muchas identidades
nacionalistas a día de hoy pretendan autodenominarse ‘patrióticas’, en sí no son
más que la defensa de su propia realidad nacional y, en el caso de quienes
disponen de estado para defender su propia nación, el trasvase etimológico a ‘patriota’
–en lugar de ‘nacionalista’–, es el implícito y satisfactorio reconocimiento de
que su nación es también un estado.[2]
No obstante, aquella colectividad o pueblo que, por cohesión cultural,
idiomática e histórica, socialmente se considera una nación pero que por
razones políticas se le ha privado de los beneficios de un estado y de estructuras
administrativas propias, se desarrollará en ella una latente tensión identitaria
de carácter socioconvivencial. Por consiguiente, cuando el sentimiento y
conciencia de pertenencia a un colectivo o pueblo no coincide estructuralmente con
la administración política que lo pueda representar, es más probable que se
cree una disfunción social, inestable en su cohesión.[3]
Este fue el caso de Judea en el siglo I: una nación sin estado, con su territorio
ocupado por los romanos.
Jesús tuvo comportamientos sociales
que le implicaron con su pueblo y, consecuentemente, con la nación a la que
pertenecía. Y aunque Judea era un territorio nacional ocupado por el Imperio Romano y Jesús
no tomó parte activa en movimientos sociales y políticos, sí que defendió un
modelo social de lo político y se pronunció con determinación cuando le
reclamaron su parecer y posicionamiento.
Enraizado en su propia cultura y
pueblo, el Nuevo Testamento sugiere que Jesús era, por lo general, un judío
cumplidor de la Ley, defensor de los valores éticos hebreos (Mateo 7:12). No en vano aseguró a sus
discípulos que no había “venido para derogar la Ley (la Torá) o los
profetas, sino para cumplirla” (Mateo 5:17). Su obra redentora se inicia asintiendo y
admitiendo plenamente sus orígenes e implicándose con las características
sociológicas de su pueblo. Como punto importante en el análisis sociocultural del
pueblo hebreo, es necesario tener en cuenta la notable distancia ética,
cultural, lingüística y social que existía entre los judíos y las
civilizaciones circundantes. Los principios éticos y religiosos que formaban de
manera granítica su identidad cultural tenían pocas semblanzas con las culturas
contiguas. Por tanto, Jesús conoce, vive y participa de una peculiaridad
cultural, social y religiosa de férrea defensa de los valores nacionales.
Hasta tal punto se siente parte
de su nación y defiende su destino participativo universal, que afirma que “mientras
existan el cielo y la tierra, la ley no perderá ni un punto ni una coma de su
valor, hasta que todo se cumpla cabalmente” (Mateo 5:18). Jesús vincula los valores
éticos y sociales de su pueblo con su misión redentora. Teológicamente, esta
aseveración es el cumplimiento de los tiempos a través del pueblo escogido por
Dios (Génesis
22:18); no
obstante, sociológicamente es una rotunda identificación nacional: la
inicial preeminencia de un patrón cultural y religioso con el destino universal de su
obra redentora.
La afirmación de Jesús ante la
mujer samaritana, notificándole que la “salvación viene de los judíos” (Juan 4:22), reafirma el postulado
veterotestamentario de pueblo escogido por Dios (Génesis 12:1-3), pero también define muy bien
la contraposición identitaria de Jesús frente a la mujer samaritana. En el pozo
de Jacob se confrontan dos culturas y dos identidades que parecen
irreconciliables. En la disputa sobre los lugares de adoración, el Salvador
define al pueblo judío como el único consignatario de la promesa divina y de la
gracia salvadora que acontecerá en el Gólgota. Jesús cumple las Escrituras, opta
por el acercamiento ilustrado y manifiesta su posición privilegiada de Hijo de
Dios; pero asume integralmente que la nacionalidad judía es la única
depositaria dinástica de la gracia divina y su proyecto universal, desde donde se
extenderá la buena nueva de salvación a todas las culturas de la tierra. La
promesa dada por Dios a Abraham “en ti serán bendecidas todas las razas de
la tierra” (Génesis 12:3),
adquiere una relevancia eterna con la oferta de salvación “que viene de los
judíos”.
En tiempos de Jesús, ser judío
significaba no solamente pertenecer a una religión, sino también ser miembro de
una tribu extendida o de un grupo étnico, parte de la nación, aunque bajo el
dominio extranjero en esos momentos. El sentido nacionalista era muy
consistente, hasta el punto que aquellos que no eran miembros de algunas de las
tribus israelitas se les denominaba gentiles. No obstante, a algunos pocos
gentiles que habían adoptado la religión judía se les conocía como prosélitos. El
concepto de tribu en Judea tenía un alto significado nacionalista, de
protección de la identidad, costumbres, constitución, religión y leyes. Es por
eso que Jesús nació en el seno de una tribu y Mateo inaugura su evangelio con
una detallada descripción genealógica, especificando que Jesús era hijo de
David.
La importancia nacional e
identitaria tuvo una gran discusión en la posterior y primitiva iglesia
cristiana. Al principio, todos los seguidores de Jesús fueron judíos; poco
después de su muerte se les unieron algunos gentiles, pero por algún tiempo sus
seguidores eran vistos simplemente como otra secta dentro del judaísmo. Pero
tal fue la discusión identitaria, que por casi dos décadas se estuvo debatiendo
si una persona debía convertirse al judaísmo antes de poder ser aceptada como
seguidora de Jesús. Una de las razones de la convocación del Concilio de
Jerusalén, unos quince años después de la muerte de Jesús, fue precisamente
para debatir esta cuestión. El apóstol Pablo manifiesta esta realidad nacional
y, al mismo tiempo, transcultural de la salvación: “No me avergüenzo del
evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree; al
judío primeramente, y también al griego” (Romanos 1:16).[4]
En cuanto a la misión universal
de Jesús y su vinculación nacional, hay pasajes bíblicos que parecen mostrar
una reticente conducta. En la región de Tiro y Sidón, la actitud de Jesús con
la mujer cananea podría ser calificada de nacionalismo reduccionista y
excluyente (Mateo 15:21-28).[5] La mujer comenzó a gritar: “¡Señor,
Hijo de David, ten misericordia de mí! Mi hija está poseída por un demonio que
la atormenta terriblemente”. Los discípulos le rogaron que la atendiera y
la despidiera, a lo que Jesús contestó: “Dios me ha enviado solamente a las
ovejas perdidas del pueblo de Israel”. Pero ante una nueva súplica de la
mujer, Jesús no solo no la atendió sino que respondió: “No está bien
quitarles el pan a los hijos para echárselo a los perros”. La mujer
le inquirió: “Es cierto, Señor, pero también los cachorrillos comen las
migajas que caen de la mesa de sus amos”. Fue entonces cuando el Maestro le
respondió: “¡Grande es tu fe, mujer! ¡Que se haga lo que deseas!”.
En su itinerario misionero,
Jesús dejó la región de Galilea y se introdujo en ciudades de origen griego,
cuyos habitantes eran tratados por los judíos como paganos y gentiles. Tiro y
Sidón son dos ciudades que se encuentran en Fenicia, aunque habitadas
mayoritariamente por cananeos. En este contexto se sitúa el relato bíblico con
la mujer cananea. Jesús muestra su cara nacionalista más radical al asegurar
que ha sido enviado a las “ovejas perdidas del pueblo de Israel”,[6] excluyendo a los
cananeos. La incursión en un territorio fenicio de origen griego, habitado mayoritariamente
por cananeos y, también, por judíos exiliados o colonos, muestra la intención
de Jesús de recuperar a las ovejas perdidas de Israel de esos territorios. Este
sería su llamado al viajar hacia las ciudades costeras de Fenicia, lo que, en
principio, dejaría fuera a los cananeos. Sin embargo, la insistencia de la mujer,
que llama al Maestro por su nombre dinástico: “Señor, Hijo de David”,
indica un buen conocimiento de quien era Jesús y de su currículum sanador. En
primera instancia, la actitud de Jesús se muestra férrea e implacable respecto
al llamado divino al que ha sido encomendado. Pero en segunda opción, su
benevolencia sanadora se activa en y por la medida de la fe de la mujer
cananea. La alusión a la mujer y no a la hija –“que se haga lo que deseas”–,
muestra la importancia y trascendencia de la fe de todo aquél que dice
creer en Él.
El relato recogido por Lucas y
Mateo (7:1-9;
8:5-12) del
centurión romano que al entrar Jesús en Capernaum envió unos ancianos de los
judíos rogándole que fuera a su casa y sanara a su siervo, es una evidencia del
propósito supranacional de Jesús. Ante un oficial superior de las legiones
romanas, Jesús atiende la necesidad. El centurión suplicó: “Señor, no soy
digno de que entres bajo mi techo; solamente dí la palabra, y mi criado sanará.
Porque también yo soy hombre bajo autoridad, y tengo bajo mis órdenes soldados;
y digo a éste: Ve, y va; y al otro: Ven, y viene; y a mi siervo: Haz esto, y lo
hace.” (Mateo 8:8-9).
Los evangelios exponen que Jesús se maravilló y declaró: “De cierto os digo,
que ni aun en Israel he hallado tanta fe. Y os digo que vendrán muchos del
oriente y del occidente, y se sentarán con Abraham e Isaac y Jacob en el reino
de los cielos, mas los hijos del reino serán echados a las tinieblas de afuera;
allí será el lloro y el crujir de dientes” (Mateo 8:10-12).
La alusión al oriente y al
occidente sitúa la salvación en todos los confines de la tierra. Para Jesús
–ciudadano judío, de linaje real hebreo y de conciencia nacional y
religiosa–, el ministerio salvador que comprende y emprende es el de la
absoluta liberación universal de las estructuras del pecado. Aunque quien se le
acerque sea un centurión romano –en este caso colaboracionista con el judaísmo–,
su fe será la prueba única y suficiente de que la salvación no solamente será un
patrimonio del pueblo hebreo sino de la humanidad, porque de "ambos pueblos hizo uno" (Efesios 2:12-16; 1ª Pedro 2:9-10). El valor que Jesús señala
como determinante es la fe, sea de quien sea, se dé en el pueblo o nación que
se dé y se origine en las condiciones personales que se origine.
La vinculación de la misión
divina con la nación de Israel nos presenta a Jesús como un nacionalista de
fuertes raíces históricas; lo denominamos ‘nacionalista de referencia’. Este es
un hecho constatable que sitúa al Maestro altamente vinculado a su pueblo y
cultura. Pero como comprobaremos más adelante, su actitud también es un sabio comportamiento
pedagógico hacia un pueblo terco y obstinado, que permanece en un nacionalismo absolutamente
radical y excluyente. Desde esta perspectiva del contraste, podemos observar la
dimensión humana, social y política de Jesús.
La definición política y, por
ende, religiosa del ministerio de Jesús queda constatada con una traicionera
pregunta de los fariseos y herodianos. Aparte de la cuestión en sí, la
presencia de herodianos, –grupo político afín a Herodes–[7]
revela las luchas de poder y las inquietudes por conocer de cerca al supuesto
Mesías y ponerlo contra la espada y la pared con interrogaciones maliciosas. El
texto bíblico revela que los fariseos fueron a buscar a los herodianos para
ejercer una presión política y de derecho jurídico romano sobre Jesús,
planteando incómodas preguntas que pudieran dar lugar a equívocos legales para
un posterior encarcelamiento. “Maestro, sabemos que eres amante de la
verdad, y que enseñas con verdad el camino de Dios, y que no te cuidas de nadie,
porque no miras la apariencia de los hombres. Dinos, pues, qué te parece: ¿Es
lícito dar tributo a César, o no?” (Mateo 22:15-22). El Maestro, conociendo la
malicia de sus corazones, califica y señala a sus interlocutores como
hipócritas y tentadores.
Si Jesús responde que no se debe pagar tributo al
Cesar, sería reo de rebelión y podría ser tomado preso por los herodianos o los
romanos. Si afirma que se debe pagar el tributo se haría colaboracionista, y
aceptaría el yugo gentil sobre el pueblo elegido, algo intolerable para muchos.
El tema planteado va más allá de lo exclusivamente espiritual, es un asunto que
une lo espiritual y lo político de manera peligrosa. Pero Jesús no rehúye el
reto y pide una moneda del tributo. El denario que le entregaron fue suficiente
para desbaratar los argumentos maliciosos de sus interlocutores: “¿De quién
es esta imagen y esta inscripción?”. La respuesta era evidente: “Del
César”. La sencilla y sagaz conclusión del Maestro no da lugar equívocos: “Dad,
pues, al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.
En este suceso dialéctico, Jesús se vio envuelto
de argumentaciones y especulaciones de apariencia religiosa, pero con un fondo
estrictamente sociopolítico. Frente a la directa amenaza, el Maestro debía
manifestarse desde el respeto a su nacionalidad judía, desde la tradición legislativa
y religiosa de la que Él día a día daba cumplimiento y desde la realidad
política y social de la ocupación romana. Sin embargo, a pesar de distintas
apreciaciones teológicas que determinan exclusivamente que Jesús, con su
respuesta, separó y delimitó intersecciones entre lo secular y lo religioso, el
contexto histórico, numismático y social nos muestra otra realidad: Jesús optó
por resolver el asunto con referencias a lo espiritual, a lo ético y, también,
a lo sociopolítico.
En la moneda aparecía la imagen del emperador
Tiberio (42 a .C.–37 d.C.) y en su entorno la inscripción: ‘Tiberio emperador, hijo del
divino Augusto, digno de adoración’. La pregunta de Jesús no fue baladí: “¿De quién es esta imagen y esta
inscripción?” (Mateo
22:20). La alusión a la imagen y,
especialmente, a la leyenda que enmarcaba el rostro del poderoso Cesar, no
dejaba lugar a dudas: era una invitación a posicionarse tanto en un sentido
espiritual como en un implícito sentido patriótico. Si el César era divino y
digno de adoración, debían actuar en correspondencia (“dad al César lo que es
del César). Si Dios, manifestado en carne –frente a ellos– era digno de recibir adoración,
debían proceder en consecuencia (“dad a Dios lo que es de Dios”). El
texto bíblico relata que “oyendo esto, se maravillaron, y dejándole, se
fueron”. La triple alusión –espiritual, ética y política– noqueó las
pretensiones de fariseos y herodianos que deseaban una pronunciación únicamente
política para poder apresarlo.
Jesús es parte y convive integralmente con la
esencia e identidad nacional de su pueblo y, también, con la compleja realidad
invasora del Imperio romano. Desde su posición de enviado de Dios en medio de
una cultura y una sociedad concreta, asume su condición nacional y se
identifica plenamente con la realidad sociopolítica y con el llamado divino que
ha sido encomendado, en condición de nación escogida por Dios. El nacionalismo
de Jesús es referencial, pero también es identitario; es originario, pero
también es parte del cumplimiento de los tiempos desde una identidad religiosa,
cultural y social, que se dirige hacia otros pueblos, hasta “lo último de la
tierra” (Hechos 1:8).
Un aspecto importante de
consideración en el presente estudio es cómo veían e identificarían los judíos
la aparición del Mesías esperado. En los primeros siglos, la palabra ‘Mesías’
tenía un significado puramente de líder militar, excluyendo cualquier
apreciación espiritual. Ese Mesías esperado liberaría con su liderazgo
político-militar a los judíos del dominio romano, traería a los exiliados de
todos los rincones de la tierra y anunciaría la llegada de una nueva era de paz
universal. Un siglo más tarde de la muerte de Jesús, muchos judíos aceptaron a
un general militar como el Mesías. Conocida como la segunda guerra
judeo-romana, la llamada rebelión del ‘Mesías’ Bar Cojba fue un intento de
liberación del territorio de Israel de la invasión y opresión romana. De esta
manera podemos entender que Jesús fuera identificado erróneamente como el
Mesías, con un mensaje de orientación nacionalista y liberador, con sendas y
esporádicas alusiones a un cierto tipo de violencia. “No creáis que he
venido a traer la paz al mundo. ¡No he venido a traer paz, sino guerra!”,
dijo en una ocasión, refiriéndose al seguimiento espiritual (Mateo 10:34).
La asociación que sus congéneres
hicieron de la palabra ‘Mesías’ con lo militar y lo político fue el caldo de
cultivo para que las autoridades romanas ocupadoras consideraran a Jesús como
una persona peligrosa y razón suficiente para crucificarlo. Su actitud
nacionalista de base, defendiendo una renovación espiritual de la Ley mosaica y
el cumplimiento de los tiempos desde las esencias éticas del judaísmo,
participó determinantemente en la percepción de sus conciudadanos de que Él podría
ser el liberador esperado. No obstante, los gritos del pueblo de
‘¡crucifícale!’ en el juicio ante Pilato muestran que el nacionalismo que
observaron en Jesús no fue suficiente para sus intereses de liberación del yugo
romano ni su mensaje de transformación integral y espiritual fue bien recibido.
En cuanto al perfil generalmente
positivo que se presenta en el Nuevo Testamento de Poncio Pilato, cabe destacar
la ferocidad de su gobierno en Judea. Pilato fue un hombre particularmente
maléfico. El carácter y la actitud benévola y comprensiva que se nos muestra en
los relatos bíblicos nada tienen que ver con su crueldad. Los textos manifiestan
una cierta tendencia a desfigurar la realidad poniendo el acento de la decisión
de la ejecución de Jesús en el pueblo, con sus gritos de ‘¡crucifícale!’. Pero
Poncio Pilato, con su supuesta imparcialidad y teatral benevolencia, aceptó el
clamor de los judíos congregados, pese a que él podía haber tomado otra opción.
Pilato actuó en medio de la muchedumbre aceptando lo que quería el pueblo y lo
que él también deseaba. En realidad el gobernador vio en Jesús a un
nacionalista, un alborotador y radical judío que había que ajusticiar, pero en
este caso se sirvió de la presión del pueblo que se manifestaba a favor de su
crucifixión y por la liberación de Barrabás. Observado desde una óptica
política, Poncio Pilato, como responsable último de la decisión, optó por
condenar a un pacífico nacionalista –Jesús– y exculpar a otro nacionalista,
aunque terrorista y miembro de un grupo subversivo –Barrabás– (Mateo
27:15-26; Marcos 15; Lucas 23:1-24).
El título que encabezaba la cruz
con la leyenda ‘Rey de los judíos’ (Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum) expresa la relación sociopolítica que Pilato
observó en la demanda del pueblo y la admisión de que Jesús podía ser el
pretendiente nacionalista del mesianismo judío. La reclamación de rectificación
de los principales sacerdotes de los judíos a Pilato para no escribir ‘Rey de los
judíos’ sino ‘Soy Rey de los
judíos’ (Juan 19:21), explica las diferencias de
apreciación sobre la auténtica identidad social, política y espiritual de
Jesús. El prefecto romano declinó la sugerencia de los religiosos y mantuvo lo
escrito, manifestando su percepción política y afrentando a los judíos.
Es oportuno tener en cuenta que
mientras el cristianismo observa a Jesús desde una óptica exclusivamente
espiritual y en un contexto de salvación, un análisis sociológico de los acontecimientos
históricos muestra el ministerio de Jesús en medio de un escenario claramente político,
con marcados acentos nacionalistas y contextos de identificación religioso-patriótica.
Pero el contraste entre el nacionalismo religioso, dogmático y excluyente de
los fariseos, saduceos y celotes, y el nacionalismo referencial, originario y
de consumación profética de Jesús es abismal. El mundo y las naciones son la
orientación de su nueva identidad supranacional.
El compendio universal de
salvación que formuló el Maestro ante Nicodemo (Juan 3), denota la dinámica disposición
de Jesús frente al inmovilismo religioso y político de los fariseos y sus
congéneres. “De tal manera amó Dios al mundo” y “para todo aquél que
en Él cree” es la evidencia de que pese a que “la salvación viene de los
judíos”, la actividad salvadora de la gracia divina no tiene fronteras. El
contraste entre el nacionalismo de referencia de Jesús y el nacionalismo
absolutista, excluyente y xenófobo de los fariseos es la universalidad de su
mensaje.
“No son del mundo, como tampoco
yo soy del mundo”
oraba el Salvador, suplicando por lo suyos, “para que el mundo crea que tú
me enviaste” (Juan 17). Y
aún delante de Pilato, Jesús declaraba su supranacionalidad y reinado universal:
“mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis
servidores pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos; pero mi reino
no es de aquí” (Juan 18:36); una afirmación que concuerda con el anuncio
de la Gran Comisión: “me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en
Samaria, y hasta lo último de la tierra” (Hechos 1:8) y con la enunciación recogida
por Lucas en el Aposento Alto: “fue necesario que el Cristo padeciese, y
resucitase de los muertos al tercer día; y que se predicase en su nombre el
arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones, comenzando desde
Jerusalén” (Lucas 24:47).
El recorrido de Jesús hacia la
salvación universal se inicia en Jerusalén; prosigue en su nación de origen,
Judea; y continúa en territorio de gentiles, Samaria; para alcanzar a todas las
naciones: “hasta lo último de la tierra” (Hechos 1:8). Si, como apunté anteriormente,
el nacionalismo de referencia de
Jesús no sucumbe ante una nociva y absolutista identidad, la xenofobia y la
exclusión, también es cierto que no podría haber existido salvación si Jesús no
hubiese atendido a sus raíces y dado puntual cumplimiento a un Dios encarnado
en una tradición religiosa, una nación y una disposición legislativa diferenciada.
En el Salvador se observan dos facetas que congenian y se complementan sin
entorpecerse: la sujeción sociocultural a una identidad, un pueblo y costumbres
comunes, y la universalidad de su ministerio, otorgando a la fe el valor
supremo para la adhesión. Un nacionalismo de raíces e identidad, pero
integrador y participativo en una nueva ciudadanía celestial (Filipenses 3:20).
[1] El nacionalismo es un movimiento
social y político, pero también es una ideología que puede ser excluyente. El
concepto de nacionalidad contemporáneo nació en las circunstancias históricas
de la Era de las Revoluciones (revolución industrial, revolución burguesa,
revolución liberal) desde finales del siglo XVIII. No obstante, pese a su
contemporaneidad, el concepto es análogo a todas las épocas de la historia,
pues tiene su base en la conciencia de pueblo, con identidad cultural y deseo
de que todo ello tenga una correlación político-administrativa.
Como
movimiento social y político, el nacionalismo tiene como esencia la
corresponsabilidad entre identidad sociocultural y la necesidad de estar
representados políticamente y administrativamente dentro de una soberanía
nacional.
Como
ideología, el nacionalismo pone a una determinada nación como el único y
absoluto referente identitario. Este ha sido el caso de las dictaduras de
Franco en España (1939-1975) y el nazismo en Alemania (1933-1945).
[2] La suplantación de la palabra
‘nacionalismo’ por ‘patriota’ es una de las perversiones del lenguaje político
y social actual. Debido a condenables sucesos y acontecimientos totalitarios y
execrables en algunos países, el apodo nacionalista ha sufrido valoraciones
despreciativas y despectivas. Es por ello que muchos ciudadanos que se
consideran nación y disponen de estado propio (VG.: Francia, Alemania, España…)
han optado por utilizar el nombre de ‘patriotas’ en lugar de ‘nacionalistas’
para alejarse del sentido peyorativo de la palabra. Y, al mismo tiempo, estos
mismos nacionalistas que se autodenominan ‘patriotas’ llaman despectivamente
‘nacionalistas’ a aquellos que defienden su nación o nacionalidad que aún no disponen
de estado propio o estructura administrativa coherente con su particularidad
social y cultural (este es el caso de Cataluña, País Vasco, Flandes, etc.).
Pese a la manifiesta perversión del lenguaje, ambos son nacionalistas y también
patriotas, porque defienden la identidad de su nación; la diferencia estriba en
que unos disponen de un estado que ampara y protege su plenitud e identidad
nacional y los otros no.
[3] Este es el caso de algunas nacionalidades
europeas, con identidades, culturales, idiomáticas y sociales específicas que,
a pesar de serles reconocidas gran parte de su naturaleza y peculiaridad,
forman parte de un estado que en realidad no les representa satisfactoriamente
(VG.: País Vasco, Catalunya, Flandes o Escocia). Desde la sociología se indica
que una nacionalidad sociocultural e idiomática debe corresponderse con un
estado (ente administrativo y político) para velar colmadamente por su
personalidad social, su idioma, su idiosincrasia y sus particularidades
históricas. El reposo y desahogo social de una nacionalidad y de sus ciudadanos
radica en disponer de un estado que vele y ampare su peculiaridad.
[4] El relato de Hechos 11 es una
muestra de cómo los gentiles fueron considerados iglesia y parte del pueblo de
Dios: “Entonces, oídas estas cosas, callaron, y glorificaron a Dios,
diciendo: ¡De manera que también a los gentiles ha dado Dios arrepentimiento
para vida!”.
[5] Pasaje paralelo en Marcos
7:24-30. La mujer era griega de nacionalidad, de origen sirofenicio, por su
raza se la identificaba con los cananeos del periodo veterotestamentario y
también se la asociaba con la religión pagana de Tiro y Sidón.
[6] En las instrucciones a los doce (Mateo 10:5-6), Jesús también incide en las
‘ovejas perdidas de Israel’: “Por camino de gentiles no vayáis, y en ciudad
de samaritanos no entréis, sino id antes a las ovejas perdidas de la casa de
Israel”.
[7] Los herodianos, eran partidarios
de la política liberal de Herodes y perseguían la helenización de Palestina, no
en vano mantenían excelentes relaciones con las autoridades romanas. Los
fariseos, por su parte, eran celosos cumplidores de la Ley y odiaban hasta el
extremo a Herodes, al que consideraban un usurpador de los derechos davídicos.
Ambos grupos eran acérrimos adversarios, pero se unieron en su enemistad contra
Jesús con la finalidad de ponerlo en entredicho y llevarlo a los tribunales.
© 2012 Josep Marc Laporta.
Acabo de leer este larguísimo articulo y me ha parecido muy bueno. Echo en falta alguna referencia más concreta al nacionalismo romano el invasor en esos momentos de la historia. Me ha parecido que no entra en analizar las condiciones por las que la ocupacion romana se dio en ese momento histórico. Claro que la cosa va sobre el nacionalismo de Jesus y no sobre el romano, pero noto a faltar. Igualmente me parece acertado en estos tiempos inciertos. Jesus fue de la tierra y en la tierra suya se alimentó y creció. No existe contradicción con que su mision se fuera a otras naciones. Asi es Dios!
ResponderEliminarQue elegancia y delicades al tocar este tema. Me ha parecido muy bueno. Gracias.
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