Centre d'Estudis Jordi Pujol
© 2011 Josep Marc Laporta .
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El mundo en un pañuelo. Desde que la globalización irrumpió con toda su fuerza y contundencia en el último tercio del pasado siglo por medio de las comunicaciones, la información, el comercio y la economía, el mundo se ha reducido, psicológicamente, a las medidas de un pañuelo. La celeridad de las comunicaciones, con su tecnología espacial y sus redes cual telaraña, ha facilitado la información y el mutuo conocimiento entre naciones, pueblos y aldeas. El comercio, que tradicionalmente se había desarrollado a golpe de timón, con el mar como autopista negociadora, se ha internacionalizado abocando a la economía a una interdependencia mundial. Pero ¿cómo ha influido esta movilización global a los pueblos y sus culturas?
Defino la cultura como aquellas convenciones características que un colectivo de hombres y mujeres, unidos a la tierra que les ha visto nacer, ha ido creando internamente con el paso de las generaciones, de las distintas migraciones y las relaciones sociales circundantes. Es lo que Peter Berger llama “su sentido social científico convencional: como las creencias, valores y estilos de la vida de la gente común en su existencia diaria".(1) Bajo este prisma podemos afirmar que cada cultura nace y vive enraizada indisolublemente con el paisaje, la orografía, el ecosistema, el clima, la nomenclatura, las gentes, el idioma y sus dialectos, el léxico, las costumbres contemporáneas, las tradiciones centenarias, la sabiduría popular, el conocimiento del entorno y la conciencia de colectivo o pueblo. Es por ello que la misma palabra cultura fue variando a lo largo de los siglos. En el latín hablado en Roma significaba inicialmente ‘cultivo de la tierra’, y luego, por extensión metafórica, ‘cultivo de las especies humanas’. Este concepto alternaba con civilización, que también deriva del latín y se usaba como opuesto a salvajismo o barbarie. Civilizado era el hombre educado y, al mismo tiempo, cultura era el hombre cultivado en su propia tierra y medio ambiente (con su filosofía, ciencia, arte y religión).
Los defectos de la globalización de las culturas se empiezan a manifestar cuando se mundializa —por el efecto dominó de las comunicaciones, información, comercio y economía—, lo que el paso de los siglos —en alianza con la tierra, sus gentes, circunstancias y contextos— tardó en gestar. En realidad, la globalización cultural es un pretencioso reduccionismo atomizador que desfigura la singularidad y peculiaridad de cada pueblo.
La globalización de las culturas fomenta la dispersión de todas aquellas cualidades sociales y de convivencia que hacen que una comunidad viva cohesionada. Es decir, cuando un pueblo y su cultura, con su particular cosmovisión de la vida, queda absorbido por la globalización, en realidad no se le facilita una mejor convivencia sino que la diversifica, debilitando aquellas defensas que han sido su cohesión interna y que los siglos han entretejido. Un pueblo adherido ilustradamente a su ecosistema cultural es la mejor estrategia política para la convivencia y el desarrollo social y comunitario.
Existen razones de peso para defender este postulado. Una de ellas es que la cultura común homogeniza los comportamientos, facilitando las relaciones y propósitos. Las conductas colectivas no nacen de la nada ni se inventan exclusivamente por estrategias publicitarias de los mass media, sino que provienen de formas aprendidas en la propia cultura y sociedad. Es cierto que los medios de comunicación homogenizan los hábitos, las costumbres y los comportamientos de los individuos que conforman cualquier sociedad; pero no podemos olvidar que la comprensión de esas nuevas propuestas dependerá en gran parte del sustrato cultural del que forman parte. La cultura de un pueblo, como forma común de interpretación, aprendizaje y expresión, es la que permite a esa comunidad relacionarse con un mismo dialecto social y contextual.
Otro de los defectos de la globalización es la pragmática asimilación. La cultura es un ecosistema formativo que cada pueblo ha construido de manera granítica y centrípeta. La globalización propone la asimilación constante y la interrelación de las culturas como aval para el desarrollo social y el entendimiento interreligioso e intercultural; en definitiva: un colonialismo múltiple e ilustrado. Cabe decir que no existen dudas de que disponer de una mayor cosmovisión del mundo en el que vivimos facultará un más alto respeto, comunicación e interrelación entre los pueblos y culturas de la tierra; sin embargo, la asimilación a la que nos invita la globalización diluye gran parte de las particularidades y singularidades que estabilizan socialmente una comunidad, descomponiendo la riqueza que centenares de años ha embutido en gentes y pueblos.
Un último apunte sobre los defectos de la globalización tiene que ver con el abandono del sentido de pertinencia. Pertenecer o ser parte de algo es una de las mayores necesidades sociales del ser humano. Pero una pertinencia vasta y universal no es en sí una respuesta convincente para un ser humano que busca este valor en la cercanía. Un mundo globalizado no satisface la necesidad individual de pertinencia, ya que dicha magnitud provoca más indefensión e indefinición que significado corporativo. El sentido de pertinencia o el sentirse parte de una comunidad, un grupo o un colectivo es vital para la formación de las sociedades y de su proyecto común. La globalización no habría de sustituir o suplantar este sentido, porque esta necesidad social y humana tiene connotaciones de proximidad, contacto e intimidad que aquella no puede proveer. Es necesario, por tanto, una defensa activa de los valores sociales y culturales del territorio y sus gentes; indisolublemente. Es más, sin territorio no existirían personas, comunidad, cultura ni pueblo. Por lo tanto, sin pueblo —en su sentido identitario y formal— no existiría cultura, comunidad, personas ni territorio.
Defino la cultura como aquellas convenciones características que un colectivo de hombres y mujeres, unidos a la tierra que les ha visto nacer, ha ido creando internamente con el paso de las generaciones, de las distintas migraciones y las relaciones sociales circundantes. Es lo que Peter Berger llama “su sentido social científico convencional: como las creencias, valores y estilos de la vida de la gente común en su existencia diaria".(1) Bajo este prisma podemos afirmar que cada cultura nace y vive enraizada indisolublemente con el paisaje, la orografía, el ecosistema, el clima, la nomenclatura, las gentes, el idioma y sus dialectos, el léxico, las costumbres contemporáneas, las tradiciones centenarias, la sabiduría popular, el conocimiento del entorno y la conciencia de colectivo o pueblo. Es por ello que la misma palabra cultura fue variando a lo largo de los siglos. En el latín hablado en Roma significaba inicialmente ‘cultivo de la tierra’, y luego, por extensión metafórica, ‘cultivo de las especies humanas’. Este concepto alternaba con civilización, que también deriva del latín y se usaba como opuesto a salvajismo o barbarie. Civilizado era el hombre educado y, al mismo tiempo, cultura era el hombre cultivado en su propia tierra y medio ambiente (con su filosofía, ciencia, arte y religión).
Los defectos de la globalización de las culturas se empiezan a manifestar cuando se mundializa —por el efecto dominó de las comunicaciones, información, comercio y economía—, lo que el paso de los siglos —en alianza con la tierra, sus gentes, circunstancias y contextos— tardó en gestar. En realidad, la globalización cultural es un pretencioso reduccionismo atomizador que desfigura la singularidad y peculiaridad de cada pueblo.
La globalización de las culturas fomenta la dispersión de todas aquellas cualidades sociales y de convivencia que hacen que una comunidad viva cohesionada. Es decir, cuando un pueblo y su cultura, con su particular cosmovisión de la vida, queda absorbido por la globalización, en realidad no se le facilita una mejor convivencia sino que la diversifica, debilitando aquellas defensas que han sido su cohesión interna y que los siglos han entretejido. Un pueblo adherido ilustradamente a su ecosistema cultural es la mejor estrategia política para la convivencia y el desarrollo social y comunitario.
Existen razones de peso para defender este postulado. Una de ellas es que la cultura común homogeniza los comportamientos, facilitando las relaciones y propósitos. Las conductas colectivas no nacen de la nada ni se inventan exclusivamente por estrategias publicitarias de los mass media, sino que provienen de formas aprendidas en la propia cultura y sociedad. Es cierto que los medios de comunicación homogenizan los hábitos, las costumbres y los comportamientos de los individuos que conforman cualquier sociedad; pero no podemos olvidar que la comprensión de esas nuevas propuestas dependerá en gran parte del sustrato cultural del que forman parte. La cultura de un pueblo, como forma común de interpretación, aprendizaje y expresión, es la que permite a esa comunidad relacionarse con un mismo dialecto social y contextual.
Otro de los defectos de la globalización es la pragmática asimilación. La cultura es un ecosistema formativo que cada pueblo ha construido de manera granítica y centrípeta. La globalización propone la asimilación constante y la interrelación de las culturas como aval para el desarrollo social y el entendimiento interreligioso e intercultural; en definitiva: un colonialismo múltiple e ilustrado. Cabe decir que no existen dudas de que disponer de una mayor cosmovisión del mundo en el que vivimos facultará un más alto respeto, comunicación e interrelación entre los pueblos y culturas de la tierra; sin embargo, la asimilación a la que nos invita la globalización diluye gran parte de las particularidades y singularidades que estabilizan socialmente una comunidad, descomponiendo la riqueza que centenares de años ha embutido en gentes y pueblos.
Un último apunte sobre los defectos de la globalización tiene que ver con el abandono del sentido de pertinencia. Pertenecer o ser parte de algo es una de las mayores necesidades sociales del ser humano. Pero una pertinencia vasta y universal no es en sí una respuesta convincente para un ser humano que busca este valor en la cercanía. Un mundo globalizado no satisface la necesidad individual de pertinencia, ya que dicha magnitud provoca más indefensión e indefinición que significado corporativo. El sentido de pertinencia o el sentirse parte de una comunidad, un grupo o un colectivo es vital para la formación de las sociedades y de su proyecto común. La globalización no habría de sustituir o suplantar este sentido, porque esta necesidad social y humana tiene connotaciones de proximidad, contacto e intimidad que aquella no puede proveer. Es necesario, por tanto, una defensa activa de los valores sociales y culturales del territorio y sus gentes; indisolublemente. Es más, sin territorio no existirían personas, comunidad, cultura ni pueblo. Por lo tanto, sin pueblo —en su sentido identitario y formal— no existiría cultura, comunidad, personas ni territorio.
(1) Peter Berger, “Introduction: The Cultural Dynamics of Globalization”,
en Many Globalizations: Cultural Diversity in the Contemporary World,
ed. por Peter L. Berger y Samuel P. Huntington (Oxford: Oxford University)
en Many Globalizations: Cultural Diversity in the Contemporary World,
ed. por Peter L. Berger y Samuel P. Huntington (Oxford: Oxford University)
Centre d'Estudis Jordi Pujol
© 2011 Josep Marc Laporta .
acertado. me parece que tocas las partes trocales y fundamentales de la globalizacion de las culturas. felicitats mestre
ResponderEliminarme ha parecido my bueno. perfecto
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