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· La ética

(Cristianismo en la postcristiandad)



1-     La sociedad transparente
2-    Globalización y volatilidad ética
3-    La ética capitalista
4-    Los discursos de la ética
5-    Ética suprema

 

Nuestro tecnificado e informatizado siglo XXI es un mundo en el que los grandes valores que durante toda la historia de la humanidad se postularon como permanentes y estables han perdido su antigua fortaleza. Hoy, en ausencia del todopoderoso marco de la cristiandad, el valor de lo permanente e incontrovertible es discutido y ninguneado. Todo puede ser cuestionado, incluso lo que hasta hace unos años era lo más sagrado e intocable. Aquel pensamiento estable e inalterable que gozaba del crédito de la verdad suprema, hoy se ha convertido en pensamiento débil.[1] Una insolvencia crítica respecto a las implicaciones éticas finalistas.

La ancestral conciencia de trascendencia y culpabilidad universal que acompañó el mundo occidental durante su historia y que formaba una línea sucesiva y sucesora de religión, tradición y sociedades, prácticamente se ha esfumado ante la irrupción de la postmodernidad y el declive de la cristiandad. Hoy, la debilidad del pensamiento social se puede advertir en la ausencia de conciencia de Dios o en la falta de sentido de responsabilidad última, tanto en lo personal, social o político; lo que convierte la ética en una condición lucrativa de conveniencia particular. Sin referencias universales, lo ético zozobra en el oleaje de los libres albedríos.


1- LA SOCIEDAD TRANSPARENTE


Gianno Vattimo, en su obra La sociedad transparente, sostiene que, al perder Occidente las referencias cristianas que indicaban un norte, en los últimos años hemos entrado en el nacimiento de una nueva sociedad marcada por la influencia. Somos diversificadamente influenciables. Vivimos sometidos a múltiples y variadas ascendencias que asimismo determinan múltiples y variados comportamientos éticos y sociales. Los medios de comunicación en red, los teléfonos inteligentes, los chats, los periódicos digitales, la radio o los innumerables canales de televisión se han convertido en gestores y multiplicadores de incalculables visiones del mundo. Ya no hay una sola fuente de información, como sucedió con la cristiandad de Occidente, sino que las cosmovisiones y las construcciones de la realidad son diversas, múltiples y discordantes entre sí. Y como una correa transmisora de pensamientos y comportamientos, las actitudes y respuestas éticas también son múltiples y discrepantes. Estamos inmersos en un politeísmo de los valores.

La didáctica de los medios de comunicación en red y la multiplicidad de información ética que representan, constituyen una sociedad translúcida, puesto que todo, tanto lo bueno como lo malo, está a la vista de todos y en cualquier momento. Por lo tanto, lo ético es visto como una opción a elección dentro de la gran variedad de propuestas sociales. En los mass-media, hoy se puede optar entre un programa televisivo de gran audiencia donde se sacan todos los trapos sucios de la vida de un personaje público y se regodean en la podredumbre humana o, al contrario, ver en otra cadena cómo en un plató unos tertulianos pontifican sumo respeto a pequeños colectivos agraviados de la sociedad. La ética es hoy una cuestión de oferta y demanda. Es un mercado concurrente de opciones y posibilidades que permite un posicionamiento social y personal según intereses privados. Aquello que antes era socialmente objetivo en lo ético, en la postcristiandad ha pasado a ser opcional y subjetivo. Es la conducta del pensamiento débil, una invitación al mercadeo de los sentidos primarios y, en consecuencia, a la admisibilidad de todo. Por consiguiente, los elementos objetivos que determinan lo que es ético o no es ético se desdibujan por el gran contraste de la oferta y sus propuestas.

La caída de la cristiandad ha liberado la historia humana de una realidad y relato unitario que ella misma había escrito. En Occidente, esa misma historia construida alrededor del nacimiento de Jesús, desde donde no solo se contaban los años y los tiempos sino las referencias históricas con sus implicaciones sociales y morales, hoy tan solo es una contabilización puramente numérica de días, meses, años y siglos. Detrás del calendario, los valores éticos que dieron contenido a la cristiandad han quedado prácticamente despojados de sentido y argumentación. Ahora, el proyecto unitario de la humanidad que antes defendía la cristiandad social, ha cambiado de manos y se ha convertido en un proyecto progresivo de emancipación humana. Una emancipación en la que se incluye lo trascendente e intrascendente, y donde la ética es, básicamente, una conveniencia servil.


2- GLOBALIZACIÓN Y VOLATILIDAD ÉTICA


Uno de los elementos que ha determinado la ética social de la postmodernidad es la globalización e internacionalización de la conciencia humana. Hoy, todas las culturas, con todas sus peculiaridades éticas y morales, son bienvenidas en la multiculturalidad del pensamiento. Aquel ideal europeo y cristiano de gran humanidad representado en la cristiandad, ahora se ha manifestado como un ideal más entre otros muchos; no necesariamente más eficaz, simplemente uno más, por lo que los matices éticos de cada cultura también concursan en el mercado de lo correcto o no correcto, de lo bueno o menos bueno, de lo mejor o lo peor, de lo que moralmente conviene o no conviene. Este fenómeno ha convertido lo ético en condición volátil, donde la justicia, lo evidente o la verdad han sucumbido para dar paso a la arbitrariedad, el pensamiento débil o la postverdad.

La volatilidad ética afecta muy especialmente al criterio de lo admisible. Si todo es aceptable y tolerable, lo ético también participa de esa gran probabilidad global. La intrínseca riqueza de la confluencia de culturas, modos de vida y formas de pensamiento ha facilitado la recepción de nuevas conductas morales a consumir. El mundo es el gran escenario donde se pueden adquirir esencias de vida, dispares entre sí, pero llenas de emotividad consumista. Es el fin de las cosmovisiones que abarcaban el todo, de los discursos absolutistas que comprendían toda la realidad y pretendían darle sentido. Es la globalidad del pensamiento que mercadea con nuevas propuestas, promoviendo comportamientos éticos irresolutos. Y, como vasos comunicantes, esa misma condición irresoluta impone la universalidad de la duda. Hoy se puede dudar de todo porque no hay certezas suficientes, excepto en el avance y poder de la ciencia, la tecnología, la informática y la robótica, que nos predispone a una obediencia ciega.


3- LA ÉTICA CAPITALISTA


En La ética protestante y el espíritu del capitalismo, el economista y sociólogo alemán Max Weber describió lo que para él era la esencia de las sociedades protestantes: la buena diligencia hacia el trabajo, como un bien divino dado al hombre, la ética del esfuerzo, del ahorro y de la austeridad, y, en consecuencia, una riqueza común producida por ese esforzado esmero hacia todo lo bien hecho. Un resultado histórico de ello ha sido el capitalismo, aflorado gracias a los beneficiosos resultados de los negocios relacionados con la aplicada actitud de la clase trabajadora. Y como una sucesión del método, gracias al trabajo de los que cada día se esfuerzan aplicadamente por ganar el pan de cada día, la riqueza global aumenta, y los que han conseguido una riqueza superior a la media encuentran una nueva fórmula para negociar, pero no con el esfuerzo del propio trabajo, sino con el patrimonio económico que han producido los más desaventajados. El círculo se cierra cuando, por las leyes del mercado libre, aquellos obreros y operarios se someten económicamente al mecanismo alienador de quien controla el dinero de todos: el capitalismo.

Este patrón del capitalismo, expresado de manera breve y concisa, conduce a una histórica perversión de la ética. El trabajo, el esfuerzo, la austeridad y el ahorro es un bien supremo en cualquier sociedad; pero 1- se convierte en insolidario cuando el fruto crematístico del trabajo particular preferentemente lo administran los que no lo han producido; 2- es un sistema malévolo cuando la abundancia económica de una sociedad es gestionada por quienes, con un solo movimiento, pueden determinar la riqueza o pobreza de muchos; y 3- el trabajo deja de ser un medio para convertirse en un fin, con lo que el objeto se transforma en objetivo y la virtud del trabajo se transforma en adversidad, desigualando oportunidades.

En la postcristiandad, el capitalismo juega un papel de nueva religión. La conveniencia de intereses ha afectado a la ética del trabajo y a su actividad productiva, pero, sobretodo, ha incidido en la ética del dinero. El poder económico ha pasado de las manos del trabajador a las del capital, al de los poderes fácticos y financieros que mueven el valor del dinero, su distribución y la manera cómo el trabajo habrá de relacionarse con él. Esta es una cuestión absolutamente de ética social que incide determinantemente en la ética individual, imponiendo una serie de dependencias.

Dentro de la larga historia de la transacción de bienes materiales, nunca antes ningún sistema económico había entrado en tanta contradicción. Por un lado, el capitalismo no tiene código moral establecido; pero por otro impone una ética propia y específica. Desde su paulatina implantación, precisamente y entre otras influencias a raíz de la Reforma Protestante y la Ilustración, el capitalismo ha convivido con sistemas religiosos y morales tan distintos como el luteranismo o el calvinismo, el sintoísmo japonés o el budismo chino, e incluso con el islamismo. No tiene ningún código moral propio que impida ser rechazado; sin embargo impone una ética social de comportamiento individual que alcanza y absolutiza el ser humano en cualquier rincón del mundo.

El cristianismo actual vive peligrosamente inmerso en la ética del capitalismo. La ética del trabajo, del esfuerzo, del ahorro y la austeridad son fuentes de riqueza que las sociedades modernas y postmodernas han tergiversado, y que, pese a pequeños pero valiosos ejemplos de inconformismo y denuncia, gran parte de las iglesias de la postcristiandad también han asimilado. Tanto las estructuras eclesiales como los dividendos de sus cuentas bancarias, obedecen a un modelo que especula con los rendimientos, beneficios y comisiones. La inmensa mayoría de las iglesias europeas, tanto protestantes como católicas, tienen cuentas en fondos de inversión o de rentabilidad; cuentas que por vías financieras semiocultas desvían dividendos al narcotráfico, a la prostitución internacional o al armamento, eludiendo una banca ética. Pero, además, la mentalidad capitalista y especulativa, con el acaparamiento de pasivos y bienes con finalidades prioritariamente litúrgicas y de servicios de consumo interno, muestra un claro alineamiento con los postulados del capital, cuya ética todo lo acapara. Todo esto es un escándalo ético. La resolución positiva de esta lacra es, sin lugar a dudas, uno de los grandes retos sociespirituales del cristianismo en la postcristiandad. John Wesley, iniciador del metodismo, decía: «Gana todo lo que puedas, ahorra todo lo que puedas, reparte todo lo que puedas». La ética del dinero, íntegra e integral, es una de las responsabilidades ineludibles que ha de tener el nuevo cristianismo no capitalista y especulativo.


4- LOS DISCURSOS DE LA ÉTICA 


Junto a las más de 4.000 religiones del planeta, el cristianismo tiene en común una excelente formulación de discursos éticos y morales. Por lo general, nada escapa a la moralidad piadosa. Las grandes propuestas de salvación ética son esparcidas por doquier, de manera que la salvación eterna muchas veces se vincula recargadamente con el moralismo y el adecuado decoro externo. De este modo, la integridad de la fe confesada fácilmente se puede convertir en una escenografía de las esencias, pretendiendo validar en lo superficial la autenticidad que se esconde en lo más íntimo. Es así como el cristianismo de la postcristiandad ha perdido buena parte de su discurso ético, precisamente por su incoherencia última. El buenismo religioso que receta medicinas para todos y administra verdades sin legitimarlas en su interior, puede estar muy cerca de convertirse en una parodia del Cristo que anuncia. Lo ético es consustancial con la ética del Salvador, no solo con los beneficios de su salvación y perdón.

Una de las afirmaciones más contundentes del Nuevo Testamento por su catalogación, tiene relación con el dinero y las riquezas: «Porque la raíz de todos los males es el amor al dinero» (1ª Timoteo 6:10). Esta concluyente afirmación describe con rotundidad una cuestión ética de fondo: el capitalismo, es decir, la organización humana alrededor de la dependencia afectiva al dinero, es raíz de muchos males. En una declaración anterior, el mismo autor describe las depravantes consecuencias del amor a las riquezas: «Pero los que quieren enriquecerse caen en tentación y lazo y en muchos deseos necios y dañosos que hunden a los hombres en la ruina y en la perdición» (…)  «por el cual, codiciándolo algunos, se extraviaron de la fe y se torturaron con muchos dolores» (6:9-10). Desde la distancia de los siglos, el apóstol Pablo describe la esencia ética del capitalismo al constatar el círculo vicioso de su amoralidad. Por ello amonesta «a los ricos de este siglo que no sean altivos, ni pongan la esperanza en las riquezas, las cuales son inciertas, sino en el Dios vivo, que nos da todas las cosas en abundancia para que las disfrutemos» (6:17), instándoles a ser «ricos en buenas obras y dadivosos» (6:18), tomando la «piedad como fuente de ganancia» (6:5), puesto que «gran ganancia es la piedad acompañada de contentamiento» (6:6).


En el ejercicio de su ministerio, Jesús se despojó de toda dependencia a cualquier riqueza o capital y a un patrimonio personal o capital fiduciario. Incluso prohibió a los apóstoles llevar dinero consigo para anunciar el Evangelio (Mateo 10:9-10). Estaba persuadido de que el dinero no sólo no es necesario para anunciar el Evangelio sino que éticamente representa un impedimento. Según Jesús, la dependencia al dinero y al poder que personifica viene a ser una gran rémora por su propio lenguaje ético. No solo por el servicio que mejor o peor puede hacer, sino por el discurso que esconde: la pertenencia dependiente.

El cristianismo de la postcristiandad está seriamente tentado y apremiado a maridarse simbólica y prácticamente con el poder y, en consecuencia, con el poder del dinero. Es una cuestión absolutamente ética. La asociación entre cristianismo y poder se manifiesta cuando lo que define a un cristiano, y por ende al cristianismo, es más la observancia de las instituciones eclesiales es decir, templos, edificios, doctrinas, sistemas clericales, liturgias o personal profesionalizado que lo que verdaderamente representa seguir a Cristo. En ausencia del poder que en gran parte de la historia había ostentado, el cristianismo de la postcristiandad sigue acariciando la idea de aliarse con aquello que le confiera la influencia perdida. Sin embargo, la ética del dinero y del capital, disimulada en el poder de lo eclesial, casi siempre conduce a un Evangelio de alianzas, juegos sociopolíticos y económicos que no nos pertenecen y que precisan de la implicación afectiva con la riqueza y de importantes capitales para ser visibles.

Es presumible que Jesús no estuviera nada de acuerdo con teologías del tipo de la prosperidad, la apariencia, el crecimiento eclesial o la institucionalidad. Si, para él, éticamente el dinero representaba un impedimento para la natural presentación del Evangelio, es probable que también pudiera vislumbrar los futuros pecados del capitalismo: la avaricia, el amor a la capitalización, el deseo de poder, la ambición social, la apariencia, etc. Vivir alineadamente con el Evangelio conlleva renunciar al ‘poder sagrado’ y a las prebendas de la ética capitalista. Y al amor al dinero. Porque al fin y al cabo, la ética esencialmente tiene que ver con el amor y, probablemente, el cristianismo y sus iglesias no han enseñado suficientemente a amar. Al menos, en la postcristiandad, aún no es el verdadero distintivo (Juan 13:34-35).


5- ÉTICA SUPREMA


Probablemente, el escritor y matemático Bertrand Russell tuvo que responder más de una y más de dos veces a una recurrente pregunta: «¿Qué le parece más importante, la ética o la religión?». Con su acostumbrada soltura y solvencia, la contestación fue siempre la misma: «He recorrido bastantes países pertenecientes a diversas culturas; en ninguno de ellos me preguntaron por mi religión, pero en ninguno de esos lugares me permitieron robar, matar, mentir o cometer actos deshonestos». La respuesta de Russell suscita una incómoda reflexión: ¿es posible que, objetivamente, la ética pueda llegar a ser más trascendente que el tipo de religión que se profesa? La pregunta no es de rápida resolución; invita a una nueva consideración: ¿podría ser que, por esta incógnita razón, Jesús resumiera todos aquellos elementos duros y ásperos de la ley mosaica en dos sencillos mandamientos: amar a Dios y al prójimo? (Mateo 22:34-40). Es decir, ¿una resolución ética y liberadora a las pesadas y religiosas losas del fariseísmo y la espiritualidad vacía?

El Evangelio narra el suceso explícitamente. Cierta vez un maestro de la ley fue a Jesús para tenderle una trampa: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento más importante de la ley? Jesús le dijo: “ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el más importante de los mandamientos. Pero hay un segundo, parecido a éste: ‘Ama a tu prójimo como a ti mismo”. En estos dos mandamientos se basan toda la ley y los profetas» (Mateo 22:34-40). La respuesta de Jesús sorprendió al maestro de la ley. En un instante desarmó todo aquel moralismo y legalismo tan bien aprendido durante años y le transmitió vida. Jesús asumió la incompetencia humana de, por sus propios medios, llegar a cumplir los mandamientos. Por eso compendió la ley y los profetas en una ética suprema, porque el corazón del Evangelio no son las leyes, las penitencias o  el cumplimiento estricto de unas ordenanzas, sino el amor entregado.

Frecuentemente, la ética del amor, tan detallada y especificada en los evangelios y en las epístolas, ha pasado de puntillas en la cristiandad. Si el Evangelio del perdón no es el Evangelio del amor, nada queda, como apunta una muy resumida paráfrasis de 1ª Corintios 13: «sin amor nada soy». Este contrasentido ético del 'sin amor nada soy', derrota todas las estructuras del politeísmo moral de nuestro mundo. Porque ¿qué ética más suprema puede existir que el amor? ¿Qué ética podría sobrevivir en el cristianismo de la postcristiandad si Jesús no hubiera movilizado todo su amor, incluso por encima de nuestros numerosos pecados? (Juan 3:16; 1ª Juan 3:16).

Dietrich Bonhoeffer definió a Jesús como «el hombre que vivió para los demás». Probablemente no pueda haber mejor descripción para definir al Maestro y, en consecuencia, el tipo de amor que debería describir a un cristiano. En un mundo tan politeísta de éticas, encontrar un hombre o una mujer que entienda que el Evangelio es vivir absolutamente para los demás al modo del amor de Jesús, puede llegar a resultar incluso paradójico. Lo es porque el cristianismo de la postcristiandad se ha caracterizado más por la búsqueda de su personalidad dentro de la historia, tanto eclesial, social, política, como religiosa, que por su movilizada entrega en amor.


El pensador y profesor Fernando Savater, agnóstico, pero muy interesado en temas de religión y particularmente por el cristianismo, describió una frágil escena del metro donde la gente languidece en los vagones con miradas sustraídas de sí mismos y rostros vacíos, atontados, perdidos.[2] Al reflexionar sobre dos cuestiones: sentir compasión y amar, Savater dice que lo primero es relativamente fácil de lograr, porque el ser humano tiene una cierta disposición o predisposición a sentir piedad por el otro. Pero amar, no. Eso no es posible así como así. Y explica que el amor «escapa al ámbito de la moral, lo trasciende y lo aniquila. Allí donde el amor se impone, la ética no tiene prácticamente nada que decir, lo mismo que la ingeniosa pero limitada bombilla pierde toda su utilidad cuando brilla el deslumbrante sol del mediodía».

El filósofo también se suma al reclamo del amor como valor supremo y universal; una virtud que hace que cualquier formulismo académico de ética incluso pueda estar de más. Cuando el amor no reina, la ley se puede convertir en una obligación prácticamente improductiva y dolorosa. Fuera del amor entregado, acostumbra a haber moralidad despótica y piedades simuladas. Éticamente, el amor es la luz que ilumina todos los espacios más oscuros de la vida. Por tanto y en última instancia, es en el amor que emana de Jesús donde se resume la principal motivación para el comportamiento ético. Una ética suprema. Por ello, la conclusión del escritor bíblico es que sin ese amor dado, entregado y lleno de vida eterna, nada somos.




     [1] Gianni Vattimo (1936-) filósofo italiano y uno de los principales autores del postmodernismo, es considerado el filósofo del pensamiento débil.
     [2] Fernando Savater. Invitación a la ética; Barcelona, Planeta-Agostini, 1995, p. 117.  

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