© 2017 Josep Marc
Laporta
En junio de 1871 corrió como la pólvora la noticia de que habían prendido fuego al Louvre. La catástrofe presagiaba el fin de muchas obras maestras centenarias. Perdidas para siempre. Mientras tanto, Nietzsche[1] recibe por carta de un amigo la noticia y comenta la tristeza y conmoción que siente. Hace tiempo que hay una lucha contra la cultura, un lucha contra un fundamento de nuestra sociedad, de más de dos mil años de vida. Nietzsche reacciona con unas explícitas palabras: Kultur-Herbst-Gefühl. Sensación de otoño en la cultura.
Pero pronto se sabrá que la noticia solo era un rumor, que no había ningún incendio y no se había destruido ninguna obra maestra. Pero él continuó pensando que la cultura europea estaba en su otoño. El filósofo, poeta, músico y filólogo alemán supuso que la cultura era una forma de transmisión social de valores que definía el pensamiento europeo; pero ahora ya tocaba a su fin. Aunque también llegó a la conclusión de que los valores espirituales no existen y nada tiene significado por sí mismo, todo es relativo, nada es permanente, nada es universal.
Esta decepción congenia con lo que decenios más tarde vendría a denominarse la debacle de la razón ilustrada, el derecho de los más fuertes y la proliferación de los ídolos de consumo. En pleno siglo XX, Occidente vira hacia un irracional e ilimitado progreso tecnológico, en que el sustento cultural histórico se sustituye por el consumo de una cultura kitsch, de gusto intercambiable, comercializable y de rápida factura. Es la sustitución simbólica por objetos estéticamente indefinidos que proporcionarán repentinas y pasajeras emociones de contenido espiritual. La experiencia estética será un producto de mercado, útil mientras se pueda consumir durante el mínimo tiempo necesario, como un mínimo común denominador de lo que será la nueva cultura global.
En 1971, George Steiner[2] en «In Bluebeard’s Castle. Some Notes Towards the Redefinition of Culture»,[3] hizo una serie de planteamientos y preguntas como «¿qué hay de nuestra cultura que ha hecho posible la barbarie del siglo XX?» O «¿por qué las tradiciones humanísticas han resultado ser una barrera tan débil?» O «¿cómo es que existe una cierta intención de destruir una manera de pensar sobre Dios y la familia; por qué y con qué consecuencias?»
Paul Éluard[4] lo denominaría «le dur désir de durer». Es decir, el esfuerzo por crear cosas perdurables ya no existe. El silencio elocuente de la cultura, sentido sin el cual la vida no puede perdurar, se ha convertido en un bien escaso. En su lugar se cultiva el ruido. La sociedad se infantiliza y debilita. Y Éluard responde preguntando una cuestión crucial: «¿por qué tendríamos que esforzarnos en refinar y difundir la cultura, cuando esta misma cultura, personificada, se ha esforzado tan poco en enfrentarse a la inhumanidad, y contiene ambivalencias profundamente enraizadas que llegaron a incitar la barbarie?» Éluard alude al Holocausto, todavía sin saber nada de las barbaries centroeuropeas y fundamentalistas islámicas.
Cuando George Steiner publicó su crítica hace casi cincuenta años, Europa aún no había cambiado. No existía la globalización, Internet, la asfixiante economía de las 24 horas, la desaparición del comunismo, el omnipotente capitalismo de mercado, la presencia del Islam, el fundamentalismo creciente, el terrorismo individualizado, América como superpotencia agonizante, China como superpotencia emergente comprando África y medio mundo, y Europa en una profunda crisis de identidad. Nada de eso existía. Pero las preguntas no han cambiado. Son las mismas y siguen determinando la angustia de la cultura occidental. El aumento de los conflictos, la mutación de valores, el fanatismo islamista, la indeterminación del pensamiento social cristiano o la inseguridad sobre qué es europeo indica que las preguntas planteadas hace años y siglos continúan siendo relevantes.
Se preguntaba George Steiner: «¿Cuál es el verdadero fundamento de la cultura europea? ¿Cuál es la esencia de nuestra humanidad y nos hace humanos? ¿Qué valores de esta Europa tan multicultural son la base espiritual de nuestra moral? ¿Qué significado y qué importancia otorgamos al arte, la religión, la filosofía? ¿Qué conocimientos necesitamos? ¿Qué requisitos consideramos propios de una sociedad civilizada? ¿Cómo medimos lo que tiene valor y lo que no? ¿Existen valores trascendentes o absolutos? ¿Quienes somos, qué queremos ser, quién deberíamos ser?» Toda esta cascada de preguntas alude a la cultura como representación del pensamiento simbólico europeo, con una cristiandad que ha dejado muertos en el camino.
La cultura es un auténtico termómetro de una sociedad. La gradación mercúrica del arte, el pensamiento, la comprensión de lo anterior, el respeto al mundo heredado, la lectura de sus clásicos o la corresponsabilidad son elementos que determinan la salud de las sociedades. Sin una cultura equidistante al pensamiento humanístico y simbólico, los pueblos tienden al desvanecimiento intelectual y cruzan la frontera de su desaparición; también moral. Es por ello que las sociedades mueren cuando sus culturas resultan intrascendentes en sus propias realidades, y con ellas mueren los pueblos, y simbólicamente se esfuman todos los sentidos espirituales que les han dado vida, sean o no de raíces cristianas.
Italo Calvino[5] señaló que un clásico es un libro que se relee. Pero: ¿y si, perdidos entre pantallas luminosas, no tenemos tiempo ni para leerlo tan solo una vez? ¿Qué pasa entonces con los clásicos, tanto antiguos como nuevos? ¿Y si Dante, Rafael, Rembrandt, Bach o Mozart tan solo son conocidos por los historiadores y críticos, mientras que para muchos de nuestros contemporáneos tan solo son una referencia en un libro de texto? Porque a pesar de que Mozart es el compositor más conocido de la historia, ¿por qué solo se consume un cinco por ciento de música clásica en Europa? O ¿por qué las orquestas sinfónicas son las únicas formaciones musicales que han de ser financiadas por administraciones? O ¿por qué los grandes museos de las grandes ciudades europeas son visitados por millones de personas al año de mirada esnob, mientras tan solo un 12% tiene un auténtico interés en sus obras? Y ¿por qué se penaliza impositivamente la cultura, penalizando también la cosmovisión de la historia y sus representaciones?
Para respuestas, la postura del director de cine Andrei Tarkovski[6] es aún más trascendental y relevante: «Uno de los signos más lamentables de nuestro tiempo es la pérdida casi irreversible de la conciencia de belleza y eternidad. La cultura de masas consumista moderna (una civilización de prótesis) mutila el alma y bloquea el camino que nos conduce a las preguntas básicas de nuestra existencia, la toma de conciencia de nosotros mismos como seres espirituales». Según Tarkovski, probablemente la angustia de la cultura europea radique en la ausencia de preguntas de relevancia universal y en la ‘desconciencia’ de la belleza y su implícita eternidad.
Fiódor Dostoyevski[7] ensayaba que «la belleza salvará el mundo». El sentido de belleza era tan vital en su vida, cuenta en uno de sus libros[8] Anselm Grün,[9] que el gran novelista ruso iba todos los años a contemplar la hermosa Madonna Sixtina de Rafael. Permanecía largo rato contemplando la espléndida obra. De ahí que nos legara esta famosa frase: «La belleza salvará al mundo», escrita en su libro El idiota. De esa inspiración tenemos la percepción de que algo de nosotros se pierde en la no contemplación de la cultura como instrumento social de comprensión universal. Sin conocernos, sin saber de dónde venimos ni a dónde vamos culturalmente, nos reproducimos fuera del agua que nos dio la vida. Pero al igual que en el Renacimiento se vivió una vuelta a la belleza de la Grecia clásica, es evidente que Europa sigue pendiente de su Renacimiento cultural, en una vuelta a sus orígenes éticos y estéticos, tanto materiales, simbólicos como espirituales. Y, aunque no son ni pueden ser salvífivos, sí son constitutivos de orientación.
La conciencia de eternidad que proponía Tarkovski es inherente a la angustia del continente: una Europa que hasta hace unos años tenía miedo de su pasado y ahora tiene miedo de su futuro. En tiempos pretéritos, Europa todavía se sentía el centro de la tierra, aunque criminalizaba los sentimientos porque tenía miedo de repetir las guerras mundiales. En cambio, la Europa del presente vive asustada porque, impotente, ve derrumbarse los pilares de su superioridad, tanto cultural como moral.
La ausencia de esperanza eterna, como proyección cultural del intratiempo y de la intrahistoria, implica también la ausencia de sentido eterno del extratiempo y la extrahistoria. Es la legitimación del no hay Dios. Y ahora la cultura humanística languidece parapetada en la espaciosa cárcel de la postmodernidad y la postcristiandad. Gran parte de la zozobra de la cultura europea es su imposibilidad de redefinición respecto a su poso histórico. La postcristiandad ha archivado la cristiandad en el baúl de los recuerdos y en las estanterías de los museos sin posibilidad de reclamación, actualización o contemporaneización. El fondo evangélico, aunque solo sea estético, ya no concuerda con la postcristiandad y la postmodernidad. Y ese tipo de cristianismo kitsch que se cree con derechos de fe universales, en su intento de conservación y supervivencia sigue confundiendo la bondad con el buenismo, la cultura con la reproducción y la moral con el moralismo —que es la pulsión de la gente que se siente en peligro.
Y detrás de este divorcio artístico y cultural también muere cierta comprensión de lo eterno, en unas sociedades que culturalmente se autoproclamaron cristianas muy estimuladas por una cristianización más conceptual que espiritual. Y en medio del desastre, el evangelicalismo de la postcristiandad incorpora uno más: su especialización en fabricar, trajinar y consumir exclusivamente arte kitsh y pop. Un vacío de conciencia estética que esclaviza el nuevo cristianismo. Y detrás de su gran y efusiva espectacularidad religiosa, no queda ni arte ni participación cultural.
Es por ello que la cultura que experimenta el viejo continente
es un continuo ensayo en busca de referencias artísticas y morales que le den
sentido y personalidad, ahora ajenas a cualquier significado cristiano. Mientras
tanto, la cultura kitsch es un globalizado consumible que
rápidamente se extingue en la misma consumición, también manufacturada por
cristianos concentrados en dominicales experiencias autoconsumibles. No hay
tiempo para silencios introspectivos ni para estéticas miradas eternas. Todo va
tan rápido y tan a golpe de I like, que incluso en sus intentos
culturales el mundo corre más aprisa que la capacidad de retención y reflexión.
Y Europa languidece a la espera de encontrarse con su más allá.
©
2017 Josep Marc Laporta
[1] Friedrich
Wilhelm Nietzsche (1844-1900) fue un filósofo, poeta, músico y filólogo alemán,
considerado uno de los pensadores contemporáneos más influyentes del siglo XIX. Realizó una
crítica exhaustiva de la cultura, la religión y la filosofía occidental,
mediante la genealogía de los conceptos que las integran, basada en el análisis
de las actitudes morales, positivas y negativas, hacia la vida
[6] Andréi
Arsénievich Tarkovski, en ruso: Андрей Арсеньевич Тарковский; Zavrazhie, Óblast
de Ivánovo (1932-1986) fue un director de cine, actor y escritor soviético. Es
considerado uno de los más importantes e influyentes autores del cine ruso en tiempos
de la Unión Soviética y uno de los más grandes de la historia del cine.
[7] Fiódor
Mijáilovich Dostoyevski, en ruso: Фёдор Михайлович Достоевский, romanización:
Fëdor Mihajlovič Dostoevskij (1821-1881), fue uno de los principales escritores
de la Rusia zarista, cuya literatura explora la psicología humana en el
complejo contexto político, social y espiritual de la sociedad rusa del siglo XIX. Es
considerado uno de los más grandes escritores de Occidente y de la literatura
universal.
Europa ya no es cristiana a causa de la ilustración. Ahí empezó todo y ahí murió la luz de Jesús. Y de nuevo estamos en otra ilustración que la ha hecho areligiosa, pero no aespiritual. Seguiremos siendo espirituales y necesitaremos la espiritualdad aunque no sea religiosa.
ResponderEliminarMe resisto a pensar que Europa fuese alguna vez cristiana, entendiendo por cristiana, la experiencia espiritual que resulta de un encuentro personal e individual con Cristo. Una cosa es la "cultura cristiana" y otra muy diferente la viva experiencia cristiana, que bebe de las fuentes de agua viva. Creo que Josep Marc lo dice muy bien con estas palabras: "...en unas sociedades que culturalmente se autoproclamaron cristianas muy estimuladas por una cristianización más conceptual que espiritual."
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