–Breve memoria de las sobreactuaciones litúrgicas–
© 2015
Josep Marc Laporta
Cuando en Italia, hacia finales del siglo XVII, emergió la ópera con todo su esplendor teatral y escenográfico, poco a poco la música sacra protestante empezó a vislumbrar un lento declive. La influencia del arte escénico, con actos, decorados, vestimentas, teatro, movimiento y música, desplazó las esencias del arte cúltico, perdiendo su verdadero carácter y transformándose también en espectáculo. Poco a poco los fieles empezaron a asistir a los servicios religiosos como espectadores pasivos, sin ser ni sentirse parte del desarrollo conceptual de la celebración. Empezaron a ser público.
El oratorio alemán,
anterior a la ópera, ocupó durante decenios el espacio sonoro de la liturgia
cristiana. La propuesta de participación a la congregación mediante cantos
litúrgicos, inicialmente impulsada por Martin Lutero,[1]
significó la gran democratización religiosa del arte musical. Con la ayuda de
Johann Walter,[2] el
reformador logró acercar la música al pueblo y convertirla en interlocución
litúrgica. Como resultado del cambio de mentalidad, en el siglo XVII hubo un gran movimiento de músicos que escribieron textos de canciones
religiosas, como Eccard,[3]
Calvitius,[4]
Vulpius[5]
Schütz,[6]
Bach[7]
o Praetorius.[8]
Los cambios para una mejor comprensión y participación de los fieles pronto dieron
sus frutos. A modo de ejemplo, en los originales cantos el tenor llevaba la
melodía principal, evolucionando posteriormente hasta hacerlo la soprano,
siendo así mucho más fácil para los fieles entonarla.
El coral, la cantata
y el oratorio luterano simbolizaron la tendencia narrativa de la liturgia
protestante. Mediante la música se desarrollaba una exposición gradual y
comprensiva de la historia cristiana. Las cantatas y pasiones de Johann
Sebastian Bach en Alemania o, posteriormente, los oratorios de la Congregación
del Oratorio de San Felipe Neri en Italia, con su intercambio de oraciones,
sermones y piezas musicales sobre textos sacramentales, son muestras de la
vitalidad descriptiva de la música en los templos.
Las cantatas y los corales
tenían una gran virtud hermenéutica: recopilar fielmente escenas y pasajes
bíblicos, incorporándolos al servicio religioso de manera entretejida,
haciéndolos comprensivos intelectual y espiritualmente a los fieles, quienes
participaban con el canto y la alabanza. Esta riqueza explicativa y
representativa era sugerente, estimulando el discernimiento de lo divino con
una intención más valiosa que la simple delectación de los sentidos. Pero al
irrumpir la ópera, con su multifacético arte donde el espectáculo y el
entretenimiento escénico superarían la litúrgica reflexión, los fieles entraron
en la fase de la visualización, en la estética de la declamación teatral y la
mirada quieta, receptivamente más pasiva y absorbida.
Estos cambios
socioreligiosos, unidos a la irrupción del racionalismo, supusieron un cambio
trascendental en las disposiciones litúrgicas de las iglesias. Los fieles
descubrieron un novedoso arte escénico que poco a poco iría desplazando la
fortaleza argumental anterior. La música religiosa se fue tornando en un espectáculo
estático, con fieles convertidos en meros espectadores de una función
litúrgica.
Cuando en el siglo IV de nuestra era, la iglesia católico-romana formalizó mediante la
ritualización distintos pasajes bíblicos como la procesional entrada de Jesús
en Jerusalén o las siete vueltas de Josué y los israelitas alrededor de Jericó,
históricamente asentaron las bases de la sobrerrepresentación
litúrgicosocial.[9] La
Iglesia Católica hizo suyas aquellas formas procesionales, sacralizándolas y
asumiéndolas como liturgia tradicional. Pese a que durante mucho tiempo las
ornamentadas manifestaciones se celebraron dentro de los claustros y no empezarían
a salir a la calle hasta los siglos X y XI, poco a poco aquellas procesiones empezaron a popularizarse en todos
los confines de la cristiandad.
El traslado solemne
de reliquias de santos en grandes peregrinaciones y boatos, en España y en los
siglos V y VI dio paso a las
primeras cofradías, que fueron las grandes promotoras de las magnas procesiones
al amparo de los santuarios. Pero a partir del siglo VIII, las cofradías fueron ganando terreno, surgiendo otras nuevas al amparo
de distintos colectivos. La mayoría incluían misas y procesiones en torno a su
santo patrón o al Cristo crucificado en Semana Santa.
Instalados en esta
extrema gestualidad escenográfica de la fe, es interesante notar cómo Teresa de
Jesús[10]
denunció lo que denominaba «procesiones
flagelantes de penitencia de las bestias», ya que entendía que el modo de identificarse con el dolor de Cristo era
«ayudar a los enfermos y no pegarse porrazos
en la espalda hasta quedarse sin piel».[11] Su denuncia no fue tenida en cuenta. La doctrina
de la expiación de pecados mediante las obras, tan trascendental en la teología
católica, determinará el sentido final de las procesiones y la sociología
costumbrista de los pueblos de tradición romana.
La
sobrerrepresentación visual de eventos bíblicos provocará en los fieles de
competencia católica una espiritualidad muy procesional, más idolátrica,
supersticiosa y fragmentaria respecto al contenido bíblico de la fe. Las
procesiones se convertirán en una iconografía complaciente con la exaltación de
los sentidos, facilitando sesgadas miradas escriturales, con efigies y
representaciones que aludirán más a apasionamientos y enardecimientos humanos
que a la comprensión de la Gracia que emana del Salvador.
Cuando en 1906 tuvo lugar la primera reunión de avivamiento pentecostal en la calle
Azusa de Los Ángeles,[12]
dirigida por el predicador afroamericano William J. Seymour,[13]
en el cristianismo se fue estableciendo un progresivo cambio de fondo y formas
espirituales y litúrgicas. Las experiencias extáticas, la glosolalia, los
servicios de adoración dramatizados, el bautismo del Espíritu Santo y la reactivación
visual y experiencial de dones y carismas cristianos dieron lugar a un fuerte
movimiento socioespiritual que rápidamente se extendió por Estados Unidos y,
consecutivamente, al resto del mundo.
La incidencia del
pentecostalismo en la teología protestante ha reemplazado muchos de los valores
de fondo de las antiguas esencias litúrgicas e, incluso, bíblicas. Por lo
general hay que admitir que algunos de sus principios y prácticas han tenido
una positiva y edificante influencia en el cristianismo, aunque otros aspectos
han sido claramente contradictorios y muy cuestionables. Sin embargo, entre
toda la amalgama de aspectos teológicos y litúrgicos que desde una crítica
constructiva se podría considerar, se observa un cambio sustancial en la
sociología eclesiástica: la sobredimensionada descripción mediante la estética,
con abundantes representaciones escenográficas, proporcionando una nueva
dialéctica de los sentidos.
La dramatización del
culto a Dios o la obstinada escenificación de los contenidos simbólicos
cristianos mediante ilustraciones, danzas, músicos en plataformas,
instrumentos, escenarios, atuendos, luces y colores, impone al acto una
sobrerrepresentación escénica que tiende a priorizar una fe más visual y
sensorial que el cultivo de un espíritu receptivo. La sobreexposición de lo
estéticamente cognitivo, con la explícita intención de intervenir visualmente
en lo espiritual, invita a una fe asistida o sobreprotegida donde, al final, la
inspiración resultará ser un elaborado producto mercantil para fines
religiosos. Sin embargo, las esencias y contenidos espirituales que germinan
para fe, habitualmente son comprobaciones que se inspiran, forman y crecen en la
deducción del alma. Las verdaderas reflexiones del espíritu humano habitan en
profundas experiencias de luz interior en las que una excesiva escenificación o
representación exterior puede llegar a desdibujar, desfigurar o, incluso, cegar
la correcta comprensión de lo divino.
La fe viene por oír
la Palabra, escribió el apóstol Pablo. En otros términos: «la fe viene como resultado de oír el mensaje, y el
mensaje que oímos es la palabra de Cristo».[14] La insistencia de los escritos
neotestamentarios en la comprensión integral mediante los ojos del espíritu es trascendente.
Felipe, instado por el Espíritu, se acerca al eunuco y conversa con él mientras
viajan a Gaza.[15]
Jesús se presenta a dos de sus discípulos que andan ansiosos por los últimos
sucesos del Calvario, y el Salvador les abre los ojos espirituales camino de
Emaús.[16]
Sergio Paulo se resiste a la magia de Elimas y, ante la perturbación de las ostensibles
seducciones, solicita a Bernabé y a Pablo que les hable de Dios.[17]
Estas son referencias de fe que escuchan, que atienden, que oyen con los ojos
del espíritu y despiertan desde dentro. Es por ello que el cristianismo es, en
realidad, la gran revelación de la voz divina para salvación, pues valiéndose
de una fe dispuesta, agudiza nuestro oído hacia el espíritu y reconoce una voz:
no una imagen, no una figurativa ilustración, no una conmovedora escenificación.
La tradición hebrea
era auditiva, no visual. El antiguo mandamiento que ordenaba abstenerse de
imágenes representativas[18]
tenía un alto valor simbólico para la comprensión de la deidad. No solamente
significaba una salida psicológica a la habitual y antropológica fascinación de
los pueblos del Medio Oriente de construir imágenes idolátricas para una
adoración sustitutiva, sino que también era una invitación al descubrimiento
interior del misterio de Dios, a la actitud receptiva del espíritu. La llamada
a guardarse de las imágenes talladas estaba descriptivamente sustentada en aquel
fuego que no se consumía,[19]
en aquella llama sin figura ni rostro[20]
o en aquel resplandor tras el que Moisés solo podía atisbar la gloria del Señor.[21]
La invitación a
descubrir la grandeza de Dios implicaba distinguirlo en la esfera donde el auténtico
retrato de la original caída humana es un espejo que refleja y descubre la verdad,
no un venerable cuadro escénico o pictórico. El silencioso espacio interior del
alma, alejado de la condicionada representación visual y escénica externa, era
y sigue siendo la atmósfera espiritual donde Dios actúa. Jesús, junto al pozo
de Jacob o ante sus discípulos y los fariseos, aclaró magníficamente los
extremos de la fe que atiende y se transforma mediante el audible lenguaje del
espíritu: sin templos, altares, grandes escenificaciones o banales
sobreactuaciones.[22]
Los cultos cristianos
no son, por definición, representaciones humanas de Dios mediante suntuosos y
visuales altares propositivos. Ni tampoco son una explícita y pretenciosa expresión
de nuestras capacidades y virtuosismos artísticos. La capacidad de crear, dar
forma, representar y visualizar es una característica válida y deseable en
todos aquellos ámbitos que embellezcan y den sentido a la experiencia cristiana. Sin
embargo, una excesiva gestualidad o simulación escenográfica puede llegar a ser
una impostura de su auténtico sentido espiritual. La desmedida sobrerrepresentación
podría significar, incluso, desconfianza o reconcomio con lo que se está
expresando o defendiendo, con el fin de forzar u obligar la comprensión y
aceptación. En definitiva, la sobreactuación litúrgica mediante una desmedida
promoción del espectáculo o recreación escénica, fácilmente puede convertir a
los fieles en espectadores atribulados por la excesiva información estética,
desprotegiéndolos de aquella escucha íntima que transforma el alma más allá de
contenidos y formatos rituales.
Ante las influencias
y presiones de los próceres reales de su tiempo, Johann Sebastian Bach no
sucumbió ante el encanto de la gran escenificación operística. A pesar de
recibir buenas ofertas para introducirse en este estilo musical, tan solo se le
conoce en 1735 la asistencia a la presentación
de una ópera de Jean Christophe Geiser, acompañado por uno de sus hijos. Y
aunque musicalmente tuvo interés en conocerla y en algunas obras se observa
alguna influencia sonora, optó por una música más narrativa que evocara descriptivas
emociones y espirituales reflexiones: «Siempre
he tenido en mente una meta, concretamente, y con las mejores intenciones,
dirigir una música eclesiástica bien regulada para el mejor servicio de Dios».[23] Bach nunca compuso ninguna coral ni obra
religiosa en que la supremacía narradora fuera la escenografía o la
sobrerrepresentación escénica. Sus cantatas y pasiones fueron, esencialmente,
obras audibles, perceptibles y sugerentes para el alma. Fueron composiciones de
un alto sentido evocador y hermenéutico, explicativas por su íntima y
liberada reflexión, elevando el espíritu humano y apelando al conmovedor silencio
de la conciencia.
© 2015 Josep Marc Laporta
[2] Johann
Walter (1496–1570), alias de Johann Blankenmüller, fue un compositor alemán y
cantor eclesiástico en Torgau. Fue uno de los más fecundos e inspirados
productores de música religiosa de la Reforma Protestante. A él se le deben las
más antiguas colecciones de corales luteranos, el (Geystliche Gesank Büchlein, 1524),
numerosas melodías de coral, motetes, magníficat, pasión, cuyo estilo simple,
es una de las principales fuentes de la música protestante.
Puestos a utilizar tus palabras, sin palabras, querido Josep. Me falta por eso una alusión a la escenografia católica o protestante, no a las imagenes especialmente sino al ambiente de silencio y recogimiento del lugar y los templos y catedrales. También es escenografía y opino que esta ayuda. Pero me uno al grueso de tu estudio, es completo y muy bine documentado.
ResponderEliminar