© 2012 Josep Marc Laporta
El mes de abril de 1944, el teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer
se encontraba en un pequeño e incómodo espacio de cinco metros cuadrados. Era
la extensión de su celda en la cárcel militar de Berlin-Tegel, que Bonhoeffer
habitaba desde su detención un año antes. Posteriormente, un minúsculo calabozo
de la policía secreta nazi ajustaba aún más su libertad hasta llevarlo en abril
de 1945 a
su ejecución en el campo de concentración de Flossenbürg.
En su personal aventura hacia una fe arriesgada, en su último
año en prisión envió cartas a un íntimo amigo[1] y
esbozó un cristianismo sin religión, un cristianismo con la única fuerza de una
fe implicada hasta sus últimas consecuencias.
A finales de febrero de 1928, poco después de cumplir 22 años, Bonhoeffer
llegó a Barcelona para servir un año como vicario en la Deutschsprachige
Evangelische Gemeinde, la Iglesia Protestante Alemana de Catalunya. Fue su
primer trabajo en una congregación y la primera vez que tenía a su cargo una
comunidad de fieles. Bonhoeffer, joven brillante y seguidor de las últimas
tendencias de la teología protestante, crítico con el status quo de la rutina
eclesial, tenía que integrarse en una parroquia pequeña, tradicional y
tranquila.
Bajo la supervisión del pastor Fritz Olbricht, primeramente
se dedicó a establecer un culto para los niños. Pasado un tiempo se incorporó
al servicio normal, predicando con cierta regularidad, hasta que, ya hacia el
final de su estancia, dio un ciclo de tres conferencias bajo el título ‘Penuria
y esperanza’. De esa época es el posicionamiento a priorizar la conciencia
religiosa frente a las convenciones religiosas y rechazar la idea del
cristianismo como ameno consuelo dominical.
“Cristo no se dejó crucificar para adornar y embellecer nuestra
vida”. Y añadía: “La religión cristiana no es la golosina después del pan, sino
el mismo pan, o nada.” La iglesia barcelonesa, mayormente compuesta por
acomodados empresarios y comerciantes con sus familias y niños, escucharía los
fervientes discursos de Bonhoeffer con algo de estupor.
Tan sólo era un teólogo y predicador novato de 22 años con
facciones casi tiernas, que en medio de sus exégesis quería aleccionarles sobre
la forma adecuada de reajustar sus vidas con respecto a Cristo. Prácticamente
todos ya le habían invitado a cenar o a tomar el café en sus casas. Y, sin duda, apreciaron su trabajo con los niños y su
gran talento como orador. Pero en su llamada a revisar y radicalizar la propia
fe, prefirieron no seguirle.
Dietrich Bonhoeffer no aceptaba el más allá como excusa para
no enfrentarse a los problemas del más acá. Su implicación con una fe
arriesgada no caminó hacia senderos espiritualistas sino que se obligó a situar
y comprobar su fe precisamente en medio de las injurias éticas del mundo moderno.
Bonhoeffer, hijo de un catedrático de psiquiatría, había
perdido uno de sus siete hermanos en la Primera Guerra Mundial. Uno de sus
motivos para estudiar teología había sido llegar a comprender la ira de Dios, que
supuestamente se había desatado nuevamente sobre la tierra. Su ambición por penetrar
la vida moderna con su fe se mantendría hasta la muerte y nunca se convertiría
en una huida del mundo.
Por eso, en Barcelona también abordó asuntos como la ética
del capitalismo o un entendimiento progresista de la sexualidad. El
protestantismo siempre había abogado por una estricta separación entre las
competencias de la iglesia y las competencias
de la política. Pero lo que antiguamente servía como
reivindicación contra las ingerencias del estado, se acababa convirtiendo en
una indolencia frente a la barbarie.
Bonhoeffer pronto empezó a tomar partido. Cuando se
incorporó en el departamento de teología en la universidad de Berlín en 1931
–después de su estancia en Barcelona y en Nueva York– defendía posiciones
pacifistas y asumía cargos en el movimiento ecuménico para un mejor diálogo
entre las confesiones cristianas.
Mucho antes de que Hitler llegara al poder, Bonhoeffer había
dicho en una predicación: “No nos debemos extrañar si vienen tiempos para nuestra
Iglesia en los que se exigirá el
martirio. Pero esta sangre, si realmente aún tenemos el
coraje y el honor y la fidelidad de derramarla, no será tan inocente y luminosa
como la de los primeros testigos. Sobre nuestra sangre pesará una culpa enorme:
la culpa del sirviente inútil”. La tremenda pasividad de las iglesias protestantes
y católicas de Alemania frente al régimen nazi ensombrece su historial hasta la
actualidad.
En su libro Imitatio Cristi (1937) predicaba una vida basada
estrictamente en el ejemplo de Jesús. Los nazis le prohibieron la enseñanza, posteriormente
le cerraron su seminario cerca de Stettin. Se afilió a la resistencia
clandestina y tuvo alguna relación con el grupo que fracasó el 20 de julio de 1944
en su intento de asesinar a Hitler. Por esas días, Bonhoeffer ya se encontraba encarcelado
desde hacia más de un año.
Como faltaban pruebas de sus conspiraciones, el caso nunca
llegó a juicio. Pero en la fase final de la guerra, Hitler elaboró una lista
con prisioneros destacados que de ninguna manera deberían sobrevivir. El nombre
de Bonhoeffer era uno de los ineludibles.
Para Bonhoeffer, la desgraciada alianza entre iglesia y
religión, todo el sistema tradicional de cultos, rutinas y jerarquías, impedía
en su opinión una experiencia más directa del milagro y de la divina gracia de
Cristo. Contra una cultura religiosa que insinuaba calificar al creyente de a
pie para la vida post mortem, Bonhoeffer insistía en la completa futilidad de
tal empeño. No habría camino del hombre hacia Dios; tan sólo habría camino de
Dios hacia el hombre: a través de la gracia.
El último Bonhoeffer ya no tenía una iglesia ni congregantes a
su alrededor. Sus tesis más audaces nacieron en la soledad carcelaria, en una
lucha lúcida entre su profunda fe y su profunda desesperación con el hombre.
Sus reiteradas quejas sobre una extendida indolencia intelectual
se dirigieron contra los feligreses alemanes igual que contra los españoles. Especialmente
duro juzgó a los curas católicos catalanes, “que son de una horrible
mediocridad”, con rasgos “terriblemente incultos, burdos y borrachos”. “Me
parece –escribe en una carta– que aquí el dudoso lema del entontecimiento por
culpa de la religión finalmente tiene algo de legitimidad.”
Bonhoeffer desconfía del homo religiosus, del hombre y la
mujer que se implican tanto en el culto que matan a Dios precisamente mediante
su culto. Asumir la muerte de Dios, del dios idolatrado, construido como objeto
de culto, de un dios pensado, y dirigir la mirada al Dios encarnado, nos
llevaría a pasar de una comprensión religiosa de la existencia y del mundo a
una valoración realmente espiritual de la realidad: “El acto religioso siempre tiene
algo de parcial; la fe, en cambio, es un todo, un acto de vida. Jesús no llama a
una nueva religión, sino a la vida” (18/7/1944)
En una de sus últimas cartas, Bonhoeffer explica qué
entiende por fe: “Cuando uno ha renunciado por completo a llegar a ser algo, tanto
un santo como un pecador convertido o un hombre de iglesia, un justo o un
injusto, un enfermo o un sano –y esto es lo que yo llamo intramundanidad, es
decir, vivir en la plenitud de tareas, problemas, éxitos y fracasos, experiencias
y perplejidades– entonces uno se arroja por completo en los brazos de Dios, entonces
ya no nos tomamos en serio nuestros propios sufrimientos, sino los sufrimientos
de Dios en el mundo, entonces velamos con Cristo en Getsemaní. Creo que esto es
la fe, la metánoia, y así nos hacemos hombres, cristianos. ¿Cómo habríamos de
ser arrogantes a causa de nuestros éxitos o sentirnos derrotados por nuestros
fracasos, si en la vida intramundana también nosotros sufrimos la pasión de
Dios?” (21/07/1944).
Las cartas escritas desde la prisión por Bonhoeffer son un
testimonio de la mayor empatía y conciencia que pueda encontrarse en relación
al sufrimiento, al riesgo de la fe implicada, al misterio del sufrimiento de
Dios y al abandono de las propias preocupaciones. La hipótesis de un
cristianismo no religioso estaba encaminada a destacar la fuerza del testimonio
de aquél que da la vida por los otros aun cuando pierda la propia.
Bonhoeffer ha sido uno de los teólogos que se ha manifestado
con más radicalidad acerca de la hipótesis según la cual el cristiano debería
vivir como si Dios no existiese. Quizás porque de este modo el hombre religioso
evitaría su natural tendencia a la construcción de ídolos.
La implicación de aquella fe que no busca en el culto o en cualquier
liturgia la seguridad de su alma, sino que arriesga hasta incluso la propia
alma para descubrir el auténtico contenido de su fe, es el pensamiento que Bonhoeffer
nos dejó desde sus horas humanamente más oscuras, aunque espiritualmente más nítidas de Flossenbürg. Los
compromisos espirituales aceptados desde la comodidad de la fe son absolutamente insuficientes comparados con el supremo riesgo divino y humano que significó la
cruz de Cristo.
© 2012 Josep Marc Laporta.
Querido amigo, como decirle que sus articulos me impactan, tanto los de sociologia que aunque no soy un gran conocerdor de ello siempre me son buenos, como los espirituales. Este que acabo de leer me ha impactado. No pense que un teologo muerto por hitler me llevara a una conciencia mejor de la fe. Agradezco sus articulos y poderlo seguir desde estos medios. Afectuosamente, Salvador Gilbar
ResponderEliminarmuy interesante. pienso que este teologo tenia muy claro el compromiso que ud dice, un compromiso de encarnacion. todo lo demas queda en segundo planp.
ResponderEliminarSiempre que he escuchado o leído algo acerca de Dietrich Bonhoeffer, siempre me ha inspirado.
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