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· La Iglesia local (2)

(Cristianismo en la postcristiandad)


1-     Concomitancias sociológicas
2-     Personalidad social de la Iglesia en la postcristiandad
3-     El modelo de parroquia evangélica
4-     El síndrome de las catacumbas

 

A pesar de que nuestra contemporánea perspectiva nos invite a creer que todo lo actual es, de lejos, mucho más avanzado y complejo que las sociedades anteriores, en lo que se refiere a la realidad sociológica no es así. Cada una, en su momento vital e histórico,  tuvo y tiene sus complejidades y diversidades. Incomparables, claro está, pero en sus particularidades cada una posee suficientes elementos sociológicos como para no presuponer grandes diferencias en la esencia constitutiva de lo social.


1- CONCOMITANCIAS SOCIOLÓGICAS


Es cierto que de una comunidad tribal primitiva a una sociedad del siglo XXI hay grandes y profundísimas distancias. Pero fuera de los extremos hay muchas concomitancias entre las distintas sociedades de la historia, especialmente en las posttrivales o postnómadas. Y si bien en sus aspectos tecnológicos, organizativos o administrativos existen grandes diferencias, en la respuesta social de cada realidad histórica las distancias se acortan. Por ejemplo, en su esencia sociológica, la sociedad neotestamentaria del siglo I no diverge en demasía de la nuestra, puesto que la disposición humana de correlación social va en relación a sus eventualidades culturales y contextuales. Y si en nuestro siglo tenemos innumerables asociaciones, grupos, entidades, empresas, colectivos, relaciones en red, chats y toda una serie conexiones en distintas gradaciones, es porque todo ello nos ha sido dispuesto en nuestra capacidad social de relación. Y aunque en el primer siglo no hubiere el mismo tipo de mecanismos relacionales que en el actual, ello no significa que sociológicamente la sociedad fuere mucho más sencilla y menos compleja, ya que sus connotaciones sociales los habituaron a ese tipo de relación, facultándoles capacidades de complejidad o simplicidad, de resolución de conflictos o de inhabilidades psicológicas. Igual que hoy.

Es por estas razones que al observar la Iglesia primitiva surge la tendencia de verla como una comunidad que habitaba en una sociedad mucho menos compleja, por lo que consecuentemente suponemos que el ministerio eclesial era mucho más sencillo de llevar a cabo, precisamente por el supuesto de simplicidad social. Pero no es así. La Iglesia que se narra en los pasajes neotestamentarios es una comunidad compleja dentro de una sociedad compleja, según su tiempo y circunstancias. Y cuando analizamos cómo se relacionaba con la sociedad residente, observaremos la dimensión real de sus conflictos sociales, tanto hacia afuera como hacia adentro.

Los cristianos del primer siglo tuvieron que adaptarse y relacionarse con una sociedad que les rechazaba; igual que hoy o incluso más. Tuvieron dificultades de relación con sus conciudadanos; igual que hoy e incluso mucho más. Surgieron situaciones donde tuvieron que tomar decisiones difíciles como comunidad; igual que hoy e incluso más. Tuvieron discusiones y distanciamientos entre los mismos apóstoles sobre cómo ejercer el ministerio encomendado; exactamente igual que hoy. Y también tomaron decisiones difíciles sobre cómo construirse como piedras vidas dentro del novedoso edificio de la Ekklesía, sabiendo que tenían diversos modelos religiosos que podían serles de guía.

La Iglesia primitiva pasó por las mismas dificultades que la Iglesia de la actualidad, con parecidos escenarios en cuanto a cómo edificar sus congregaciones. Tenían el modelo de la sinagoga, estable por lo que se refiere a lugar y formalismos religiosos. Tenían el modelo saduceo, colaboracionistas, ya fuere con los poderes griegos o romanos, adaptándose a sus modas y culturas. Tenían la referencia de los zelotes, con su supremacismo nacionalista y exaltación social. Tenían el fanatismo de los fariseos, buscando la pureza moral y religiosa y el cumplimiento de los tiempos. Tenían el fondo religioso del judaísmo, con el sacerdocio del templo de Jerusalén, sus ritos, limpieza y devoción. Tenían el modelo esenio, con sus rituales de pureza eremitas y el rechazo al templo de Jerusalén. Tenían las religiones allegadas, como los samaritanos, con su particular judaísmo mezclado con la idolatría. Tenían los politeísmos griegos, con sus innumerables templos y construcciones religiosas. Y también disponían de la religiosidad romana, con el trasfondo griego y egipcio y su sincretismo estructural. Así que la nueva fe tenía referencias religiosas por doquier. Y ante tantas influencias sociológicas rompieron con aquellas referencias y tomaron un nuevo rumbo en una radicalidad sociológica. Una nueva manera de construir la Ekklesía, abriéndose camino entre las dificultades de su sociedad, con una personalidad social ajustada a la persona y al camino. Nada más. Ambas, la persona y el camino, eran su constitución social.


La discusión sobre si la Iglesia universal o las Iglesias locales de la postcristiandad son sociológicamente diferentes a la del primer siglo, resulta bastante fútil si observamos las fuertes presiones sociales con que tuvieron que enfrentarse los primeros cristianos. Aquella sociedad era un polvorín político y social de primer orden, con grandes tensiones con la fuerza ocupante el Imperio romano y, en lo religioso, con grandes contiendas ideológicas. Y teniendo en cuenta que lo religioso era componente imprescindible y prácticamente único de lo social, podremos comprobar hasta qué punto la Iglesia primitiva tuvo que definirse constantemente para encontrar su personalidad. Las contradicciones sociales estaban en el orden del día. Basta recordar, por ejemplo, cómo después de que sanara a un cojo de nacimiento en Listra, Pablo fue elevado a los altares de la adoración como si fuera un dios y de qué manera seguidamente fue apedreado, dejándolo medio muerto (Hechos 14:8-15:2). Y todo ello en tan solo dos días. La agitación social no disponía de canales de comunicación como en la actualidad ni redes sociales, ni periódicos digitales con actualizaciones al minuto. Pero las noticias corrían de un lado para otro con gran rapidez, recorriendo un tejido social deseoso de buenas o malas nuevas, con gran ansiedad ante el Imperio romano. Y aunque las luchas y la conflictividad social y religiosa de aquel tiempo son distintas a las de la actualidad, en esencia el fondo es el mismo o incluso más complejo y, también, muy diversa la estructura sociológica sobre la que se fue edificando la Ekklesía.

Todo ello nos conduce a asumir que hoy, con toda la información bibliográfica y todos los avances de investigación e históricos, el cristianismo y las Iglesias locales de la postcristiandad en cierta manera subsisten aturdidas como estructura social, pese aparentar un gran dinamismo y activismo eclesial. En el fondo y en la forma se muestra en sociedad con un sinfín de caras y modelos donde cada congregación defiende una atractiva comunión interna, originando comportamientos tendentes al egocentrismo, que pueden llegar a rallar la patología religiosa y, en muchos casos, tan autosuficientes que cada Iglesia local se convierte en una fortificación de la verdad. En esa constante búsqueda de la personalidad eclesial, el gran cruce de caminos de la postcristiandad le obliga a una repetida reformulación y redefinición. Y lo hace en muchos aspectos: desde lo subcultural, lo litúrgico, modal, comunitario o teológico, hasta la misión, que precisamente es la esencia de su perfil constitutivo. No se debería de obviar que la personalidad social de la Ekklesía está más representada y definida en la misión que en la comunión (Hechos 1:8; 1ª Pedro 2:9).


2- PERSONALIDAD SOCIAL DE LA IGLESIA EN LA POSTCRISTIANDAD


Durante siglos, y en su dimensión local, las iglesias han tejido toda una serie de modismos y peculiaridades por las cuales se han convertido en trascendentes o intrascendentes para sus conciudadanos según sus tendencias curriculares. En esto fue determinante la herencia y el concepto de Ekklesía católico-romana con la constantinización de la Iglesia en el siglo IV. Y pese a que la trascendencia también tiene que ver con el contenido, con las vivencias y con la profundidad de las creencias, muchas Iglesias herederas de la Reforma han pasado inadvertidas o percibidas en sus entornos básicamente por su confrontación sociológica. Es decir, por la capacidad de ser sal y luz en las circunstancias y en los escenarios donde mejor se puede saborear la sal o ver la luz. Es la sociología de la idoneidad del instante y del lugar: la forma social con que la Iglesia se forma y acerca a su entorno con la misión kerigmática, y se muestra implicadamente en sociedad y en cada contexto social.

Tanto en la cristiandad como en la postcristiandad, la personalidad social de la Iglesia son los usos y costumbres religiosos en sociedad que acreditan su idiosincrasia y revelan el alcance y profundidad de sus credos. Pero también la personalidad social de una Iglesia local se manifiesta en los intereses de forma y fondo que la impulsan hacia afuera en la interlocución con la sociedad residente. Una serie de tensiones internas son las que conformarán su personalidad.


En sociología hablamos del yo-yo-sujeto y del yo-yo-objeto como las dos personalidades de los integrantes de un grupo o de una entidad de ámbito social. En el yo-yo-sujeto reside lo distintivo, la peculiaridad, lo característico y todo aquello que forma parte del pensamiento intrínseco del colectivo. Y en el yo-yo-objeto habita la proyección del grupo, sus objetivos, deseos por cumplir, propósitos y planteamientos en común. Pero un detalle importante es que el primer yo representa la persona, mientras que el segundo yo simboliza el grupo. Por consiguiente, la tensión aparece entre el primer yo y el segundo yo en su proyección de colectividad. El primero sitúa su verdad en un primer plano, como algo íntimo e indisoluble de su personalidad; mientras que el segundo yo es prestado al ámbito del grupo, por lo que a pesar de que aparentemente no se aprecie, la distancia intelectual, espiritual y emocional del conjunto entre el yo-yo-sujeto y el yo-yo-objeto puede ser abismal. Es decir, lo que uno piensa y cree de sí mismo y de lo que cree representar el grupo no es lo mismo que aquello que presta, concede o decide contribuir al colectivo. Por lo tanto, el trayecto entre uno y otro escenifica con bastante exactitud el valor del conjunto, su consolidación interna y proyección social.

El teorema nos es útil al observar cómo el modelo católico y protestante de la postcristiandad de Iglesia-parroquia-edificio, conceptual y representativa, se aleja más del objetivo pretendido que el de la Iglesia-familia-hogar neotestamentaria. Cuanto más distantes estén cada uno de los ingredientes del yo-yo sujeto respecto al del yo-yo objeto, más lejana quedará la misión por la cual se creó el grupo. Esto nos lleva a observar cómo la Iglesia local de la postcristiandad sufre, como una profunda marca y herencia de la cristiandad, la condición de parroquia y edificio, y cómo esta dependencia determina absolutamente su personalidad social. Y para subsanarlo sigue optando por un modelo funcional: la Iglesia-estructura-comunión. Conque desde la herencia de la cristiandad la Iglesia local no ha podido recuperar su substancia primitiva respecto a la proximidad y vinculación social representada por el modelo Iglesia-familia-hogar, las Iglesias locales de la postcristiandad han substituido la cercanía natural de la Iglesia primitiva por resistentes diseños comunitarios y fortificadas estructuras eclesiales donde la liturgia y la fraternidad son los grandes elementos de cohesión y misión.

Como ya ha quedado apuntado, dentro de estas blindadas estructuras eclesiales se encuentra el concepto comunión: una fórmula de convivencia que busca su protección, especialmente ante el temor de no ser suficientemente aceptados o ser directamente rechazados por el entorno. Cuando un colectivo, sea cual fuere, se siente en riesgo de perder su identidad, opta por fortalecer su relación interior, dotándose de elementos de retroalimentación de su esencia a costa de su proyección. En este supuesto, el yo-yo-sujeto y el yo-yo-objeto quedan absorbidos por la interinidad. Ya sea en el sujeto o en el objeto, el primer yo se recluye en el segundo yo. Es decir, la persona se recluye en el grupo.

Es indudable que el concepto comunión es importante y trascendente en todos los grupos sociales, puesto que les resguarda de las influencias externas y les da sentido dentro de sus muros, aislándose de lo que sucede fuera. Ahora bien, mientras esto sucede con intensidad preservadora, gran parte de la misión del yo-yo-objeto queda absorbida o incluso anulada por la comunión interna, produciéndose la paradoja de que para dar proyección a su identidad debe concebir fórmulas o métodos de diseño en la relación e interacción hacia fuera. Es lo que en el lenguaje del evangelicalismo se denomina esfuerzos evangelísticos, campañas evangelísticas o evangelización. Es evidente que las propias nomenclaturas ya determinan la realidad y el contexto social de la misión de las iglesias locales de la postcristiandad: un esfuerzo hacia fuera, cuando la misión es, en realidad, la parte más constitutiva de la personalidad social de la Ekklesía (Hechos 1:8; 1ª Pedro 2:9).


3- EL MODELO DE PARROQUIA EVANGÉLICA


Según el catolicismo, el concepto de Iglesia universal está estrechamente relacionado con la circunscripción territorial. Dado que por edicto del emperador Constantino[1] el Imperio Romano impuso la Iglesia universal territorializada, la originaria Iglesia local neotestamentaria quedó adaptada y sometida al modelo Iglesia-papado-obispado-localidad-parroquia-edificio. Es decir: una Iglesia icónica de representatividad imperial-religiosa; un papado constituido como única  cabeza visible; un clero obispal con alguna similitud a la misión supervisora apostólica; un territorio, ciudad o pueblo divididos en circunscripciones; una iglesia local en cada circunscripción; y un edificio representativo para cada congregación.

Tras más de mil años de exclusivo catolicismo, este modelo romano no quedó alterado en forma y fondo tras la Reforma Protestante del siglo XVI. En realidad, el modelo Iglesia-papado-obispado-localidad-parroquia-edificio se perpetuó incólumemente, aunque someramente alterado por la ausencia del papado romano y por el intercambio de papeles clericales. Pero la esencia y los conceptos de fondo y forma permanecieron invariables, tan solo transformados por la tardía aparición de las iglesias libres, nacidas de la reflexión teológica, de divisiones, avivamientos y movimientos socioteológicos. Es entonces cuando la articulación Iglesia-papado-obispado-localidad-parroquia-edificio pierde claramente el segundo y tercer componente. Y aunque en algunas iglesias y denominaciones existen mecanismos supervisores de tipo administrativo mediantes asambleas, convenciones o sínodos, en realidad no ponen el acento en el obispado piramidal, ni tampoco la circunscripción territorial tiene tanta importancia en sí misma. De las seis articulaciones, en el cristianismo asociativo y en gran parte liberado del modelo católico-romano, prácticamente pervive el marco que le da nombre la Iglesia, la localidad, la parroquia y el edificio.

La localidad, la parroquia y el edificio son consustanciales con el cristianismo evangélico de la cristiandad y la postcristiandad. Y aunque parezca extraño, no deberíamos ignorar que en el evangelicalismo también se sostiene un marcado acento parroquial de la Iglesia local, aunque no en el sentido de demarcación geográfica, sino de adscripción congregacional por sensibilidades espirituales, gustos sociales, amistades, conveniencias o por afinidades teológicas o modales. El creyente evangélico no se reúne tanto por cercanía residente a una capilla, sino que más bien lo hace de acuerdo a posiciones espirituales y/o teológicas de proximidad emocional, por lo general auspiciadas por la gran atomización protestante. La parroquia evangélica existe y se postula como el gran centro estratégico de operaciones, desde donde el evangelicalismo parroquial pretende alcanzar su barrio, ciudad y su mundo social con personas de fuera del barrio e incluso de la ciudad o pueblo.

El sistema parroquial es, en fondo y forma, una contingente derivación de las responsabilidades personales hacia la comunidad: una forma de sucursalismo espiritual. La adscripción a una Iglesia local por razones de afinidad, sensibilidad espiritual, gustos, relaciones o incluso por defensa de la sana doctrina, fácilmente puede llegar a ser la dejación del llamado a ser plenamente Iglesia allí donde la Ekklesía tiene su sentido y ha sido destinada a existir: su círculo social, las personas y el camino. Sin esta concretísima razón de ser, el valor teológico de la koinonía y el kergima original de la Iglesia primitiva expresado en el teorema Iglesia-familia-casa viene a ser substituido por la Iglesia-localidad-parroquia-edificio. Esta realidad eclesial es una de las herencias más visibles de la cristiandad.

Al asumir que la Iglesia es un lugar a donde ir, sea con edificio representativo o no, conduce a pensar que la koinonía y el kerigma son asuntos estrechamente relacionados con el traslado e instalación en un local o zona específica. Pero el edificio o el espacio de reunión no es en sí demostrativo de la función Ekklesía. La llamada a ser Iglesia es una invitación a salir e ir afuera. A ser, a ir, no a estar. Es por estas razones que, en su aplicación contextual de misión, el concepto de parroquia evangélica como ente socioeclesiológico y el edificio como representatividad social de la Iglesia es una rémora para la misión encomendada. Tan solo tiene un claro beneficio: la visibilidad estática y estética; una determinante herencia del modelo eclesiológico de la cristiandad.

A esta paradoja de la Iglesia local de la postcristiandad también se le suma una visión localista del ministerio eclesial. La parroquia-edificio ha de estar enclavada en una ciudad o pueblo, presuponiendo que cuantas más ciudades dispongan de una Iglesia local más y mejor se habrá alcanzado a la población. Pero el error radica en la misma concepción parroquial de la Iglesia: un lugar de identificación con el cristianismo, ya sea evangélico, protestante o católico, una representatividad icónica, un símbolo. Bajo este esquema se han creado estrategias como ‘en cada pueblo de menos de 20.000 habitantes, una iglesia evangélica’ o ‘ninguna ciudad sin testimonio evangélico’. Sin lugar a dudas, en sí mismas, las estrategias no son malas, ni necesariamente tampoco las campañas ni los llamados esfuerzos evangelísticos, que obviamente producirán sus resultados espirituales. Pero la disparidad es el prototipo eclesiológico y misionero de Iglesia parroquial, modelo donde la contextualización y aproximación a las personas que conforman una sociedad se apoya en conceptos dominantemente identitarios, y en donde la relación bis a bis queda muy mediatizada por la representatividad icónica. En otros términos, las distancias entre el yo-yo-sujeto y el yo-yo-objeto quedan reforzadas por la implantación sociológica del modelo de Iglesia parroquial evangélica. En consecuencia, el contacto social del original prototipo Iglesia-familia-casa se ve muy condicionado por lo icónico y lo representativo.


4- EL SÍNDROME DE LAS CATACUMBAS


Una de las dependencias psicológicas que ha caracterizado a la Iglesia evangélica al convivir con la realidad de cada época ha sido el síndrome de las catacumbas. Cuando los cristianos del segundo y tercer siglo fueron perseguidos a lo largo y ancho del Imperio Romano, en la capital se produjo una circunstancia especial. Con que estaba prohibido enterrar a los muertos en intramuros, dentro de la ciudad, puesto que los romanos acostumbraban a incinerarlos y no existían cementerios, los cristianos tuvieron que ingeniárselas para soterrar a los suyos, ya que creían en la resurrección física de los muertos en el día final. La realidad es que aparte de ser perseguidos por sus creencias, también fueron perseguidos por todo lo que conllevaba la defensa de la fe: sus costumbres, sus cultos, sus relaciones sociales y cómo debían enterrar a sus difuntos. Esta es una realidad sociológica determinante. Cuando se persigue a personas o colectivos también se persiguen sus actividades, sus formas de relacionarse, la psicología de sus pensamientos o sus reacciones sociales. Por lo tanto, la persecución fácilmente puede conducir al temor, al retraimiento y a la autocensura, provocando nuevas formas de comportamiento social que pueden alejar al grupo de su auténtica esencia constitutiva.

En el caso de los cristianos de los siglos II y III, y por las condiciones ya mencionadas, se vieron obligados a vivir desterrados, en las afueras de la ciudad, adquiriendo pequeñísimos terrenos para poder subsistir. La disyuntiva llegó hasta cómo y dónde iban a enterrar a sus familiares. No habían cementerios públicos y tampoco los podían incinerar, ni tampoco tenían dinero para comprar suficiente terreno en condiciones para soterrarlos. Por ello, como una protección de sus creencias y pertenencias la solución vino por excavar hacia abajo en sus pequeñas propiedades que les servían de vivienda, creando diversas galerías y pasadizos unidos por angostas escaleras de estrechos peldaños que descendían hasta cuatro pisos de profundidad.

Los cristianos vivían día a día con sus difuntos bajo sus pies. Plantaban, cosechaban, comían, los niños jugaban y los adultos se reunían y hacían sus quehaceres domésticos encima de una estructura de galerías soterradas donde también había alguna pequeña estancia. Debido a la persecución, en ocasiones las catacumbas también fueron un lugar de refugio y de reunión. Prácticamente todas las paredes de las catacumbas tenían pinturas de interesante valor artístico donde se reflejaban historias del Antiguo Testamento, rostros o figuras de algunos de sus santos difuntos más distinguidos y excelentes dibujos ornamentales. Aún hoy, la contemplación de las galerías con sus nichos o lóculos y sus representaciones artísticas es una experiencia digna de ver y sentir.

Pese a lo lóbrega que parezca la imagen, en la analogía se manifiesta un cierto paralelismo entre la Iglesia de las catacumbas y la de la postcristiandad; especialmente en lo que tiene que ver con la psicología de grupo. Expulsados conceptual y espiritualmente de la propia sociedad por el impacto de la postcristiandad, en bastantes casos la Iglesia local se ha alejado del centro neurálgico de la vida de las ciudades y pueblos, comprando sus terrenos y construyendo sus modernos edificios donde adquieren identidad y seguridad, urbanizando imaginariamente hacia su interior y sus profundidades como una esencia de su ser y existir, para, desde ahí, desplegar su testimonio. Más ocupados en la conservación de la herencia celestial que de la más directa y sencilla interlocución con su entorno social, la Iglesia parece preferir instalarse en las galerías y pasadizos de sus confortables edificios en sus parroquias, con sus manufacturas litúrgicas postmodernas y sus miradas angelicales. Pero mientras todo esto sucede y a pesar de la propaganda, la solidaridad autogestionada y los métodos evangelísticos, la distancia contextual con el mundo que le rodea a menudo se convierte en insalvable, tanto física como psicológicamente. La excesiva contemplación y abstracción interna ya fuere teológica o comunitaria para proyectar la misión externa es una endogámica subordinación de intramuros en que la vivencia y vitalidad doméstica delimitará el verdadero llamado de la Iglesia.

La analogía expuesta es útil para observar la tendencia a la reclusión y el aislamiento social. Pero es evidente de que la Iglesia no está muerta, solo tiene el síndrome de las postmodernas catacumbas de diseño litúrgico y comunitario. No hay duda de que hay vitalidad en la multiplicidad de congregaciones y grupos cristianos que expresan su fe de manera sincera y genuina. Aunque también es innegable que la personalidad social de la Iglesia local tiene en la estructura parroquial una especie de síndrome postmoderno de las catacumbas, que la aleja de la función original y la enclaustra psicológicamente.




     [1] Se le conoce también como Constantino I, Constantino el Grande o, en la Iglesia ortodoxa, las Iglesias ortodoxas orientales y la Iglesia católica bizantina griega, como san Constantino. Fue quien dio carta de legalidad a la religión cristiana mediante el Edicto de Milán en 313.

1 comentario:

  1. Marga19:02

    menudo estudio sociológico de la iglesia y que de acuerdo estoy con todo!

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