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· El pensamiento social

(Cristianismo en la postcristiandad)


© 2018 Josep Marc Laporta

1-      El desencanto existencial
2-     El encantamiento existencial
3-     El pensamiento dominante
4-     El conflicto de la credulidad
5-     El laberinto de la moralización
6-     Las rémoras de la cristiandad

 

Una de las características del pensamiento de las sociedades de la postcristiandad es la tolerancia no-dialéctica. En otros términos, la aceptación previa de todo sin grandes cuestionamientos. Y aunque es cierto que existen innumerables variables y matices que rebatirían esta primacía social, por lo general el hombre y la mujer de la secularidad y la postcristiandad tiende a un tipo de conformidad social que le resguarda de posicionamientos existenciales atrevidos; una actitud esquiva ante el interrogante último. Es el llamado agnosticismo social: una posición generalizadamente neutral e intelectualmente pasiva ante cualquier duda trascendente. Consecuentemente, en el alma de nuestro tiempo se manifiesta un pensamiento débil e indiferente, en que la gran diversidad, pluralidad y complejidad del mundo impone un silencio a las históricas preguntas eternas, sin cuestionamientos que vayan más allá de la lógica y mínima protección de lo que es propio.

Desde la sentencia modernista del Dios ha muerto popularizada por Nietzsche (1) la abulia ante cualquier pregunta de carácter existencial es una las marcas de la ideología humana. La desacralización del mundo que postulaba Max Weber, [2] unida a la complejidad de las sociedades postmodernas, ofrece una forma de creencia amedrentada y huidiza respecto a los sistemas religiosos y sus propuestas espirituales. El perfil sociológico resultante es un tránsito social de fondo y forma hacia contenidos puramente antropológicos que echa raíces en la personalidad del hombre y la mujer de la postcristiandad. Ya no es un comportamiento sociológico sino, cada vez más, una cualidad antropológica adquirida.

Etimológicamente, la desacralización es el paso de una sociedad sagrada a una secular. Es la desconexión de la religión en favor de la conexión con una secularización y espiritualidad más hedonista y autosuficiente, abandonando el marco de la cristiandad para construir una creencia al dente, al punto de las necesidades del momento, del día a día o de tan solo una temporada. Este modelo de espiritualidad totalmente autogestionada, ejemplariza el profundo proceso de secularización que vivimos. Nada es estable, tan solo lo temporal, mientras lo sea. Y si algo se manifiesta invariable, pronto tendrá un recambio conceptual, puesto que la necesidad de novedad implosiona su permanencia. Este tipo de espiritualidad también está afectando al cristianismo actual en su deseo de experimentar nuevas vivencias espirituales, con comportamientos espejo de la secularización.

Los sondeos estadísticos sobre fe y religión exponen la gran transformación intrareligiosa de la postcristiandad: entre los llamados cristianos cada vez más hay más creyentes en Dios que creyentes en las realidades últimas, como el cielo, la salvación o un Dios personal. Pese a la gran beatitud litúrgica que aparentan, un buen número de personas que se consideran creyentes, tanto católicas como protestantes o evangélicas, apuestan por poner la fe en un Dios que se asemeja más al perfil mitológico, que todo lo puede y al que hay que recurrir en caso de emergencia o como un antídoto sobrenatural para situaciones contrarias. Es un Dios vaciado de su genuina esencia, sin credo ni prescripciones; más bien una deidad de perfil ancestral a quien invocar, reclamar o acogerse en momentos de apuros o en estados complejos, aunque sean transitorios.

El psicólogo y ensayista suizo C. G. Jung [3] apuntaba, desde una perspectiva básicamente psicológica, que el católico que decide abandonar la Iglesia, por lo general termina siendo ateo o indiferente, mientras que el protestante se une a una corriente de tipo sectaria, lo que podríamos identificar como evangelicalismo radical. Esto se debe, según Jung, a la postura absolutista de la Iglesia Católica, que requiere la negación del mismo tipo, mientras que la multiplicidad y heterogeneidad denominacional protestante no obliga directamente a las deserciones, sino que invita a variaciones y devaluaciones. La realidad es que dentro del protestantismo crece la búsqueda de un Dios más secularizado, una deidad reclamada a necesidad del demandante. Esta devaluación intrareligiosa también tiene que ver con el desencanto existencial de las sociedades de la postcristiandad y sus procesos de desesperanza, lo que invita a refugiarse en un tipo de cristianismo de pensamiento mágico.


1-   EL DESENCANTO EXISTENCIAL


El hombre hipermoderno vive afanado y colmado de entretenimientos, pero está desencantado. Las nobles y seculares promesas que se formularon en la modernidad se le desplomaron como un castillo de naipes. La pujanza de la secularización, que prometía grandes esperanzas para el ser humano en su progreso emancipador, en realidad se convirtió en una actitud de desconfianza existencial. La libertad, la igualdad y la fraternidad poco a poco se convirtieron en mitos de referencia, sin adecuadas actualizaciones a las realidades sociales del secularismo postmoderno. No cabe duda que los tres estandartes de la revolución francesa fueron claves en la construcción de la modernidad, tanto política como social; pero en la postcristiandad, con un descreimiento, nihilismo y escepticismo creciente, aquellas señas de identidad se han convertido en un escollo conceptual. En su pujante espiral secularista, la libertad, la igualdad y la fraternidad no lograron compensar el ansia existencial, sin claros homónimos en el pensamiento cristiano que, tanto axiológica como espiritual e intelectualmente, pudieran ofrecer respuestas satisfactorias.

Al mismo tiempo, un franco desengaño ante los discursos morales y éticos permeabilizó la sociedad. El hombre y la mujer de hoy ya no está tan atento a las grandes oratorias, tanto seculares como religiosas. El modelo moralista que regulaba la sociedad con la simple enunciación de pautas universales, ahora parece incompatible con una sociedad que muta constantemente y no permite gratuitas injerencias. Las imperecederas y sempiternas enseñanzas del cristianismo ya no tienen tanto impacto ético frente a los breves, variados y efímeros mensajes de las redes sociales y los mass media. Así que, a pesar de la gran suficiencia y locuacidad de la ciencia y del saber hipermoderno, el conocimiento de las evidencias últimas y trascendentes queda en el pensamiento actual como conceptos más débiles o circunstanciales.

Por otro lado, el escepticismo que generó la secularización produjo un privatismo endémico. Ante las grandes cuestiones de la vida, material y temporalmente resueltas por los constantes avances científicos, por la tecnología y por la informática, el ciudadano de a pie ahora convertido en consumidor de todo, incluso de personas observa el más allá y las grandes preguntas universales como asuntos puramente domésticos, menos deseables intelectualmente y con mayor misticismo. La existencia, la trascendencia y los porqués del paso por la vida han llegado a ser cuestiones tan seculares y pueriles, que se han vaciado de toda aquella trascendencia de antaño. El cielo o el infierno ya no atrae o repele, puesto que la secularización ha acrecentado tanto la conciencia vital de cielo e infierno en el hoy y el ahora que ha dejado cualquier futuro eterno a la suerte del destino o al imponderable. La dependencia de un Dios ordenador de la vida y de los vivientes ya no es una necesidad primaria. Sus consejos ya son absolutamente prescindibles, puesto que la secularización ha alcanzado rango de valor supremo, poseyendo y ostentando connotaciones religiosas. El traslado simbólico es culminante.   En lugar de lo religioso, lo secular es la referencia social.

Todo ello conduce al hombre de la postcristiandad a la reclusión socioespiritual, a la privacidad moral y a construirse algún tipo de dios más místico que se ajuste a su particular manera de ver el mundo y existencia, modelos que también influyen en el cristianismo. Él mismo, el individuo secularizado de la postcristiandad, se postula suficiente para vivir y creer en sí mismo, auxiliado por una sociedad que le ofrece todas las respuestas, tangibles y materiales, para sus breves y renovables satisfacciones, que acostumbran a ser momentáneas, diarias o temporales. El hombre de la postcristiandad ya no se alimenta de grandes verdades ni dogmas universales. La verdad es aquí, ahora y para mí. Consecuentemente, no se cuestiona prácticamente nada más allá del pequeño espacio de sus necesidades vitales presentes. Todo lo demás es imponderable, imprevisible, inalcanzable o sustituible por píldoras de complacencias temporales. Estas variables también afectan al cristianismo contemporáneo, con diferentes espiritualidades de formas privatizadas y usos y satisfacciones inmediatas.

Paradójicamente, el ser humano de hoy es bastante vulnerable, mas se muestra invulnerable. Vive insatisfecho, pero presume de satisfacción y saciedad. Alardea seguridad, pero convive con miedos y ansiedades aparentemente no identificados. Se expresa con firmeza, pero es parco en articular conceptos consistentes que definan y concreten su propia trascendencia. El vacío heredado del paso de la modernidad y la cristiandad le ha dejado sin referencias de fe estables y confiables. Ahora hay miles, tantas como sensibilidades individuales. Pero prácticamente todas defienden lo presente, lo inmediato, lo que puede llamar su atención material o espiritual, para satisfacerlo y saciarlo. De ahí parte el cuidado del cuerpo o, en versión postreligiosa, el culto al cuerpo, con sus dietas, masajes, imanoterapias, vitaminas, cremas, gimnasias y retoques estéticos; y la atención de su espíritu o, en versión de la postcristiandad, el culto al espíritu, con la psicoterapia, la astrología, el hinduismo, la meditación trascendental o la espiritualidad a medida, cristiana o no. Por consiguiente, cualquier planteamiento existencial trascendente no tiene gran interés, ni por el pasado ni por el futuro, ni de dónde venimos ni adónde vamos. Es el pensamiento no-imperativo, el no-cuestionamiento de las grandes verdades y valores, esperando encontrar un dios ajustado a cada particularidad que nunca aparece en la necesidad adecuada pero que, mientras tanto, tranquiliza la conciencia.

La relación con el universo y la naturaleza que antes había sido sometida a la razón, al progresivo conocimiento y al divino misterio, ahora es una correspondencia de unificación, de sintonía emocional y espiritual: sentir para suponer que se cree en algo, confiando en que alguna fuerza cósmica acuda al amparo. Por eso los horóscopos, las cartas, los videntes, la santería, la magia o los adivinadores han vuelto con fuerza en la potcristiandad, aunque nunca se fueron. El vacío existencial que dejó aquel antiguo Dios plenipotenciario de la cristiandad, presentado en sociedad como un Dios de todo y para todo, hoy lo ha ocupado un sinfín de creencias parciales, de mercadeo rápido y variadas esperanzas. El misticismo ya no es propiedad exclusiva de los ermitaños sino de cualquiera que desee disfrutar de una satisfactoria espiritualidad personal. Aquel misticismo eremita y anacoreta de formas solitarias y austeras se ha transformado y universalizado alcanzando también al cristianismo del siglo XXI , con extáticos y arrebatados formatos modernos. En su lucha contra la absorbente secularización, el misticismo pretende satisfacer el ansia de una espiritualidad de contacto, más inmediata y cercana.

La historia tampoco es como se pretendía formular en la modernidad: una realización progresiva de seres colectivizados en un permanente e integral crecimiento social. Se rompió su ascendente ritmo y, de repente, el actor principal también cambió. En plena postcristiandad, el autosuficiente hombre postmoderno ya sustituye a la verdad divina. Como apuntó en un breve repaso a las mitologías griegas Luis González-Carvajal, [4] «el símbolo de los modernos era Prometeo, que desobedeció a la autoridad suprema, Zeus, y trajo a los hombres el fuego, símbolo del progreso. Pero los postmodernos han desenmascarado a Prometeo, descubriendo que Sísifo era un idealista fracasado. Por tanto, el símbolo de la postmodernidad ya no es Prometeo ni Sísifo, sino Narciso, absolutamente enamorado de sí mismo». Es decir, la sustitución del relato progresivo de la historia por el narcisismo humano más presuntuoso.

En un análisis un poco más pesimista, el filósofo y sociólogo italiano Gianni Vattimo [5] defiende la tesis de que «la sociedad postmoderna no es tanto una sociedad más transparente, ni tampoco más ilustrada sino más caótica y compleja». Evidentemente esto se debe fundamentalmente al papel que desempeña la globalización mediante los medios de comunicación, sobre todo radio, prensa, televisión y redes sociales, que han influido en la explosión y multiplicación general de las cosmovisiones o concepciones del mundo. Y con que cada día, en el mismo instante que suceden ya estamos informados de todos los acontecimientos que ocurren en el mundo, conviviendo con todo tipo de culturas y subculturas, Vattimo apunta a la paradoja de que «precisamente es en este relativo caos donde residen nuestras esperanzas de emancipación». Es decir, absorbidos por la rueda incesante del caótico laberinto de la globalidad, solamente se atisba una única salida, en la medida en que el ser humano sea capaz de gestionar su propia complejidad.


El desencanto existencial del hombre y la mujer de la postcristiandad, con la ausencia referencial del concepto Dios, también pretende relevarlo en sus asuntos más domésticos. El Dios de amor queda reemplazado por la solidaridad, la cooperación y la búsqueda de una activista moral postmoderna. Es como si en ausencia del referente divino, el ser humano necesitara convertirse estéticamente en más bueno, altruista, filántropo y generoso con el prójimo, identificando e inaugurando nuevas y variadas maneras de respeto y tolerancia social: una actitud de mayor responsabilidad ante el vacío de la supervisión divina. Es el amor de Dios sustituido por un amor solidario a su imagen y semejanza, pero sin su esencia misericordiosa y redentora. En realidad, una traslación antropológica de creencias e instituciones religiosas a una entidad absolutamente secular y autónoma. De este modo, la religión institucionalizada y comúnmente aceptada pierde su exclusividad y de ser eje de la vida social pasa a ser absolutamente periférica y prescindible.

Hans Küng [6] apuntaba muy acertadamente que «nadie, desde Descartes, Pascal o Spinoza, pasando por Kant y Hegel, hasta el Vaticano I y Karl Barth, Williams James, Teilhard de Chardin, Whitehead, Heidegger y Bloch ha dejado de luchar todas las batallas con el problema Dios». La realidad es que el concepto Dios no ha pasado a mejor vida sino que permanece en el sustrato psicológico e ideológico de las sociedades de la postcristiandad, al menos presentando batalla intelectual. Y pese a que en medio de la cristiandad y la modernidad se intentó superar su valor e impacto, pretendiendo liberar al ser humano de su esencia e imagen divina, en la postcristiandad la divinidad es rechazada de pleno, convirtiendo a Dios en una deidad complemento-suplemento de nuestro saber, querer o poder. Un Dios siempre supeditado a los avances o lagunas de la ciencia. Y en la medida en que esas lagunas quedan resueltas, el mensaje e incidencia social del cristianismo y sus iglesias parece perder parte de su credibilidad e influencia. La resultante es que su pensamiento conceptual, ya sea ético, bíblico, religioso, corporativo o socioteológico, queda en constante entredicho, con poca incidencia e influencia intelectual en la sociedad.


2- EL ENCANTAMIENTO EXISTENCIAL


No es necesario mucho esfuerzo para observar que ante al gran desencanto existencial de las sociedades de la postcristiandad, como contraste existe un claro encantamiento existencial del pensamiento cristiano. La Iglesia universal o las iglesias locales tienen en el descreimiento existencial de la postcristiandad razón y ocasión para el cultivo de una espiritualidad de contrapeso. Descubrir a un Dios que siempre está accesible y que se revela sea cual sea el momento de la historia a pesar del descreimiento de cada época, ha llevado a cierto cristianismo militante postmoderno a establecerse en autocomplacientes enramadas religioso-espirituales. Y aún y a pesar de que hay un claro despertar ante la realidad del mundo y la responsabilidad integral como cristianos, interactuando con diversas actividades y formas de compromiso social y testimonio cristiano, en el fondo, el pensamiento que subyace es de cierta desorientación y desubicación social.

Son muchos los teólogos y pensadores que se adiestran para inquirir y presentar un discurso evangélico bien elaborado que dibuje una ruta de pensamiento coherente ante las distintas realidades sociales impuestas por la secularización, la pluralización y la privatización. Son buenas y excelentes aportaciones. Pero ante el declive de los grandes relatos y del sentido de trascendencia del hombre postmoderno, muchas de esas propuestas pasan por la añoranza del concepto cristiandad y la pérdida de su influencia social. En algunos casos, en sus planteamientos subyace la extraña necesidad de revertir la pendiente histórica, estableciendo un nuevo formato de ascendencia social que permita instaurar un nuevo y cultural modelo de cristiandad en la sociedad. [7] Tras este sustrato de pensamiento se observa cómo pequeñas o grandes iglesias locales se convierten en paralelas y diminutas cristiandades, donde muestran y demuestran la fuerza de un cristianismo pletórico y henchido, pero que, aún y a pesar de sus esforzadas y prolíficas actividades religiosas y sociales, quedan reducidas a pequeños prototipos de cristiandad de puertas hacia adentro. Y es en ese apetecible patrón donde acostumbra a emerger la figura de un pastor o líderes espirituales ejerciendo plenipotenciariamente particulares formas de relación, a menudo muy análogas al antiguo modelo de monarca de la cristiandad, con feligreses cultivando beatíficamente un cristianismo reverencial y fanático. Sin embargo, gran parte de este comportamiento sociológico es producto del retraimiento social de la Iglesia, con su imperiosa necesidad de preservación religiosa ante los estigmas de la secularización.

Los sentidos, la emoción y los sentimientos, tan presentes en las espiritualidades cristianas y seculares de hoy, son nuevas cartas de presentación del activismo religioso en su comprensión psicológica y social. Desde la modernidad, la autonomía de la razón se ha ido ampliando para incluir los sentimientos. Y ahora, en las sociedades de la postcristiandad, ya hemos superado a los antiguos griegos: desconfiamos de la razón para confiar más en el corazón. En este punto hemos llegado al mismo pensamiento del sofista griego Protágoras al afirmar que «el hombre es la medida de todas las cosas». Poner los sentimientos o los sentidos como criterio finalista, viene a ser lo mismo: el ser humano como criterio último de toda realidad y todo conocimiento. Así que, mediante los sentidos y los sentimientos, el cristianismo contemporáneo cree haber alcanzado un nivel de comprensión espiritual absoluto. Sin embargo y a pesar de esta pretenciosa convicción, la realidad es que es el pensamiento postmoderno quien ha permeabilizado las iglesias cristianas. Y la ambicionada culminación es, básicamente, una consecuencia más de los vasos comunicantes sociales de la postcristiandad: sentir para consumir y emocionarse para concebir.


Por lo general, el cristianismo de la postcristiandad es una apasionada militancia de cuartel. Un ejército que procura o simula prepararse a fondo para su lucha espiritual, pero siempre ejercitándose dentro de su campamento, donde los obstáculos están bien dispuestos y diseñados, donde el riesgo del dolor está bien controlado y donde cualquier desliz y contratiempo siempre contará con los eminentes servicios de auxilio de la propia tropa. Es el nuevo modelo de cristiandad de consumo doméstico. La realidad de esta posición estratégica es que el militante cree que está luchando y ganando sobradamente en su lucha cristiana, cuando probablemente esté jugando al juego de los ancestrales dioses y sus entretenidos pasatiempos inculpatorios y redentores. Y vuelta a empezar.

Este es un cristianismo que muy ufanamente se recluye en su cómodo y fortificado cuartel, diseñando escuadrones, secciones, divisiones, mandos intermedios, estrategias y operaciones, y cuando decide salir al campo de batalla exterior una de las preocupaciones más excitantes es si será bienvenido, cómo serán valoradas sus victorias y si los parabienes recibidos serán bienintencionados o no. Y vuelta a empezar. Ese miedo a ser simplemente verídico y traslúcido en lugar de la inútil pretensión de ser reconocido y aceptado, debido a la atención que reclama, es lo que en realidad le aísla sociológicamente de su medio vital. En muchos casos, la necesidad y deseo de aceptación supera la capacidad de ser, por lo que pletóricamente se recluye en sus dominios religiosos. Unos se aíslan en la teología; otros en excelsas y modernas liturgias; los más resueltos en la solidaridad; y otros muchos en una granítica y placentera comunión cristiana dentro de las nuevas y cómodas arquitecturas eclesiales.

Pero como postuló Dietrich Bonhoeffer, [8] el Dios cristiano no es un gigantesco paraguas que nos protege de cualquier inclemencia: «El Dios que nos hace vivir en el mundo sin la hipótesis de trabajo Dios, es el Dios ante el cual estamos permanentemente. Ante Dios y con Dios vivimos sin Dios. Dios, clavado en la cruz, permite que lo echen del mundo. Dios es impotente y débil en el mundo, y precisamente sólo así está Dios con nosotros y nos ayuda. Mateo 8:17 [9] indica claramente que Cristo no nos ayuda por su omnipotencia, sino por su debilidad y por sus sufrimientos». [10]

En principio Bonhoeffer rechaza la idea de un Dios todopoderoso y providente que encarna la ilusión de un padre buenista y patriarcal. Un Dios que básicamente nace del miedo a la muerte y el desamparo humano, y que reduce a sus hijos al papel de criaturas dóciles y obedientemente ensalzadoras de su majestad. Desiste de la mirada del aquel cristianismo embelesado y boquiabierto, que para compensar la secularización de su sociedad decide crearse un Dios de grandes y laudables medidas, en cierta manera a imagen de un tipo de espiritualidad egocéntrica. Pero para él, para Bonhoeffer, este concepto de divinidad procede de las religiones más ancestrales, que rinden culto a un tótem para que les dé favores y bienes. Un Dios de baterías recargables tantas veces como sea necesario, hasta que se agota el sentido de espiritualidad por baldía utilización. Y a pesar de la distancia de los años, del cambio de siglo, del paso de la modernidad a la postmodernidad e hipermodernidad y del definitivo declive de la cristiandad, la lectura que Bonhoeffer hace del pensamiento cristiano de su época nos conduce a una revisión estructural del pensamiento vital del cristianismo evangélico de nuestro tiempo.

Para Bonhoeffer, «Dios no es un tapa-agujeros. Dios ha de ser reconocido en medio de nuestra vida, y no sólo en los límites de nuestras posibilidades. Dios quiere ser reconocido en la vida y no sólo en la muerte; en la salud y en la fuerza y no sólo en el sufrimiento; en la acción y no sólo en el pecado. La razón de ello se halla en la revelación de Dios en Jesucristo. Él es el centro de nuestra vida, y no ha venido en modo alguno para resolvernos cuestiones sin solución». [11] La mirada del pastor luterano nos introduce en cómo relacionar fe y secularización con el encantamiento existencial que preside el cristianismo de la postcristiandad.


Una Iglesia que piensa junto a la sociedad que la acoge, no solo con o en su propia comunidad, es uno de los principios evangélicos más fructíferos para abrir fronteras misionales. El gran problema intelectual del pensamiento cristiano postmoderno es que no razona junto a la sociedad sino que, básicamente, la interpreta magistralmente, y de ello deduce razonamientos que discute en sesiones internas. Pero son actos supremacistas de postmoderna beatitud, con grandes conversaciones sobre el mundo y sus acontecimientos, postulándose fuera del mundo y determinando sobre el bien y el mal, por lo que la distancia intelectual con ese mundo con el que pretende relacionarse es insalvable. Son formas de superioridad evangélica, convertida en reserva ideológica de la nueva cristiandad. Y no hay riesgos; todo está bajo control interno.

Jesús interpeló insistentemente y hasta la saciedad el razonamiento de sus contemporáneos hasta llevarlos a posiciones de dura confrontación intelectual y espiritual. No exclusivamente espiritual. Las aseveraciones del Maestro pusieron a prueba la mente y el razonamiento de su tiempo, con parábolas, metáforas, alegorías, ilustraciones e interpelaciones muy directas dirigidas a las estructuras y fortificaciones mentales que dominaban el pensamiento antropológico de sus contemporáneos. Y aunque la finalidad de su variada exposición era conducirlos espiritualmente a la Verdad, para llegar a ella los enfrentaba intelectualmente en el campo donde el pensamiento retórico y dogmático había echado raíces profundas.

Cuando el pensamiento cristiano está más preocupado por la necesidad de construcción de un relato socioespiritual propio que por la interlocución con el pensamiento de la sociedad, lo normal es que se construyan ortodoxias paralelas que nunca lleguen a encontrarse e interpelarse entre sí. Las verdades nunca serán suficientemente verdades si no pasan por las llamas de la prueba. Y en el caso del cristianismo contemporáneo, a menudo la verdad que se defiende está abusivamente hinchada y envanecida entre las paredes de la supremacía religiosa y la predicación de púlpito, sin atreverse a encarar su verdadera función evangélica: relacionarse intelectualmente cara a cara con el desemejante. Y en esa larga pendiente de ingenua beatitud, fácilmente el cristianismo se transformará en una subcultura transeúnte, que tanto puede servir para comunicar un Dios salvador y redentor como para entretener a masas que buscan satisfacer en la espiritualidad cristiana sus necesidades de liberación postmodernas.


3- EL PENSAMIENTO DOMINANTE


El pensamiento dominante de la postcristiandad ya no es el cristianismo. El cambio de paradigma es sustancial. Ahora el secularismo decide quien es quien, cuando puede opinar, de qué manera y cómo se ha de relacionar. La fuerza del pluralismo disuasor corta el paso a cualquier posición intelectual que tenga alguna referencia religiosa a siglos anteriores. La postmodernidad ya no reconoce el cristianismo como sujeto de la historia. Ahora solo es objeto de estudio y referencia antropológica de Occidente, herencia de una civilización en rápida transformación y disolución. Y replegado ante la pujanza del dios de la secularización, el cristianismo se ha visto despojado de sus grandes relatos. El discurso social ya no le pertenece. E incluso parece que ya no tiene opciones de levantar su voz intelectual, excepto para pedir rectificaciones periodísticas, flirtear con un poder más o menos accesible u hostil, o solicitar atenciones y deferencias. La sociedad admite el cristianismo siempre y cuando participe en la construcción de la misma y no moleste con su forma de pensar. Sociológicamente ya no es el sujeto central de la historia y psicosocialmente tampoco tiene ascendencia popular, cultural o social.

La posición del pensamiento cristiano ante el mundo en gran parte se asemeja a aquel antiguo canto espiritual de El tren del Evangelio. Un tren del Evangelio que, según el texto, iba en dirección al cielo, invitando a la gente a subir, mientras los que declinaban acceder se quedaban en tierra, con sus quehaceres y tristezas. La analogía explica certeramente el pensamiento actual: el Evangelio es un tren donde viajan los cristianos, mientras que los no cristianos quedan directamente fuera de esa iglesia sobre raíles que felizmente camina hacia el cielo. El concepto entraña un chocante concepto disuasor. La iglesia es un ente salvador que camina por su propio camino, sin relacionarse directamente y en profundidad con los demás y con la sociedad, esperando a que las personas aludidas se alisten y suban a su tren de la salvación. Ya no es que el pensamiento cristiano de la postcristiandad viaje en trenes en paralelo a la sociedad a la que pertenece, sino que es la Iglesia la que viaja, mientras los demás se quedan en tierra. La distancia espiritual e intelectual que evoca es sustancial. En realidad, el concepto de fondo manifiesta de qué manera y con qué intención la Iglesia postmoderna toma la comunidad de santos como el único y principal centro de acción, relación y pensamiento. No la toma como una ekklesia de llamados afuera, de «las tinieblas a la luz» [12] para compartir la luz, sino una asamblea que parece haber sido invitada a vivir fuera del mundo, de manera paralela. En lugar de ser llamados de las tinieblas a la luz para alumbrar en las tinieblas, se es llamado de las tinieblas a la luz para instalarse gozosamente dentro de la luz.

Este débil concepto implica ser más una ekklesia de raíces griegas que su principal función era discutir interna y enardecidamente los asuntos políticos y sociales de la comunidad , que una ekklesia paulina que se movía, dirigía e interrelacionaba indistintamente con los centros neurálgicos sociales y religiosos de la época como con las personas con las que convivía. Esta distancia entre ambos modelos plantea cual es, en realidad, el pensamiento subyacente del Tren del Evangelio: la Iglesia es un lugar de refugio, una especie de salvaguarda de la sociedad, cuando bíblicamente es un punto de doble partida espiritual: ser llamados de las tinieblas a la luz, precisamente para alumbrar con la luz en las tinieblas no desde la luz a las tinieblas.


El tratamiento que la postmodernidad acostumbra a hacer de la Iglesia universal y local la arrincona socialmente y la sitúa en el lugar donde menos importune. Y si ya no se admite como sujeto de la historia, a su juicio la Iglesia puede ser considerada válida, pero no necesaria; puede ser apreciada por su función social, pero no por su mensaje; pueden ser consideradas buenas personas, pero no necesariamente necesarias ni participantes; pueden tener buenas intenciones, pero no saber qué esconden detrás de ello; pueden tener su espacio, pero no deben invadir los lugares comunes; tienen bonitas y emocionantes reuniones, pero son actividades fuera del razonamiento postmoderno; son contemplativos, muy espirituales y soñadores, pero no están en la realidad de la vida; viven una fe sincera, pero están dentro de su fantástico mundo; viven de acuerdo a trascendentales y apreciables valores morales ancestrales, pero han quedado fuera del mundo real.

Esta forma de pensamiento de las sociedades postcristianas y secularizadas tiene su lógica social en que la Iglesia sigue manteniendo su monopolio de la razón crítica social léase verdades teológicas y espirituales absolutas . Pero, en realidad, para la sociedad es analfabetismo ilustrado. La traducción o traslación del concepto es que la Iglesia cree que lo sabe todo pero no puede cambiar nada, o no sabe nada pero cree que puede cambiarlo todo: una actitud o conciencia de conocimiento último sin aplicación práctica en la realidad sociológica. Así que, según la sociedad postmoderna, los mitos de la cristiandad ya no tienen validez para un ser humano que está en crisis de civilización. Y ésta no es solo una crisis objetiva sino también subjetiva, porque pone en cuestión los modos de pensamiento y todo aquello que hemos pensado como sujetos de la acción.

Es ahí donde el cristianismo actual sufre contradicción, porque pese a conocer unos valores eternos incuestionables, además de no tener conciencia ni necesidad de interactuar directa e intelectualmente con su sociedad, no sabe dónde ni cómo expresarlos o compartirlos. En realidad, no conoce la sociedad donde vive, porque no descifra los foros comunes de intercomunicación. Los espacios de transmisión de pensamiento, aunque parece que se han ido ampliando con la democracia y la libertad de expresión, con la secularización y la postcristiandad para la Iglesia han tenido un efecto reductivo. Pero no ha sido precisamente por causas externas, sino por dejación interna, por el dilatado y permanente abandono de la interlocución e interpelación intelectual con la sociedad. Respecto al pensamiento social, la Iglesia se ha achicado, generalmente escorada en la ufana organización de grandes actos, cultos y eventos de consumo interno, pese a ser presentados en plataformas públicas. La misma opción por la solidaridad social a través de oenegés cristianas, pese a su positiva y encomiable aportación a la comunidad, en el fondo sitúa el pensamiento cristiano en un reduccionismo crítico. Por un lado, la atención a las necesidades del sufriente es parte de la misión integral de la Iglesia de ser sal y luz; pero por otro viene a ser el arrinconamiento de la Iglesia a un espacio de misión adaptada y utilitaria para los intereses de la sociedad, mientras que por otro lado va acallando su misión e influencia crítica y profética frente al pensamiento postmoderno.


4- EL CONFLICTO DE LA CREDULIDAD


Uno de los elementos básicos de la secularización de nuestra sociedad radica en la idea de que la credulidad es la base de toda dominación, pues implica delegación de la inteligencia y la convicción. Y, de entrada, en este campo el pensamiento de la Iglesia sale claramente perjudicado, puesto que deposita en la creencia todos sus valores de transmisión evangélica. El resumen socioteológico de ello es el conocido pasaje de Pablo y Silas en la cárcel: «Cree en el señor Jesucristo y serás salvo». [13] En este concepto se pretende resumir mágicamente toda actividad y misión cristiana. Pero visto desde el pensamiento postmoderno, la invitación a creer es una fantasiosa retórica evangélica a fin de convertir almas, contraria a la inteligencia y la crítica.

La Iglesia de la postcristiandad sufre cuando la secularización postula que credulidad es igual a dominación, a pesar de que al final de todo la gente crea en cualquier cosa en el momento que más les apetezca. Pero la base del pensamiento es que la credulidad no es empírica ni fiable. Entonces no cuaja con el mensaje evangélico donde la invitación a creer se presenta prácticamente como el único punto de partida y llegada para la conversión. Por tanto, ante esta disonancia es evidente que la Iglesia contemporánea habrá de exigirse algo más. Y no cultos más efusivos o mejor diseñados, sino el reto de pensar y hacer pensar, en común, hablando y participando en los espacios sociales donde la gente acostumbra a expresar sus ideas, en sus ámbitos de seguridad, en sus centros de pensamiento, en las esferas sociales donde todos hablan, razonan a su manera y se expresan con libertad. En sus areópagos.

Pero, la Iglesia, rodeada de verdades tan absolutas y eternas que le invitan a apoderarse de un pensamiento monopolista del mundo, ¿cómo va a tener alguna conciencia crítica que no sea solo anunciar a voz en cuello las verdades eternas, como si fuera un simple mercado de creencias? Sin embargo, la sociedad no es un mercado de creencias, aunque desde posiciones cristianas prácticamente sea la única perspectiva. Nuestra postcristianizada sociedad es un variado y múltiple conjunto de pensamientos y formas de pensar que dan forma a creencias o, como mínimo, las crean. Así que situar como punto de partida el anuncio de la salvación presente y eterna como un exclusivo asunto de pública y unilateral proclamación de creencias es, como mínimo, aislarse de la función crítica e intelectual que también pertenece al cristianismo, ante un mundo que no quiere simplemente creer, sino conceptualizar.

Sin el ejercicio de la crítica, el conocimiento tiende a la inutilidad, porque aunque accedamos a sus contenidos no sabemos cómo ni desde dónde relacionarnos con ellos. Por tanto, el pensamiento crítico del cristianismo habrá de pasar por el tamiz de la humildad de la crítica, valga la redundancia. El envanecimiento espiritual y bíblico no conduce a mucho más que a estereotipar las verdades, dejándolas estériles por la ausencia de reflexión contrastada. Frente a la postmodernidad y la secularización, el cristianismo de hoy debe dar un paso decisivo hacia su propia modernidad, en una nueva época de ilustración donde las preguntas compartidas siempre precedan a respuestas que puede que no sean compartidas ; donde la conversación interactiva sustituya el discurso de la moralidad.


5- EL LABERINTO DE LA MORALIZACIÓN


No cabe duda de que en el cristianismo de la postcristiandad, tanto católico como protestante, existe una crisis de crítica conceptual y pensamiento social que paraliza la verdadera misión en sociedad. Y en esta crisis, la moralización también es una tendencia altamente nociva, porque a pesar de su función pedagógica al resumir un cuerpo doctrinal, en su impartición elude preguntas y reflexiones sobre temas complejos en los que sociedad e Iglesia pueden o no discrepar de fondo léase sexualidad, homosexualidad, evolución, aborto, integridad, capitalismo, ingeniería genética, vida eterna, etc. La facilidad de moralización con que el cristianismo se presenta ante el mundo es un laberinto para la interlocución, porque para llegar a la verdad primero habrá que perderse entre la maleza de imperativos absolutos sin discusión. Salir del laberinto no es tarea fácil, sobre todo cuando los cristianos se sienten muy cómodos dando vueltas a un sinfín de afirmaciones retóricas.

A pesar de que la todopoderosa cristiandad concluyó su ciclo moralista, con sus imposiciones de cristianismo legal y estrategias supremacistas, la Iglesia aún moraliza como sistema de predicación, y lo hace desde el retraimiento social para no enfrentarse a los problemas candentes y reales. Prefiere recluirse en sus alacenas litúrgicas y doctrinales, sin mezclas que la comprometan. Prefiere decir que solo hay que creer: una moralización sutil. Este pensamiento es, aún, medieval y refractario a la edad moderna en la que el cristianismo debería entrar. Y aunque el llamado e invitación bíblica es a creer, sin embargo el ejercicio del moralismo simplista como método de relacionarse e invitar a la fe no es el camino para una mejor interlocución.

Por lo general, buena parte cristianismo de hoy ha descubierto que la fe no es tanto el ejercicio obligado de unas normas religiosas impuestas de manera autoritaria, sino el manantial bíblico y gozoso del cual nacen los valores éticos y morales. Pero el pensamiento secular de la postcristiandad está impregnado de las tesis de Hume, Kant o Nietzsche, que consideraban que la moralidad es una trampa, una reducción al absurdo en el que solo caerían los más incautos moralistas. Y tienen parte de razón si observamos cómo los teólogos y predicadores moralistas imparten su doctrina, como si fuera una serie documental de verdades últimas sobre las cuales tan solo se puede decir amén, porque es Palabra de Dios. Y punto. Pero las sociedades de la postcristiandad ya no creerán en un Dios absoluto si los que lo defienden no les convencen de que, en el proceso de comprensión de lo divino, la verdad de los cielos también se puede razonar, valorar e incluso cuestionar en la tierra. No son malas las preguntas, ni las objeciones ni los cuestionamientos; tan solo son previas intelectuales para unas mejores respuestas que pueden llevar a encontrarse cara a cara con la fe.

Sin duda, el llamado de la Iglesia es para salvación: una invitación a la fe y una apelación a la creencia. Mas sin conocimiento no hay fe. Por tanto, respecto al pensamiento social, la función de la Iglesia incluye compartir el conocimiento eterno no solo con operaciones de persuasión interna, sino de interlocución externa, emancipada de miedos morales y retraimientos sociales. Un cambio de paradigma es necesario: desistir del exclusivo y centrípeto activismo espiritual de la iglesia local para abrazar la centrífuga polinización de la Ekklesia neotestamentaria. Como siempre, pero aún más hoy ante una sociedad que no admite creencias sin diálogo, ya no es posible un cristianismo complacido y ensimismado ni ninguna predicación sin interlocuciones.


6- LAS RÉMORAS DE LA CRISTIANDAD


La gran cristiandad, la de los diecisiete siglos que nos han precedido, ha impuesto y sedimentado en la mentalidad cristiana contemporánea una severa dependencia al rito y al lugar. La fuerza estética de la ceremonia ha sustituido al ejercicio de la reflexión; y la iglesia-templo-lugar ha desplazado en buena parte la misión profética de la Iglesia universal. Hoy las liturgias concéntricas siguen encerrando en sí mismas formulismos repetidamente aprendidos que no conceden espacio a preguntas y reflexiones diligentes. Pese a la belleza espiritual y bendición que significa, en el pensamiento social de la Iglesia la adherencia al culto es una de las rémoras de la cristiandad, puesto que el mecanismo psicológico de abstraída reiteración litúrgica normalmente apremia la ciega asunción de contenidos sin reflexión. Y, por su parte, la dependencia a la iglesia-templo-lugar ha discapacitado la exigencia de interlocución social, ya que el culto al espacio de adoración a menudo ha colmado en exceso los corazones de los creyentes, alejándolos de otros centros de conversación. Estos dos poderosos pero caducos estereotipos de la cristiandad aún siguen vigentes, incluso con mayor fuerza eclesiológica al apuntalarse en la actualización y modernización de muchos de sus componentes. No se trata en absoluto de demolerlos, sino de ser conscientes de que en el pensamiento social de la Iglesia la atracción que ejercen restringe sustancialmente la apelación crítica y profética.

En definitiva, no se puede esconder que respecto al pensamiento social de la Iglesia un auténtico y profundo cambio de paradigma se presenta difícil, aunque no imposible. La ausencia del paraguas sociológico de la cristiandad y las consistentes tendencias y apegos eclesiológicos que diecisiete siglos han creado, dejan el presente y el futuro sin grandes esperanzas de cambio. Sin embargo y a pesar de ello, como apuntaba Agustín de Hipona, «solo se llega a la verdad por el amor». La esperanza sigue siendo en todo y por todo el amor de Dios experimentado de manera sencilla y altruista; un amor condescendiente que abunde en verdaderas transformaciones, tanto intelectuales como espirituales, bajo la intervención del Espíritu Santo.


© 2018 Josep Marc Laporta



     [1] La frase «Dios ha muerto», también conocida como la muerte de Dios, ha sido atribuida al filósofo alemán Friedrich Nietzsche. Sin embargo, ya se encuentra anteriormente en Hegel, en su Fenomenología del espíritu?, e incluso en Dostoievski, en su obra Los hermanos Karamazov.
     [2] Maximilian Karl Emil Weber (1864-1920) fue un filósofo, economista, jurista, historiador, politólogo y sociólogo alemán, considerado uno de los fundadores del estudio moderno de la sociología y la administración pública, con un marcado sentido antipositivista.
     [3] Carl Gustav Jung (1875–1961) fue un médico psiquiatra, psicólogo y ensayista suizo, figura clave en la etapa inicial del psicoanálisis; posteriormente fundador de la escuela de psicología analítica, también llamada psicología de los complejos y psicología profunda.
     [4] Luis González-Carvajal Santabárbara (1947-) es un ingeniero, sacerdote y teólogo español. Estudió en el Colegio Menesiano de Madrid y en 1969, finalizada la carrera de Ingeniero Superior de Minas, ingresó en el seminario de la Diócesis ordenándose sacerdote en 1974. Es Doctor en Teología por la Universidad Pontificia de Salamanca.
     [5] Gianni Vattimo (1936-) es un importante filósofo italiano, uno de los principales autores del postmodernismo y considerado el filósofo del pensamiento débil. Seguidor de la corriente hermenéutica en filosofía, y discípulo de Hans-Georg Gadamer, también ha ejercido de político.
     [6] Hans Küng (1928-) es un sacerdote suizo católico, teólogo y prolífico autor. Desde 1995 es presidente de la Fundación por una Ética Mundial (Stiftung Weltethos), y profesor emérito de Teología Ecuménica en la Universidad de Tubinga desde 1996.   Es conocido por su postura contra la infalibilidad papal. A pesar de no tener permiso de la Santa Sede para enseñar teología católica, ni su obispo ni la Santa Sede han revocado sus facultades sacerdotales.
     [7] Este modelo se observa muy especialmente en Sudamérica, con el gran crecimiento de las denominaciones evangélicas y su imposición sociológica de nueva cristiandad.
     [8] Dietrich Bonhoeffer (1906–1945) fue un pastor protestante y teólogo luterano alemán que participó en el movimiento de resistencia contra el nazismo. Fue arrestado y encarcelado. Mientras estaba preso fue acusado, supuestamente, de haber formado parte en los complots planeados por miembros de la Abwehr (Oficina de Inteligencia Militar) para asesinar a Adolf Hitler y por esa razón fue finalmente ahorcado el 9 de abril de 1945.
     [9] «P ara que se cumpliese lo dicho por e l profeta Isaías, cuando dijo: É l mismo tomó nuestras enfermeda des, y llevó nuestras dolencias».
     [10] Tegel, 16 de julio de 1944.
     [11] Tegel, 29 de mayo de 1944.
     [12] Mateo 16:18; Colosenses 1:18; Efesios 1:22; 5:25; Hebreos 12:23.
     [13] Hechos 16:31.

5 comentarios:

  1. Anónimo04:33

    He disfrutado con este artículo!!! Gracias!

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  2. Jose Fonseca05:58

    Hermano Laporta, buen interprete de la sociedad y buena exposición.- Que buena la exposición. Me indiferencia la iglesia religiosa que no siente el mundo como su campo de misión intelectual. Pero a Dios gracias que podemos seguir mano en la obra, por su gracia. Un saludo desde Argentina. Su hermano Jose Fonseca.

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  3. lacontrarota02:45

    ¿¿¿¿Verdades como puños o crítica despiadada???? Denme algo a elegir... que no me aclaro.

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    1. Usted debe de escoger. Desde luego no es despiadada. El autor ha dejado suficientes argumentos para que cada uno analicemos donde estamos, aunque creo que no lo ha escrito por eso.

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  4. Marga20:59

    Me parece una esposición brillante, aunque parezca dura. No creo que se haya dejado la bilis, mas bien es que el tema necesita de claridad de pensamiento y el desarrollo está bien construido. También hay que leer entre líneas y con todas las palabras porque a veces queremos leer cosas que no dice. Es mi opinión y no es infalible.Shalom.

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